sábado, 10 de mayo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XII de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)



CAPITULO X I I

El vuelo del general Calabrús

1

Es el amanecer de una mañana brumosa y fría.
El mensajero de Kirlog II, al llegar a la frontera toca un cuerno de caza, enarbola una bandera blanca en la punta de una lanza y se acerca hasta situarse en el punto equidistante de la llamada Tierra de Nadie. Exactamente el mismo sistema seguido por los elfos para entregar la noche anterior el mensaje de Mauro. Se acerca un militar elfo, se saludan ceremoniosamente y, sin mediar conversación alguna, recoge el mensaje lacrado y corre hasta la tienda de Mauro para entregarlo en mano, según indicaciones del mensajero.
Mauro monta en cólera al leer la respuesta del rey Kirlog II, especialmente al conocer los apelativos de “usurpador” y “miserable asqueroso”, que le dedica su homólogo. Sabe que lo llaman usurpador en muchos círculos privados de su país por no haber conseguido sacar la espada encantada del rey Dodet de la vaina roja, pero nadie hasta aquel momento ha tenido el atrevimiento de decírselo en sus propias narices y por escrito. Golpea los objetos que tiene alrededor dando patadas a las banquetas; maltrata a sus colaboradores más inmediatos con gritos estentóreos y golpes de fusta a los soldados que esperan sus órdenes; rompe una jarra de vino que hay sobre una mesa, lanzándola contra el suelo, con el rostro congestionado, al comprender que sus soldados no habían conseguido detener a Fidor y que este pudo entregar la espada encantada al príncipe desconocido que en aquel momento representa una auténtica amenaza para él, su monarquía y sus propios planes.
-¡¿Qué soldados elegiste para matar a Fidor y recuperar la espada encantada y la carta?! –grita, dirigiéndose a uno de los colaboradores, que muestra una palidez enfermiza en el rostro.
-¿Qué ocurre, majestad? –pregunta el aludido, tartamudeando y tembloroso, ante el estado de excitación del rey.
-Fidor se burló de todos ellos y consiguió su propósito. Parece que entregó la espada y la carta a alguien que dice ser príncipe, llamarse Ab’Erana y ser hijo de Ge’Dodet. ¡Eres un inepto!
-No sé qué ha podido ocurrir, majestad. Salieron varios pelotones para cumplir esa misión. Los mejores soldados del país, y ninguno ha regresado aún. Algo grave ha debido suceder.
-Lo único que ha sucedido es que Fidor se ha burlado de todos ellos. Se han pasado al enemigo o los han matado –puntualiza el rey, señalando al general con un dedo acusador. -¿Qué ha ocurrido exactamente?
-Lo ignoro, majestad. Aún no han regresado ningunos de los pelotones que envié en su busca y captura.
-¡Vamos, averígualo de inmediato! ¡Quiero noticias, ya! Fidor está en Morac con alguien que dice ser hijo de Ge’Dodet y tú lo ignoras. ¿Qué clase de general eres tú? ¡Quiero la espada encantada, la piel del traidor Fidor y la cabeza de ese príncipe desconocido! ¡Si no lo consigues de inmediato, pagarás con la tuya, estúpido!
El aludido abandona la estancia, sin saber qué hacer para averiguar por qué Fidor ha escapado de la muerte ordenada por el rey Mauro y qué ha ocurrido con los soldados que envió a cumplir la misión.
-¡Kirlog pagará cara su osadía al llamarme usurpador y miserable asqueroso! –grita Mauro en su tienda, dirigiéndose al resto de los militares. -¡Lo mataré! Lo atravesaré con mi propia espada y lo colgaré luego de la torre de su palacio, para escarmiento de sus súbditos, si es que queda alguno con vida. ¡Arrasaremos el País de los Silfos! –grita. -Morac será la sepultura del rey Kirlog y de los silfos que permanezcan en ella. ¡Quiero esa ciudad destruida! ¡Arrasada! ¡Seremos implacables! ¡Decidlo a los soldados! La princesa Radia viva, la ciudad destruida y todos sus habitantes pasados a cuchillos. ¡Esta es mi última y definitiva orden! Convertiré a la princesa en mi esclava, ya que no quiso ser mi esposa.
Los colaboradores del rey permanecen silenciosos e inmóviles ante aquellas terribles amenazas, sin atreverse a reaccionar de ningún modo ante el comportamiento vacilante y enloquecido del monarca que, sin duda, debido al mensaje del rey de los silfos, ha perdido el control sobre sí mismo, si es que lo tuvo alguna vez. Los calificativos que le dedica el rey Kirlog en su carta le han desquiciado por completo.
Mauro comienza a impartir órdenes para atacar de forma inmediata. Algunos de sus colaboradores le aconsejan prudencia y frialdad de ánimos para analizar con detenimiento la situación ante el hecho imprevisto de la presencia de un príncipe de la dinastía Dodet, con la espada encantada.
-Majestad, al margen de la infamia que supone llamar a vuestra majestad usurpador y miserable, es importante el contenido de esa nota –dice uno de los militares, mostrando un atrevimiento inesperado.
-¿Dónde radica la importancia, soldado? –pregunta el rey, mirando con desprecio al militar y llamándole simplemente soldado en lugar de reconocerle su alta graduación de general.
-Los silfos van a disponer de un aliado muy relevante, majestad. La persona que disponga de la espada encantada del rey Dodet, además de encarnar un símbolo para sus partidarios, resultará invencible. Según la leyenda, esa espada solo puede ser usada por los descendientes de la dinastía Dodet y quien la maneje jamás será vencido.
Mauro le dirige una mirada de desprecio de tal intensidad que el soldado procura escabullirse detrás de algunos compañeros para evitar la ira del rey.
Finalmente, ante el silencio imperante en la tienda de campaña, uno de los personajes de mayor relevancia de la corte, consejero principal, de imponente aspecto y avanzada edad, que cuelga del pecho un enorme medallón con la representación de un sol, con gran predicamento sobre el rey y único autorizado a llamarle por su nombre, dice:
-Mauro, el general tiene razón. La presencia del hijo de Ge’Dodet entre las tropas silfas puede ser un grave contratiempo para las nuestras. Todos sabemos que la ciudad de Jündika siempre fue fiel a la dinastía Dodet, del mismo modo que hostil a ti y buena prueba de ello es el hecho de que mantiene cerradas sus puertas y no ha permitido el paso a su interior, no ya a las tropas, sino ni siquiera a ti, ni a ninguno de nosotros. Por ello estamos acampados aquí, en las afueras de la ciudad, en lugar de en algunos de sus palacios. Esa es la realidad, Mauro. No debemos dar pasos en falso si pretendemos salir triunfantes de esta situación. Las cosas han cambiado de ayer a hoy. ¿Por qué crees que Kirlog te ha enviado esa carta tan impertinente? Sabe que la situación es diferente. Él conoció a Dodet XII y conoce la eficacia de esa espada. Haremos lo que tú ordenes, venceremos a los silfos y castigaremos la impertinencia de Kirlog; pero conviene estudiar la situación desde otros aspectos que antes no tuvimos en consideración. No eran necesarios. Al iniciar la campaña y venir aquí sospechábamos de la existencia de ese príncipe desconocido pero ignorábamos si vivía y dónde. Ahora sabemos que vive y que está en Morac y esto puede complicar las cosas.
-¿En qué sentido?
-Aún hay en el país muchos partidarios de la dinastía Dodet, como sabemos, y sin duda también los hay entre los soldados. La espada encantada siempre ejerció una influencia mágica o magnética entre las tropas de nuestro ejército. Si los soldados se enteran de que alguien que está en el otro bando puede usar esa espada encantada, no sabemos qué decisión vayan a adoptar –aclara el consejero, ante el asentimiento de muchos de los presentes. –Lo que voy a decirte es muy grave, pero es la realidad. La historia de nuestro pueblo dice que será rey del país quien pueda usar esa espada. Y ese príncipe desconocido parece que puede hacerlo.
Mauro queda pensativo durante unos segundos, contrae los músculos del rostro y el color verdoso de su piel se acentúa visiblemente.
-Conviene que nadie conozca la presencia de ese príncipe entre las fuerzas enemigas, majestad. La dinastía Dodet fue muy querida entre la tropa y aún hoy mucha gente habla de ella con respeto –se atreve a decir otro de los consejeros- a pesar del comportamiento del rey Dodet XII.
-Cuando los soldados sepan que alguien que empuña la espada encantada del rey Dodet está al frente de las tropas silfas es posible que se produzcan deserciones y nadie quiera luchar contra él porque todos saben que la persona que empuñe esa espada nunca podrá ser derrotada. Sabrán que es algún miembro de la dinastía Dodet porque nadie que no lo sea puede empuñarla y luchar con ella. Tú no conoces la fuerza de esa espada –insiste el consejero principal.
-Majestad, los signos astrales desaconsejan iniciar la guerra en este momento. Son totalmente desfavorables. Mi opinión es que se debe posponer el ataque durante unos días al menos. Veo un descalabro total, majestad –advierte el consejero astral.
Mauro pasea con altivez la mirada por todos los presentes y concentra su mirada en los tres personajes que han tomado la palabra.
-¿Estoy rodeado de un hatajo de cobardes y mamarrachos? –pregunta, burlándose de sus colaboradores sin ningún respeto ni miramiento, ni siquiera hacia el anciano consejero principal.
-No menosprecies los consejos, Mauro. Nunca viste luchar esa espada. Nunca viste sus movimientos, más veloces que el rayo. ¿No sabes, acaso, que nadie consiguió vencer nunca a quien la empuñaba?
-Sabes muy bien que nunca vi luchar a esa espada porque siempre viví en el país de los trolls. Ni siquiera llegué a conocer al rey Dodet, ni luché contra él, y no creo en estúpidas paparruchas ni en espadas encantadas. Lo único que sé es que nadie consiguió sacar esa espada de su vaina, posiblemente por estar oxidada o alguna otra causa semejante. No creo en encantamientos de ningún tipo.
-Sabes que mientras el rey Dodet XII se comportó con honradez y decencia nunca pudo ser derrotado. Ni siquiera los trolls lo consiguieron pese a sus numerosos intentos durante muchos años.
-¡Sé que nadie pudo sacar la espada de su vaina, ni siquiera yo; sé que se depositó en la Torre Siniestra de Varich y sé que un traidor de nombre Fidor la robó para entregársela a un supuesto hijo del príncipe Ge’Dodet! ¡Eso es lo único que sé con certeza, según noticias que nos comunicó el carcelero del príncipe al ser torturado y antes de morir! –grita Mauro, totalmente descontrolado. -Ignoro si ese hijo de loba humana existe o no. Nadie lo ha visto nunca. Nadie me habló de él, ni siquiera como de un ser fantástico mitad elfo, mitad humano, como dicen algunos que es, o debe ser. De haberlo sabido habría hecho lo imposible para eliminarlo y evitar problemas. Ahora es demasiado tarde. Pese a ello, ordené matarlo, igual que a Fidor, si alguien lo encontraba. De todos modos lo apresaremos y lo ejecutaremos junto a su padre para evitar que en el futuro se inmiscuyan en las cuestiones del país. La victoria sobre los silfos hará acrecentar mi prestigio y popularidad y no habrá nadie que proteste cuando se enteren de la muerte de Ge’Dodet. ¡Nadie me habló nunca de esa maldita historia!
-Mauro, nadie te habló de ella porque sucedió hace cerca de veinte años y las cosas se olvidan con el paso del tiempo –insiste el consejero principal, justificándose.
-¡Y un cuerno! Esas cosas no deben olvidarse nunca. Y menos en tu caso que estuviste infiltrado en la corte del rey Dodet por encargo del rey Murtrolls.
-Murtrolls conoce la historia a la perfección, hasta en sus detalles más insignificantes –admite el consejero. –Estaba en la creencia de que él te la habría referido. Era lógico pensarlo.
-Nunca lo supe hasta recientemente con motivo del robo de la espada. ¡Maldita sea! Ahora, con ese bastardo amenazándome puede peligrar mi reinado. ¡Ab’Erana, quienquiera que sea, debe morir! Tendré que poner precio a su cabeza y ofrecer recompensas a quien me lo entregue vivo o muerto. Eso será más adelante. ¡Nadie debe mencionar a partir de ahora a ese maldito príncipe, ni a la espada encantada, entre la soldadesca! Quien lo haga será ejecutado de inmediato, para escarmiento de los demás. ¡Sea quien sea! –advierte, paseando una mirada extraviada por todos los presentes.
La tensión en el interior de la tienda de campaña puede palparse. Hay miradas de unos y otros pero nadie dice ni una sola palabra, aunque todos empiezan a creer en la locura del rey.
Se rompe la tensión en el momento de entrar en la tienda real un oficial jadeando, con una hoja de pergamino en la mano que mueve sin cesar.
-Majestad, leed el trozo de pergamino que acaba de entregarme un soldado. Parece ser que un enorme pajarraco ha sobrevolado sobre el campamento y sobre la ciudad de Jündika y ha dejado caer varias hojas semejantes a esta.
-¿Un pajarraco arrojando trozos de pergaminos escritos? ¡Qué estupidez estás diciendo, soldado! ¿Es que estoy rodeado de un hatajo de borrachos? ¿Desde cuando los pájaros lanzan pergaminos sobre un campamento militar? ¡Qué dice esa maldita hoja! ¡Vamos, léela! –grita el rey fuera de sí.
-Los soldados que la han leído se han puesto muy nerviosos, majestad.
-¡Maldita sea! ¿Qué dice esa hoja? ¡Léela de una vez, si es que sabes leer!
-Dice que un príncipe llamado Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, de la dinastía Dodet, estará al frente de las tropas silfas, armado con la espada encantada del rey Dodet, acompañado de un hombre gigantesco, para impedir la injusta invasión del País de los Silfos.
-¿Dice algo más?
-Sí, majestad, dice...
-¡Vamos, habla, estúpido!
-Sí, majestad. Dice también que derrocará a vuestra majestad y recuperará el trono de los elfos para la dinastía Dodet.
Las palabras del soldado caen como una plancha sobre todos los presentes, especialmente sobre el propio rey que intenta gritar sin que ni un solo sonido salga de su garganta.
-La gente se ha puesto muy nerviosa, majestad, porque muchos recuerdan la leyenda de que quien desenfunde y utilice la espada encantada del rey Dodet será rey de los elfos y...
-¿Qué más? –consigue preguntar el rey.
-Muchos dicen que vuestra majestad no consiguió extraer la espada encantada de su vaina y no debió ser proclamado rey. No sé quien lo dijo, fueron gritos anónimos y aunque intenté descubrir a los autores no fue posible.
-¡Maldición! –grita el rey al tiempo de dar un manotazo y apoderarse del trozo de pergamino, para, seguidamente, propinarle una patada a la banqueta que alguien ha vuelto a colocar en su sitio. –General Calabrús, sal a tranquilizar a esos estúpidos soldados supersticiosos. Y si es necesario mata al que más proteste para ejemplo de todos. ¡Diles que hay que obedecer mis órdenes a rajatabla! Diles que no existe tal príncipe ni hay ninguna espada encantada, diles... ¡Vamos, vete ya! Y no olvides mi última orden: la princesa Radia, viva, todos los silfos del país, muertos y la ciudad de Morac, destruida. Arrasada.
-Sí, majestad, lo intentaré.
-¡Lo intentaré, no, Calabrús! ¡Lo haré! –chilla el rey, fuera de sí. –Si no lo consigues sería tu segundo fallo y ya sabes que no suelo admitir errores. ¿Entiendes? Nadie me ha fallado tres veces porque a la tercera la cabeza le ha rodado por los suelos.
-Sí, majestad. Lo haré.
-¡Y dile a los arqueros que maten a ese pajarraco si es que revolotea aún sobre el campamento y si es cierto que fue él quien organizó todo este embrollo! ¡Maldita sea…!
-Así lo ordenaré, majestad.
El general Calabrús abandona la tienda real. Una enorme preocupación se refleja en su rostro. Ya cometió el error de avisar al delegado real de Jündika para que se pusiera a salvo y aquello le supuso una reprimenda del rey. Sabe que si ahora no consigue dominar a la soldadesca, sus días como general en jefe estarán contados y su vida en juego. Es consciente de que la locura del rey es más acusada cada día. Mira hacia arriba siguiendo las miradas de los soldados y descubre un enorme pajarraco como nunca vio anteriormente volando en círculos sobre el campamento, como si además de lanzar pergaminos informativos se burlase de todos ellos.
-¡Soldados! ¡Matad a ese pajarraco! ¡Es una orden del rey! –grita Calabrús con todas las fuerzas de su potente voz, señalando hacia Picocorvo. -¡Abatidlo!
Varios arqueros lanzan una andanada de flechas al águila. Picocorvo, al apercibirse de lo ocurrido, remonta el vuelo sin dejar de dar vueltas alrededor del campamento, y sin que las flechas consigan llegar a su altura y alcanzarle.
El general comienza a dar un mitin a los soldados aleccionándoles para la inminente batalla contra los “cobardes silfos”, pidiéndoles que no hagan caso de los pergaminos arrojados por el pajarraco, “porque solo contienen embustes del enemigo para minar la moral de los soldados”.
-¡No hay ningún príncipe Ab’Erana, ni nadie ha conseguido sacar de su vaina la espada encantada del rey Dodet! –grita el general, enardecido. -¡Es una argucia del enemigo! ¡Es un bulo! ¡Un embuste! Quien crea esos embustes y los propague será severamente castigado, incluso con la muerte, por orden del rey Mauro.
El silencio entre los presentes es tan espeso que puede cortarse. Los soldados son conscientes de que algo grave puede suceder, o está sucediendo ya, en aquellos instantes, y que la situación no parece ser tan clara como les hicieron creer al principio. Nadie les habló abiertamente de la existencia de un príncipe de la dinastía Dodet y que dicho príncipe fuese a estar al frente de las tropas silfas con la espada encantada del rey Dodet. El general Calabrús es consciente de que sus palabras no hacen mella en el espíritu de los soldados. Sencillamente, no le creen. Lo ve en sus miradas y comienza a ponerse nervioso, temeroso de que en cualquier momento la soldadesca comience a gritar y a rebelarse.
Picocorvo continúa con sus vuelos circulares sobre la vertical del campamento, seguido por las miradas de muchos soldados que no le pierden de vista. Inesperadamente se aleja en dirección a Jündika y desaparece del campo visual de los soldados. Regresa cuando nadie mira hacia arriba, en el momento en que más enardecido se encuentra el general Calabrús en su perorata, y los soldados más atentos a sus palabras. Cae en picado sobre aquél, lo coge con sus poderosas garras y remonta el vuelo dificultosamente, perdiéndose en dirección al País de los Silfos.
Los soldados, perplejos y mudos de asombro, con los ojos a punto de salírseles de las órbitas, quedan aterrorizados ante lo que acaban de presenciar. El rapto de un general por medio de un águila es mucho más de lo que ninguno de ellos pudo imaginar jamás. Nadie se atreve a disparar flechas por temor a herir a la presa y todos ven cómo el águila se aleja en dirección al bando enemigo, lo que, sin duda, empeora la situación.
Pasados los primeros momentos de estupor, los soldados comienzan a gritar desaforadamente. Se reúnen en grupos y uno de los más exaltados, erigido en cabecilla, chilla a todo pulmón que aquella guerra no tiene ninguna justificación, que tendrán enfrente a un príncipe de la dinastía Dodet con la espada encantada, del rey Dodet.
-Derrocará a Mauro y se convertirá en rey porque así está escrito, y, además, con la ayuda de un pajarraco amaestrado capaz de secuestrar a un general. ¿Qué pasará con los que hayamos estado luchando contra él? ¿Nos cortará la cabeza como Mauro, o será magnánimo?
-Muchos de nosotros perderemos la vida para no conseguir nada positivo –grita una voz anónima.
-Lo que debe hacer el rey Mauro es ordenar el regreso a Varich de inmediato –grita otro. -¡Moriremos todos! Yo sé lo que es esa espada. Nadie puede luchar contra ella. Ni siquiera los trolls podrán hacerlo. Si ese príncipe empuña la espada encantada nadie conseguirá atravesar la frontera. ¡Es invencible!
Ante el alboroto producido entre la soldadesca, el rey Mauro y varios de sus consejeros salen de la tienda real, preguntan qué sucede y dónde está el general Calabrús.
Alguien señala hacia arriba sin poder pronunciar palabra alguna sobre lo acontecido, impresionado, además, por la presencia del indignado rey.
-¿Qué quieres decir, imbécil? –grita Mauro empujando violentamente al soldado informante, arrojándolo al suelo sin ninguna consideración.
-Majestad, el pajarraco que arrojó los pergaminos bajó inesperadamente, cogió al general Calabrús entre sus garras y se lo llevó por los aires. Puede que esté muerto ya –dice otro soldado, procurando no ponerse al alcance de las manos ni de los pies del rey.
-O en manos del enemigo, lo que sería mucho peor –apunta uno de los consejeros. -Podría tratarse de un pájaro amaestrado, capaz de secuestrar a quien se le ordene. –Si le torturan pueden conocer nuestros planes de ataque y...
-No podrán hacer nada. En cuanto decidamos el ataque enviaremos la paloma mensajera para que el resto de las tropas ataque por la otra frontera –aclara el general Sanko.
-¡Disparar contra todo pájaro que vuele sobre el campamento! –ordena Mauro fuera de sí. -Nuestro mejor general... ¡Maldito sea ese bastardo!
Los soldados comienzan a reunirse en la plaza del campamento comentando lo sucedido y muy pronto la noticia corre como el agua de un torrente bajando de la montaña.
Mauro se adelanta para hablarles y solo ve alrededor miradas hostiles y el miedo reflejado en el rostro de los oyentes. Un pájaro que arroja trozos de pergaminos y secuestra a un general delante de toda la tropa sin que nadie pueda hacer nada para evitarlo; un príncipe desconocido que empuña la espada encantada del rey Dodet y asegura que conquistará el trono de los elfos, son dos noticias preocupantes para aquella caterva de soldados elfos, supersticiosos y contrarios, muchos de ellos, a la monarquía representada por Mauro.
Para los soldados, las cosas no se presentan tan fáciles como habían prometido las autoridades del país al inicio de la campaña. Muchos comienzan a ver el botín cada vez más lejano y la muerte cada vez más cerca.
-¿Vais a creer esas paparruchas de los silfos? ¡Es mentira que nadie haya conseguido sacar de su vaina la espada del rey Dodet! Esa espada la robó un traidor llamado Fidor, que ya debe estar muerto. ¡No hay ningún príncipe de la dinastía Dodet! ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde está ese bastardo, si es que existe?
La gente guarda un silencio sepulcral, se producen miradas inquietantes y seguidamente se rompe el silencio con un rumor que se extiende rápidamente entre todos los soldados. Los gritos del rey acallan los rumores momentáneamente pero los soldados que acaban de presenciar cómo el pajarraco se llevó al general entre sus garras, piensan que algo extraño está ocurriendo y que poderosas fuerzas desconocidas pueden estar dispuestas a ayudar a los silfos.
La campaña que se había iniciado como un paseo militar dado el potencial bélico de los elfos frente a los silfos, comienza a flaquear. Nadie está seguro de nada. Ni siquiera los generales del rey Mauro que conocen perfectamente la eficacia de la espada encantada las tienen todas consigo desde el momento de conocer la existencia de alguien capaz de empuñarla y manejarla. Una espada que tantos días de gloria proporcionó al pueblo elfo y que según la tradición otorga la cualidad de rey al elfo capaz de manejarla.
-El general Sanko se hará cargo de las tropas. Preparad el armamento que antes del mediodía atacaremos. ¡El botín será entero para vosotros! Las únicas cosas que quiero son las cabezas del rey Kirlog, del príncipe desconocido y de Fidor. Mi última orden es arrasar la ciudad de Morac, pasar a cuchillos a sus habitantes y apresar viva a la princesa Radia. ¡Vivan los elfos!
Ante la sorpresa del rey Mauro, muy pocos corean su grito.
Una voz anónima surge de la tropa y pregunta: “¿No dice vuestra majestad que no hay príncipe y que Fidor debe estar muerto? ¿A quién se les corta la cabeza entonces?
El silencio es impresionante después de aquel grito anónimo, e incluso el propio rey no acierta a responder.
El miedo a la espada encantada y la preocupación comienzan a apoderarse del ánimo de los soldados. Mauro, al pasear la mirada sobre el numeroso grupo de elfos comprende que la situación comienza a escapársele de las manos.

2

El rey Kirlog, reunido con sus colaboradores más inmediatos en la puerta del palacio de Morac, analiza los últimos acontecimientos y organiza la defensa del país. Ab’Erana, Cedric y Fidor están junto a él. En aquel instante llega Picocorvo con una presa entre las garras.
Instintivamente, Fidor, rememorando su propia experiencia de víctima del águila a su llegada al Bosque Maldito, se estremece visiblemente, recordando los malos momentos vividos en las garras del águila, que no olvidará jamás. Ignora quien pueda ser la víctima y siente un ramalazo de compasión hacia ella.
Picocorvo se detiene junto al príncipe y suelta la presa en el suelo. Es un elfo. Está tan inmóvil que parece estar muerto.
El príncipe y la rapaz se miran intensamente a los ojos, ante la expectación de los silfos que desconocen las portentosas habilidades del águila.
-Dice Picocorvo que después de arrojar los pergaminos sobre el campamento y la ciudad, este elfo ordenó dispararle flechas, obligándole a remontar el vuelo. Dice que permaneció en las alturas sobrevolando el campamento y cuando vio que estaba distraído hablándole a los soldados, se lanzó inesperadamente sobre él sin darle tiempo ni a él ni a los suyos a reaccionar y lo ha traído pensando que pueda ser un elfo importante, e, incluso, el propio rey.
-¡Es el general Calabrús! –aclara Fidor después de inclinarse sobre la víctima para verle el rostro. -Es el jefe de todos los soldados de Mauro. Fue soldado con tu abuelo. La gente le odia por su despotismo.
-Me temo que se le han acabado las tropelías –sentencia Ab’Erana. –Está tan inmóvil que no sé si estará vivo o muerto. Echadle agua en el rostro a ver si reacciona.
Calabrús abre los ojos al sentir en el rostro la frialdad del agua. Ab’Erana tiene la sensación de que el individuo estaba consciente al recibir el agua, aunque mantenía los ojos cerrados para simular estado de inconsciencia y poder enterarse de la conversación mantenida por los silfos. Mira el elfo a su alrededor, nervioso y asustado al ver a varios silfos armados contemplándole con agresividad. Luego, al descubrir a Fidor entre los reunidos, intenta incorporarse apoyando una mano en el suelo, y casi escupe al decir:
-Eres un traidor, Fidor, y pagarás con la vida por lo que estás haciendo. Te has pasado al enemigo y estás atentando contra tu propio país.
-Nunca traicioné a nadie, Calabrús. Todos saben en Varich que soy contrario a Mauro y que jamás le juré fidelidad a ese monstruo. Por eso estoy perseguido. Tú si eres un traidor. Te vendiste a Mauro, el usurpador, después de haber jurado fidelidad eterna al rey Dodet y a su dinastía. No lucho contra mi país sino contra un rey usurpador y miserable.
-El rey Dodet murió por ser indigno –protesta el militar. –Mi juramento se extinguió en aquel mismo instante. Un rey indigno no merece ningún respeto. Mauro es el rey que los elfos necesitan en este momento histórico. Es fuerte y decidido. Pretende crear un imperio del que formará parte el País de los Silfos.
-Tú sabes que el juramento que prestaste era al rey Dodet y a su dinastía. Ge’Dodet es un miembro vivo de esa dinastía, es un elfo digno y tenía derecho a ser rey de los elfos. Tú y otros varios, como Inicut, lo habéis impedido. Eres tú el traidor, Calabrús, no yo, y tú sí que pagarás por ello. Desde ahora mismo comenzarás a pagar el precio de tu traición.
-No debemos perder el tiempo en charlas inútiles, Fidor –dice el rey Kirlog, interrumpiendo la discusión. –Este elfo ahora es nuestro prisionero. Debemos interrogarlo para conocer las intenciones de Mauro, antes de que se produzca el ataque.
-No hablaré una sola palabra –promete Calabrús, incorporándose con dificultad hasta quedar de pie a la misma altura que sus interlocutores diminutos.
-En ese caso le diré al águila que te lleve por los aires y te deje caer en tu campamento, en el mismo lugar en que te cogió –aclara Ab’Erana. –Y desde gran altura para que a mi águila no le alcancen las flechas de tus arqueros. Serás un general muerto que es lo mismo que ser nada. ¡Estás acabado, Calabrús!
-¿Quién eres tú, insolente y desarrapado muchacho de hombre, para dirigirte a mí de semejante forma?
-Soy el príncipe Ab’Erana y dispongo de la espada encantada del rey Dodet para derrocar a Mauro, el miserable usurpador, y castigar a todos sus colaboradores –responde el chico, golpeando la espada que está dentro de su vaina y que lleva en aquel preciso instante colgada a la cintura.
-Nadie pudo sacar esa espada de la vaina. Ni siquiera los trolls. ¡Eres un impostor!
-Yo sí puedo, Calabrús. Para tu desgracia y la de tu amo. Mira.
Ab’Erana coge la espada por la empuñadura y la hoja sale sola de su vaina ante el asombro del general Calabrús, cuyos ojos se abren espantados. Y tiembla visiblemente al ver a Ab’Erana dar unos mandobles al aire con la rapidez del rayo.
-¡No puede ser! –grita, asustado.
-Sí puede ser, Calabrús. Soy el predestinado de la dinastía de los reyes Dodet. Soy el hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa Erana, de quien nada sabéis y al que tanto teméis ahora. Y hacéis bien en temer porque seré implacable con todos los que le hayan hecho daño a mi padre. ¡Mira! -grita el príncipe dejando al descubierto la oreja izquierda. -Tengo oreja de elfos, como las tuyas.
-Nunca intervine en la detención de tu padre ni tengo nada que ver con Inicut. La prisión de tu padre fue cuestión de los trolls, y luego de Mauro y de Inicut.
-Mejor para ti. Si averiguo que participaste de alguna forma en aquella canallada, te pudrirás en una cárcel como habéis hecho con él.
-No podrás contra Mauro. Los silfos son cobardes y, según la última orden del rey, serán exterminados. Después del ataque, Morac habrá desaparecido de la faz de la tierra. Todos morirán excepto la princesa Radia que se convertirá en esclava del rey al haber rehusado ser su esposa. Nadie podrá ayudarte en nada. No pretenderás derrocar a Mauro con una simple espada, ¿verdad?
-Sabes que sí podré, Calabrús. Seré invencible con ella y con mi águila. Tendré la ayuda de mi abuelo Cedric y de todos los silfos. La guerra será un fracaso para los elfos. Habrá centenares de muertos y no conseguiréis atravesar la frontera. Tú, desde luego, no conseguirás absolutamente nada porque tu fin está cercano. La guerra para ti ha terminado antes de comenzar.
-Los elfos son muchos más que los silfos y vencerán. Nadie podrá detener el avance impetuoso y arrollador de los trolls. Será imposible que el plan trazado por..., por los generales de Mauro, fracase.
-Esta espada podrá contra todos y tú lo sabes perfectamente. Además, la razón está de parte de los silfos. La suerte está echada, Calabrús. Si Mauro se decide a cruzar la Tierra de Nadie, será derrotado antes de alcanzar territorio silfo y luego derrocado y expulsado del país, o encarcelado, o ejecutado por traidor a su pueblo. Los repugnantes trolls seguirán el mismo camino y muy pronto regresarán a sus cavernas porque los expulsaremos del Valle Fértil. Será cuestión de días, o de meses, o de años. Soy muy joven y dispongo de tiempo suficiente para cumplir esa misión. ¡Habla! ¿Cuándo atacará Mauro?
-No pienso decir ni una sola palabra, aunque me tortures; aunque me entregues a tu águila.
-Haremos otra cosa –dice Fidor.
Todos los asistentes clavan la mirada en el elfo.
-Lo llevaremos a la frontera, atado con los brazos a la espalda; lo entregaremos a los soldados elfos y llevará un letrero en el pecho diciendo que ha traicionado a los suyos revelándonos los planes del rey Mauro. Es posible que el propio Mauro cambie de táctica al saber que conocemos lo que piensa hacer, y, además, se encargará de él cuando sepa que ha sido un traidor.
-Espera. Si hacéis eso Mauro ordenará cortarme la cabeza antes de hacer averiguaciones. ¡Es implacable! ¡No podéis hacer eso conmigo!
-Es lo que buscamos. Eliminar a una alimaña como tú, sin mancharnos las manos con tu sangre. La decisión es solo tuya, Calabrús.
-También puedo ordenarle a Picocorvo que se lo lleve y lo deje caer sobre la tienda de Mauro, con ese cartel que dices y con las manos atadas a la espalda.
-¡No podéis hacerme eso! –insiste Calabrús.
-Si hablas, salvarás la vida, permanecerás encerrado en las mazmorras de los silfos y si es cierto que no tuviste intervención en el encarcelamiento de mi padre, ordenaré tu liberación en el momento en que Mauro sea derrocado y los trolls expulsados del país. Tú decides.
-No hablaré. No pienso traicionar a los míos.
-¡Maldita sea! –exclama Ab’Erana.
-¡Un momento! –grita Cedric con su enorme vozarrón, amedrentando a todos los presentes. -Este elfo merece un respeto. –Si un elfo, o un silfo, o un hombre, no quiere traicionar a los suyos, merece el máximo respeto y la consideración de los demás. Si prefiere morir con dignidad, que así sea. No debemos hacerle pasar por traidor si no lo es. Hay que mantener los principios de la verdad y de la justicia, de no hacerlo así seríamos tan miserables como ese Mauro de los demonios. Dile al águila que lo lleve hasta su campamento y lo deje caer desde la máxima altura posible delante de la tienda real. Pero no debemos colocarle ningún letrero que implique una traición que no ha cometido. Así Mauro comprenderá lo que le espera si desencadena esta guerra. Será una advertencia.
-Sería mejor colocarle el cartel, así haremos creer a Mauro que ha hablado y es posible que decida cambiar sus planes de ataque. Modificar sus planes le llevará algún tiempo –puntualiza Fidor, sin dar su brazo a torcer. – Si Calabrús morirá de todos modos, ¿qué más da que lleve o no el cartel?
-Cedric tiene razón en su planteamiento y es muy justo lo que dice. Creo que Fidor no tiene razón al decir que si va a morir es igual que sea o no un traidor. Creo que no es igual porque siempre quedan los recuerdos de los demás y Calabrús pasaría a la historia como un traidor, sin serlo. Pero en este caso y dadas las circunstancias que concurren, la razón debe ceder ante el acto injusto porque es mucho lo que está en juego –puntualiza el rey. –El que se ve atacado injustamente tiene derecho a defenderse con todos los medios a su alcance. Aunque no sean justos. No es este el momento de andarse con remilgos, Cedric. Moralmente tienes toda la razón, pero está en juego la vida de mucha gente y la libertad de nuestro pueblo y eso para mí es lo más importante en este momento. Ya has oído al general. La orden de Mauro es matar a todos los silfos, salvo a la princesa Radia a la que pretende convertir en su esclava. No debemos tener contemplaciones con quienes pretenden nuestro exterminio.
Cedric se encoge de hombros y hace un gesto de aceptación, comprendiendo las palabras del rey.
-Escribano –ordena el rey-, escribe un pergamino diciendo que Calabrús ha traicionado a los suyos explicando el plan de ataque que va a realizar Mauro. Luego le sujetaremos el pergamino al pecho.
-Escríbelo en mi nombre, escribano –pide Ab’Erana. –Así las iras del rey serán contra mi persona y comprenderá que soy su enemigo.
Hay un momento de expectación mientras el escribano obedece la orden del rey y finalmente el propio rey pregunta:
-¿Qué has escrito exactamente? Léelo.

“El general Calabrús, portador de este pergamino, al ser interrogado por el príncipe Ab’Erana, ha revelado espontáneamente para evitar la tortura, cuales son los planes de ataque de Mauro, el usurpador y el miserable.
“¡Ahí te lo devuelvo, Mauro! ¡Es un traidor y debe recibir el premio que merecen los traidores!
"Príncipe Ab’Erana, portador de la espada encantada del rey Dodet y futuro rey de los elfos".

-¡Magnífico! –exclama Fidor, palmoteando.
El propio Fidor se encarga de sujetar el pergamino al traje del general.
-Dile a tu águila que actúe, príncipe –ordena el rey.
-Picocorvo, coge de nuevo a este elfo y déjalo caer delante de la puerta de entrada de la carpa real. Vuela muy alto para que no te alcancen las flechas.
El águila clava la mirada en el general y se dispone a saltar sobre él.
-¡Espera! –chilla Calabrús, aterrorizado y con los ojos a punto de salírseles de las órbitas. -No quiero morir de esa forma. No deseo morir como un traidor, sin serlo. ¡No quiero morir de ninguna forma!
-¿Vas a hablar, entonces?
-¿Me garantizas que quedaré libre si vences a Mauro y recuperas el trono?
-Si no actuaste contra mi padre, te lo prometo. Te daré la libertad pero te exiliarás del país. No quiero traidores alrededor.
-Nunca hice nada contra tu padre. Te lo juro. Acepto tu palabra. Mauro va a atacar de forma inminente por la frontera de Jündika, pero tiene otras fuerzas preparadas en la frontera de Ubrüt, y mientras distrae la atención por Jündika, piensa invadir el país por Ubrüt y arrasar la ciudad de Grandollf. Sabe que los silfos tienen concentradas aquí todas sus fuerzas, han dejado desprotegida la otra frontera y eso facilitará sus planes. Cuando los silfos quieran darse cuenta de la situación estarán rodeados por los elfos y los trolls por dos flancos diferentes. Será inevitable la invasión por Ubrüt. En este momento nadie podrá impedirlo por falta de tiempo.
-¿Cuándo comenzará el ataque?
-El primer día gris que amanezca. A los trolls les molesta el sol. Necesitan días tristes, nublados o lluviosos para actuar con eficacia.
-¿Qué tontería es esa? –pregunta Ab’Erana.
-¡Te juro que es cierto! Los trolls, acostumbrados a vivir en cavernas se deslumbran con el sol. Nunca luchan a la luz del sol, necesitan los días lluviosos o nublados, como te he dicho antes.
-¿Es eso cierto, Fidor? –insiste Ab’Erana con extrañeza. –Nadie me ha hablado de esa circunstancia.
-Sí. Esos individuos, acostumbrados a la oscuridad de sus cuevas y cavernas, evitan el sol.
-Jamás oí cosa semejante –puntualiza Cedric.
-¿Cómo coordinarán las fuerzas para atacar al mismo tiempo por Jündika y por Ubrüt?? –pregunta Fidor, con agudeza.
-Mauro enviará una paloma mensajera. En el momento en que se inicie el ataque por la frontera de Jündika, una paloma llevará un mensaje a las fuerzas situadas en Ubrüt. Mientras no llegue el mensaje las fuerzas ocultas en las inmediaciones de Ubrüt, en el Bosque de la Peña Roja, no se moverán. En el momento en que reciban el mensaje invadirán el país, lo arrasarán todo a su paso, según la táctica de los trolls, y tomarán la ruta de Morac para colaborar en la aniquilación de la ciudad.
-¿Qué tipo de soldados, y cuántos, hay en Ubrüt?
-Elfos y trolls. La mitad del ejército está concentrada allí.
-¿Quién ha convencido al rey para hacer esta guerra?
-Nadie. Algunos consejeros y generales le han pedido al rey que actúe con prudencia. Que posponga el ataque. Hasta el consejero astral le ha informado en varias ocasiones que no es momento propicio para atacar.
-¿Cuál es el ánimo de las tropas después de saber que un príncipe de la dinastía Dodet estará al frente de los silfos con la espada encantada del rey Dodet? –pregunta Fidor.
-Malo –reconoce Calabrús después de dudar durante unos segundos. –Los pergaminos arrojados por el águila han resultado demoledores. Hay muchos descontentos ahora mismo entre los soldados. Saben que las cosas han cambiado mucho desde la aparición del príncipe con la espada encantada. Muchos soldados conocen por propia experiencia las facultades portentosas de esa espada y temen enfrentarse a ella. Es más, no se atreverán a hacerlo.
-¿Cómo sé que estás diciendo la verdad? –pregunta Ab’Erana.
-Tienes que confiar en mi palabra como yo confío en la tuya. ¿Cómo quieres que te demuestre algo en estas condiciones?
-¿Qué más puedes decirme?
Calabrús se encoge de hombros.
-Hay órdenes tajantes de destruir la ciudad de Morac y todo el país.
Ab’Erana mira a Fidor inquisitivamente.
-No sé si habrá dicho la verdad. Calabrús siempre fue amigo de Mauro y es posible que haya asumido sus mismos principios.
-¡Juro que digo la verdad! –protesta el aludido. -Esas fueron las instrucciones que dio Mauro poco antes de que ese pajarraco me paseara por los aires.
-Está bien, Calabrús, creeré en tus palabras y si me has engañado te entregaré al águila para que dé cuenta de ti. Ponerlo a buen recaudo. Curarle las heridas y procurar que no le ocurra nada, he empeñado mi palabra en concederle la libertad cuando finalice la campaña y así lo haré –advierte Ab’Erana.
-Recibirá el trato debido –promete el rey Kirlog. -¡Lleváoslo! Curadlo y encerradlo en la mazmorra de máxima seguridad, tratarlo con consideración, facilitarle agua y comida, pese a que él jamás hubiese hecho algo semejante con nosotros.
Unos soldados se hacen cargo del militar conduciéndolo hasta las mazmorras.
-No habíamos pensado en la posibilidad de un ataque por Ubrüt –admite el rey. –Ciertamente, aquella frontera está desguarnecida. ¡Completamente desguarnecida! Nuestros espías no se apercibieron del movimiento de fuerzas en aquella parte del país y pensamos que el ataque solo se produciría por la frontera de Jündika. Estábamos obsesionados con esa posibilidad. Como señala Calabrús, si la invasión se produce por allí, la tragedia será inevitable. No habrá forma alguna de impedirlo. -¿De qué sirve nuestro servicio de información? –pregunta el rey a sus colaboradores, sin dirigirse a nadie en especial. -¡Esta sí que es una tragedia!
-Todo no está perdido –musita Ab’Erana, pensativo, sin dirigirse a nadie.
-¿Qué quieres decir? ¿Es que hay alguna posibilidad de enviar soldados a Grandollf para detener la invasión por Ubrüt? –pregunta el rey, extrañado. -¡Es imposible! Ni disponemos de soldados ni de tiempo.
-¿En qué dirección está la frontera de Ubrüt? –pregunta el príncipe, de forma inesperada, sin contestar a la pregunta del rey.
Fidor se la indica con exactitud y le da las explicaciones necesarias para la localización de la ciudad.
-Está situada junto a un lago de aguas azules al otro lado de las montañas. Cerca de la ciudad hay un bosque que rodea la llamada Peña Roja, un peñasco puntiagudo, muy alto, de color rojizo, que sobresale del arbolado. Se ve desde gran distancia.
-¿Hay mucho camino de aquí a Ubrüt?
-Para desplazar a los soldados, tres jornadas, yendo a marchas forzadas –responde uno de los generales del rey Kirlog. –Es, además, un camino muy tortuoso.
-Imposible que nuestros soldados puedan llegar a tiempo –admite el rey, con evidente preocupación. -Además, si disponemos de pocos soldados y enviamos una parte a Grandollf dejaríamos desguarnecida la ciudad de Morac. Sería un paseo militar para los elfos. Si dispersamos nuestros soldados nos arrasarían por ambas fronteras. No sé qué podemos hacer.
-No está todo perdido, majestad.
El príncipe se encara con el águila, lo mira intensamente a los ojos, se concentra, y dice:
-Picocorvo. Vuela raudo en aquella dirección hasta llegar a la primera ciudad que veas al otro lado de las montañas. Está situada junto a un lago de aguas azules, un bosque y una peña rojiza y puntiaguda que sobresale por encima de los árboles. Vuela a su alrededor y trata de descubrir soldados ocultos en las inmediaciones de la ciudad o en el bosque. Regresa rápido. Te necesito aquí. Piensan enviar una paloma mensajera que no debe llegar a su destino. ¡No-de-be-lle-gar-a-su-des-ti-no! –silabea con énfasis. -Si ves alguna paloma mensajera, atrápala. ¿Lo has comprendido todo?
Se produce un silencio impresionante entre los asistentes que siguen sin dar crédito al modo como el príncipe elfo-hombre se comunica con el águila.
-Picocorvo, ve rápido –ordena el chico.
El águila remonta el vuelo y toma la dirección indicada, desapareciendo con rapidez de la vista de los asistentes.
-Si Picocorvo descubre soldados elfos y trolls en los alrededores de Ubrüt tendremos certeza de que Calabrús no ha mentido.
-Si efectivamente hay soldados atrincherados en Ubrüt, Calabrús tiene razón al decir que la invasión por allí será inevitable porque sabe que las tropas silfas no podrán llegar a tiempo para impedirlo –repite el rey. -Lo tienen todo muy bien planeado.
-Lo que ocurre es que Calabrús no puede imaginar lo que es capaz de hacer Picocorvo –reconoce Ab’Erana. –Si Picocorvo intercepta la paloma y el mensaje de Mauro no llega a su destino, esas tropas permanecerán allí estacionadas durante varios días y tendremos tiempo suficiente para atajar el problema.
Ab’Erana se convierte en el punto de concentración de todas las miradas y se producen varias exclamaciones de sorpresa.
-¡Sería providencial! Esperemos que las cosas sucedan de ese modo –dice el rey Kirlog, entusiasmado. –De no ser así la situación se nos presentará complicada y difícil. Mucho peor de lo que estaba al principio. El pueblo silfo siempre fue pacífico, nunca tuvo problemas con los países limítrofes, y, por ello, nuestros soldados jamás estuvieron en una guerra ni pudieron prever el orden táctico del enemigo. Mi temor es que, llegado el caso, no sepan estar a la altura de las circunstancias.
-Lo estarán, majestad. Entre la espada encantada, la intervención del abuelo Cedric, de Fidor y Picocorvo, con la bravura de los soldados silfos, que verán levantada su moral, estoy convencido de que la batalla se inclinará a nuestro favor –afirma Ab’Erana, con rotundidad. –No pienso en otra cosa que no sea en el triunfo final.
Cedric comienza a rascarse la cabeza, arruga el entrecejo y comenta, como si pensara en voz alta:
-Si hubiera posibilidad de que Picocorvo apresara al rey Mauro del mismo modo que se apoderó de Calabrús, la guerra acabaría de inmediato, ¿no les parece?
Ab’Erana permanece unos segundos mirando a su abuelo, como embobado.
-¡Claro! –exclama luego. –Esa es una idea fantástica, abuelo. La cuestión radica en saber si Mauro, después de lo ocurrido con Calabrús, se atreverá a aparecer al aire libre en alguna tribuna exhortando a sus tropas. De no ser así difícilmente podría Picocorvo secuestrarlo. Si se atreve a hacerlo, tengo seguridad de que dispondrá de un grupo de arqueros experimentados dispuestos a matar a Picocorvo en cuanto aparezca.
Todos los reunidos deciden aguardar acontecimientos. No pueden hacer nada, salvo esperar. Están dispuestos a defenderse hasta la muerte si son atacados y esperan a que el rey Mauro dé el primer paso. Ignoran si atacará de forma inmediata o retrasará el ataque ante los últimos hechos acaecidos, concretamente la captura del general Calabrús, pero todos tienen certeza de que el ataque se producirá.
Pasadas unas horas, Ab’Erana no cesa de mirar al firmamento esperando ver aparecer a Picocorvo.
Varias horas más tarde regresa el águila e informa a Ab’Erana que efectivamente hay gran número de soldados elfos y trolls ocultos entre el arbolado del bosque que rodea la Peña Roja, en los alrededores de una ciudad pero no ha visto ninguna paloma mensajera durante todo el trayecto.
Aquellas noticias, aunque alarmantes, tranquilizan a Ab’Erana al sospechar que aún no han enviado la paloma con las órdenes para comenzar la invasión.
-Picocorvo, tendrás que realizar un gran esfuerzo. Vuela sobre el campamento de soldados de Jündika y si ves salir una paloma mensajera, atrápala. Lo ideal sería que pudieses traerla viva y sin daño alguno –pide el príncipe. –Lo malo es que tendrás que estar permanentemente volando sobre el campamento o situarte en un lugar estratégico para observar todo lo que suceda en el campamento de Mauro.
Picocorvo sobrevuela el campamento elfo hasta el anochecer sin haber visto salir ninguna paloma y piensa que no es probable que la suelten durante la noche.