sábado, 5 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo IV de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)



CAPÍTULO I V

La historia que contó Fidor

1

La nieve cae con intensidad aunque los copos apenas consiguen atravesar las ramas de los árboles, salvo en los claros del bosque, que, poco a poco, se van convirtiendo en grandes manchas blancas, como plantaciones de algodón en flor.
Es cerca del medio día cuando Ab’Erana, cubierto de nieve y aterido de frío, llega a la puerta de la cabaña. La preocupación y la tristeza que reflejan su mirada y su rostro son fácilmente apreciables.
Fidor y Cedric se encuentran en el interior de la cabaña, al abrigo del fuego de la chimenea. El primero recostado en la cama, y Cedric, sentado en una banqueta ante la fogata que chisporrotea en el hueco de la chimenea. Sobre el fuego hay un caldero humeante de carne con verduras que Cedric remueve constantemente con un cucharón de madera.
Ab’Erana, con su preocupación a cuestas, entra en la cabaña restregándose las manos heladas, llevando el morral a la espalda y la espada del rey Dodet a la cintura. Sin pronunciar palabra alguna se acerca a la chimenea con intención de entrar en calor, al tiempo de desprenderse del morral y de la espada que deja sobre la mesa.
-Hubo suerte, ¿eh? –dice Fidor sonriendo abiertamente y dando un resoplido de satisfacción al comprobar la recuperación de ambos objetos.
-Sí, la hubo -responde el chico sin dejar de restregarse las manos, manteniendo la expresión sombría y triste. –Suerte y mucho frío. Comenzó a nevar al iniciar el regreso. La estepa debe haberse convertido en una interminable manta blanca y el bosque está inmenso con las copas de los árboles también blancas. Estoy congelado.
-¿Tardaste mucho en encontrarlos?
-No demasiado –responde Ab’Erana, forzando una sonrisa. –No hay muchas piedras negras y grandes por allí. Solo que la que dijiste está un poco oculta por matorrales. Fue Picocorvo quien la localizó. Al encontrarla todo fue fácil. Vi la tierra removida y allí estaban.
Fidor, sin perder la sonrisa, le dice a Cedric:
-Es tan inteligente y humilde como su padre. Ge’Dodet hacía las cosas con tal naturalidad que lo difícil siempre lo hacía fácil y parece que al hijo le sucede lo mismo. –Y luego, dirigiéndose al chico: -Menos mal que no tropezaste con los soldados del usurpador. Te hubiesen complicado las cosas.
-Los vi –es su escueta respuesta.
-¿Y ellos, te vieron a ti? –pregunta Fidor, extrañado ante las pocas explicaciones del príncipe.
-Sí, claro. Hablé con ellos y estuvimos a punto de luchar. Eran cuatro. Pretendieron que les entregara el morral y la espada y les dije que yo los había encontrado antes.
-¿Aceptaron tus razones? –pregunta Fidor, sorprendido, sin poder creer en las palabras del chico. -¡No es posible!
-Bueno...
-¿Quieres contarnos lo sucedido con pelos y señales o tendremos que sacarte las palabras con serpentina? –pregunta Cedric. –Vamos, hombre, cuéntalo todo de un tirón.
Ab’Erana refiere lo sucedido, desde su llegada a las tierras esteparias hasta el interrogatorio del elfo llamado Bósor, sin omitir detalle.
-El chico que me informaba dijo llamarse Bósor, como su padre y como su abuelo. Me habló de muchas cosas relacionadas con los trolls y el rey Mauro.
-Hay muchos elfos llamados Bósor en nuestro país. Si no te dio más datos es difícil saber quienes son. ¿Qué dijo sobre Mauro y los trolls?
-Habló muy mal de ellos. Dijo que Mauro es un malvado que ordena cortarle la cabeza a quien no le obedece, que rapta a las elfas que se les antoja y se las lleva a su palacio, que es un ladrón y que los trolls se están apoderando del país.
-¡Claro! Así son las cosas en el país. Ese elfo dijo la verdad.
-Me dijo que en su casa todos son partidarios del príncipe Ge’Dodet y que cuando lo eligieron para formar parte del pelotón que debía matarte no pudo negarse por temor a que lo mataran a él. Me siento triste porque no pude hacer nada por ayudarle.
-¿Qué sucedió exactamente?
-Murió a manos del compañero que le lanzó un cuchillo que debía llevar oculto en la espalda. Lo tuve en los brazos y me dijo que si alguna vez voy a Varich busque a su padre y le diga... “que aquello fue solo para que me aceptaran. Dile que... estoy arrepentido”. Ahí se quedó. No pudo decir nada más. Murió en mis brazos y no pude hacer nada por él, salvo enterrarlo. Me impresionó mucho saber que toda la familia de aquel soldado es partidaria de la dinastía Dodet.
-No te entristezcas. Ninguna culpa tuviste en lo ocurrido –dice Fidor. -Todas las muertes que se produzcan en este asunto hay que cargarlas en la cuenta de Mauro. ¿Qué sucedió con los otros?
-Dos de ellos no irán ya a ninguna parte. Quiero decir que no regresarán jamás al País de los Elfos y se quedarán para siempre en el País de los Hombres, como el pobre Bósor.
Cedric abre los ojos, sorprendido, casi aterrado, y, con voz temblorosa, pregunta:
-¿Quieres decir que... que mataste a dos elfos?
-¡No! No he matado a nadie, abuelo –responde Ab’Erana con rapidez.
-¿Quieres aclararte de una vez? –grita Cedric, impaciente. -¿Es que vas a contárnoslo todo a cuenta gotas? ¿Quién los mató, entonces?
-¿Actuó la espada encantada, acaso? –inquiere Fidor, antes de que el chico pueda responderle a su abuelo.
-Fue Picocorvo quien lo hizo. Eliminó a dos de ellos; el llamado Bósor murió a manos del jefe del grupo, como ya dije. Le lanzó un cuchillo para impedirle hablar, le alcanzó en el pecho, y aún no me explico cómo no lo lanzó contra mí. Habría sido más lógico matarme a mí que a él.
-¿Tenías la espada en la mano? –pregunta Fidor.
-Sí. Al verme rodeado por los cuatro elfos la cogí, se desenfundó sola, creció y dio varios golpes a diestro y siniestro sin que yo efectuara movimiento alguno. ¡Fue fantástico! Los soldados elfos se sorprendieron al verme manejar la espada y saber que tengo una oreja de elfo.
-El elfo que lanzó el cuchillo sabía que mientras tuvieses la espada en la mano es imposible que un arma arrojadiza pueda alcanzarte. La espada la habría desviado, sin ninguna duda.
-¿Quieres decir que con la espada desenvainada nunca me alcanzará un arma arrojadiza? –pregunta Ab’Erana, con admiración y extrañeza. -¿También desvía las flechas y las lanzas?
-También. Cualquier tipo de armas. Espadas, flechas, lanzas, hachas... Incluso piedras. Nunca un arma lanzada contra ti podrá alcanzarte si empuñas esa espada y estás revestido de las virtudes exigidas.
-Dijiste que eran cuatro los atacantes y que tres de ellos murieron. ¿Qué ocurrió con el cuarto? –pregunta Cedric.
-Huyó.
-¡Maldición! Ese soldado irá ahora al rey Mauro y le contará lo sucedido. Se enterará de tu existencia, del lugar donde vives y de que he conseguido cumplir los deseos de tu padre. ¿Por qué lo dejaste escapar? –pregunta Fidor con severidad, envolviendo su pregunta una acusación.
Ab’Erana se encoge de hombros y dice:
-Mientras me atacaban los otros tres lo perdí de vista e ignoro dónde se escondió. Después de enterrar a Bósor estuve un rato buscándolo por los alrededores y no volví a verlo. Comenzó a nevar y aún así, antes de regresar di otra batida con el mismo resultado negativo. De todos modos estaba herido. Picocorvo le destrozó el rostro con las garras y el pico.
-¡Vaya contrariedad! Hemos de esperar lo peor.
-No creo que se presente ante Mauro para informar de su fracaso sabiendo que le cortarán las cabeza.
-Pero puede que lo perdonen si facilita el lugar donde vives. Ese dato interesa mucho a Mauro.
En aquel instante llega el águila, se detiene en el alféizar de la ventana y picotea la madera para anunciar su llegada. Ab’Erana le permite entrar y el águila salta sobre su hombro.
Cedric observa cómo su nieto y Picocorvo se miran intensamente a los ojos y oye cómo aquel le pregunta:
-¿Picocorvo, qué ocurrió con el elfo que te llevaste?
Ab’Erana permanece atento y luego asiente.
-¿Picocorvo, viste al elfo que huyó en primer lugar? Me refiero al primero que atacaste.
Se produce un impresionante silencio durante unos segundos, atentos todos los presentes al águila y al muchacho.
-Dice Picocorvo que al jefe del grupo lo dejó caer en mitad del bosque y murió y que al que yo creía huido, lo vio salir de su escondrijo después de haberme marchado y también lo cazó. Asegura que no se ha comido a ninguno de ellos por respeto a Fidor.
-¿Hablas con el águila? –pregunta Fidor, sorprendido. -¿Cómo es posible?
Ab’Erana asiente con un movimiento de cabeza.
-¿Cómo es posible? -insiste Fidor. -Jamás vi ni oí decir a nadie que pudiese hablar con un águila, o animal de ningún tipo.
-Eso dice él –responde Cedric, con cierto dejo de ironía. –No parece creíble, pero él asegura que es así. Ha hecho varias pruebas para convencerme pero... Me cuesta trabajo creerlo aunque en algún momento he llegado a dudar. Es imposible. Creo que son simples casualidades de la vida o alucinaciones de mi nieto.
-Es así, abuelo, y lo sabes perfectamente –aclara Ab’Erana con firmeza. -Al verme atacado por los cuatro elfos que me rodeaban le pedí ayuda a Picocorvo que andaba entre las piedras rebuscando algo y se lanzó sobre uno de los atacantes, lo arañó y picoteó, obligándole a huir y desaparecer del campo de batalla. Dice que antes de regresar voló por las inmediaciones del bosque y lo vio salir de su escondrijo entre unos arbustos. Dice que le pareció conveniente no dejarlo escapar y pregunta si hizo bien o mal.
Fidor mira al águila, hace un movimiento afirmativo con la cabeza y luego dice:
-¡Es fantástico! Dile a tu águila que ha hecho muy bien, príncipe. De haber regresado ese elfo a mi país la situación de tu padre se habría agravado. Podrían haber empeorado mucho las cosas para todos y especialmente para él. Al rey Mauro le interesa mucho saber donde vive el hijo del príncipe Ge’Dodet para ordenar su muerte. Le habría preocupado saber que la espada encantada del rey Dodet está en poder de un chico, hijo del príncipe Ge’Dodet, que puede manejarla por ser un predestinado. Le haría pensar que ese chico puede estar dispuesto a intentar recuperar el trono de su padre. De saber esa noticia todos estarían alertas en el país, si es que no lo están ya. Mi huida con la espada ha debido preocuparles mucho cuando han enviado un pelotón de soldados en mi busca.
-Uno de ellos dijo que había otros soldados buscándote por lugares diferentes. Ignoro si habrá un solo pelotón o más de uno –aclara Ab’Erana, recordando en aquel momento las palabras pronunciadas por el elfo Bósor.
-Me temo que puedan ser varios. Lo ocurrido es muy grave para Mauro. Desde hace muchos años se mantiene en el poder gracias al terror y el pensar que alguien pueda luchar contra él con posibilidades de éxito debe sacarle de sus casillas.
-¿Crees de verdad que el chico habla con el águila? –pregunta Cedric, inesperadamente, extrañado de que el elfo crea lo que para él es una simple patraña o invención de su nieto. –¡Son puras fantasías del chico, que, a veces, tiene la cabeza llena de pájaros!
-Si él lo asegura y si el águila responde a sus llamadas y le ayuda, habrá que creerlo, ¿no, Cedric? De todos modos la cuestión es fácilmente demostrable –propone Fidor. -Dile a tu águila que haga alguna demostración y veremos qué sucede.
-Ya la he hecho en varias ocasiones. De todos modos me parece buena idea a ver si mi abuelo cree en mí de una vez.
Ab’Erana mira al águila fijamente durante unos segundos y finalmente le dice:
-Picocorvo, vas a realizar una prueba para demostrarle a mi abuelo y a Fidor que comprendes mis palabras y yo entiendo tus pensamientos. Salta al poyete de la ventana, luego a la mesa, picotea tres veces sobre el tablero, coges el gorro del abuelo Cedric que está sobre su cama, se lo dejas caer en la cabeza y regresas a mi hombro.
-¡Y un cuerno! –grita Cedric. –Como se le ocurra coger mi gorro le retuerzo el pescuezo –amenaza.
-Picocorvo, no vayas a estropear el gorro del abuelo Cedric. Ten mucho cuidado y no le roces la cabeza. Le dan miedo las águilas. Si deseas hacer algo por tu cuenta para demostrar que me transmites tus pensamientos, dímelo.
Permanecen unos segundos mirándose fijamente, y dice Ab’Erana:
-Dice Picocorvo que hará lo que le he dicho y que luego lo deshará, es decir, le quitará el gorro de la cabeza a mi abuelo y lo dejará sobre la cama, saltará a la mesa y picoteará tres veces de nuevo, luego irá a la ventana y finalmente regresará a mi hombro. Dice que no rozará siquiera la cabeza de mi abuelo y que no tenga miedo alguno.
-¡Y un colmillo retorcido de jabalí! ¡Yo no tengo miedo a nada y menos a un águila! –exclama el aludido, emitiendo un bufido.
-¡Picocorvo, adelante, cuidado con la cabeza de mi abuelo y con el gorro!
Cedric vuelve a gruñir y permanece expectante. Sabe que el águila obedece las órdenes de su nieto, porque ya han realizado varias pruebas semejantes con anterioridad, pero a pesar de haberlo comprobado, le cuesta trabajo creerlo y mucho más admitirlo públicamente. Para él es imposible que un águila pueda entenderse con una persona. Ni siquiera viéndolo lo cree del todo, aunque tiene el convencimiento de que actuará tal como le ha pedido Ab’Erana.
El águila mira a Cedric, mueve la cabeza como si estuviese burlándose de él, luego a Fidor y seguidamente da un salto hasta situarse en el poyete de la ventana; salta a continuación sobre la mesa y picotea tres veces, luego vuela hasta la cama de Cedric, coge el gorro y lo deja caer en la cabeza del interesado. Se detiene un instante y al pretender recuperar el gorro de Cedric este se lo quita de la cabeza y lo ofrece en la mano para que el águila lo coja y vuelva a dejarlo sobre la cama. Vuelve a saltar a la mesa, picotea tres veces, regresa al poyete de la ventana y finalmente salta al hombro del chico.
Fidor, impresionado, guarda silencio, como si no encontrase palabras apropiadas para exteriorizar la sorpresa que le ha causado el comportamiento inteligente del águila.
Cedric, igualmente emocionado, permanece también en silencio, sin dejar de mover la cabeza de un lado a otro. Lo que acaba de presenciar rebasa por completo su comprensión. El águila ha demostrado de forma palmaria que obedece las indicaciones de su nieto y siente interiormente una enorme satisfacción que no se atreve a exteriorizar. Para no dar su brazo a torcer, se limita a coger el gorro para comprobar si está o no roto.
-¿Es suficiente con esta demostración o quieres algo más, abuelo? –se burla Ab’Erana,
-Para mí, es suficiente y puedo asegurar rotundamente que tu águila entiende tus palabras y que tú interpretas sus pensamientos –admite Fidor con admiración, mirando alternativamente al chico y al águila. –¡Jamás vi cosa igual! Tu águila puede desempeñar un papel muy importante en este asunto, príncipe. Estoy entusiasmado. ¿No te das por vencido, Cedric?
-Bueno... Es cierto que ha hecho esas cosas y... En fin, el tiempo dirá.
-Mi abuelo no reconocerá nada públicamente porque es un cabezota. En fin, ya conocéis los dos las portentosas facultades de Picocorvo, pero a mí personalmente hay otras cosas que me interesan más y es de lo que quiero hablar.
-¿Qué es?
-La historia.
-Es razonable que desees conocerla.

2

-Necesito conocer toda la historia de mi padre, sin que me ocultes absolutamente nada. Si mi padre necesita mi ayuda debo saber ciertas cosas, por ejemplo, por qué no vino a verme durante tantos años –insiste Ab’Erana. -No puedo creer que lleve casi veinte años preso sin haber dispuesto de una sola oportunidad para venir a verme o llamarme a su lado, o enviarme un mensaje con alguien, como me dijiste. Tú viniste, ¿por qué no lo hizo él?
-Créelo, príncipe. Vino a verte cuando estabas recién nacido y luego ya no pudo hacerlo más. Es la única verdad, y ninguna otra cosa puedo decirte.
-Tú viniste dos veces más, según mi abuelo, y dijiste que graves problemas le impedían a él venir a verme.
-Cierto. Las dos veces que vine lo hice por propia iniciativa. Nadie me lo pidió. Ignoraba si tu padre estaba vivo o muerto. Nadie conocía tu existencia, salvo yo y deseaba estar informado para el momento en que tu padre recobrase la libertad. Entonces no sabía nada, ahora sé que está vivo.
-¿Por qué no informaste a mi abuelo en alguna de tus visitas?
-No quise preocuparlo. Me limité a hablarle de graves problemas sin más explicaciones. Tenía la esperanza de que estuviese vivo y preso, y que en algún momento consiguiera escapar y poderle informar sobre ti. Consiguió huir de los trolls, pero las cosas se torcieron y...
-Cuéntame lo sucedido con todo detalle. Soy yo quien debe interpretar lo ocurrido. Quiero saber si mi padre me tuvo abandonado voluntariamente o fueron otras las circunstancias que le impidieron venir a verme. Quiero saber si pensó en mí con frecuencia. Quiero saberlo todo. La verdad. Mi abuelo nunca quiso hablar de mis padres ni explicarme por qué tengo una oreja de humano y otra diferente, aunque ahora sé que es de elfo. Muchas veces le pregunté y siempre me respondió las mismas palabras: “misterios de la naturaleza, hijo”. Solo sé lo que él y yo hablamos ayer mientras tú permanecías inconsciente, y lo que me contaste esta mañana en momentos inoportunos. Necesito saber si mi padre tiene otra esposa y otros hijos, si tiene otra familia, quiero decir. Todo, Fidor, todo. ¡Hasta ayer no supe quien fue mi madre! –su voz es entrecortada y triste al mirar fijamente a Cedric que se limita a bajar la vista a la chimenea, como avergonzado por su anterior comportamiento con su nieto.
-Claro. Tienes derecho a conocer, no solo eso que me pides, sino la historia completa de la dinastía de los reyes Dodet porque los deseos de tu padre son que recuperes el trono y restaures la dinastía Dodet en tu persona. ¡Tu padre no quiere ser rey, no pide ayuda para él! Cuando consigas recuperar el trono, a tu padre sí le gustaría que adoptases el nombre de Dodet XIII, porque así es la trayectoria histórica de la dinastía Dodet. Estás en tu derecho de exigir y conocer los antecedentes familiares antes de adoptar ninguna decisión.
-Ese es mi pensamiento –responde el chico con mucha seriedad y muy metido en su nuevo papel de príncipe. –De todos modos, en este momento no me interesa la historia de la dinastía, solo quiero saber las cuestiones relacionadas con mi padre. Ya tendremos tiempo de hablar de mis antepasados.
-No sé si podré separar una cosa de otra. Ambas historias son complementarias. Verás. Soy amigo de tu padre desde que éramos niños. Estábamos siempre juntos porque ambos nacimos el mismo día, a la misma hora y mis padres vivían en el palacio de tu abuelo, el rey Dodet XII. Mi padre era el mayordomo del palacio. En nuestro país esas coincidencias en el nacimiento originan una especie de hermanamiento. El príncipe y yo nos criamos como hermanos, tuvimos los mismos profesores y jugamos a las mismas cosas, y con los mismos juguetes. Siempre juntos. Había otro chico, un año mayor que nosotros, llamado Inicut cuyos padres también trabajaban para el rey, aunque en cargos inferiores. Formábamos un trío inseparable. Juntos a todas partes. Nos llamaban “el trío del palacio”. Tu padre fue muy rebelde de joven y hacía su voluntad. Inicut y yo siempre le seguíamos en lo bueno y en lo malo porque él era el jefe. Al cumplir los quince años, tu padre era el elfo más alto de todo el país, casi un metro de estatura tenía, y era conocido en todas partes por su bondad y simpatía, al mismo tiempo que por sus travesuras. A él en especial le llamaban “el larguirucho príncipe travieso”. Tenía un corazón enorme. Era muy querido entre los elfos y todos pensaban en él como el futuro rey del país cuando su padre dejara de serlo. Las chicas elfas se lo rifaban. Cada día le asignaban una novia diferente aunque él nunca prestó demasiada atención a ninguna. Todas eran muy bajas para él. Cierto día, cuando estaba a punto de cumplir los veinte años, desapareció del palacio sin que nadie pudiera dar razón de él. Ni siquiera yo que era su confidente conocí las causas de aquella ausencia. Apareció unos meses más tarde, revestido de una seriedad desconocida, como si algo especial hubiese transformado su vida. Durante algunos días anduvo un poco desorientado, no prestaba atención a nada, como si su mente estuviese en lugar diferente. Le pregunté en varias ocasiones hasta que cierto día se sinceró conmigo. Había estado en el Mundo de los Hombres y se había enamorado de una humana. ¡Me quedé de piedra cuando me lo dijo! Jamás un elfo se había casado con una chica humana, ni de ninguna otra raza. Me refirió una historia preciosa. Reconozco que me emocioné. Le aconsejé que hablara con sus padres ante lo relevante de la noticia para el país. Reunió a sus padres y les contó la aventura vivida durante el tiempo de su desaparición. Dijo haber encontrado una chica maravillosa en un bosque del Mundo de los Humanos, que era humana pero de su misma estatura y que deseaba casarse con ella. Sus padres se opusieron tenazmente, especialmente el rey, alegando que nunca un elfo de la familia real había contraído matrimonio con un ser de otra raza y mucho menos con un ser humano, que las estaturas de ambas razas son muy diferentes, que las costumbres y creencias son distintas, que podían tener hijos monstruosos, etcétera. Todos los argumentos posibles salieron a relucir en aquella reunión. No hubo forma de convencerlos. Ninguno dio su brazo a torcer. El rey me pidió que hablara con el príncipe para tratar de disuadirlo, lo hice sin conseguir nada aunque en realidad tampoco puse mucho empeño en convencerlo. Siempre tuve la idea de que la mezcla de los pueblos es algo bueno para la cultura de las diferentes civilizaciones. La decisión del príncipe Ge’Dodet fue tan firme que finalmente el rey Dodet consintió que algún personaje de la corte visitara a la chica y hablara con ella. Un alto dignatario y yo, vinimos al bosque por encargo del rey para conocer a la chica, e informar al rey -aunque luego supe por mi compañero de viaje que debíamos convencerla para que se olvidara del chico que había conocido, sin mencionarle que era príncipe, incluso ofreciéndole cuantiosas riquezas-, y dar una opinión sobre ella, contraria o favorable. El propio Ge’Dodet nos hizo un plano del camino a seguir. La vimos en el bosque y hablamos con ella durante largo rato. Era preciosa, inteligente, de una agilidad inigualable y tenía efectivamente la misma estatura que el príncipe. Hacían una pareja perfecta. No hubo forma de convencerla de que olvidara a Ge’Dodet y era evidente que estaba muy enamorada de él. Consideró un insulto el ofrecimiento de riquezas que le hizo mi compañero de viaje, y comenzó a llorar con tal desconsuelo que me vi obligado a consolarla. Recuerdo que me emocioné mucho al verla. Era una auténtica princesa. Tenía un par de defectos, apreciables a simple vista, su rostro no era resplandeciente ni ligeramente verdoso como el de los elfos y sus orejas eran redondas en lugar de puntiagudas como las nuestras. Mi compañero le hizo ver las diferencias de razas, de costumbres, de entender la vida, la posibilidad de tener hijos deformes... No hubo forma de convencerla. Estaba dispuesta a correr los riesgos que fuesen y seguir al chico adonde quiera que estuviese. En ningún momento le dijimos que Ge’Dodet era hijo del rey Dodet. Solo que íbamos en nombre de la familia. Informamos al rey favorablemente. Días más tarde vino una delegación, de la que formé parte, a pedirla en matrimonio. Tus abuelos y tu madre se quedaron con la boca abierta, tal como te lo digo, al ver aquella comitiva de seres diminutos y saber que Ge’Dodet era príncipe de un país desconocido. Cedric solicitó unos días de reflexión y finalmente accedió a que su hija se casara con nuestro príncipe. La boda tuvo lugar en el País de los Elfos y hubo varios días de fiestas para celebrar el gran acontecimiento. Asistieron centenares de invitados de todo el país. Hasta el hijo del rey de los silfos, amigo personal de tu padre, estuvo presente.
-¿Quiénes son los silfos? –pregunta Ab’Erana, entusiasmado ante la historia contada por Fidor.
-Un pueblo de raza distinta a la nuestra, aunque muy parecida, limítrofe con nuestro país. Continúo. Creo que fue la primera vez en la historia del País de los Elfos que tres humanos pisaron nuestras tierras: Erana y sus padres. Aparentemente todo se desarrollaba con normalidad en la corte, pero muchas elfas demostraron desde el primer momento un odio irracional contra la princesa Erana.
-¿Por qué? ¿Qué les había hecho mi madre? –pregunta Ab’Erana, emocionado al pronunciar por primera vez en su vida aquella palabra, al referirse a Erana.
-Envidia y despecho. Erana era bellísima, simpática y bondadosa, aunque sus modales no eran tan refinados como exigía el protocolo de la corte. Actuaba con absoluta naturalidad, sin afectación de ningún tipo, se expresaba con normalidad, hacía lo que se le antojaba, algo muy diferente a las elfas del círculo real que estaban sometidas a unas normas muy estrictas de protocolo. Visitaba las casas de los necesitados y les ayudaba con dinero y ropas... Los elfos del pueblo llano la adoraban. Las elfas de la corte le echaban en cara con sutileza, que tenía las orejas diferentes a las nuestras y que su piel no era brillante. Algunas elfas habían pensado que el príncipe se casaría con ellas y al ver frustrados sus deseos convirtieron su amor por él en odio hacia ella. La princesa Erana lo pasaba muy mal y en varias ocasiones manifestó al príncipe su deseo de regresar con sus padres, pero el príncipe la convencía fácilmente porque ambos estaban muy enamorados. Por aquellos días, Murtrolls, rey de los trolls, raza de indeseables y repugnantes individuos, declaró la guerra al rey Dodet XII con intención de apoderarse de parte de nuestro país. Los trolls habitan en cavernas y cuevas tenebrosas, fronterizas con los elfos, solo un río nos separa, y desde siempre pretendieron apoderarse de una parte del territorio, concretamente la más fértil y productiva, al noreste del país, conocida como el Valle Fértil, pequeño valle que los trolls ven a todas horas al asomarse a las puertas de sus cuevas. Ya habían hecho varios intentos para conquistarlo y siempre venció el rey Dodet, merced a la espada encantada de la dinastía de los reyes Dodet, precisamente la espada que acabas de recuperar. Estalló la guerra. Una más, aunque de mayor virulencia que las anteriores porque el rey Murtrolls se sintió con fuerzas suficientes para derrotar al rey Dodet XII. Tu abuelo por su parte se puso al frente de sus tropas con intención de derrotar definitivamente a los trolls y arrojarlos para siempre a las tinieblas de sus cavernas. El príncipe Ge’Dodet fue con él. Al no estar el príncipe en la corte, se desencadenó una auténtica batalla psicológica contra la princesa Erana. Soportó muchísimo y yo siempre fui su paño de lágrimas. Llegó un momento en que a la princesa le resultó imposible soportar más y me pidió que la llevara con sus padres, es decir, que la trajera aquí, al bosque. Viendo cómo sufría, accedí, pensando que a su regreso, el príncipe volvería por ella. Erana estaba embarazada en aquella época. La dejé aquí en el bosque con sus padres y le dije que el príncipe vendría en su busca en cuanto regresara de la guerra. En un momento determinado, durante una tregua que hubo entre los combatientes debido a las intensas nevadas en el lugar de la batalla, Ge’Dodet regresó a la corte y al saber lo ocurrido con su esposa montó en cólera y vino de inmediato a recogerla. Yo le acompañé. Al llegar a la antigua casa de Cedric supimos que la princesa Erana había fallecido en el parto y había dejado un precioso niño al que llamaban Cedric, como su abuelo. El príncipe decidió en aquel momento imponer al niño el nombre de Ab’Erana, hijo de Erana, para mantener vivo el recuerdo de su esposa. Aquel niño eres tú. El príncipe advirtió a tu abuelo que regresaría a recogerte cuando terminara la guerra y le pidió que se fuese a vivir al interior del bosque para que nadie te conociera o pudieses tener problemas porque naciste con una oreja de elfo y otra de humano. Conociendo lo sucedido a su esposa no deseaba que tú sufrieras la incomprensión de los demás, ese fue el motivo. La guerra fue un desastre para nuestro pueblo. En un momento de la batalla, el rey Dodet XII se vio cercado por los trolls y murió. El príncipe fue hecho prisionero cuando intentaba ayudar a su padre y los trolls se hicieron dueños de la situación. Se adueñaron del Valle Fértil, como deseaban, expulsaron a algunos elfos de allí, y a otros los mataron. Eligieron a un rey títere para el país, un traidor, un elfo criado entre ellos, que actúa al dictado del rey de los trolls. Es el rey Mauro, al que muchos en el país llamamos “el usurpador”, porque fue incapaz de desenvainar la espada encantada, requisito esencial para poder ser designado rey, según las normas consuetudinarias de nuestro país.
-¿Desde entonces está mi padre preso en poder de los trolls?
-Tuvimos noticias de que el príncipe estaba en poder de los trolls pero no hubo forma de comunicarnos con él a pesar de los numerosos intentos realizados. Ni siquiera sabíamos en qué lugar lo tenían prisionero. Yo vine a verte cuando cumpliste un año, para poder informar a tu padre, en la creencia de que conseguiría huir de sus enemigos, pero pasó el tiempo y no fue así. Cuando pasado algún tiempo regresé con el arco y las flechas, tu padre continuaba prisionero de los trolls y ninguna noticia teníamos de él. En aquella segunda ocasión vine de nuevo por decisión propia con la misma finalidad de poder informar a tu padre cuando fuese posible. Hace tres años tu padre consiguió huir de las mazmorras de los trolls por un descuido de los carceleros y al llegar al País de los Elfos buscó a sus amigos de siempre, a Inicut y a mí. A él lo localizó primero, le pidió que lo ocultara y me avisara. Tu padre ignoraba en aquel momento que Inicut ostentaba un alto cargo en la corte del rey Mauro. El amigo lo escondió en un lugar apropiado diciéndole que iba a buscar a otros amigos, entre ellos, a mí, para, entre todos, encontrar una solución a su problema. La aparición de tu padre podía crear un verdadero conflicto a mucha gente que se había acomodado a la nueva situación. Ya no reinaba la dinastía de los reyes Dodet, había comenzado la dinastía de Mauro y él pretende ser el primer eslabón de esa dinastía. Tu padre le habló a Inicut de su deseo de recuperar el trono para la dinastía Dodet y aquella noticia no debió parecerle bien a su falso amigo. Debió pensar que podría perder el alto cargo que ocupaba. No me avisó. Lo traicionó. Comunicó al rey Mauro lo sucedido y le indicó donde estaba tu padre escondido. Mauro ordenó su detención. Varios soldados de la guardia personal de Mauro se presentaron en el lugar indicado por Inicut y lo apresaron. Inicut jamás me comunicó lo ocurrido. Ni nadie hizo comentario alguno sobre lo sucedido. Hace poco, un antiguo servidor del rey Dodet, fue nombrado jefe de carceleros de las mazmorras del palacio, y supo que el príncipe estaba encarcelado en los sótanos y que ocupaba una celda de alta seguridad. Este elfo había hecho un juramento de fidelidad eterna al rey Dodet XII, y a su dinastía, y consideró su deber informar al príncipe que estaba dispuesto a ayudarle. Tu padre le pidió pergamino y pluma y escribió dos cartas, una para ti y otra para mí. En la mía cuenta sus años de cautiverio, sus vicisitudes, su huída de las cárceles de los trolls, la traición de su amigo Inicut, y otras cuestiones secundarias. La tuya es la que está en mi morral.
-¿Es la carta que pretendían coger los elfos que te atacaron?
-Exacto. De haberla encontrado los esbirros del rey Mauro, el carcelero de tu padre habría sido descubierto, lo habrían matado y nosotros habríamos perdido la posibilidad de contactar con él. En mi carta, tu padre cuenta la traición de Inicut, previniéndome contra él, y me pide la recuperación de la espada encantada del rey Dodet donde quiera que estuviese, para entregártela. Esa espada solo pueden manejarla los descendientes del primer rey Dodet, según el encantamiento de un mago poderoso, hace cientos de años, en agradecimiento a que el rey de entonces le salvó la vida.
-No lo puedo creer.
-Créelo porque es cierto. Todos los elfos conocen la historia de esa espada. Y tú mismo has podido comprobar hoy su eficacia.
-¿Tú también conoces esa historia?
-Claro que la conozco. Ten en cuenta que esta espada es un monumento histórico en nuestro país.
-Cuéntala.
-Está bien. El mago Mercurio era un buen mago pero, al parecer, estaba un poco loco y se creía casi un dios. Hizo una apuesta, con otro mago tramposo, llamado Rocamor, de que era capaz de caminar sobre las Traicioneras Ciénagas Amarillas, del Desierto de las Calaveras, sin hundirse.
-¿Qué se apostaron?
-Si Mercurio se hundía y ganaba Rocamor, aquel le cedería a este su palacio de Ubrüt con todos sus jardines fantásticos; si ganaba Mercurio, Rocamor permitiría que se casara con su hija, la bellísima Verde Flor, llamada así por el intenso color verde de su piel.
-¿Era Mercurio un mago joven, acaso?
-No, no, parece ser que era de la misma edad que Rocamor, por eso la hija no deseaba aquella boda aunque su padre estaba decidido a jugársela por estar encaprichado con la residencia de Mercurio.
-¿Qué ocurrió? –pregunta Cedric, interesado en la historia.
-Mercurio extendió una esterilla sobre las ciénagas y comenzó a caminar pero en un momento determinado, parece que debido a las malas artes de Rocamor, aunque nunca pudo demostrarse, la esterilla se dobló y el mago cayó en las aguas cenagosas, mientras Rocamor reía a carcajadas en la orilla sin prestarle ayuda a pesar de los gritos desesperados de Mercurio. En aquel momento acertó a pasar por allí el rey Dodet I al frente de un grupo de soldados. Oyó los gritos del mago y se acercó raudo a ver qué ocurría. Al ver lo sucedido arrojó una cuerda a Mercurio, le indicó que se aferrara a ella con todas sus fuerzas y comenzó a tirar de él con ayuda de varios soldados, hasta dejarlo en tierra firme. Dodet no conocía a los magos aunque había oído hablar de ellos. Al decirle Mercurio que era un mago y que podía concederle cualquier petición que le formulara, parece que el rey le preguntó: “¿Cómo es que puedes concederme el don que te pida y no fuiste capaz de salir de la ciénaga por tus propios medios?” “No puedo concederme beneficios a mí mismo. Pídeme lo que quieras”. Y el rey, después de pensar durante unos minutos, le dijo “quiero tener una espada invencible que pase a mis sucesores”. “Es mucho lo que me pides”. “¿En tan poco valoras tu vida? ¿Qué habría sucedido si te hubiese dejado hundirte en las aguas cenagosas de las Traicioneras Ciénagas Amarillas? Habrían acabado todos tus poderes”. “Tienes razón. Me has salvado la vida que es el don más hermoso del que puede gozar un individuo y estoy dispuesto a satisfacer tus deseos. Dame tu espada”. El mago Mercurio cogió la espada del rey, la clavó en el suelo y la hizo cimbrar. Luego colocó una mano sobre la empuñadura y dijo “esta espada será invencible para ti y para todos tus sucesores y quien la empuñe no tendrá que preocuparse de luchar porque lo hará ella sola. Con ella en la mano ninguna otra arma rozará siquiera a quien la empuñe; se alargará en casos necesarios hasta triplicar su tamaño para que quien la empuñe pueda mantener a raya a sus enemigos. Nadie podrá sacar la espada de su vaina ni usarla salvo la gente de tu estirpe. Pero a ellos les impongo una condición: deberán ser justos, virtuosos y honorables en todos los órdenes de la vida. Aquel de tus sucesores que cometa una injusticia no conseguirá extraer la espada de su vaina y quedará desarmado frente a sus enemigos”. El rey Dodet I no hizo demasiado caso al encantamiento de la espada y pensó que se trataba de una pantomima del mago pero poco después comprendió que aquella espada estaba realmente encantada. Luchó contra los trolls a los que venció y arrojó a sus cavernas sin que las flechas que le lanzaban sus enemigos lograran alcanzarle. Vio cómo la espada crecía en casos necesarios y comprobó que nadie, salvo él, conseguía sacarla de su vaina. Todos los reyes de la dinastía Dodet la usaron con éxito en todas sus batallas y se comportaron siempre con justicia y honorabilidad, excepto dos, Dodet V y tu abuelo Dodet XII. Nunca ningún extraño pudo usar esa espada. Solo los predestinados de la dinastía Dodet pudieron hacerlo.
-¿Es cierto que nadie puede sacarla de su vaina?
-Desde la muerte del rey Dodet XII nadie lo ha conseguido. Tu padre porque nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. Los demás elfos que lo intentaron fracasaron a pesar de que las nuevas autoridades del país buscaron a los elfos más fuertes y ofrecieron enormes recompensas a quien lo consiguiera. Ni siquiera los trolls con su fuerza descomunal lo lograron. Nadie pudo hacerlo.
-¿Podré yo? –pregunta Cedric, haciendo ostentación de fuerza.
-No podrás por mucha que sea tu fuerza –responde Fidor con convencimiento. –Si quieres comprobar tu impotencia ante la espada, puedes intentarlo.
-Dame la espada, Ab’Erana –pide Cedric, disponiéndose a pasar la prueba y demostrarle a Fidor que nada puede resistirse a su fortaleza física.
-Cógela. Está sobre la mesa.
-Te llevarás una decepción, Cedric. Por mucha que sea tu fuerza no lo conseguirás.
-¡Ya lo veremos! –se pavonea el anciano.
Cedric coge la espada y le indica a Ab’Erana que sujete la vaina. Tira de ella con todas sus fuerzas, sin conseguir su propósito, arrastrando a Ab’Erana que da varios traspiés y está a punto de caer. Ni un solo milímetro consigue extraer.
-Es cierto. No puedo –reconoce Cedric, sorprendido. -¿Cómo es posible?
-Yo la saqué sin ningún esfuerzo al encontrarla. Luego, al verme rodeado por los cuatro elfos del rey Mauro, puse la mano en la empuñadura y salió sola, sin ningún esfuerzo por mi parte. Mira, abuelo –dice el chico tomando la espada por la empuñadura y sacándola suavemente, sin esfuerzo alguno.
-¡Por el colmillo de un jabalí tuerto! ¿Cómo es que tú, que eres un alfeñique a mi lado, puedes hacerlo y yo no? ¡Tengo mucha más fuerza que tú!
-Él es un predestinado, Cedric, tú no. Nadie lo ha conseguido jamás. Y algo muy significativo e importante del encantamiento. La espada se alarga en caso necesario y sabe pelear sola cuando la sostiene la mano del predestinado que se convierte en un ser invencible.
Ab’Erana se queda pensativo durante unos segundos y luego pregunta:
-¿Cómo es que el rey Dodet, mi abuelo, perdió la guerra y la vida, disponiendo de la espada encantada, si, como dices, hace invencible a quien la posee?
Fidor duda un instante antes de responder. Luego mueve la cabeza, mira a Cedric como justificándose por las palabras que va a pronunciar, y dice.
-Muy acertada tu pregunta, príncipe. Compruebo que estás atento a mis palabras e interesado en la historia. El mago Mercurio impuso una condición a los herederos del rey Donet I. El poseedor de la espada debe llevar una vida irreprochable en todos los órdenes. Para poderla usar, su poseedor debe ser un individuo virtuoso: justo, honorable, decente, honesto y honrado. De no ser así la espada no sale de su vaina. Tu abuelo siempre tuvo esas virtudes pero en un momento determinado de su vida, cedió a las tentaciones e incumplió las condiciones impuestas por el mago.
-¿Qué hizo?
-No sé si debo referirte hechos lamentables de la vida de tu abuelo.
-Dímelo para no imitarlo nunca –insiste Ab’Erana, con razón, interesado en aquella fantástica historia familiar.
-Cometió una canallada incalificable. Acusó de traidor a uno de sus militares ejemplares, a sabiendas de que era inocente y permitió que fuera ejecutado.
-¿Por qué lo hizo?
-Se había enamorado de la esposa del militar. De ese modo, al morir el esposo, la elfa fue presa fácil para tu abuelo que la convirtió en su amante. Hasta aquel momento tu abuelo había llevado una vida irreprochable en todos los órdenes y ganado todas las batallas en las que intervino. Aquel acto reprobable fue el principio del fin. La espada, para él, perdió todos sus poderes. Algún traidor de su entorno que conocía la condición del encantamiento, avisó a los trolls para que atacaran aquella noche porque el rey no podría disponer de su espada. Cuando se produjo el ataque de los trolls, tu abuelo descansaba en su tienda de campaña junto a su amante, saltó del lecho, quiso sacar la espada de la vaina y no lo consiguió. Murió en la misma puerta de la tienda atravesado por la lanza de un trolls. Igual suerte corrió su amante. Para sacar la espada de su vaina es condición indispensable tener la conciencia tranquila y no haber realizado nunca un acto injusto, a sabiendas –repite Fidor, para que las palabras queden grabadas de forma indeleble en la mente del chico. -Tu abuelo incumplió la condición. Solo tu abuelo y el rey Dodet V, hace ya muchos años, no la cumplieron y murieron de forma trágica. El rey Dodet XII, tu abuelo, cometió una monstruosidad al ordenar la ejecución de uno de sus mejores oficiales, para convertir a su esposa en su concubina. Perdió la vergüenza, perdió el honor, perdió la guerra, perdió su vida y la de ella, fue el causante de la prisión de tu padre y de la humillación de su pueblo. En muchos hogares elfos maldicen todavía la memoria del rey Dodet XII que, al final de su vida, trajo tantas desgracias al país, aunque hasta aquel momento había sido un rey ejemplar.
-¿Qué ocurrió con la espada?
-Los trolls se apoderaron de ella a la muerte de tu abuelo. Sabían que con esa espada en las manos serían invencibles. Intentaron sacarla de su vaina y la hoja se resistió a todos los ensayos. Ofrecieron elevadas recompensas a quien lo consiguiera y nadie fue capaz de hacerlo. Llegaron gentes de todos los confines del Mundo de los Seres Diminutos. Nadie lo consiguió. Ni elfos, ni trolls, ni duendes, ni silfos, ni trasgos, ni gnomos, nadie pudo hacerlo. El rey de los trolls decidió romper la vaina para dejar la hoja al descubierto. Tampoco fue posible. Nadie sabe de qué material está construida la vaina. Ni siquiera el fuego pudo con ella. Finalmente decidieron exponerla al pueblo elfo con la leyenda de la canallada de tu abuelo, para escarnio de la dinastía de los reyes Dodet. Estaba expuesta en la Torre Siniestra, custodiada por media docena de elfos armados para impedir que los partidarios de la dinastía Dodet pudiesen apoderarse de ella.
-¿Cómo pudiste cogerla tú, entonces? –pregunta Ab’Erana, sorprendido. -¿Es que mataste a los vigilantes?
-La Torre Siniestra tiene pasadizos secretos que solo conocíamos tu padre, Inicut, y yo. Los descubrimos de pequeños y jugábamos por ellos a escondernos y a asustar a los ocupantes de la torre. Me resultó muy fácil entrar de noche en la cámara y apoderarme de ella. Intenté sacarla de la vaina y no pude. En cuanto la tuve en mi poder abandoné el país, disfrazado de buhonero, y me dispuse a venir en tu busca en la seguridad de que estarías ya convertido en un adulto.
-¿Cómo es que te siguieron? ¿Quién supo que habías sido tú?
-No lo sé. Posiblemente alguien más conozca lo ocurrido. Tal vez el carcelero informara a cualquier otro amigo, quizás al mismo que traicionó a tu padre la primera vez, y...
-¿Otra traición? ¿Es que el País de los Elfos es un nido de traidores?
-El rey Mauro premia a los traidores y delatores, ofreciéndoles cargos y prebendas. En un régimen de terror, las traiciones y delaciones son elementos sustanciales y de méritos. No sé exactamente qué ocurrió y no quiero hacer juicios temerarios. La realidad es que ignoro cómo se enteraron. Lo único cierto es que fui alcanzado cerca del bosque y aunque intenté defenderme de los esbirros de Mauro, uno de ellos me hirió en el costado con una espada. El resto ya lo sabes. Toma, esta es tu carta –dice Fidor sacando un rollo de pergamino del interior del morral. -¿Sabes leer?
-¡Claro que sabe leer! –exclama Cedric, indignado por la pregunta del elfo al que mira de forma recriminatoria. -Leer y escribir. Ya me preocupé yo de enseñarle mis conocimientos, aunque no son muchos. Todo lo que aprendí en un convento que hay cerca del castillo de Latefund de Bad, en el que estuve varios años antes de ser soldado, se lo enseñé. No es ningún erudito pero sabe escribir aceptablemente bien y lee sin dificultad.
Ab’Erana aprieta el pergamino con ambas manos, emocionado al pensar que aquel rollo ha estado anteriormente en las manos de su padre. Sale al exterior de la cabaña, sin importarle el frío reinante debido a la nieve que continua cayendo. Se sienta en uno de los bancos del porche y comienza a leer. La carta dice así:

“Carta del príncipe Ge’Dodet a su hijo el príncipe Ab’Erana, futuro rey de los elfos, como Dodet XIII.
“Soy Ge’Dodet, tu padre, y me encuentro encerrado en las mazmorras del palacio de los reyes elfos, por una traición cometida por un antiguo amigo llamado Inicut. Mauro, el usurpador, el tirano, el elfo malvado que humilla y sojuzga a nuestro pueblo y que actúa bajo las órdenes de los asquerosos y repugnantes trolls, enemigos de nuestro pueblo y de todos los pueblos, desde tiempo inmemorial, me mantiene encerrado sin razón alguna.
“Hijo, te vi cuando apenas tenías unos meses de vida, y hoy debes ser, no sé si un hombre, un elfo, o mitad de cada raza. Recuerdo que tenías una oreja de elfo y otra de humano y recuerdo también que le dije a tu abuelo Cedric que mi deseo era que te impusiera el nombre de Ab’Erana, hijo de Erana, mi querida esposa a la que siempre llevo en la memoria y jamás será reemplazada. Pienso que tu abuelo respetaría mi voluntad porque siempre tuve conciencia de que es un hombre cabal.
“Ahora mi deseo es que recuperes el trono del País de los Elfos, para ti, tomes el nombre de los reyes de nuestra dinastía, te llames Dodet XIII, y reines con eficacia y justicia sobre nuestro pueblo.
“Hoy el País de los Elfos necesita tu ayuda. Eres su única esperanza. Mi padre, el rey Dodet XII, encargado por el destino de cuidar y defender a su pueblo, cometió un acto abominable y bien caro lo pagó. No solo él. También su propio pueblo y yo mismo.
“Mi fiel amigo Fidor te contará la historia de nuestra familia y las facultades portentosas de la espada encantada de los reyes Dodet que pondrá en tus manos, si consigue apoderarse de ella. Si esa espada hubiese llegado a mi poder la situación habría sido diferente, pero el destino no lo quiso así. Mauro habría recibido su merecido, por traidor, y los trolls habrían sido arrojados a las tinieblas de sus cuevas y cavernas de donde no debieron salir nunca. Las cosas no sucedieron así. Además, hoy me siento enfermo y no tengo ánimos para luchar ni deseos de recuperar el trono. Esta misión la confío a ti, Ab’Erana.
“Cuando tengas la espada en tu poder no te separes de ella para nada. Jamás. Por ningún motivo. Duerme, incluso, junto a ella y mantén la mano sobre su empuñadura. Sin ella, tus enemigos podrán vencerte con facilidad. Con ella en la mano serás invencible siempre que la utilices para el bien y tengas la conciencia tranquila. También quiero advertirte que su poseedor se convierte en esclavo de la espada. Es el precio que hay que pagar por los beneficios que se reciben de ella.
“Fidor será tu guía y mentor. Confía en él plenamente. Es como si fuera mi propio hermano. Y te diré algo que nunca dije a nadie porque es solo una sospecha. Creo que él también estaba enamorado de Erana, sentía por ella un respeto reverencial y sintió su muerte casi tanto como yo. Siempre te aconsejará con prudencia y te guiará por el camino del bien.
“Espero que arrojes al usurpador y tirano a las tinieblas, lleves a los trolls a los límites de su territorio, o los aplastes para siempre, y castigues a Inicut por sus traiciones.
“Siempre te tuve en mis pensamientos, a todas horas del día y de la noche. Daría mi vida por conocerte y abrazarte antes de morir. Ignoro si podré cumplir este último deseo.
Recibe un abrazo de tu padre,
Ge’Dodet”

Ab’Erana alza la cabeza al finalizar la lectura y nota cómo las lágrimas brotan de sus ojos espontáneamente. La lectura de aquella carta le ha emocionado hasta límites insospechados. Ahora sabe que su padre no lo olvidó nunca, que siempre pensó en él y eso es algo muy importante para su decisión final. Oye acercarse a Fidor y a su abuelo y se pasa los puños por los ojos para enjugarse el llanto.
Fidor, envuelto en una manta, sale al exterior de la cabaña, ayudado por Cedric. Se sienta junto a Ab’Erana en el banco, en silencio, sin pronunciar una sola palabra. Tiembla de frío pero se mantiene firme. Ve que el chico ha llorado y comprende que aquel muchacho tiene sentimientos profundos.
-¿Conoces el contenido de esta carta, Fidor?
-Sí. Cuando me la entregaron no estaba lacrada ni sellada. También el carcelero pudo leerla antes de entregármela. -Si esta carta hubiese caído en poder de los esbirros del rey Mauro, tu padre estaría en peligro de muerte y lo mismo habría ocurrido con el carcelero. Yo ya lo estuve y tú correrías la misma suerte. Creo que deberías destruirla. Con respecto a lo que dice de mi admiración por tu madre prefiero no hablar, solo te diré que siempre sentí respeto y admiración por ella por ser la esposa de mi amigo y mi futura reina, y lamenté su muerte profundamente. Como si hubiese sido algo mío. Han pasado muchos años de eso.
-¿Hay seguridad de que esta carta ha sido escrita por la mano de mi padre?
-Sin la menor duda. Es su letra. Además, nadie conoce tu nombre ni los detalles de tu existencia salvo tu padre y yo. Cuando tu padre vino a recoger a tu madre, decidimos no hablar de ti hasta que se normalizara la situación en el país para evitar que alguien pudiese causarte daño. Pese a todo hubo ciertos rumores sobre tu existencia porque todos sabían que tu madre estaba embarazada cuando regresó al País de los Hombres. Los reyes y los príncipes siempre tienen muchos aduladores alrededor pero también múltiples enemigos dispuestos a traicionarlos. Todos sabían que Erana estaba embarazada cuando se marchó del país y debieron pensar que de aquel embarazo debió nacer un hijo, una hija... o una especie de monstruo como alguien le dijo a tu padre en una ocasión.
Ab’Erana le entrega la carta a su abuelo para que la lea.
-Aún no me explico cómo mantienen a tu padre con vida –masculla el elfo, incorporándose dificultosamente y dando unos pasos para regresar al banco de madera con la ayuda de Ab’Erana que acude a sostenerlo al ver que se tambalea y está a punto de perder el equilibrio. –Podrían haberlo asesinado y nadie se hubiese enterado de ello.
-Posiblemente hayan pensado que tiene más valor como rehén, que muerto –apunta el chico.
-No lo sé. Cualquier cosa es posible. A veces, el comportamiento de los demás resulta inexplicable. Y por otra parte los pensamientos de Mauro, elfo de espíritu retorcido y ambiguo, son inextricables.
Cedric con los ojos enrojecidos y a punto de estallar en llanto, mira a su nieto y lo abraza con todas sus fuerzas. También él piensa que lo mejor es destruir la carta para evitar que pueda caer en manos enemigas.
-Los tres conocemos su contenido y no creo que se nos olvide dada su importancia. Estas son pruebas comprometedoras, especialmente para los elfos que prestan ayuda a tu padre, y deben ser eliminadas. ¡Quémala, Ab’Erana! ¡Échala al fuego de la chimenea! –ordena Cedric, sin hacer comentario alguno sobre el enamoramiento de Fidor con respecto a Erana.
-¿Es necesario? Es el único recuerdo palpable que tengo de mi padre. Preferiría no hacerlo.
-Debes hacerlo, hijo. Los recuerdos deben llevarse en el corazón, no en el bolsillo –responde Cedric, casi brutalmente.
El aludido, a regañadientes, entra en la cabaña y, al salir de nuevo, se limita a hacer un signo ambiguo con la cabeza, dando a entender que ha cumplido los deseos de su abuelo y de Fidor.





















miércoles, 2 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo III de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga.Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO I I I

Fidor y la espada encantada del rey Dodet

1

Durante toda la tarde el herido se muestra sumamente nervioso e inquieto. En algún momento, durante las primeras horas de la noche, comienza a delirar sin que Cedric y Ab’Erana consigan descifrar sus ininteligibles peroratas. Solo entienden palabras sueltas e inconexas, como trolls, Mauro, soldados, Valle Fértil, mazmorras, morral, espada, Cedric, resultándoles imposible entender frases coherentes. Al comprobar que avanza la noche sin que el herido recupere el conocimiento, deciden establecer turnos de vigilancia. Uno de los dos permanecerá junto a la cama en la que descansa el herido, por si reacciona o empeora su situación, mientras el otro intentará dormir. Dejan encendido un candil que ilumine débilmente la habitación y les permita observar constantemente al herido.
Al amanecer, con las primeras luces del nuevo día que entran débilmente por la ventana, el elfo abre los ojos y mira a su alrededor. Una extraña agitación se produce en él al extrañar el lugar donde se encuentra. La luz que entra por la ventana es muy débil y la llama oscilante del candil apenas alumbra ya. Recorre la habitación incorporándose ligeramente. Ve una mesa con unas cacerolas y recipientes sobre el tablero; una chimenea ennegrecida que desprende un ligero resplandor; un arcón de madera y unos taburetes. Parpadea ligeramente y se sorprende al ver frente a él a un joven desconocido que duerme sentado en una banqueta, con la cabeza apoyada contra la pared. Siente miedo. No reconoce aquella estancia. Desde luego es consciente de estar en el País de los Hombres por las enormes dimensiones de la habitación y del camastro en el que está tendido. Da la vuelta dificultosamente y ve acostado en otra cama, junto a la suya, a un hombre con barba que se cubre con una manta aunque mantiene la cabeza descubierta. De inmediato se le ilumina el rostro, respira profundamente y esboza una sonrisa de tranquilidad. Acaba de reconocer a Cedric, el padre de la princesa Erana. Fija su atención luego en un pequeño arco y flechas que cuelgan junto a la chimenea y una sonrisa de satisfacción aparece en su rostro. Respira profundamente como si se hubiese quitado un peso de encima. En aquel momento comprende que la misión que le han encomendado está a punto de ser cumplida: ha llegado a su destino superando todas las dificultades, librándose de una muerte segura, sin saber cómo.
Transcurren varios minutos hasta que el joven que descansa en la banqueta abre los ojos, sobresaltado, al oír el movimiento del herido en la cama y un ligero carraspeo. De un salto abandona el asiento y queda de pie junto a la cama. Ve al elfo con los ojos abiertos, se miran fijamente durante unos segundos interminables. El chico le sonríe amistosamente y llama al hombre que descansa en la cama de al lado, que se incorpora con rapidez.
-¡Cuánto me alegra verte, Cedric! –exclama el elfo con un hilo de voz, al ver al viejo cazador junto a la cama. -Creí estar en poder de mis enemigos.
-No temas nada. Estás entre amigos. Ya lo ves.
-¿Quién me trajo aquí, Cedric? No sé si he vivido unos momentos terribles o simplemente los he soñado debido a la fiebre. Tengo la cabeza como si me fuese a explotar.
Cedric le pone la mano sobre la frente y comprueba que está ardiendo. En silencio, se acerca a la mesa, saca un trapo mojado de un recipiente de barro que hay sobre ella, lo estruja un poco y lo coloca en la cabeza del elfo.
El agua está helada debido al frío de la noche y el elfo se estremece al notar la frialdad en la frente.
-Pronto notarás alivio. El frío del paño mojado te hará bajar la temperatura.
-Gracias, Cedric. ¿Quién me trajo aquí? –insiste el elfo.
-Ab’Erana. Te encontró en las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte, a la entrada del bosque, según me explicó. Estabas herido en el costado. Al curarte me pareció herida de navaja o espada.
-Tuve una pelea con un grupo de elfos que me persiguen para darme muerte y resulté herido. Conseguí huir amparado en la oscuridad de la noche y... Me disponía a esconderme en el bosque cuando vi un hombre con un arco con intención de dispararme una flecha. Ignoraba quien era y no quise darme a conocer por temor a que se tratara de algún cómplice de mis perseguidores o algún cazador desconocido. Me agaché cuanto pude y... Ya no sé si mis recuerdos son reales o fruto de la fiebre. Creo que un pajarraco me cogió por la espalda y me llevó volando a alguna parte. Fue horrible. Sentí sus garras clavarse en mi cuerpo y... Debí perder el conocimiento. Creí que no podría cumplir la misión que me ha sido encomendada.
-Ya pasó todo. Estás vivo de auténtico milagro. Fue el águila de Ab’Erana quien te atacó. Debió pensar que se trataba de una presa apetitosa. De no ser por el chico el águila te habría destrozado y quizá devorado allí mismo.
El elfo mira a Ab’Erana, fuerza una sonrisa y le hace un gesto amistoso y extraño a la vez. Le tiende las manos y al tener la del chico entre las suyas diminutas, la besa respetuosamente, ante la mirada atónita de Cedric y de su nieto.
-¿Qué haces? –exclama el chico, retirando la mano con rapidez, extrañado ante el comportamiento del elfo.
-Es un signo de sumisión y obediencia, además de agradecimiento por haberme salvado la vida.
Cedric y Ab’Erana se miran en silencio sin llegar a comprender del todo, aunque ninguno de ellos formula pregunta alguna.
-¿Dónde están mi morral y la espada? –pregunta el elfo, incorporándose ligeramente, recorriendo la habitación con la mirada. Una mirada angustiosa y cargada de preocupación.
-No llevabas nada encima cuando te encontré –aclara el chico.
-¡Maldición! Es muy importante recuperar el morral y la espada. ¡Absolutamente necesario! Necesito volver al lugar en que me encontraste y recuperar ambas cosas... si aún están allí. Y si no están... Debo encontrarlos aunque tenga que salir en busca de los elfos que me atacaron. Con vuestra ayuda, claro.
-No puedes moverte ahora, Fador. ¿Adónde vas a ir con el estado febril que tienes? Y, además, las heridas...
-No me llamo Fador, Cedric. Mi nombre es Fidor.
-Perdona. Lo había olvidado. Hace ya tanto tiempo... Más de quince años que nos vimos la última vez, ¿recuerdas?
-¡Claro que lo recuerdo! En aquella ocasión le traje a Ab’Erana el arco y las flechas que veo colgados junto a la chimenea. Nada de eso importa ahora. Ya hablaremos más tarde de esas y de otras muchas cosas. Lo importante es encontrar el morral y la espada.
-Creo que hay otras cosas más urgentes de las que hablar –dice Ab’Erana que solo ansía tener noticias y saber por qué su padre le tuvo abandonado durante toda su vida pasada. –El morral y la espada por los que preguntas estarán donde tú los dejaras. Si se los han llevado han tenido tiempo de hacerlo y desaparecer.
-Lo único importante en este momento es...
-Habla, Fidor –dice Cedric, interrumpiéndolo. –Contéstale a mi nieto. Necesita saber. Está impaciente por conocer ciertos detalles de su vida. Tenemos la obligación de facilitarle una información detallada que yo no quise darle nunca. ¿Dónde y cómo está el príncipe Ge’Dodet? –pregunta Cedric con cierto temblor en la voz, mirando furtivamente a su nieto. –Creo que es lo que más le interesa saber a mi nieto en este instante. ¿Por qué el príncipe Ge’Dodet no vino nunca a verlo?
Ab’Erana asiente, revestido de una impresionante seriedad, ansioso, además, por conocer la respuesta del elfo.
-Vamos a perder un tiempo precioso, pero... Está bien. Responderé a vuestras preguntas. Si el príncipe Ge’Dodet no vino en todos los años pasados no fue por propia voluntad. Está preso. Los acontecimientos no se desarrollaron de la forma prevista. Han sido años muy duros para mi pueblo y especialmente para el príncipe. El rey Dodet XII murió en una de las batallas contra los trolls. El príncipe, Ge’Dodet, fue apresado y lo retuvieron sus enemigos. Fue prisionero de los trolls durante quince años. Mientras, los trolls se adueñaron de parte de nuestro país y designaron un nuevo rey títere que rige el destino de los elfos desde hace diecisiete años, de forma despótica e injusta, y al dictado de las órdenes de Murtrolls, rey de los trolls. El nuevo rey es un elfo renegado, criado entre los trolls y a su servicio. Es un individuo despreciable y odiado por la mayoría de los elfos. El príncipe Ge’Dodet consiguió escapar de los trolls, después de mil peripecias, pero al llegar al País de los Elfos con intención de recuperar sus derechos y el trono, fue traicionado por uno de sus mejores amigos, y hecho prisionero por el nuevo rey. Lo mantienen encerrado en una mazmorra de alta seguridad en el palacio real. Debía ser nuestro rey y llamarse Dodet XIII.
-¿Preso durante tantos años? ¿Nunca dispuso de un período de libertad para venir a verme? –inquiere el joven, con extrañeza.
-Nunca. Tu padre vino a verte cuando aún estabas recién nacido de pocos meses. Supo que la princesa Erana había muerto y aquella fue una tragedia insalvable para él. Estaba muy enamorado de ella. Tu padre volvió a la guerra y poco después fue apresado por los trolls. Desde entonces nunca ha gozado de libertad.
-¿Cómo es que vienes tú ahora, al cabo de tantos años? –pregunta Cedric, mostrando la misma extrañeza que su nieto.
-Recientemente cambiaron al jefe de carceleros, y resultó que el designado para el cargo había sido protegido del rey Dodet XII y conocía al príncipe desde su nacimiento, aunque ese detalle lo ignoraban las nuevas autoridades del país. Gracias a él tengo noticias del príncipe y estoy aquí cumpliendo sus deseos. Tu padre me pidió que me apoderase de la espada del rey Dodet y te la entregara personalmente, junto con una carta que hay en el morral. Quiere que vayas a recuperar el trono. Está enfermo pero su mayor deseo es abrazarte y que tú seas el rey de los elfos. Por favor, Cedric, hay que recuperar inmediatamente el morral y la espada. Es muy importante. Los individuos que me hirieron, soldados del nuevo rey, no deben encontrar ninguna de ambas cosas o todos estaremos perdidos. El príncipe en primer lugar y el carcelero por haberle ayudado. Mis perseguidores me atacaron anoche y es posible que esta mañana encuentren...
-No fue anoche, Fidor. Debió ser la otra noche antes. Ab’Erana te encontró ayer a primeras horas de la mañana. Llevas ahí acostado un día completo.
-¿Un día aquí?
-Sí, Fidor, un día. Tus enemigos han tenido tiempo de sobra para encontrar el morral y la espada y desaparecer del Mundo de los Hombres. Nada pueden ya importar unos minutos más o menos. Anda, continúa.
-Bien, como ya dije, al verme atacado, intenté defenderme sacando la espada del rey Dodet pero fue imposible, no salió de su vaina. Uno de los soldados me hirió en el costado de una cuchillada, y, aun herido, conseguí huir y despistarlos escondiéndome entre los matorrales, amparado en la oscuridad de la noche. Estuve toda la noche perdido, vagando de un lado a otro y aterido de frío. En algún momento debí quedarme dormido o perder el sentido, no lo sé. Recuerdo que me desperté al amanecer y procedí a esconder el morral y la espada que aún llevaba encima, en un hoyo que hice en el suelo, cavando con las manos, junto a unos arbustos y una piedra plana, negra, de grandes dimensiones, para evitar que mis perseguidores me los encontraran encima. Poco después vi a un hombre con un arco, intenté ocultarme y en ese mismo instante algo cayó sobre mí como un rayo. Al verme elevado vi que era un pajarraco enorme de color negro y debí perder el conocimiento.
-Yo iré a buscar ese morral y esa espada oxidada –dice Ab’Erana, con decisión.
-¿Espada oxidada? –pregunta Fidor, arrugando el entrecejo, sorprendido ante la deducción del chico. -¿Por qué dices eso?
-Eres tú quien lo has dicho. No pudiste sacar la espada de su vaina.
Fidor sonríe enigmático.
-Es una espada encantada –aclara el elfo.
Cedric esboza una sonrisa. Recuerda la historia de Ab’Erana con respecto al águila y exclama:
-¿Es que queréis volverme loco entre los dos?
-No te extrañes, Cedric. Es la espada encantada del rey Dodet. Ella y el morral deben estar en un lugar cercano a donde me cogió el águila, en un círculo de quince o veinte metros, no más.
-Ahora mismo salgo para allá.
-Espera, te acompañaré –dice Fidor tratando de incorporarse del camastro, quitándose la toalla humedecida que lleva sobre la cabeza. –Puede ser peligroso ir solo. Si los partidarios del rey no han encontrado aún la espada y la carta, deben estar buscándolos y son individuos muy peligrosos. Saben que si no cumplen las órdenes del usurpador tienen los días contados.
Fidor se sienta en la cama y la habitación comienza a darle vueltas. Se encuentra totalmente aturdido y mareado y es incapaz de ponerse en pie. Se muerde los labios con desesperación.
-¡No puedo moverme! –grita. -No puedo acompañarte. ¡Maldita sea! Por favor, apresúrate, y ten mucho cuidado, príncipe.
Ab’Erana queda paralizado al oírse llamar de aquel modo.
Conoce la existencia de los príncipes por las historias que le contaba su abuelo cuando él era pequeño, y le encantaban. Pensó siempre que los príncipes eran unos seres superiores, hermosos y valientes, revestidos de bondades sin límites, que siempre se casaban con princesas lindas y hacendosas, como sucedía en todos los cuentos. Sospecha que al ser hijo de un príncipe, es un príncipe, pero nunca pensó que alguien pudiese llamarle así. Al oír al elfo, abre los ojos sorprendido y mira a su abuelo que se limita a hacerle un gesto con los hombros.
-¿Qué has dicho? –pregunta con voz entrecortada.
-Te he llamado príncipe porque eso eres. Ya te enterarás. Ahora, corre, no pierdas más tiempo. Si alguien llega a encontrar la espada y la carta que hay en el morral, estaremos perdidos. Se agravaría la situación de tu padre, causaría la muerte al carcelero, si llegan a encontrar esa carta, y posiblemente tú y yo también estaríamos en peligro.
-¿Tanto importa una espada oxidada, aunque esté encantada? –insiste el chico, extrañado ante el enorme interés que Fidor demuestra por una simple espada que no puede salir de su vaina.
-Importa mucho, príncipe.
-¿Qué le sucede? -indaga Ab’Erana desde la puerta de la habitación cuando ya se dispone a salir. -¿Tiene alguna particularidad para que demuestres tanto interés por ella, cuando ni siquiera fuiste capaz de sacarla de su vaina? ¿Es que tiene la empuñadura de oro y diamantes, acaso?
-Ya te contaré su historia en otro momento. Solo te diré que es la espada del rey Dodet I y está encantada. Sabe luchar sola cuando la coge el predestinado. Según tu padre tú debes ser el predestinado. Si alguien te ataca debes cogerla por la empuñadura, saldrá sola de su vaina, luchará sola mientras la tengas empuñada, crecerá lo necesario en cada momento, y nadie conseguirá vencerte, ni herirte siquiera, porque cualquier tipo de arma que se acerque a tu cuerpo será desviada.
-Gracias por la aclaración, Fidor, pero pudiste explicármelo antes. Luego hablaremos de la espada y de los deseos de mi padre.
-Vete. No pierdas más tiempo.
-¡Picocorvo, vamos! –grita el chico en el momento de abandonar la habitación, cogiendo un bastón como arma de defensa.
El águila salta sobre el hombro del chico y ambos desaparecen por los caminos y vericuetos del bosque.

2

Ab’Erana corre como un gamo en dirección a las tierras llanas del norte. La noticia de la existencia de una espada encantada le ha entusiasmado, por la novedad de poder tener en sus manos un arma de tal naturaleza y por comprobar si efectivamente es él un predestinado, como creen su padre y Fidor. Pero, ¿un predestinado de qué? ¿Para qué? Ese detalle no lo ha explicado el elfo.
Picocorvo vuela sobre él y en muchos momentos se ve obligado a volar sobre los árboles siguiendo el curso del sendero.
Ab’Erana abandona los caminos habituales que suele seguir para llegar a las tierras esteparias. Sigue algunos atajos dificultosos. Recibe ramalazos de ramas colgantes que le dificultan el paso. Salta por lugares inverosímiles. Se ve obligado a ahuyentar a un par de lobos viejos que le cortan el paso, gracias al palo defensivo que porta y a los ataques de Picocorvo, hasta que, finalmente, llega a los confines del bosque. Se sube a un árbol y mira hacia las tierras esteparias, hasta donde alcanza su vista, por si ve a los enemigos de Fidor. No ve a nadie. Baja del árbol lentamente. Mira fijamente a los ojos del águila y le cuenta lo sucedido. Picocorvo vuela en un círculo de un kilómetro buscando a los elfos. Ab’Erana se encuentra solo en mitad de la estepa rodeado de un impresionante silencio, roto tan solo por el ulular del viento. Al fondo ve las Montañas Nevadas pero en aquel momento no percibe llamadas silenciosas como en anteriores ocasiones.
Está nervioso. La llegada de Fidor ha alterado por completo su estado habitual de despreocupación por todas las cuestiones relacionadas con su propia vida. Ha trastocado su sistema de vida habitual. Le ha creado nuevas preocupaciones e inquietudes. Se plantea preguntas que antes ni por asomo imaginó. Ahora quiere saber. Necesita saber. Y multitud de preguntas se le agolpan en la mente. Parpadea y vuelve a la realidad.
Busca por los alrededores durante unos minutos, de forma minuciosa, aunque infructuosa. Picocorvo descubre unas manchas oscuras en el suelo y Ab’Erana deduce que son de la sangre de Fidor. Reanuda la búsqueda de una piedra plana de color negro por todo el entorno. Mira fijamente a los ojos de Picocorvo y le pide que vuele a baja altura a ver si la encuentra. El águila obedece y él lo sigue con la vista. Lo ve detenerse en un lugar determinado y corre hacia él. Picocorvo está subido sobre una enorme piedra negra relativamente plana. Es un lugar tupido semi cubierto de matorrales. Busca por los alrededores de la piedra y a un par de metros de distancia cree advertir una superficie removida. Se estremece al pensar que los enemigos de Fidor hayan encontrado lo que él busca y se lo hayan llevado.
-Picocorvo, escarba aquí. Con tus garras y pico lo harás antes que yo –ordena, con cierto nerviosismo.
El águila comienza a escarbar la tierra con el pico y las uñas y al instante deja al descubierto unos objetos.
Ab’Erana remata la tarea con las manos y encuentra lo que busca. Allí están el morral y la espada. El morral, atado con una cuerda. Lo abre y encuentra varias cosas en su interior y entre ellas un rollo de pergamino de pequeño tamaño, que no se atreve a desenrollar. La espada, oculta en el interior de una vaina roja. Tiene la empuñadura dorada, muy llamativa, y es de pequeño tamaño, sin que su hoja sobrepase dos cuartas y media de su mano. Piensa que es apropiada para un elfo pero muy pequeña para un hombre. La coge por la empuñadura y comprueba, sorprendido, que sale de la vaina sin que tenga que realizar ningún movimiento ni esfuerzo. La mantiene apretada hasta que sale por completo y refleja en su afilada hoja los rayos del sol de la mañana. Aquella espada no pesa absolutamente nada. Es como una pluma y su contacto transmite una extraña sensación de poderío que el chico aprecia de forma inmediata. Lanza un grito de guerra y da varios mandobles al aire. Luego la introduce en la vaina, se la pone en la cintura sujeta a la correa de los pantalones, y se dispone a regresar a la cabaña, pensando por qué Fidor no consiguió extraer la espada de la vaina cuando él la ha sacado sin ninguna dificultad. Desde luego no está oxidada porque su hoja refleja los rayos de sol de forma fulgurante.
-Picocorvo, vamos –ordena el chico dirigiéndose hacia el bosque.
El águila corre por el suelo persiguiendo a un reptil escondido entre matorrales y piedras, se aleja y se pierde de vista sin hacer caso de las palabras de su dueño.

3

Antes de alcanzar los primeros árboles del bosque, aparecen ante Ab’Erana cuatro elfos que empuñan sendas espadas, del mismo tamaño que la que él acaba de encontrar y lleva colgada a la cintura. Los cuatro visten iguales por lo que deduce que deben ser soldados de uniforme.
Se miran recíprocamente, estudiándose unos a otros.
Ab’Erana ve en sus rostros verdosos y brillantes la decisión de atacarle y observa cómo se van separando lentamente hasta dejarlo en el interior de un círculo sin escapatoria posible. Le acorralan por los cuatro costados. Deduce de inmediato que deben ser los enemigos de Fidor, los que intentaron matarle, y piensa que aquellos individuos no tendrán ninguna compasión con él. No siente miedo porque les dobla en estatura y dispone de una espada que, según Fidor, está encantada y sabe luchar sola, y del bastón que lleva bajo el brazo, del que sí conoce su eficacia porque es un experto utilizándolo. Aquellos individuos le llegan poco más arriba de la cintura pero están fuertemente armados y dispuestos a atacarle a la vez por cuatro lados diferentes lo que hará muy dificultosa la defensa.
-¡Suelta ese morral y esa espada si quieres conservar la vida! –grita uno de los elfos, con una extraña voz, muy ronca, impropia de aquel cuerpo tan pequeño, adelantándose un paso al resto de sus compañeros, apuntando a Ab’Erana con la espada que empuña que se queda a menos de tres metros de distancia de su cuerpo. -¡Tira ese bastón al suelo!
-¿Por qué no vienes tú a quitármelo? –pregunta, sorprendido por la orden del elfo.
-Obedece. No deseamos tener problemas con los hombres. Separa el brazo y déjalo caer, será mejor para todos. Haz lo mismo con la espada y el morral.
Ab’Erana mueve la cabeza de un lado a otro.
-¿Quiénes sois vosotros? –pregunta luego, mirándolos con extrañeza, con espíritu crítico, comprobando que son semejantes a Fidor y que tienen las orejas puntiagudas, como la suya derecha. –Nunca vi gente tan pequeña como vosotros jugando a batallitas con armas de verdad. ¿Sois enanos, o duendes del bosque, o seres malignos, o... qué diablos sois?
-No estás en condiciones de preguntar ni hacer comentarios jocosos, grandullón. Solo queremos la espada que cuelga de tu cintura y el morral que cargas al hombro. Déjalos en el suelo, márchate y no te compliques la vida. Esta historia no va contigo. No deseamos tener problemas con los hombres, salvo que nos obligues a ello.
-¿Por qué he de soltarlos? –pregunta el chico, visiblemente enfadado. -¿Cómo tenéis el atrevimiento de llegar a un país que no es el vuestro y darme instrucciones a mi que soy de aquí para que haga lo que no deseo hacer?
-Son nuestros.
-¡Eres un embustero! Ningunas de estas cosas son vuestras.
-¡Pertenecen a nuestro pueblo! –grita otro de los elfos, indignado, moviendo la espada de forma amenazadora.
-¡Los he encontrado yo! Las cosas pertenecen a quien primero las encuentra.
-Estás en un error, muchacho de hombre. Las cosas suelen tener un dueño, y, si se pierden, el dueño tiene derecho a recuperarlas. De quien sea. Por las buenas... o por las malas.
-¡Qué miedo! –exclama Ab’Erana en plan burlón. -Sé que no son vuestras. Sois unos embusteros.
-¿Qué sabes tú, ignorante campesino?
-¡Claro que lo sé! Me ha informado Fidor. Ambas cosas le pertenecen a un príncipe elfo llamado Ge’Dodet.
Los cuatro elfos se miran extrañados y sorprendidos ante las palabras de aquel intruso.
-¿Cómo sabes eso? –pregunta uno de ellos.
-Me lo ha dicho Fidor. Sé que sois esbirros de un rey malvado llamado Mauro, el usurpador del trono de los elfos –grita el chico, imprudentemente, porque aquellas palabras le convierten en enemigo declarado de aquellos elfos desconocidos.
-¿Está vivo Fidor?
-Claro que está vivo; y a salvo. Lo curé yo mismo.
-Es a él a quien queremos. Llévanos hasta donde esté y respetaremos tu vida. Solo nos interesan él, el morral que llevas al hombro y la espada que cuelga de tu cintura.
-Vamos, dejar de hablar de una vez y no darle más explicaciones a este estúpido –ordena uno de los elfos atacantes que parece ser el jefe del grupo. –Esa espada es del pueblo elfo y el morral lleva documentos de interés para la monarquía de nuestro país. Si no sueltas ambas cosas de inmediato, te mataremos. Ya encontraremos a Fidor, el traidor. Debe estar en el interior del bosque. Daremos una batida hasta localizarlo y acabaremos con él y con todos los que se opongan a ello. Debe estar herido porque yo mismo le clavé la espada en el costado y creí que estaría muerto.
-¿Vas a matarme tú? –pregunta Ab’Erana, en tono burlón, mirando al elfo que acaba de amenazarle. -Soy mucho más fuerte que tú y que los cuatro juntos. No podréis conmigo. De una patada puedo enviarte a la copa de un árbol.
-¡Eres un imbécil! Somos cuatro contra ti y estás desarmado –dice el elfo.
-¿Desarmado? Tengo esta espada en mi poder y el palo con el que puedo dejarte lisiado –aclara el chico, señalando sus armas.
-El palo no te servirá con nosotros y tampoco podrás sacar la espada de su vaina. No te servirá de nada. Fidor lo intentó y no pudo. Nadie ha podido sacar esa espada de su vaina desde que murió el rey Dodet XII.
-Tampoco estoy solo –advierte el chico que acaba de ver a Picocorvo situado detrás de uno de los elfos.
-¿Ah, no? –pregunta otro de ellos mirando alrededor. –No veo a nadie que pueda ayudarte.
-¡Picocorvo, estos elfos quieren matarme! ¡Atácales! –grita el chico al tiempo de coger la empuñadura de la espada, justo en el momento en que los elfos miran a un lado y otro esperando ver aparecer a alguna otra persona que hubiese permanecido escondida, sin percatarse del águila que está a pocos metros cubierto por los matorrales.
Ab’Erana ase la empuñadura de la espada y ésta sale de su vaina sin efectuar ningún esfuerzo, mientras los elfos cambian la actitud agresiva mantenida hasta aquel momento por otra de incomprensión, sorpresa y perplejidad. No pueden creer lo que ven sus ojos. Aquel chico, sin esfuerzo aparente, ha desenfundado la espada encantada, algo que nadie ha conseguido hacer desde la muerte del rey Dodet XII, ocurrida veinte años antes.
Inesperadamente Picocorvo se lanza sobre el elfo más cercano al muchacho y comienza a atacarlo con las garras y el pico, con tal fiereza que le obliga a soltar la espada, llevarse las manos al rostro en un intento desesperado de cubrirse y evitar los picotazos, arañazos y desgarros de las uñas del águila. El elfo comienza a chillar y se aleja corriendo del campo de batalla desapareciendo de la vista de los contendientes.
La espada se mueve peligrosamente en la mano de Ab’Erana, con unos mandobles al aire tan vertiginosos que es imposible seguir la trayectoria de la hoja de acero con la vista. Pero Ab’Erana se sorprende aún más, al ver cómo la hoja de la espada aumenta de tamaño hasta convertirse en el doble de larga.
-Vamos. Venid. ¿No queríais la espada y el morral? ¿O es que ya no os interesan estas cosas?
-¿Quién eres tú que has conseguido extraer de la vaina la espada del rey Dodet? –pregunta el elfo que parece jefe del grupo, dominando su miedo.
-Muy pronto lo sabrás.
Una ráfaga de viento estepario agita el pelo de Ab’Erana y le deja al descubierto la oreja izquierda.
-¡Miradle la oreja! –grita otro de los elfos.
-¿Quién eres que tienes una oreja como las nuestras? –interroga otro de los elfos, bajando su arma y temblando visiblemente.
-Debe ser el elfo-hombre, el hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa humana –aclara el más viejo de los atacantes. -Por eso la espada del rey Dodet le obedece. ¡Es el predestinado! ¡Estamos perdidos! Huyamos. El rey Mauro nos recompensará por facilitarle esta noticia y decirle donde vive el hijo del príncipe Ge’Dodet.
Los tres elfos guardan sus espadas y huyen sin ningún pudor en dirección a las Montañas Nevadas.
Ab’Erana, admirado ante la eficacia de aquella espada mágica, aun sin conocer con detalle la situación en el país de su padre, comprende que aquellos elfos no deben regresar a su lugar de origen para evitar que puedan informar al rey usurpador sobre su identidad y lugar donde reside y ordena a Picocorvo que los ataque.
El águila vuela a gran altura e inesperadamente cae en picado sobre uno de los elfos que huye, lo coge con sus poderosas garras y lo eleva varios metros del suelo para dejarlo caer de forma inesperada e implacable. El pobre elfo queda inmóvil sobre la tierra, sin que Ab’Erana pueda saber si muerto del susto o del golpe.
Los otros dos, al ver lo sucedido, se detienen de inmediato, arrojan las espadas al suelo y piden clemencia. Uno de ellos tiembla visiblemente.
El atacado por Picocorvo en primer lugar, desaparecido del campo de batalla, debe permanecer escondido entre los matorrales, o en algún agujero, en espera de que finalice la pelea o llegue la noche, para intentar huir.
Ab’Erana llega hasta los dos elfos. Su espada no cesa de dar mandobles al aire atemorizando a los agresores. Uno de los elfos, a duras penas, mantiene la compostura, pero el otro está tembloroso y a él se dirige Ab’Erana, esperando conseguir alguna información de interés, ante la amenaza de la espada y del águila.
-¿Qué buscáis en el País de los Hombres?
-Ya te lo dijimos. Solo queremos la espada del rey Dodet y la carta que hay en ese morral –responde el soldado, señalando la bolsa que Ab’Erana lleva colgada en bandolera, sin dejar de observar al águila.
-¡No hables! –grita el otro. –Te mataré si lo haces.
-¡Cállate de una vez o serás tú quien mueras! –grita Ab’Erana dirigiéndose al jefe del grupo, amenazándole con la espada encantada. Luego, se dirige al elfo interrogado: -Tú, habla o el águila hará contigo lo mismo que con tu compañero.
-¿Qué quieres saber?
-¿Quién os envía?
La espada encantada realiza unos movimientos zigzagueantes ante el elfo tembloroso, con intención de que se asuste aún más.
-El rey Mauro. Si no le llevamos la carta y la espada ordenará cortarnos la cabeza. Mauro es implacable con los que no cumplen sus órdenes.
-También lo soy yo. ¿Cómo sabíais que Fidor llevaba una carta en el morral?
-Eso no lo sé. La orden la dio el rey Mauro a este y a otro que está en otro pelotón buscando a Fidor por otra parte. A mi solo me dijeron que matásemos a Fidor, cogiéramos la carta del morral y la espada encantada del rey Dodet y se la entregásemos al propio rey Mauro en persona.
-¿Dónde mantienen encerrado al príncipe Ge’Dodet?
-Está en las mazmorras del palacio real. No lo he visto nunca. Ni siquiera le conozco, pero en mi casa siempre le tuvieron mucho respeto. Mi padre fue soldado del rey Dodet XII y juró fidelidad eterna a la dinastía Dodet.
-¿Así respetas tú el juramento de tu padre? –pregunta el chico, indignado, acercándole la espada al pecho.
El soldado se encoge de hombros sin atinar a responder. Está nervioso. El miedo que siente es infinito ante aquel hombre que para él es un gigante y aquella espada que le apunta al pecho.
-¿Está vivo el príncipe?
-Creo que sí. No quieren matarlo por temor a una revuelta popular. Hay mucha gente que sospecha que el príncipe Ge’Dodet está preso por orden del rey Mauro. Si lo matan es posible que haya una guerra entre los partidarios de uno y otro bando. De todos modos, dicen que el príncipe está muy enfermo y que no tardará mucho en morir. Parece que tiene los días contados. El rey Mauro piensa que con su muerte se extinguirá la dinastía de los reyes Dodet y no tendrá nada que temer.
-¿Hablan de mí en el país? –pregunta Ab’Erana, interesado.
-No mucho, aunque últimamente hay ciertos rumores sobre un hijo o una hija del príncipe Ge’Dodet y de la princesa humana.
-¡Cállate de una vez, charlatán! –ordena el jefe del grupo. -¡Eres un maldito traidor!
-¡No quiero que me mate ese pajarraco! –chilla el elfo, señalando al águila que, colocado en el hombro de Ab’Erana, no le quita la vista de encima. -¡Me da mucho miedo ese pajarraco de ojos de colores y ese pico tan curvo que tiene! ¡Dile a tu águila que no me mire así o no hablaré más!
Ab’Erana ordena a Picocorvo que no mire al elfo con fijeza, pero que no pierda de vista los movimientos de ninguno de los dos.
-Eres un traidor. Si salimos de esta, te mataré –amenaza el jefe. –O te denunciaré al rey Mauro para que te corten la cabeza.
La espada de Ab’Erana hace unos movimientos que cortan el aire a pocos centímetros del elfo a quien el chico ordena guardar silencio so pena de cortarle las orejas.
-¿Qué ocurre en el país? -¡Vamos, habla de una vez o también te las cortaré a ti!
-Te informaré de todo cuanto quieras, no por miedo, sino porque en mi familia todos somos partidarios de la dinastía Dodet.
-¿Por qué querías matar a Fidor, entonces?
-Me eligieron para el pelotón y no pude negarme. De haber manifestado la causa de mi negativa, Mauro habría ordenado que me cortaran la cabeza en el acto. Es lo que le hacen a los que no cumplen sus órdenes. Hay un clima de terror insoportable en el país.
-¿Cómo te llamas? –pregunta Ab’Erana, suavizando el gesto.
-Bósor, como mi padre y como mi abuelo.
-Está bien, Bósor, cuéntame algo sobre lo que sucede en el país.
-Todo está muy mal. No hay trabajo porque la mayoría de los puestos lo copan los trolls. Son ellos los que administran el país y vamos hacia la ruina y el abismo, como dice mi padre. Allí ahora mandan los asquerosos trolls, con el consentimiento del rey Mauro que les permite todos los desmanes. Las elfas no se atreven a salir solas de sus casas porque los trolls abusan de ellas y nadie hace nada por evitarlo. Los trolls roban y nadie les castiga. El rey es un pelele en manos de los trolls y, además, un malvado que no respeta absolutamente nada tampoco, si se encapricha de una elfa cualquiera ordena llevarla a su palacio; si un anciano se cruza en su camino y no lo reverencia, ordena darle diez latigazos; si algo se le antoja, lo coge sin respetar el derecho de los demás. ¡Nada merece respeto para él! Entre él y los trolls se están apoderando de las riquezas del país. Dicen algunos que Mauro piensa esclavizar a los elfos cuando llegue el momento propicio. No sé si será verdad, pero esos son los rumores que corren por el país.
-¿Es Mauro un trolls? –pregunta Ab’Erana, extrañado ante las palabras del soldado.
-No, no. Es un elfo. Pero vivió durante mucho tiempo acogido por los trolls y ha asumido su filosofía sobre la vida. Se comporta como un trolls.
-Explícame eso.
-Es una curiosa historia que él mismo cuenta a menudo. Parece que un matrimonio de elfos que vivía en el Valle Fértil, con un hijo pequeño, caminaba en cierta ocasión, hace ya muchos años, por uno de los límites del Valle cuando tuvo la mala fortuna de encontrar en el camino a un grupo de trolls que habían entrado en el País de los Elfos, para quemar casas y cosechas. Era su sistema. Mataron al matrimonio y cuando se disponían a matar al pequeño, una trolls sin hijos se apiadó de él, lo recogió y lo crió como se crían los trolls. Aquel niño es Mauro. Hoy es un títere de los trolls y es Murtrolls quien lo maneja todo.
-¿Quién es Murtrolls?
-Es el rey de los trolls. Él es quien manda en nuestro país y solo se hace lo que él ordena. Lo que sucede es que, a veces, Mauro, para congraciarse con Murtrolls suele ir mucho más lejos en su conducta miserable.
-¿Quiere la gente a Mauro?
-No. Casi nadie lo quiere. Solo los que viven a su alrededor y participan de sus latrocinios y fechorías. La gente lo soporta porque es el rey y tiene la fuerza. Mucha gente lo desprecia porque fue designado rey sin cumplir la prueba de la espada. Nunca consiguió sacar la espada encantada del rey Dodet de su vaina y pese a ello fue nombrado rey por imposición de Murtrolls. Por ese motivo le llaman el usurpador. La mayoría de la gente lo odia aunque nadie se atreve a luchar contra él.
-¿Quiénes son exactamente los trolls? –pregunta el chico, recordando las palabras de su abuelo cuando le dijo que su padre estuvo en lucha contra los trollos o algo semejante.
-Son... Son unos individuos repugnantes, miserables y asquerosos. No se lavan nunca, les cuelgan los mocos de la nariz y no se limpian o lo hacen pasándose la mano. Son falsos. No puede uno fiarse de ellos. Son malos. Son...
El soldado desvía la vista de Ab’Erana y mira a su jefe en el momento de verlo elevar los brazos. Ab’Erana ve al elfo con los brazos en alto a la altura de la cabeza y vuelve la mirada hacia Bósor.
Inesperadamente, el jefe del grupo se lleva la mano derecha hacia atrás y saca de la parte trasera del cuello un cuchillo de pequeñas dimensiones que lo lanza con maestría clavándolo en el pecho de su compañero. El elfo mira a su jefe con los ojos desorbitados mientras cae al suelo, y puede oír las palabras de su agresor: “así mueren los traidores”. El jefe, entre tanto, echa a correr en busca de la salvación, mirando a todos lados para defenderse del posible ataque de Picocorvo.
-¡Picocorvo, es tuyo! –grita Ab’Erana, azuzando a la rapaz.
Ab’Erana se inclina junto al moribundo Bósor y le pasa la mano por el cuello, incorporándolo levemente. Ve cómo un hilo de sangre le aparece por la comisura de los labios y comprende que está herido de muerte.
-Espera, Bósor, te llevaré a la cabaña para que te cure mi abuelo, igual que hizo con Fidor.
El soldado lo mira con desesperación, sabiendo que la vida se le escapa por aquella herida del pecho, le sujeta el brazo y le dice con un hilo de voz:
-Si vas alguna vez a Varich, busca a mi padre y dile que...
-¿Qué quieres que le diga?
-Dile que... aquello fue solo para que me aceptaran. Dile que... estoy arrepentido.
El herido exhala el último suspiro en los brazos de Ab’Erana, sin poder aclarar qué deseaba transmitir a su padre.
A Ab’Erana se le saltan las lágrimas y se muerde el labio inferior, en un gesto característico.
Entretanto, el águila cae sobre el jefe de los elfos antes de que pueda defenderse, lo coge por los hombros con ambas garras y se eleva con él sobrevolando el bosque.
Ab’Erana abre un agujero en el suelo valiéndose de la espada de uno de los soldados y entierra el cadáver de Bósor, cubriéndolo con piedras para evitar que pueda ser devorado por las alimañas del desierto.
Permanece en el lugar de los hechos durante un buen rato buscando al elfo atacado por Picocorvo en primer lugar, consciente de que ninguno de aquellos elfos debe regresar a su país, pero la búsqueda resulta infructuosa. Mira alrededor y no ve a nadie, ni siquiera a Picocorvo con su presa.
En aquel momento comienza a nevar.
Ante la posibilidad de que una copiosa nevada le sorprenda en el camino, decide regresar a la cabaña con el morral y la espada del rey Dodet, considerando cumplida su misión.