miércoles, 16 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET - NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo VII de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB’ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO V I I

Latefund de Bad

1

Truena, relampaguea y llueve torrencialmente durante el final de la tarde y comienzos de la noche, impidiéndoles asomar la cabeza al exterior debido a las ráfagas racheadas de agua y viento que entran en la cueva.
Ab’Erana mientras ve caer aquella cortina de agua tan intensa piensa que jamás en su vida ha visto llover de aquella forma. Los truenos retumban en la cueva con una fuerza atronadora. En algún momento tiene la sensación de que se estremecen las irregulares paredes de la cueva, e, incluso, que una enorme grieta que hay al fondo del improvisado refugio se ha ensanchado con el fragor de la tormenta.
Cuando mayores son los estruendos de los truenos, ya noche cerrada, Picocorvo que está junto a la puerta, se envara, alza la cabeza y muestra un nerviosismo desacostumbrado. Ab’Erana lo mira intensamente y de forma inesperada, se incorpora de un salto, coge la espada y la saca de su vaina ante las miradas sorpresivas de sus compañeros de viaje a los que coge desprevenidos aquel extraño comportamiento. Con el ruido del agua y el fragor de la tormenta no han oído nada.
Segundos más tarde todos aprecian con nitidez el ruido producido por cascos de caballos chapoteando en el barrizal.
-¡Escóndete, Fidor! –ordena Ab’Erana, en precaución, para evitar problemas entre Fidor y los desconocidos viajeros, quienquiera que sean, presumiblemente salteadores de camino.
El aludido corre hasta el fondo de la oquedad y se oculta en la profunda grieta que presenta el terreno, sin dejar de observar la puerta de entrada desde la oscuridad.
Cedric coge su bastón nudoso y lo deja al alcance de la mano.
En el mismo instante surge de la noche un grupo de jinetes cubiertos con mantas hasta la cabeza que saltan al suelo y se acercan a la entrada de la caverna, como si fuesen espectros o fantasmas. Se sorprenden al ver que está ocupada y aunque hay unos momentos de indecisión, uno de los jinetes desconocidos se adentra en la cueva, saca su espada y grita:
-¡Paso al señor Latefund de Bad, dueño de estas tierras!
Cedric se incorpora con la ayuda de su bastón, sorprendido ante las palabras pronunciadas por el recién llegado. Según sus recuerdos, el señor Latefund de Bad era un hombre maduro cuando le ordenó amputar las manos al ladronzuelo y piensa que es imposible que aún este vivo y cabalgando en noche como aquella.
Entran en la oquedad hasta once personas con los rostros ocultos por las mantas que les cubren las cabezas resguardándoles del temporal. Se desprenden de ellas al encontrarse a cubierto y tanto Cedric como Ab’Erana se encuentran frente a diez soldados, y otro personaje que debe ser el jefe de todos ellos, un joven poco mayor que Ab’Erana, que viste un traje diferente al resto de sus compañeros.
Todos dejan un charco de agua en el suelo, de tan empapados como llegan. Se sacuden los ropajes sin ninguna consideración ni miramiento hacia los ocupantes de la cueva y se acercan al fuego que brilla en el centro de la estancia, con intención de secarse las ropas.
-¿Permitís que descansemos un rato y nos calentemos un poco? –pregunta el joven, educadamente, mientras se restriega las manos junto al fuego.
-A nadie puede impedírsele algo así en una noche de perros como esta –responde Cedric, sin abandonar su bastón y colocando nuevos leños en el fuego para avivarlo.
-Perdonen, caballeros, no me he presentado aún. Soy Latefund de Bad, señor de estas tierras. Esta cueva me pertenece –dice, para justificar tan improcedente ocupación. -¿Quiénes sois?
-Viajeros –responde Cedric con aplomo y sin mayores explicaciones.
-¿Viajeros? –repite Latefund de Bad mirando a todos los presentes con extrañeza y expresión burlona. -¿Adónde se puede viajar por estas tierras abandonadas de la mano de Dios y en noche como esta? No hay por estos pagos lugares interesantes a donde ir.
-No os riáis, señor, ni creáis que me burlo de vos, cuando os diga hacia donde nos dirigimos –dice Cedric poniendo cara de circunstancias. –A veces en la vida hay que hacer cosas inverosímiles y esta es una de ellas.
-Prometo no hacerlo y me intrigáis, buen hombre.
-¿Seguro que no os enfadaréis ni pensaréis que bromeo, señor? –insiste Cedric, como atemorizado.
-Tenéis mi palabra de caballero y presumiblemente futuro conde de Bad.
-En tal caso, os lo contaré, señor. Mi nieto y yo llevamos varios años manteniendo una estúpida discusión y queremos poner fin a ella de una vez y para siempre.
-Cuestión importante debe ser para discutir por la misma cosa durante tanto tiempo –comenta el señor Latefund de Bad con agudeza, esbozando una tímida sonrisa. -¿Qué buscáis, por si puedo ayudaros en algo?
-El País del Arco Iris –responde Cedric con rapidez, haciendo un encogimiento de hombros.
-¿El País del Arco Iris? –repite Latefund de Bad, cambiando la expresión del rostro en la creencia de que aquel anciano pretende burlarse de él. -¿Queréis burlaros de mí?
-No se me ocurriría, señor. Por eso os lo advertí. Es difícil de creer pero así son las cosas. Ya sabéis lo cabezotas que podemos llegar a ser los seres humanos y especialmente algunos jóvenes que parece ser tienen cabeza de chorlito. Dice mi nieto que ese lugar debe estar situado en lo más recóndito de estas montañas, o por los alrededores. Hemos recorrido parte de las Montañas Nevadas sin encontrar nada y ahora pretendemos hacer lo mismo por aquí. Particularmente creo que ese país no existe, pero él se ha empeñado en buscarlo y he decidido darle satisfacción para demostrarle su error. Hay gente que solo cree lo que ve y mi nieto es una de esas personas.
Latefund de Bad mira a unos y otros con incredulidad y finalmente sonríe a Ab’Erana y le dice:
-Tampoco yo oí hablar nunca de ese país que dice vuestro abuelo.
-Estoy convencido de que existe y debe estar en medio de esas montañas –insiste Ab’Erana, haciendo un significativo gesto con los labios. -El Arco Iris siempre se esconde por aquí, lo he visto muchas veces y no pienso parar hasta encontrarlo.
-Creo que el juglar o el caminante que os narró esa historia, os engañó miserablemente. El Arco Iris no vive en ninguna parte –aclara Latefund de Bad, sonriendo. –Eso, al menos, es lo que me explicaron mis maestros y la gente de mi casa cuando pregunté por él. ¡También a mí me encanta verlo! Pero no existe. Es un fenómeno que aparece cuando se conjugan la lluvia y el sol y que desaparece lo mismo que surge.
-Un caminante me dijo una vez que estuvo en ese país y que allí todo es muy hermoso –insiste Ab’Erana. -Dijo que los campos son de colores diferentes a todos los demás conocidos, que la gente viste trajes de arcoiris y cruza las montañas de un lado a otro por encima de los arcoiris, como si fuesen puentes; que los pájaros hablan con las personas...
Latefund de Bad se encoge de hombros, hace un rictus significativo con los labios, denotando ignorancia o incredulidad, y dice:
-No creo esa historia que me contáis, y pienso que quien os la refirió os engañó y se rió de vos, pero si es así como decís, me gustaría visitar ese país alguna vez. Si pudiera, me marcharía con vosotros –asegura, siguiéndole la corriente a Ab’Erana, en la creencia de que el muchacho está completamente chiflado.
-Dígale su merced a los soldados que se marchen solos y acompáñenos –propone Cedric, en un alarde de cinismo. –De vez en cuando conviene participar en alguna aventura absurda y descabellada como esta. Y en este viaje hemos tropezado con cosas maravillosas y extrañas. Algunas inexplicables para nosotros.
-No puedo hacerlo. Tengo obligaciones que atender. -Si llegáis a encontrar ese país, os agradeceré que me informéis para ir a visitarlo –promete Latefund de Bad, sonriendo irónicamente. -¿A qué cosas maravillosas, extrañas e inexplicables os referís?
-Hemos visto duendes encargados de cuidar árboles milenarios.
-¿Duendes? –pregunta Latefund de Bad, arrugando el entrecejo.
-¡Duendes! Muy pequeños. Me llegan a las rodillas. Tienen la nariz un poco larga, el rostro verdoso y unas manos extrañas con uñas muy largas. Se suben a los árboles y desaparecen por los agujeros.
-Serían ardillas.
-¡Os juro que eran duendes, señor!
-Serían enanos bufones. Hay dos en mi castillo pero no son como decís. Tienen las uñas de los dedos de las manos normales y la piel del mismo color que la nuestra. Solo se diferencian en que tienen las piernas muy cortas y son pequeños de estatura.
-Señor, os juro que es cierto lo que os digo, sé muy bien distinguir un enano de un duende.
-No creo en la existencia de duendes –insiste Latefund de Bad. -¿Habéis visto vosotros alguna vez a un duende? –pregunta a los soldados que niegan con la cabeza. -¿Veis? Mis soldados tampoco los han visto nunca y son gente experimentada.
-Quizá si atraparas alguno y lo viésemos... –comenta un soldado, soltando una carcajada.
-Sería otra cosa lo que viste, abuelo –dice otro soldado, coreando la risa de su compañero. –Quizá era una ardilla gigante como dice mi señor.
-Está bien, dejémosle estar. Yo sé lo que hemos visto y vuesas mercedes están en su derecho a no creernos. Esto no debe ser motivo de discusión. ¿Y vuesas mercedes, adonde van por aquí si estos caminos no conducen a ninguna parte como vos mismo dijisteis antes, señor? –pregunta Cedric, encogiéndose de hombros.
-Hace unos días unos salteadores que se hacen llamar la “Banda de los árboles”, asaltaron a mi anciano abuelo que viajaba con cuatro soldados de escolta. Mi abuelo fue torturado y falleció a las pocas horas. El mismo fin tuvieron tres de los soldados.
-Ignoraba que hubiese salteadores de camino en estos lugares abandonados –miente Cedric. –Suelen estar en lugares más poblados y de mayor tránsito.
-Es cierto, pero también lo es que por los motivos que sean, también los hay por estos contornos. Y muy peligrosos, por cierto. Estos que os digo, al reconocer a mi abuelo, le cortaron las manos.
-¡Qué horror! –exclama Cedric. -¿Por qué hicieron canallada semejante? ¿Cómo es que no solicitaron un rescate por él, como es habitual en esos carroñeros?
-Lo ignoro. Esa mala gente suele matar a sus víctimas casi siempre, para desvalijarlas, o solicitar cuantiosos rescates por ellas, si ven que son personas de calidad. En el caso de mi abuelo mataron a todos los acompañantes, excepto a uno. Solo dejaron con vida a éste –y señala a uno de los soldados. –Por ser el más joven de todos. Lo hicieron regresar al castillo llevando las manos de mi abuelo envueltas en su propia capa.
-Fue horrible. Nos ataron a los árboles y a todos los soldados de la escolta comenzaron a cortarles las manos dejándolos desangrarse hasta morir, aunque a alguno de ellos le adelantaron la muerte con un golpe en la cabeza. Mi señor, como yo, estábamos presentes y demudados al pensar que correríamos la misma suerte. Luego hicieron lo mismo con el señor Latefund, después de torturarlo de mil maneras.
-¿No dieron ninguna explicación del por qué de tal atrocidad, en lugar de solicitar el rescate que hubiese sido para ellos mucho más provechoso? –insiste Cedric, con la voz extraña y profunda.
-Uno de los salteadores estuvo hablando con el señor Latefund, pero me encontraba atado al árbol más lejano y no conseguí escuchar sus palabras. Me pareció entender que se conocían de algo. Le cortó las manos de dos hachazos y mi pobre señor murió desangrado.
Cedric se estremece visiblemente y es incapaz de hablar durante unos segundos. Tiene el rostro demudado y la expresión aterrorizada.
-Te has puesto pálido –señala uno de los soldados. -¿Es que conoces a esa gente?
-¿Cómo quieres que me ponga después de escuchar semejante atrocidad? –responde Cedric, indignado. -¿Es que a ti no se te estremecen las entrañas ante un hecho tan despiadado y canallesco como ése? ¿O es que no tienes sentimientos humanos?
-Bueno... –balbucea el soldado, con nerviosismo, dirigiendo una mirada preocupada al señor Latefund de Bad.
-¿Dónde ocurrió eso, para no pasar por allí, señor? –pregunta Ab’Erana para cambiar el sentido de la conversación.
-En los confines de mis tierras. Precisamente vamos hacia allá para buscar a los salteadores y colgarlos del árbol más grueso que encontremos en el camino. –Cuando vuesas mercedes lleguen allí, si es que van por ese camino, ya no habrá peligro alguno. Todo habrá terminado.
-¿No cree vuesa merced que son muy pocos para luchar contra una banda de salteadores de camino, señor? –insiste Ab’Erana, moviendo la cabeza.
-Parece que solo son cinco individuos y usan hachas y navajas. Estos diez soldados son los mejores de mi castillo, vamos advertidos y bien armados.
Cedric, pálido como un muerto se mantiene en silencio. Le es imposible articular palabra. Las escenas ocurridas cuarenta años antes en el castillo del conde de Bad se le manifiestan con una nitidez asombrosa. Latefund de Bad, imponente en el rellano de una escalera, ordenándole cortarle las manos a un ladronzuelo llamado Thür y él negándose a ello. Sin duda, aquel Thür debe ser uno de los componentes de la banda de salteadores que deben tener aterrorizados a los pocos habitantes de aquellas tierras.
-¿Es un águila amaestrada? –pregunta Latefund de Bad al chico, señalando a Picocorvo que se mantiene expectante en un rincón de la cueva.
-Sí, señor, la estoy enseñando a obedecerme –responde el interpelado.
-Podéis guardar la espada –indica Latefund. –No molestamos a la gente de bien como parecen ser vuesas mercedes. Además, de nada os serviría esa espada miniatura frente a las nuestras. Seríamos once contra dos. No tendríais posibilidad de defensa.
-Soy muy desconfiado, señor.
-Debería molestarme por esas palabras pero en este momento tengo otras preocupaciones. Haced lo que os parezca. No pienso enfadarme por ello –responde Latefund, con seriedad.
-Voy a guardar la espada, señor. Confío en vuestra palabra.
Latefund de Bad le agradece el gesto con una sonrisa.
-No podemos ofreceros nada de comer –comenta Cedric, cambiando la conversación. –No llevamos nada.
-¿Qué hacéis para comer?
-Cazamos conejos, pero con este tiempo ha sido imposible. Esta noche haremos ayuno.
-Dejadle algo de comida a estos hombres para el camino –ordena Latefund de Bad dirigiéndose a uno de los soldados. –Ahora cenad con nosotros.
El aludido, de un morral que ha dejado anteriormente en el suelo, saca un trozo de pan, otro de queso y un tajo de tocino entreverado y los deja sobre unas piedras, junto a la fogata.
Latefund de Bad se asoma a la puerta de la cueva, mueve la cabeza, contrariado, se vuelve, y dice:
-El tiempo está peor y no parece que vaya a mejorar. Será mejor que pasemos la noche aquí y salgamos al amanecer –y al ver la expresión de Cedric y Ab’Erana, termina diciendo: -... si a estos caballeros no les importa nuestra compañía.
-Está vuestra merced en su propia casa, señor, dado que estas tierras les pertenecen. Poned las mantas a secar y buscad acomodo –responde Cedric. –El único problema que puede haber es que vuelva el oso, aunque seremos más a la hora de defendernos.
-¿Qué oso? –inquiere uno de los soldados con cierta preocupación.
-¡El oso! –exclama Cedric. –Esta es la guarida de un oso. ¿No lo oléis?
Los soldados comienzan a oler, aspirando.
-No huelo a nada –dice uno.
-¡Yo sí huelo! Los osos despiden un olor especial y lo presiento –comenta otro. -Y juraría que no debe andar muy lejos.
-Tal vez no vuelva esta noche, pero mañana, presumiblemente, vendrá a dormir. Deben tener mucho cuidado con los caballos –advierte Cedric. –Si están hambrientos pueden atacarlos.
-No sabía que en esta región hubiese osos –comenta Latefund de Bad. –De haberlo sabido habríamos organizado alguna cacería. -¿Habéis llegado a verlos?
Cedric mueve la cabeza y dice:
-Hace un par de años vi una pareja un poco más al sur, por las inmediaciones del Bosque Maldito. En estos días no los hemos visto, pero las huellas que vimos en el suelo a nuestra llegada, dan señal de que debe ser una buena pieza. Lástima que con el pisoteo de todos se hayan borrado las huellas si no vos mismo las veríais ahora.
-No creo que vuelva esta noche. No tendremos oportunidad de verlos porque saldremos antes del amanecer.
-Señor, podríamos dejar una guardia durante la noche. Se cambiarían a ratos –propone uno de los soldados.
Latefund de Bad da su aprobación.
Los soldados se tienden junto a la hoguera y a los pocos minutos roncan profundamente, excepto los dos que quedan de guardia y que luchan por mantener los ojos abiertos.
Ab’Erana y Cedric se van al fondo de la cueva junto a la rendija en la que Fidor permanece escondido.
Picocorvo se mantiene junto a la cabeza de Ab’Erana con los ojos abiertos.

2

Cedric oye un ruido y abre los ojos. Ve a los soldados y a Latefund de Bad hacer los preparativos para la marcha y se mantiene en silencio e inmóvil, haciéndoles creer que aún está dormido.
Al despertarse Ab’Erana comprueba que Latefund de Bad y sus soldados han desaparecido y que Cedric no está en el interior de la cueva. Se incorpora de un salto, busca la empuñadura de la espada y sale al exterior pensando que a su abuelo haya podido ocurrirle algo. Vuelve al interior de la cueva, busca a Fidor a quien tampoco ve. Los ve regresar a los pocos minutos charlando animadamente.
-Llevan nuestra misma dirección –asegura Fidor.
-¿No dijiste que huiste del castillo de Latefund de Bad por no querer amputarle las manos a un ladronzuelo llamado Thür? –se apresura a preguntar Ab’Erana a su abuelo, en el momento de encontrarse.
-Sí, hijo, eso dije. Al oír la noticia me estremecí de arriba abajo. Debe ser él, sin duda. Las palabras que el bandido dirigió al señor Latefund de Bad debían referirse a aquel hecho. Era malo aquel muchacho y ahí tienes la prueba. Malo y rencoroso. Acabará colgado, como asegura el joven Latefund de Bad. Nunca pude pensar que aquel pobre desgraciado fuese capaz de cometer una villanía de esa naturaleza y haber esperado cerca de cuarenta años para vengarse.
-¿Te arrepientes ahora de no haberle amputado las manos a aquel criminal? –pregunta Ab’Erana, mirando fijamente a su abuelo y arrugando el entrecejo en espera de su respuesta.
-Cada persona debe hacer en cada momento de su vida lo que considera correcto y conveniente. Hice entonces lo que me pareció justo. Era una canallada lo que pretendió hacer el señor Latefund de Bad y es una canallada incalificable la acción de ese desalmado. Además, la vida no tiene segunda vuelta. Las cosas se hacen o no se hacen y una vez hechas solo caben lamentaciones o parabienes. Nunca he tenido sentimientos de verdugo. Esta noticia me ha dejado un malestar difícil de olvidar.
Al comprobar el estado anímico de Cedric, Fidor y Ab’Erana deciden guardar silencio y no comentar nada más del asunto.
Reanudan el viaje muy temprano, con los caminos tan encharcados y embarrados que dificultan la marcha, y en un momento determinado, Fidor se detiene sobre un montículo, último punto desde el que se divisan las Montañas Nevadas, situadas en lontananza, y, señalando con el dedo, dice:
-¿Veis aquella hendidura que se forma en las montañas?
-¿Cuál? Hay varias.
-La primera de todas que parece la cortadura de un tajo. Es una garganta impresionante aunque desde aquí parezca una simple grieta. Las paredes de la garganta parecen llegar al cielo, de altas que son. Por allí discurre un río y en un lugar determinado se origina un salto de agua conocido por los elfos como la Gran Cascada.
-Conozco el lugar. Nosotros llamamos a esa cascada La Cola del Caballo Blanco, porque el agua cae con la misma forma que la cola de los caballos. Es realmente impresionante todo aquello –responde Cedric.
-¿Sabes qué hay detrás de esa cascada?
-Si mis recuerdos no me engañan, una pared vertical, inaccesible y resbaladiza.
-Detrás de la cascada, oculto a la vista, se inicia un sendero que se adentra entre las rocas de forma inverosímil y se pierde en el interior de una cueva laberíntica que permite el paso al otro lado de la montaña.
-¿No os perdéis por ella, si, como dices, es laberíntica? –pregunta Ab’Erana, bromeando y con agudeza.
-El camino está marcado con señales convenidas que solo los Seres Diminutos somos capaces de descifrar. Es difícil que nadie pueda entrar por allí si no conoce los signos. La entrada está tan bien disimulada que resulta imposible localizarla y una vez dentro, si no se conocen los signos, resulta imposible encontrar la salida.
-Es decir, que hay que saber que allí hay una cueva y luego conocer los vericuetos y caminos para poder llegar a alguna parte, ¿no es eso? –pregunta Cedric.
-Así es. Una vez localizada la cueva y descifradas las señales, se consigue llegar a la salida que se bifurca en dos caminos diferentes, uno se dirige hacia las Montañas Blancas y el otro hacia las llamadas Tierras Deshabitadas, donde la soledad es más absoluta aún que en las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte que atravesamos días pasados. Solo el viento sopla con fuerza inusitada en aquel lugar. Es un sitio pavoroso como ningún otro. Esas Tierras Deshabitadas limitan con el Bosque Infinito, lugar extraño y traicionero si no lo conoces, y finalmente se llega al País de los Elfos. Ese fue el camino seguido cuando la boda de la princesa Erana y el mismo que he seguido yo para llegar hasta aquí. Sin duda, si entramos por ahí los elfos estarán esperándonos en cualquier punto del trayecto. Incluso es posible que haya vigías en las inmediaciones de la Gran Cascada. Por esa ruta son aproximadamente seis u ocho jornadas de viaje, a buen paso y sin contratiempos. Algunas jornadas menos que por el camino que iremos.
-Si está tan cerca como dices, ¿por qué dar un rodeo considerable para entrar por ese otro camino que conduce a Jündika o Ubrüt? –pregunta Ab’Erana, impaciente por comenzar las aventuras que le esperan.
-Recuerda las palabras de tu padre. Sigue los consejos de Fidor que es elfo prudente y conocedor de la situación –comenta Cedric. –Puede que ese camino del sur sea el más corto, pero si lo tienen vigilado, será más difícil entrar por él. Y ahora con más motivo. No debemos correr el riesgo de abortar la operación ideada por tu padre antes de iniciarla.
-Hablas con la sabiduría que dan los años, Cedric. A veces la juventud desprecia la experiencia que la vida concede a los mayores y creen saberlo todo, aunque no sea este exactamente el criterio del príncipe.
-A veces esa experiencia puede ser errónea y no conducir a ninguna parte. La experiencia dice que cuando hay nubes vendrá la lluvia pero, a veces, la lluvia no llega. Los casos hay que analizarlos independientemente unos de otros. No siempre las cosas suceden de la misma forma, según mis observaciones –protesta Ab’Erana. -Mi abuelo también me habla siempre de la experiencia y piensa que lo que le sucedió en una ocasión volverá a ocurrir de nuevo porque las circunstancias son idénticas, o parecidas, pero esto no siempre es así.
-Es cierto, pero la experiencia da unos conocimientos que pueden ser aplicados a casos semejantes con resultado positivo la mayoría de las veces –responde Fidor.
-Estamos en situación privilegiada ante la que debe fallar la experiencia. ¿Por qué tanto temor si disponemos de una espada invencible? Con la espada, con la ayuda de mi abuelo y tuya y la colaboración de Picocorvo soy capaz de conquistar cualquier país –protesta Ab’Erana en un ataque de euforia injustificada.
-La juventud siempre es igual, Cedric. En los humanos y en los elfos. El ímpetu les hace, a veces, decir y hacer cosas atrevidas, sin pensar en las consecuencias. Permíteme contradecirte, príncipe. No pongo en duda tu valor ni la ayuda que pueda prestarte Picocorvo, tu abuelo con el bastón o yo con mis ideas, como no niego la eficacia de la espada encantada, pero el enemigo es muy poderoso y las cosas no serán tan simples como piensas. Ignoro si conseguiríamos entrar o no por la ruta más corta, pero, desde luego, estoy convencido de que tropezaríamos con muchas dificultades para conseguirlo. Es cierto que el camino es más corto y cómodo, pero, ¿de qué nos serviría si tuviésemos que estar luchando nosotros solos contra todo un ejército de elfos y trolls? La guerra de los trolls contra tu abuelo duró años a pesar de la espada encantada. Las cosas deben ir por sus pasos.
Durante unos segundos se cruzan las miradas entre unos y otro.
-Haremos lo que tu digas, Fidor –reconoce el chico, con humildad. –Lo que ocurre es que estoy deseoso de poder ayudar a mi padre y liberarlo de las garras del malvado Mauro y de los asquerosos y repugnantes trolls.
-Todo se andará, príncipe. Tengo en el fondo de mi corazón los mismos deseos que sientes tú. Creo que el camino que vamos a seguir es el aconsejable, pero tampoco puedo asegurarte que por las fronteras de Jündika o Ubrüt las cosas vayan a ser más fáciles. No lo sé. Pienso que sí, pero no soy adivinador del futuro.
-Nadie te echará en cara tu error, si te equivocas, Fidor. Únicamente no se equivoca quien nunca toma decisiones –sentencia Cedric.
-De todos modos, para tener seguridad de lo que pienso, quizás podríamos... No sé. ¿Sería posible enviar a Picocorvo hasta la Gran Cascada y comprobar si hay elfos o trolls vigilando los caminos? No tendría que atacarlos, solo saber si están allí y si son muchos.
-¡Claro que es posible! –exclama el chico, emocionado ante lo que considera el inicio de las aventuras y el hecho sintomático de que Fidor considere la eficacia del águila. -Solo perderemos un rato que aprovecharemos para descansar. Andar sobre este barrizal es más difícil de lo que parece.
Ab’Erana mira fijamente a los ojos del águila, se concentra y dice:
-Picocorvo, vuela en aquella dirección hasta llegar a las Montañas Nevadas, hay un corte o desfiladero y un río; al fondo una cascada muy grande; comprueba si hay elfos o trolls vigilando los caminos. Ya sabes como son los elfos. Si hay alguien no ataques a nadie, miras y me informas luego. Te esperaremos aquí mismo.
Picocorvo mira fijamente a Ab’Erana a los ojos, luego fija su atención en Fidor como intentando retener su imagen para compararla con los posibles soldados ocultos, y levanta el vuelo en dirección a las Montañas Nevadas hasta perderse de vista.
Dos horas más tarde regresa con un conejo entre las garras, y se detiene frente a Ab’Erana, mirándose ambos nuevamente a los ojos.
-Dice Picocorvo que ha visto cuatro elfos a la entrada del desfiladero, ocultos entre las piedras del cañón, y otro grupo más numeroso en las inmediaciones de la Gran Cascada, acampado junto al río. Dice que solo ha visto soldados semejantes a Fidor.
-Era previsible que así fuera –comenta Fidor con cierta suficiencia. –Sin duda esperan mi regreso por ese camino. Saben que vine por él y deben pensar que regresaré por el mismo lugar. Debemos continuar hacia el este y olvidarnos de esa otra ruta. Los dejaremos allí esperando hasta que se cansen o decidan adentrarse en mi busca.
-¿Sabrán que te acompañamos? –pregunta Ab’Erana.
-Lo ignoro. Los elfos que me atacaron solo me buscaban a mí. Según tú mismo dijiste, no sabían quién eras, lo que me hace pensar que no tienen certeza de tu existencia. Lo sospechen, pero nada más.
-Se aterrorizaron al verme empuñar la espada y uno de ellos preguntó si era el príncipe mitad elfo mitad hombre –aclara Ab’Erana, sonriendo.
-Los acontecimientos nos demostrarán lo que saben. ¿De qué servirá hacer especulaciones y conjeturas? Adelante –ordena Cedric. –Lo interesante de este camino es que Latefund de Bad lo estará despejando de malhechores y podremos caminar con cierta tranquilidad.
Acampan al anochecer y disponen de un nuevo conejo para la cena.
-Tu águila va a sernos fundamental para la subsistencia y para otras muchas cosas –reconoce Fidor. –No sé qué habríamos hecho sin él. Cuando seas rey de los elfos tendrás en él un colaborador inestimable hasta que alguien a quien le moleste ordene matarlo de un flechazo.
-Si alguien lo hiciera lo buscaría hasta en el centro de la tierra para castigarlo.
Ab’Erana comunica aquellos comentarios a Picocorvo y la rapaz primero aletea alegremente y luego parece entristecerse.
-Dice Picocorvo que se congratula de poder ayudar y que le gustaría mucho ser consejero de un rey porque tiene la certeza de que lo haría mejor que muchos hombres o elfos. Y en cuanto al flechazo dice que procurará evitarlo.
-Estoy empezando a creer que realmente te comunicas con él –se ve obligado a reconocer el abuelo Cedric, afirmando con movimientos de cabeza.
-¡Ya era hora! –exclama Ab’Erana, alborozado. –Picocorvo, dice mi abuelo que está comenzando a creer que tú y yo nos comunicamos de verdad. ¿Es una buena noticia, eh? -¿Es que no ha demostrado Picocorvo en numerosas ocasiones que cumple mis deseos y que razona adecuadamente?
-Sí. Pero debes decirle que a ver si nos cambia el menú. Me apetecería esta noche una trucha asada con romero y otras hierbas aromáticas. Comprendo que es difícil encontrar truchas por aquí, pero... con un águila tan inteligente cualquier cosa debe ser posible.
-Mañana se lo plantearé y, si es posible, comerás trucha –promete Ab’Erana.
Al atardecer, después de todo el día de viaje sin descanso llegan al pie de un paredón de apariencia inaccesible, en el que crecen arbustos enanos entre las diferentes grietas.
-¿Y ahora? –pregunta Cedric girando la vista en todas direcciones buscando algún lugar que les permita el paso. -¿Cómo vamos a salvar este obstáculo?
-Pronto lo sabrás –responde Fidor dirigiéndose al único árbol que crece al pie del murallón. –Esperad un momento aquí.
Desde el árbol, Fidor cuenta cincuenta pasos hacia la izquierda y se detiene ante una de las numerosas grietas verticales que presenta la pared.
Inesperadamente desaparece de la vista mientras Cedric y Ab’Erana hablan distraídos y señalan unos pajarracos que vuelan en las alturas y se detienen en los salientes de la montañosa pared vertical.
-Parecen buitres –dice Cedric.
Picocorvo salta sobre el árbol y comienza a aletear con desmedida energía, llamando la atención ante la desaparición del elfo.
-¿Dónde demonios se ha metido Fidor? –pregunta Cedric, mirando hacia el lugar en el que momentos antes había visto al elfo.
-Debe haber alguna cueva disimulada o se ha caído en algún boquete. Vamos allá, estaba junto a ese árbol.
Fidor aparece como por arte de magia.
-¡Eh! Venid aquí –llama, al tiempo de recoger unas ramas secas y preparar una antorcha.
Los aludidos se acercan y no ven nada en la pared salvo uno de aquellos arbustos medio resecos que ocultan una grieta en la piedra.
-Es por aquí –dice Fidor, invitando a sus compañeros a pasar.
-No creo que yo quepa por esa grieta –protesta Cedric.
-Sí cabes –responde Fidor, con seguridad. –Solo tendrás que encogerte un poco.
Ab’Erana hace una señal al águila que se posa sobre su hombro.
Entran todos por la grieta que da paso a una cueva y quedan envueltos en una oscuridad profunda. Fidor enciende la antorcha y con su ayuda caminan durante un rato hasta que tres horas más tarde ven al fondo un reflejo de claridad y llegan a una llanura inhóspita cuya vista se pierde en la distancia.
-Hay otro camino para llegar hasta aquí pero es necesario dar un rodeo que nos habría llevado una jornada. Por él deben haber seguido Latefund de Bad y sus soldados, porque, evidentemente, los caballos no han podido entrar por aquí, ni posiblemente conozcan este camino.
-Yo me preguntaba eso mismo.
-El camino rodea las montañas. Habría sido una jornada más. Latefund de Bad y sus soldados van a caballos y a ellos todo se les hace más corto. Ahora seguiremos en aquella dirección. ¡Mira! Ahí hay huellas recientes de caballos. Esto nos demuestra que ya han pasado por aquí.
-Es posible incluso que los encontremos de vuelta si es que han hallado a los salteadores. Creo que Latefund de Bad se ha equivocado al traer solo diez soldados para luchar contra unos bandidos capaces de asesinar a un pobre anciano y a los componentes de su escolta. Ha debido traer al menos cincuenta hombres. Esperemos que haya tenido suerte y encontremos el camino expedito.