jueves, 7 de febrero de 2008

LA VENTANA ENREJADA


Alguien que tiene la gentileza de escribir comentarios en mi blog, con las iniciales “jl”, con respecto al relato titulado El trasplante, me dice lo siguiente: “Impresionante Don Mariano, pero por favor, no ponga mas textos como éste, que uno no gana para pañuelos…”
Le digo a esta persona, hombre o mujer, que el libro en el que se contiene esa historia lo titulé inicialmente RELATOS TRISTES y sí voy a incluir alguno más por lo que le aconsejo a mi amable lector/a que se provea de unos paquetillos de pañuelos de celulosa por si necesita enjugarse las lágrimas.
Esta historia, preferida de mi hija María del Mar, la titulé “LA VENTANA ENREJADA”, y situé los hechos en un pueblo del interior de Andalucía.

LA VENTANA ENREJADA
Un pueblo.
Una plaza.
Una ventana con reja de hierro forjado, adornada con macetas de geranios, celindas y claveles, con resquicios para curiosear las noches de luna llena, cuando las sombras juegan con las luces, y la luna se enreda en las ramas de la arboleda y en la veleta del campanario.
El destino de los hombres es inescrutable e imprevisible. Cualquier acontecimiento, insignificante al parecer, puede cambiar el rumbo de la vida de una persona. Y cualquier recuerdo puede vivir en el individuo eternamente.
***
Donde escribo lo que me ocurrió en las visitas que hice a un pueblo andaluz, en feria, acompañando a un amigo, y, más tarde, al cabo de los años, solo.

Nací en el norte.
Decidí estudiar veterinaria en la ciudad de Córdoba porque siempre me sentí atraído por el sur. Mis padres dicen que llevo el sur metido en el alma y en el cuerpo, como si hubiese nacido en estas tierras. Y es cierto.
Tengo un compañero de habitación, andaluz de pura cepa, alegre y chistoso, que disfruta de la vida y procura extraerle todo su jugo en cualquier momento y especialmente en los lugares de folclore y bullicio. No estudia mucho pero es alegre y buena persona.
Yo soy diferente, quizá por no haber nacido aquí, no lo sé. Más serio y reflexivo que él, aunque menos chistoso.
Un día de primavera, una amiga, compañera de estudios, que residía en Córdoba durante el curso, nos invitó a ir a la feria de su pueblo. No a su propia casa. Solo ir, estar en la feria y marcharnos. En aquel tiempo una invitación de otro modo no habría estado bien vista. Mi amigo, enamorado de la chica, aceptó encantado y yo sin demasiado entusiasmo, porque deduje cual sería mi papel en aquella obra. Llegamos al atardecer y aparcamos el coche en las inmediaciones de una plaza.
Las plazas de los pueblos de Andalucía ejercen sobre mí una atracción especial, quizá por su luminosidad, por sus ventanales, por sus flores, no sé por qué exactamente. Solo sé que siento una especial predilección por ellas.
La de este pueblo es cuadrada y recoleta, está rodeada de edificios de la misma altura que forman un conjunto interesante y armonioso. Es la Plaza Principal. En el centro hay una fuente que lanza hacia arriba un chorro de agua transparente, que oscila de un lado a otro a impulsos de la brisa, cayendo luego, desparramada, sobre una figura de piedra, desgastada por el paso de los años, con ligero verdín que la recubre; es una figura de mujer joven que transporta un cántaro bajo el brazo del que sale, a través de un pitorro, un nuevo chorro de agua que cae definitivamente sobre el pilón.
Alrededor de la fuente hay pequeños jardines repletos de margaritas, rosales y otras flores cuyos nombres ignoro. Hay alrededor de la fuente varios bancos de piedra jaspeada. Numerosos naranjos semejantes en forma y en tamaño, gracias a las tijeras del podador, alegran y perfumen el entorno. Están preciosos cuando se cuajan de azahar.
Fuente, bancos, árboles y caminos aparecen cercados por una reja curiosamente labrada, con cuatro entradas simétricas frente a cada una de las cuatro calles que desembocan en la plaza.
En uno de los laterales hay una Iglesia y frente a ella, el edificio del Ayuntamiento. La Iglesia es antigua, sin estilo arquitectónico definido, quizás porque sea un conglomerado de estilos. En el exterior, la parte baja de la fachada tiene un zócalo de piedra, de unos dos metros de altura, el resto aparece pintada de blanco de cal. Está rematada por un campanario con veleta loca que gira permanentemente de un lado a otro, sin orden ni concierto, desde que la vi por primera vez a la luz de la luna y así ha continuado a través de los años.
En una esquina, frente al campanario de la Iglesia y en el mismo lateral que el Ayuntamiento, hay una casa de dos plantas, como todas las restantes, con fachada de piedra sillar, ennegrecida por los años, blasonada con escudo desgastado del que apenas se distinguen sus motivos; con varias ventanas defendidas por rejas magníficamente labradas y embellecidas con macetas de claveles, geranios y celindas que alegran la fachada y la propia plaza.
Una de las ventanas, situada en planta baja está materialmente cubierta de macetas dejando tan solo un pequeño hueco, formado por la mano cuidadosa de alguien, posiblemente de una mujer, dispuesto como mirador, con intención, sin duda, de permitir observar sin ser visto. Es una ventana saliente, que queda a poco más de metro de altura de la acera.
Esta ventana tiene un encanto especial. Es, sin duda, la más hermosa que he visto jamás en los pueblos andaluces que he tenido la suerte de visitar, muchos por cierto. Es una ventana con personalidad propia, llena de vida, que desde mi entrada en la plaza ejerció sobre mí una atracción especial.
Entramos mi amigo y yo en la plazoleta y mis ojos se quedaron prendados de aquella ventana llena de flores. ¡Fíjate qué ventana!, le dije. Él no le encontró nada especial. Es una ventana con flores, simplemente, respondió, pero para mí destacaba sobre el resto de la plaza con destellos propios, invisibles, quizá solo apreciables por personas románticas, o melancólicas, o con acusada sensibilidad, no lo sé ciertamente.
La ventana debe llevar allí muchos años, quizá siglos. La casa es muy antigua a juzgar por su aspecto exterior. Es la ventana como el ojo de la casa para ver el exterior, para contemplar día a día el ritmo de la población a través de esta plaza que debe ser, a su vez, el corazón del pueblo; para ver crecer los naranjos; para ver el nacimiento y la muerte de las plantas de los jardines; para observar el envejecimiento de la mujer del quiosco de periódicos y chucherías; para ver pasar cada mañana al ciego de los cupones de la ONCE golpeando con su bastón sobre el suelo o sobre el bordillo de la acera; para escuchar constantemente el ruido producido por el agua al caer sobre la figura del cántaro y del chorro del cántaro al pilón; para ver los gorriones saltar de los naranjos a la fuente y de ésta al suelo buscando las migajas dejadas por las gentes que ocuparon los bancos de piedra; y, a intervalos idénticos, escuchar las campanadas del reloj del torreón del Ayuntamiento que suelen sonar con una puntualidad kantiana.
¡Cuántas cosas habrá visto y oído esta ventana a lo largo de su dilatada vida!
¡Cuántas críticas y chismes se habrán manifestado junto a ella!
¡Cuántas risas y cuántos llantos!
¡Cuántas historias habrán conocido estos hierros labrados a maravillas y acariciados suavemente por las flores de las macetas!
¡Cuántas historias de amor compartido a ambos lados de la reja a lo largo de los siglos!
¡Ay, si las ventanas enrejadas hablaran!
¡Ay, si esta ventana hablara!
¡Qué hermosos recuerdos de la plaza recoleta de este hermoso pueblo de Andalucía!
Preguntando llegamos a la casa de nuestra amiga, preciosa chica, deslumbrante, simpática y alegre. Vive en una casa cercana a la plaza que acabo de describir con tantos detalles. Nos marchamos los tres, ella, mi amigo y yo, a la feria, pero al rato de estar con ellos paseando de un lado a otro por el ferial, visitando casetas, bailando, deteniéndonos a saludar a personas conocidas por ella, nos separamos. Comprendí que era un estorbo para ellos y un aburrimiento para mí. Él quería estar a solas con ella, hablar y contarse cosas, las que fuesen, y se dedicó a bailar como un trompo con la chica, sin dejarla un instante, mientras yo me aburría soberanamente. ¡Qué egoísta es el amor! No tuve oportunidad de bailar con la chica ni una sola vez. Comprendiendo la situación, les dije hasta luego y decidí pasear por el pueblo que estaba completamente solitario porque la mayoría de la gente estaba en el recinto ferial.
Siempre me ha gustado escuchar el sonido de los pasos en las calles solitarias, especialmente mis propios pasos.
Sin buscarlo a propósito, regresé a la plaza por la que habíamos pasado anteriormente, y decidí disfrutar de la belleza de aquel lugar, de su silencio, de la contemplación de aquella ventana cubierta de flores que me atrajo desde el primer momento. Me acerqué a la fuente para contemplar la caída del agua sobre el pilón, para escuchar en primera línea, el rumor del agua; y, desde allí, recrearme en aquella ventana que parecía llamarme a gritos. Me mantuve, no obstante, junto a la fuente durante largo rato disfrutando del silencio y de la tranquilidad que allí imperaban. La plaza me pareció en aquel instante el vestíbulo del paraíso. Un auténtico remanso de paz.
La tranquilidad y el silencio me atrajeron siempre.
La luna, muy redonda y ligeramente sonrosada, asomó por detrás del campanario de la Iglesia, llenando la plaza de sombras y claros. Vi la veleta loca recortada sobre la redondez pálida de la Luna.
Llegaban ecos lejanos de voces, de palmas, de olés ... y, en la noche plateada y grisácea, veloces cohetes cruzaron el cielo dejando atrás estelas claras de fuego y humo que se disolvieron en el aire y, luego, al final de su recorrido ascendente, cuando ya carecían de fuerzas para seguir subiendo, como queriendo dar fe de su existencia, explotaron, disgregándose en partículas de arcoiris, en un curioso paraguas de colores, verdes, blancos, rojos, amarillos, naranjas..., dejando en el ambiente un ligero olor a pólvora quemada.
Cada vez que explotaba un cohete se acentuaban los ladridos de los perros allá donde estuviesen. Una auténtica algarabía.
En un momento determinado atravesó la plaza un grupo de mujeres jóvenes, vestidas con trajes de faralaes, de andares garbosos, repiqueteos de castañuelas y alegres taconeos, mezclando voces con risas, llenando la plaza de alegría, mientras la brisa traía ecos de guitarras, lamentos de cante jondo y palmas alegres de bulerías... entremezclados.
El grupo de chicas debió quedarse extrañado al verme allí en aquella plaza solitaria en noche de tanto bullicio, completamente solo y ajeno a la alegría del entorno, sin concebir que a alguien pudiese agradarle la soledad y el silencio. Incluso alguna de las chicas hizo un comentario jocoso que provocó la risa de las amigas, invitándome a que fuera con ellas, no seas tan soso y vente, dijo en voz alta. No hice caso, aunque me obligó a sonreír.
Inesperadamente se iluminó la ventana de las flores y aquella luminosidad atrajo mi atención; quizá fuera en aquel momento el único signo de vida en la plaza. En aquella casa había alguien que tampoco estaba en la feria, que quizá le agradaba la soledad y el silencio, como a mí, y que acababa de encender la luz de la habitación que se reflejaba a través de la ventana.
Me acerqué al recuadro luminoso de la ventana, lentamente, sin ningún motivo especial, tal vez por un mero deseo de curiosidad o quizá buscando inconscientemente el calor de otras personas. No lo sé. A veces se hacen cosas sin saber las causas. No hacía nada especial en aquella plaza y me sentí atraído por la luminosidad de la ventana. Como la mariposa que se siente atraída por la luz de la bombilla.
Cuando me encontraba a menos de dos metros de la reja se apagó la luz de la habitación, no sé si casual o conscientemente al ver que alguien se acercaba.
Mis pasos resonaban en el silencio de la noche y continué andando hasta alcanzar el pie de la ventana que se había sumido en la oscuridad nuevamente.
Acaricié con suavidad las flores que colgaban de las macetas y sobresalían de la reja del ventanal y aspiré el intenso perfume de la celinda. Tuve la sensación de estar siendo observado por alguien. Presentí que era una mujer, aun sin verla. Sentí que estaba allí, detrás de la reja, en la oscuridad de la noche, entre las plantas, contemplándome con curiosidad o quizás con interés. Fije mi atención y creí descubrir su silueta recortada sobre la oscuridad intensa de la habitación. No pude apreciar sus facciones pero tuve la sensación de que debía ser una mujer joven. En realidad no llegué a saberlo, lo que sí recuerdo es que su voz era de una dulzura inconcebible.
-Perdone si la he molestado -aventuré, sin verla. – Creí que no había nadie aquí. Hay unas flores preciosas en esta ventana, las vi esta tarde y ahora me he acercado a olerlas.
-¿Le gustan las flores? –preguntó una voz.
¡Dios mío, qué voz tan melodiosa tenía aquella mujer!
-Me gustan la hermosura y la belleza. Creo que las flores son los mejores regalos que puede proporcionarnos la naturaleza. A usted no hay ni que preguntarle.
-Me encantan. Cada noche me asomo a esta ventana para aspirar el intenso olor de la celinda y cojo algunas para dejarlas en la mesilla de noche. Y también me gustan las rosas y los nardos y... Creo que si no fuese por las plantas y las flores, me moriría de tristeza.
-Tiene usted una voz tan hermosa como las flores que cuelgan de la ventana -dije en un momento de arrebato, o de sinceridad, inexplicable, dada mi habitual timidez. -Y seguramente su rostro destacará entre todas las flores de la ventana.
-¡Dios mío! Pensé que era usted un enamorado de las flores y resulta que es un donjuantenorio de mucho cuidado -musitó, creo que sonriendo.
-Soy todo lo contrario a un donjuantenorio, como usted dice. Soy excesivamente tímido. Pero a pesar de ello tengo que decirle que su voz me ha cautivado. Jamás oí una voz como la suya. Seguramente me he puesto colorado al decirle el piropo.
-Lo bueno que tiene la oscuridad es que no podemos vernos las caras. Usted no sabe cómo soy yo, y yo no puedo ver tampoco su timidez ni su sonrojo. Es mejor así.
-¿No sale usted a la feria? Debe ser la única mujer del pueblo que esté encerrada en su casa esta noche.
-No me gusta participar en las ferias, ni en las fiestas, ni en las aglomeraciones, ni en los bullicios, ni pasear por las calles. Es que...bueno, creo que a usted no le interesan mis problemas. Prefiero el silencio, la oscuridad de mi ventana y me conmuevo en noches como esta cuando veo asomar la luna llena detrás del campanario de la iglesia. Creo que es lo más hermoso que se puede ver en el mundo. Al menos lo más hermoso que puedo ver desde aquí.
-A mí también me gusta la soledad y me atrae el silencio. Y estoy enamorado de la luna como usted. Creo que la luna llena apareciendo detrás de un campanario, detrás de una palmera o de una araucaria, o reflejándose en el mar es uno de los mejores espectáculos que ofrece la naturaleza. Parece que usted y yo que tenemos gustos compartidos. Ya es algo para no conocernos de nada.
-¿Y cómo es que viene a la feria del pueblo si le gustan la soledad y el silencio? Creo que aquí no encontrará ni una cosa ni otra. El pueblo se vuelve loco estos días.
-He venido acompañando a un amigo. Nos invitó una chica de aquí que estudia veterinaria en Córdoba, como mi amigo y como yo. Ellos están en la feria bailando como trompos; yo estoy aquí, solo, como la propia luna que tanto nos gusta ver. Los he dejado para no ser un estorbo.
-¿Quién es ella? Si es de este pueblo quizá la conozca.
-Se llama Marisa Monteolmedo y vive aquí cerca. ¿Sabe quien es?
-No. No lo sé -dijo, aunque noté algo extraño en su voz. Como si la conociera y no deseara reconocerlo. -Conozco a poca gente en el pueblo. Apenas salgo. Vengo aquí por temporadas tan solo.
-¿Dónde vive habitualmente?
-Fuera de aquí. En una ciudad.
-Las ciudades tienen nombre.
-Es usted demasiado curioso.
-¿En una ciudad andaluza?
-Claro. No podría vivir en otra parte donde el frío no permitiera tener flores en las ventanas. También en la ciudad vivo rodeada de macetas.
-¿Cómo es usted? -pregunté.
-¿Para qué quiere saberlo?
-Estamos hablando, ¿no? Parece lógico saber cómo es la persona con la que hablamos.
-¿No cree usted que es mejor mantener el anonimato y el misterio? -Recuérdeme simplemente como una voz surgida de la maraña de flores de una ventana.
-Encienda la luz de la habitación para que pueda verla. Estoy seguro de que con esa voz debe ser usted una mujer diez.
-No. Seguiremos así. Usted no sabrá nunca cómo ni quién soy. Ni sabrá mi edad, ni si estoy gruesa o delgada, ni si soy alta o baja, ni si mis ojos son verdes o negros. Ni si soy una mujer diez, o menos cinco. No sabrá nada de mí porque no quiero que lo sepa.
-No es justo.
-¿Por qué? Se ha acercado a mi ventana a ver mis flores y estamos hablando. Es más de lo que esperaba encontrar. Yo no lo he llamado. ¿Qué pueden interesarle a usted, entonces, todos esos detalles personales si no venía buscándolos? Esta noche al terminar la feria volverá a su ciudad, o a su pueblo, a sus libros de veterinaria, y esta conversación será un simple recuerdo para usted. Una anécdota. Quizá mañana esté en otra ventana mirando otras flores distintas y hablando con otra mujer.
-Estoy dispuesto a volver aquí, si usted me da alguna esperanza. Al menos la esperanza de que volvamos a hablar como ahora.
-No volverá, estoy segura. Además, no lo deseo.
-Si promete esperarme en esta ventana, volveré las veces que sean necesarias. Le prometo que lo haré.
-No, es mejor que no lo haga. Así seré durante algún tiempo para usted una voz inolvidable como ha dicho, y usted será para mi una figura y una voz que surgieron del silencio y de la oscuridad de la plaza, una noche de feria, con luna llena surgiendo detrás del campanario.
-¿También inolvidables?
-No lo sé. Resulta imposible saberlo hoy. Quizá su voz deje recuerdos indelebles en mí. Pero esto no podré saberlo hasta más adelante. Son cosas del tiempo. Tal vez otras voces y otras figuras desdibujen las suyas. O tal vez no. Cualquiera sabe. La vida solamente nos permite conocer con exactitud el pasado y el presente. No puedo saber lo que pensaré ni lo que sucederá mañana. Cuando conocemos el futuro es porque se ha hecho presente.
-Usted tiene ventajas.
-¿Ventajas? ¿Cree de verdad que yo tengo ventajas sobre usted? ¡Si supiera!
-Claro. Usted sabe como soy. Ve ahora mismo mi figura recortada sobre el resplandor de la farola. Sabe que soy alto y delgado y puede ver o vislumbrar mi fisonomía. Yo apenas veo el perfil de su cabeza recortado sobre la oscuridad de la habitación. No sé nada de usted. No sé si es alta o baja, fea o guapa, solo sé que su voz me tiene hechizado.
-Sí. Eso es cierto.
-¿No quiere que estemos en igualdad de condiciones?
-No. Es mejor así, ya se lo he dicho.
-¿Por qué no sale y nos sentamos un rato junto a la fuente? Si quiere nos limitamos a escuchar el ruido del agua y a mirarnos. O nos asomamos a la feria aunque no nos gusten el bullicio ni el jolgorio. Para ver el ambiente tan solo.
-No puedo.
-¿Está casada, acaso?
-No. Si estuviera casada no estaríamos manteniendo esta conversación. No sería propio de una mujer casada hablar de este modo con un desconocido en una ventana llena de flores. Nunca se sabe hasta donde se puede llegar por muy firmes que sean las convicciones morales de cada uno.
-¿Entonces?
-Por favor, déjeme y no insista. No puede ser y basta. Creo que no es tan tímido como dice ser.
-Es que nunca me había visto en situación semejante a esta. No sé quién es, ni cómo es. Siento una extraña atracción hacia usted, como si alguna fuerza desconocida me empujara o me dejara inmovilizado junto a esta ventana. Quizá el saber que no podré volver a verla la haga más atractiva y deseada.
-Son situaciones pasajeras. Se olvidará de mí enseguida.
-Se equivoca. No la olvidaré nunca. Su voz permanecerá eternamente grabada en mi corazón y en mis recuerdos. Y como usted dijo antes, aunque haya otras voces y otras figuras, su voz siempre ocupará un lugar de privilegio en mi memoria y en mi corazón. Estoy seguro.
-Le ha salido una frase preciosa. Las palabras se las lleva el viento.
-En mi caso, no. Voy a llamar a su puerta, voy a entrar y voy a conocerla aunque sea lo último que haga en mi vida.
-¡Dios mío, qué ímpetu! Si lo hace cerraré la ventana y no le abriré la puerta. Será el final.
-Voy a intentarlo.
-¡Le suplico que no lo haga! -dijo, elevando el tono de la voz.
-¿Quieres algo? -preguntó una voz masculina, cascada por los años, desde el interior de la casa.
-No, no quiero nada.
-Entra ya, puedes resfriarte -ordenó la misma voz.
-Ya voy. ¿Ve usted lo que ha conseguido? Me ha enfadado, he tenido que elevar la voz y...
-¿Quién es él?
-¿No lo ha oído? Es un hombre. Forma parte del enigma.
-La dulzura de su voz no está en consonancia con sus hechos, y perdone que le hable así. Parece una mujer de piedra. ¿Es que está casada con un hombre mayor que usted?
-Quiere decir que si estoy casada con... un viejo. ¡Vaya usted a saber! Solo le diré que la vida es muy dura para mí. Quizá por eso le parezca una mujer de piedra.
-¿Puedo volver otro día, entonces? ¿Mañana por ejemplo?
Hubo un silencio. Luego una negativa.
La Luna surgió por encima del campanario e iluminó intensamente la ventana.
Un rayo de luna se reflejó momentánea-mente en el rostro de la mujer que se movió rápidamente para evitarlo.
-Tu rostro es mucho más hermoso que tu voz -dije, tuteándola. –Lo he visto fugazmente, me ha parecido el rostro de un ángel. La luna se ha aliado conmigo.
-La luna es una indiscreta -musitó ella, y creí advertir que sonreía.
-¿Por qué te escondes detrás de esta reja y de estas flores con un rostro así? Deberías ser la reina de la feria.
-La vida no es perfecta para nadie.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Lo que he dicho, sencillamente.
-¿No hay esperanza de que pueda verte otro día, aunque sea en esta misma ventana y de esta forma?
-No lo sé. Nunca podemos saber lo que va a ocurrir mañana, ya se lo dije. Tal vez si un día pasa por aquí y estoy en la ventana podamos hablar de nuevo, pero no es probable. No quiero que se haga ilusiones, ni yo quiero hacérmelas tampoco. Nos diremos adiós en la oscuridad de la noche y esta conversación será para los dos como un sueño de una noche de primavera o como un recuerdo, en el mejor de los casos.
-¡Mari-Cruz, cierra ya la ventana y entra! -ordenó la voz del interior. -Puedes resfriarte.
-Adiós. Procuraré que su voz y su figura sean también inolvidables para mí.
-¡Espera! ¿Me das la mano? Así me llevaré varios recuerdos tuyos: la armonía de tu voz, la visión fugaz de tu rostro, el conocimiento de tu nombre, Mari-Cruz, y el contacto de tu mano; cuatro recuerdos intensos, vivos y humanos de esta noche inolvidable.
Introduje la mano a través de la reja y esperé durante unos segundos.
Inesperadamente sentí que ella cogía mi mano y la apretaba suavemente.
-Es un adiós definitivo, creo -dijo. –No me preguntes por qué.
Seguidamente cerró la ventana y todo quedó en el más completo silencio.
Permanecí solo en la plaza rodeado por el silencio intenso de la noche, roto a intervalos por el eco de las voces, de las palmas y del "quejío" profundo del cante "jondo" que llegaba como a ramalazos.
Luego, lentamente, me alejé hacia la fuente y continué durante un rato jugando con el agua, pretendiendo cortar el chorro con la mano.
Miré hacia la ventana que continuaba cerrada y oscura.
Regresé al real de la feria, busqué a mis amigos, no les dije lo que me había ocurrido y un rato más tarde abandonamos el pueblo. Eran las cuatro de la madrugada.
Mi amigo dijo que me notaba extraño y me preguntó si me ocurría algo, "¿estás cabreado por no haberte dejado bailar con Marisa"?; me encogí de hombros, "no, no me ocurre nada, ya sabes que el baile no es mi fuerte. Es sencillamente que la soledad y la paz de las calles de este pueblo me han impresionado. Me ha encantado venir contigo". Vi cómo mi amigo hacía un extraño gesto de incomprensión.
***
Llegué al pueblo por segunda vez un día de invierno de un mes de enero.
Habían transcurrido quince años desde la primera ocasión que pisé la plaza. Busqué la ventana de mis recuerdos. Estaba allí, pero estaba muerta, sin la vida que le proporcionaban las macetas. Era simplemente una ventana solitaria, como otras de lugares diferentes. Los hierros de las rejas eran huesos descarnados. Al contemplar todo aquello, volví a sentir el mismo hechizo que la primera vez, a pesar de su soledad y abandono. Noté un ligero estremecimiento recorrerme todo el cuerpo. Vine hasta aquí impulsado por una fuerza interior que siento desde mucho tiempo atrás. Como si corriera detrás de una voz.
Me acerqué a la ventana para sentir de nuevo el placer de acariciar aquellos hierros retorcidos y descarnados que muchos años atrás acaricié una noche de luna, con timidez y nerviosismo, mientras aspiraba el perfume de las flores y el de la chica que conocí al final de la primavera, en una noche de feria.
Apoyé la cabeza sobre los hierros retorcidos y permanecí allí, silencioso y pensativo, durante unos minutos, haciéndome a la idea de que al otro lado de la reja estaba Mari-Cruz, la desconocida con la que hablé unas palabras que quedaron grabadas en mi alma de forma indeleble.
Algunas personas que me vieron allí, apoyado absurdamente en los hierros de aquella ventana cerrada, debieron tomarme por loco o por enfermo. Solo que yo estaba viviendo en aquellos momento con mis recuerdos. Los estaba reviviendo con la misma intensidad que el primer día. Como si no hubiesen transcurrido aquellos quince años.
Un hombre de edad avanzada me puso la mano en el hombro y me preguntó, solícito, si me ocurría algo, si me sentía enfermo.
Le respondí que no, sonriéndole tímidamente, pero no llegué a retirarme de la ventana, abstraído del mundo que me rodeaba, recordando nítidamente unos pasajes de mi vida ocurridos allí mismo, hacía ya muchos años.
-No hay nadie en esta casa ahora -dijo el hombre, pensando que yo pudiera estar interesado en los ocupantes del edificio. -¿Es por la señorita, acaso? -insistió, adivinándome el pensamiento.
Asentí mecánicamente con un movimiento de cabeza y el hombre se consideró obligado a continuar.
-La señorita viene todos los años a partir del mes de abril, para la primavera, poco antes de la feria suele llegar. Vive en la ciudad y pasa aquí parte de la primavera y el verano tan solo. Si viera usted cómo pone la señorita esta ventana de flores en cuanto llega. Esta ventana es su preferida y se convierte en la alegría de la plaza. Mucha gente se detiene a verla.
Asentí y le agradecí la información con un movimiento de cabeza y una sonrisa. El hombre se alejó satisfecho. No me atreví a preguntarle por la señorita desconocida, ni quién es, ni cómo es... prefiero continuar viviendo con el recuerdo de aquella voz misteriosa y enigmática, aquella visión fugaz de su rostro y el roce de su mano.

***
Volví de nuevo a mediados de mayo del mismo año.
Detuve el coche en la plaza cerca de la ventana enrejada que había vuelto a la vida con un sin fin de macetas en flor. Parecía como si el tiempo no hubiese pasado, como si fuese aquella misma noche de quince años atrás, pese a ser hora de la mañana. Y sentí un extraño escalofrío recorrerme todo el cuerpo, sin saber la causa, ignoro si por nerviosismo, por efecto de mi persistente timidez o por lo enigmático de la situación.
Algunos chicos rodearon el coche y vi la admiración reflejada en sus miradas.
Recordé que ella me dijo que no volvería y, además, que no lo deseaba. Que quizá se interpusieran en mi vida otras ventanas y otras voces. Y así fue. Me marché de allí y no volví. Contraje matrimonio con una mujer a la que quise intensamente hasta que murió de grave y larga enfermedad cinco años atrás, en plena juventud, a la que dediqué todos mis esfuerzos para hacerle más llevadera la enfermedad y agonía, pero el recuerdo de la voz y el rostro de Mari-Cruz, la mujer de la ventana, siempre revoloteó sobre mí, siempre estuvo entre mi esposa y yo, sin que ella lo supiera, ni lo sospechara, y sin que en muchas ocasiones tampoco yo mismo fuese consciente de ello. Era una especie de amor platónico hacia una voz. Y aunque pretendí olvidarla, la voz siempre estuvo sutilmente entre nosotros.
Desde la prematura muerte de mi esposa, sin hijos, solo los coches me entusiasman y disfruto teniéndolos. Pero mi vida estaba falta de algo; estaba como vacía. Y últimamente la voz de Mari-Cruz resuena en mi mente cada vez con mayor insistencia. Algo que surge del subconsciente. Algo que no puedo evitar.
Me detuve junto a la ventana que tantos recuerdos me traía a la memoria.
Me vinieron a la cabeza las palabras que aquella noche de primavera crucé con una sombra que nunca pude materializar. Muchas veces, al recordar aquella conversación, cuando quiero ver el rostro de mi interlocutora, solo consigo imaginar un perfil difuminado e indescifrable. El rostro que apenas vislumbré con ayuda de un rayo de luna me resultaba imposible recordarlo, aunque sí recordaba que me pareció el rostro de un ángel, pero, en cambio, su voz... Su voz durante todos estos años pasados he venido escuchándola permanentemente y muchas veces recreándome en ella.
A pesar de haber transcurrido quince años todo continúa igual en la población. La fuente del centro de la plaza, los jardines de flores y los bancos de piedra; los naranjos; la Iglesia y su campanario; y otros gorriones saltando de acá para allá... Y la ventana de reja saliente y labrada. Una ventana llena de vida. Las flores colgaban de las macetas con una vistosidad impresionante. Todo estaba como la otra vez y nada parecía haber cambiado sustancialmente.
La casa de la ventana tuve la sensación de encontrarla como abandonada; las ventanas del inmueble permanecían herméticamente cerradas, a excepción de la de las flores que tenía una de las hojas entreabierta dejando ver la transparencia de un visillo.
Me acerqué a la ventana, lentamente. Creí que la gente de la plaza me miraba y seguía mis pasos. Eran las personas que ocupaban los bancos y algunos curiosos que se detenían al ver a un forastero bajarse de un coche tan llamativo como el mío. La mayoría gente mayor, quizá jubilados, o parados. No me importó. Al llegar a la ventana, aspiré el perfume de aquellas flores. Reviví en mi subconsciente el perfume de las celindas que hubo allí muchos años antes y que no estaban ya.
Vi cómo se movieron los visillos de la ventana.
Ella debía estar allí y verme. Quizás no me hubiese reconocido.
Los errores solo deben cometerse una vez en la vida.
Estaba dispuesto a aclarar el enigma, consciente de que mi mundo de recuerdos podría caerse como un castillo de naipes.
Llamé a la puerta y esperé.
Una viejecita pasó junto a mí, movió la cabeza y comentó:
-No le abrirá. No le abre a nadie y menos a un desconocido. Porque usted no es de aquí, ¿verdad? No recuerdo haberlo visto nunca por el pueblo. Por eso le digo que no se canse usted de llamar. No abrirá. Ni abre, ni sale nunca. Salvo que sean de su familia.
Y siguió su camino con la seguridad absoluta de que aquella puerta no sería abierta.
Pero momentos después la puerta se abrió y una mujer joven, de unos treinta y pocos años, con un rostro bellísimo, se enmarcó en el vano de la entrada.
-¿Qué desea usted? -preguntó.
Era su voz. La voz inolvidable que vengo recordando desde hace más de quince años.
Su mirada era tan clara y luminosa que tuve la sensación de que me había reconocido. Jamás vi unos ojos verdes como los suyos.
Sentí un extraño estremecimiento que me revolvió los más recónditos sentimientos del alma y comprendí en aquel momento el significado de muchas de las palabras pronunciadas por Mari-Cruz aquella noche inolvidable.
¡Mari-Cruz estaba sentada en una silla de ruedas y mantenía las piernas cubiertas con una manta!
¡Pero era su voz!
La voz recordada desde entonces durante todos los días de mi vida.
-¿Está su marido? -pregunté.
-Creo que se ha confundido usted. Yo no tengo marido ni lo he tenido nunca. -¿No ve como estoy? -dijo con cierta amargura y evidente nerviosismo.
-Hay muchas mujeres así que tienen marido, que pasean, que viajan, que salen hasta los bancos de la plaza, que van a la feria, y a los toros, y no se hunde el mundo.
Ya nada me importaba.
Nada podía interponerse entre nosotros. Estaba allí. Joven y hermosa. Libre como yo. Sentada en una silla de ruedas, ¿y qué?
-Esta noche habrá luna llena y asomará detrás del campanario de la Iglesia -dije con voz emocionada.
-¿Qué quiere usted decir con eso? - preguntó, acentuándose su nerviosismo.
-Recuerdo que te gustaba mucho ver aparecer la luna por detrás del campanario de la Iglesia. Me lo dijiste una vez en la ventana de las macetas, una noche de luna llena, de feria, de silencio en la plaza... ¿no lo recuerdas?
Mari-Cruz palideció visiblemente, bajó la mirada y se mordió los labios.
-No me importa que estés en esa silla de ruedas. Tampoco me habría importado entonces. Esta noche veremos desde tu ventana la salida de la luna... si me invitas a entrar, si es que hay luna esta noche, y si no esperaremos allí eternamente hasta que aparezca. Dijiste una vez que era un espectáculo inolvidable. ¿Recuerdas aquella noche de hace más de quince años?
-¡No voy a recordar! –Sentada en una silla de ruedas hay mucho tiempo para pensar y recordar. Has tardado más de quince años en volver. Cada primavera estuve pendiente de la ventana por si volvías, pero fueron esperas inútiles. Pensé que mi voz no habría resultado tan inolvidable como dijiste aquella noche. Creí que ya no vendrías nunca más. ¡Después de tantos años! Quizá estuviste ante otra ventana con otra voz hermosa. Y ni siquiera sé quien eres, ni como te llamas, ni qué haces, ni si estás casado o soltero... Pero tu voz y tu silueta para mí han sido inolvidables durante todos estos años. Porque nunca nadie me habló como tu me hablaste, con tanta dulzura y comprensión. Todos los días aparcan coches junto a mi ventana y salen hombres, o pasan por la calle, y nunca se me alteró el corazón. Hoy, al verte a través de la ventana cuando aparcabas ese lujoso coche que tienes, supe que eras tú. Noté cómo se me aceleraban los latidos del corazón. Es una desvergüenza que te diga todo esto, pero... no sé por qué lo hago, quizá porque las cosas han cambiado mucho en ese aspecto en los últimos tiempos y las mujeres somos mucho más atrevidas. ¿Por qué crees que he abierto la puerta a un desconocido cuando esta puerta no se abrió jamás a ningún hombre desde hace muchos años, desde la muerte de mi padre? Aquí solo entra la mujer que me cuida y atiende las cosas de la casa. Ahora que acabas de verme comprenderás por qué no quise ir contigo a la feria aquella noche. Y por qué mi vida era y es dura. Creo que dijiste que soy una mujer dura como una piedra. Estoy convencida de que lo dijiste. ¿Quieres pasar?
La viejecita, que debió dar la vuelta al oír el ruido de la puerta al abrirse, desde la acera de enfrente, movió la cabeza sin comprender lo que estaba ocurriendo.
Antes de cerrar la puerta le dirigí una sonrisa y un saludo que debieron sorprenderla porque acentuó el movimiento de cabeza, mientras se alejaba calle abajo.
Y se quebró para mí el enigma de aquellos quince años.
Aquella noche y desde entonces muchas otras noches, Mari-Cruz y yo, casados ya, nos asomamos a la ventana los fines de semana cuando vamos al pueblo, para ver aparecer la luna detrás del campanario de la Iglesia.
Convencí a Mari-Cruz para que se dejara llevar a la calle, para salir a pasear, a comprar, a vivir una vida distinta de la que había llevado durante tantos años. Desde que tuvo un accidente, cuando contaba quince años, provocado involuntariamente por aquella chica llamada Marisa Monteolmedo, la amiga que un día, con su invitación, marcó el camino de mi vida.
La vida comenzó a sonreírnos a Mari-Cruz y a mí quince años después de nuestro primer encuentro. Y es que en la vida nunca es tarde para nada.

martes, 5 de febrero de 2008

ALGO SOBRE EL PRECIO DEL PETROLEO

Todo lo relacionado con el petróleo y los combustibles que venden en las gasolineras es un robo a mano armada. Es que no se le puede dar otro calificativo más suave. No sé exactamente los porcentajes pero el Estado se lleva de impuestos aproximadamente el 70% del precio total y el resto es para cubrir los gastos de las refinerías, del transportes y de la venta. Es verdaderamente inaudito que el Estado, sin poner nada, se lleve la tajada más grande.
Los precios de las gasolinas y gasoil vienen subiendo desde hace muchos años, pero en los últimos tiempos las subidas son totalmente desproporcionadas. Hace unos meses, cuando subieron los barriles de petróleo a 100 dólares, nos pusieron el combustible a un euro, el más barato, debido al precio del barril.
Si bajan el barril cinco dólares, las gasolineras bajan el carburante dos o tres céntimos. Si vuelven a subir a 100 dólares las gasolineras nos suben diez céntimos y por esta regla de tres las bajadas llevan una escala y las subidas otra diferente pero duplicada.
Quien más se beneficia de esta situación es el Estado que aumenta el cobro de los impuestos a cotas elevadísimas. Luego dicen que uno de los motivos de la subida del IPC es el precio de los carburantes.
¿Es que no hay vergüenza?
¿Es que no se le cae la cara de vergüenza a alguien cuando dice que el IPC sube debido al precio de los carburantes cuando es el propio Estado el culpable de esa subida debido a la enorme cantidad que se lleva en impuestos por cada litro de gasolina que se vende?
Hace unos días estaba el barril a 100 dólares. Hoy, 5 de febrero de 2.008, el barril de Brendt está a 88,9 dólares. ¿Se apuestan ustedes a que no bajan las gasolinas o gasoil a 0,85 euros?
La segunda parte es la correspondiente a las propias gasolineras. La moda del autoservicio en Europa creo que comenzó en Francia -no estoy seguro- y cuando un conductor paraba en una gasolinera de autoservicio sabía que el combustible le costaba más barato porque la empresa se ahorraba el sueldo de los empleados. Yo usé en más de una ocasión este tipo de estaciones de servicio en Francia.
En España cuando se impuso el sistema del autoservicio no se siguió el sistema francés. El precio era igual cualquiera que fuese el tipo de suministro: autoservicio o servicio por empleado. Ellos se ahorran los sueldos y cobran el mismo dinero. Aquí quien no corre, vuela.
Y el ciudadano a callar y a pagar. Y para colmo en muchas gasolineras hay que pagar por adelantado.
Lo peor de todo esto es que nadie soluciona esta situación.