jueves, 12 de junio de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XV de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)

CAPÍTULO X V

El encuentro

1

Picocorvo regresa al poco tiempo y le comunica a Ab’Erana que no hay absolutamente nadie por los alrededores, ni elfos, ni caballos, y que aquel es exactamente el lugar en el que se produjo su ataque a la comitiva del rey Mauro, por haber localizado restos de la extraña batalla que mantuvo contra unos y otros.

Los soldados comprueban que, efectivamente, aún quedan restos y señales por el suelo, como una lanza rota y los arreos de un caballo que debieron romperse durante el ataque del águila o en la huída posterior, pero no encuentran rastro alguno de elfos ni de caballos.

La noticia sorprende al grupo. Resulta sumamente extraña aquella desaparición general porque en el desierto no hay lugares dónde ocultarse, salvo que existan galerías o cuevas desconocidas.

-Deben estar ocultos bajo la arena del desierto –comenta Fidor. –Es imposible que todos hayan desaparecido a la vez. Podrían haber recuperado los caballos pero pese a ello deberían estar en alguna parte. Si Picocorvo no ha visto nada es que no están. Es evidente. Pero lo cierto es que deben estar en algún lugar desconocido para nosotros con intención de escapar en el momento apropiado, o cuando llegue la noche. Mauro ha debido comprender que al haber perdido la confianza de los soldados ha perdido el poder. Permanecerá oculto donde quiera que esté, bajo tierra o en las Montañas de los Desfiladeros, hasta el momento de dar el zarpazo o pasar al País de los Trolls, su refugio natural.

-No creo posible que hayan podido hacer en tan poco tiempo zanjas para ocultar caballos, sin las herramientas necesarias. Además, en esa comitiva no va nadie que sepa trabajar manualmente –comenta uno de los soldados, con sorna. –Solo van consejeros y generales y unos cuantos soldados.

-No acierto a comprender qué ha podido suceder -razona Fidor. –Los caballos encabritados huyeron desbocados, según Picocorvo. Tendrían que haberlos recuperado para poder huir y eso les habría llevado tiempo. Desde luego no han podido llegar a Varich y ocultarse en la ciudad. Por otra parte, nadie puede hacer desaparecer jinetes y caballos en mitad de un desierto inhóspito. La posibilidad de que todos hayan caído en las ciénagas no parece lógica. Hay algo enigmático en todo esto.

-Salvo que... –murmura Arag, pensativo, como recordando algo que debe estar en algún rincón de su memoria.

-¿Salvo qué, Arag? –pregunta Fidor, impaciente.

-¡Los restos arqueológicos de la Ciudad Perdida!

-¿Dónde están esos restos? –pregunta Ab’Erana.

-En mitad del desierto –aclara Fidor. –En cualquier parte. Pero solo quedan en pie cuatro paredes. Tu padre y yo estuvimos en ese lugar en una de nuestras correrías juveniles y apenas quedaba nada visible. Hoy habrá menos aún. En un tiempo pasado hubo allí una ciudad en mitad del desierto, pero quedó abandonada hace cientos de años. Está en tal estado de destrucción y abandono que resulta imposible imaginar que aquello fuese antes una próspera ciudad elfa.

-Creo recordar que alguien comentó alguna vez que se habían encontrado galerías subterráneas –dice Arag. –Si alguien del grupo conocía la existencia de esas galerías es posible que se hayan refugiado allí para dentro de unos días salir en dirección al País de los Trolls en busca de ayuda o de refugio. El consejero Trafald que va en la expedición es uno de los grandes estudiosos de la Ciudad Perdida y debe conocer ese dato. Es la única explicación posible.

-Sea lo que fuese –dice Ab’Erana, razonando con sentido práctico, como es habitual en él-, hay que continuar hacia Varich con rapidez. No debemos perder ni un minuto de tiempo en discutir qué ha sucedido con esa gente. Si buscamos esa ciudad perdida y no están allí, o no encontramos esas galerías subterráneas, perderíamos un tiempo precioso que ellos podrían aprovechar para llegar a Varich e intentar reorganizarse... No debemos correr ese riesgo. Lo primero es la liberación de mi padre, si es que no lo está ya como apunta Picocorvo. Más tarde tendremos tiempo de ajustarle las cuentas a Mauro. Indicaré a Picocorvo que vuele delante de nosotros e inspeccione el camino y esos desfiladeros de los que habláis y en cuanto vea algo anormal me lo comunique.

2

Sin mayores contratiempos, el grupo de Ab’Erana da vista a la ciudad de Varich.

Como la mayoría de las ciudades de la época medieval, tanto de los hombres como de los Seres Diminutos, Varich está amurallada y se eleva sobre un suave promontorio. Los vigías desplegados por las almenas descubren la cabalgata de avestruces y alertan a la población de que algo extraño sucede. Las puertas de la ciudad están cerradas por orden del elfo que se ha erigido en jefe de la situación, un antiguo partidario de la dinastía Dodet que no está dispuesto a permitir que Mauro entre en el recinto amurallado. Después de conocer las noticias de su derrota a manos del nuevo príncipe y del comportamiento que Mauro había tenido con el príncipe Ge’Dodet, según la historia narrada por éste, el elfo ordena cerrar las puertas de la ciudad para impedir la entrada de Mauro y sus partidarios.

La comitiva llega frente a la puerta principal de la ciudad.

Fidor, desde su avestruz ordena que las puertas sean abiertas para la entrada del príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, de la dinastía Dodet.

Se produce un enorme desconcierto entre los elfos de la ciudad que ocupan las murallas almenadas. Un hombre sobre un carro tirado por dos avestruces, varios soldados elfos y silfos montados sobre aquellas aves exóticas, desconocidas para la mayor parte de la población elfa, es una extraña visión para aquella gente que no parece dispuesta a ceder a algo que presenta síntomas de engaño.

Nadie se decide a abrir las puertas.

Fidor pide por segunda vez que abran las puertas de la ciudad para dar paso al hijo del príncipe Ge’Dodet, capaz de desenfundar y usar la espada encantada del rey Dodet.

Alguien grita desde las murallas que desean ver la prueba de la espada.

Ab’Erana desenfunda la espada que comienza a dar mandobles a diestro y siniestro, pero, ni aun así, los elfos del interior se deciden a abrir las puertas, temerosos de que pueda tratarse de alguna argucia de Mauro.

Alguien reconoce a Fidor y al consejero Arag, y grita que el hombre además de la utilización de la espada tiene una oreja de elfo.

Las puertas se abren de inmediato para el paso de la comitiva y el elfo erigido en jefe sale al encuentro de los expedicionarios, se inclina ante Ab’Erana que mantiene empuñada la espada por indicación de Fidor y le besa la mano en señal de sumisión.

Los avestruces y el carro entran triunfantes en la ciudad de Varich ante la sorpresa y admiración de todos los presentes. Un enorme gentío se aglomera en la gran plaza existente a continuación de la puerta de la muralla. Es como si todos aquellos elfos esperaran la llegada del príncipe elfo-hombre, cuya noticia ha despertado enorme interés entre la población, después de conocer la derrota de Mauro por los trozos de pergaminos dejados caer por el águila varios días antes. La alegría desbordada de la población es una demostración palmaria de las pocas simpatías que despertaba Mauro en la capital del reino. Los gritos contra Mauro y especialmente contra los trolls atruenan el espacio y algunos trolls que se encuentran curioseando entre la población de elfos, desaparecen de inmediato, temerosos de que el gentío tome represalias contra ellos y decidan lincharlos.

Ab’Erana, lleva descubierta la oreja de elfo, y enarbola la espada encantada del rey Dodet por indicación de Fidor: “para que todos vean que eres realmente un elfo y el predestinado”. Entra en la ciudad de pie sobre el carro tirado por la pareja de avestruces, como si se tratase de un general romano en su cuadriga.

Fidor, montado en su avestruz, va delante del carro de Ab’Erana abriendo el cortejo y junto a él, caminando, el elfo erigido en jefe, en dirección al palacio de los reyes Dodet. Detrás va el carro del príncipe y finalmente los elfos y silfos montados sobre los avestruces, entre los aplausos y admiración del gentío que jamás ha presenciado una cabalgata semejante.

Al llegar a la puerta del palacio se produce un silencio impresionante, como si el público esperara un acontecimiento extraordinario o prodigioso.

Ab’Erana baja del carro y queda frente al personaje que le espera para darle la bienvenida. Es un elfo muy alto, de mediana edad, de aspecto avejentado, que viste un traje verde semejante al de Fidor. Lleva sobre los hombros una capa de armiño y se cubre la cabeza con un gorro o bonete, también verde. No lleva ningún signo de distinción salvo el manto pero todos los presentes están pendientes de sus movimientos más insignificantes.

Fidor, desde lo alto del avestruz que monta, reconoce de inmediato al personaje. Se le ilumina el rostro y grita sin ningún tipo de protocolo:

-¡Ge’Dodet!

El aludido le dirige una sonrisa de satisfacción y se le ilumina el rostro con una alegría desbordante.

Ab’Erana queda paralizado por la emoción al oír el grito de su mentor. Abre desmesuradamente los ojos y no sabe qué hacer ni cómo reaccionar.

¡Aquel elfo es su padre!

-¡Este es Ab’Erana! –grita Fidor, desde la altura del avestruz, señalando al príncipe que permanece junto al carro.

Ge’Dodet avanza unos pasos con los brazos abiertos y padre e hijo se funden en un abrazo ante el clamor de la población que estalla en aplausos y gritos de alegría. Ninguno de los dos puede pronunciar palabra alguna. Ambos lloran de alegría, tal es la emoción que les embarga en aquel instante. Ge’Dodet, envejecido prematuramente después de haber pasado muchos años en mazmorras, presenta mal aspecto, cuerpo encanijado y ligeramente encorvado, rostro arrugado, ojos hundidos... Parece el padre de Fidor aunque ambos son de la misma edad. Ab’Erana es todo lo contrario. Su aspecto es inmejorable, dada su juventud y los días de caminatas bajo el sol, la nieve y la lluvia.

Fidor baja del avestruz y se acerca a ellos. Ge’Dodet se separa de Ab’Erana y lo abraza con la misma intensidad que a su hijo y seguidamente los tres se funden en un abrazo, ante un público enloquecido de alegría.

-¡Amigo Fidor! –exclama Ge’Dodet, con lágrimas en los ojos. -Estaba seguro de que tú no me fallarías.

-¿Qué han hecho contigo estos miserables? –susurra Fidor, al ver el deterioro físico de su amigo.

-No quiero mirar hacia atrás, Fidor. Pensé que este momento no llegaría a vivirlo nunca. ¡Eran tantos los obstáculos! ¡Cuánto me alegro de haberme equivocado! Eres el artífice de esta gloriosa situación. Mi amigo de verdad, mi hermano, y tendrás mi agradecimiento eterno.

-Solo artífice de la primera parte. Ab’Erana, la espada encantada y el águila que tu hijo lleva en el hombro son los verdaderos artífices de la derrota de Mauro y los trolls y de tu liberación.

-No quise creer a la gente del pueblo al decirme que un pájaro de enorme tamaño había dejado caer sobre la ciudad unos mensajes comunicando lo ocurrido en la frontera de Jündika y aunque lo vi revolotear sobre la plaza pensé que era irreal.

-Cualquier cosa que te diga del águila, por fantástica que sea, puedes creerla. Menos hablar, hace de todo.

Ge’Dodet se vuelve hacia su hijo y lo estrecha de nuevo entre sus brazos obligando por segunda vez a Picocorvo a revolotear y detenerse sobre el carro, junto a Arag.

-Déjame ver tu oreja de elfo, Ab’Erana.

El chico obedece y se produce un nuevo griterío de los presentes al ver en aquel chico de hombre un signo de su cualidad de elfo.

-¡Eres todo un elfo, Ab’Erana! Tengo muchas cosas que contarte, hijo. Y tú deberás hacer lo mismo. Necesito que me cuentes cómo ha sido tu vida durante estos años pasados.

-Ya tendremos tiempo, padre.

-Cuando estemos solos quiero contarte lo que ha sido la mía desde la única vez que fui a verte. Necesito decirte por qué no pude tenerte a mi lado. Además, necesito hablar. He pasado tanto tiempo en silencio que debo aprovechar ahora cada minuto de vida en libertad para hablar con los demás.

-En primer lugar me gustaría conocer datos referentes a mi madre. Mi abuelo Cedric nunca me contó nada sobre ella, ni de ti. Hasta la llegada de Fidor viví en la más completa ignorancia sobre mi identidad. Ignoraba que era mitad hombre mitad elfo, o mitad elfo, mitad hombre, no lo sé todavía. Y de no haberme sorprendido al ver las orejas de Fidor, semejantes a una de las mías, quizá tampoco me hubiese dado explicaciones.

-¿No te extrañó nunca verte con dos orejas diferentes cuando todos los humanos llevan orejas iguales entre sí?

-El abuelo Cedric, al preguntarle, me dijo que eran misterios de la naturaleza. Recuerdo que siempre me puso el mismo ejemplo: “igual que nacen animales con dos cabezas o con cinco patas, tú naciste con las orejas diferentes”. Nunca me dio explicación alguna sobre mi origen y como yo ignoraba la existencia de los elfos, jamás pude pensar en ello. Siempre viví en la creencia de que algún desconocido me había dejado en una canastilla a la puerta de la cabaña de mis abuelos. Eso me dijeron siempre. Parte de la historia familiar la conocí a la llegada de Fidor a nuestra cabaña del bosque. Mi abuelo se vio obligado a darme explicaciones y Fidor completó la narración. En ese momento supe que soy una mezcla de hombre y elfo.

-Tu abuelo Cedric quizá no te contara nada para evitar que decidieras abandonarlo. Posiblemente de haber sabido que eras mitad elfo mitad humano hubieses sentido la tentación de buscar tus raíces elfas.

-Es posible. Ni siquiera me permitía abandonar el bosque. A veces le dije que creía oír voces que me llamaban desde las Montañas Nevadas y decía que eran alucinaciones mías.

-Buen hombre, Cedric. ¿Cuándo murió?

-¿Morir?

-¡Vive aún! –exclama Fidor –Y con una energía desbordante.

-¿Cómo está? Debe ser muy mayor, casi un viejo, ¿no?

-No. Está perfectamente. Con la fuerza de un ciclón y con enormes deseos de verte y abrazarte.

-¿No está enfermo ni viejo después de tantos años?

-Se mantiene fuerte como un roble. Quise iniciar esta aventura solo con Fidor y no fue posible. Se empeñó en acompañarme. No quiere separarse de mi lado. En honor a la verdad he de reconocer que su colaboración ha sido muy valiosa. Luchó contra los trolls con su bastón nudoso como única arma y a cada bastonazo dejó fuera de combate a uno de ellos. Nos ayudó mucho en la batalla.

-¿Dónde está ahora?

-En Morac, como invitado del rey Kirlog. Los avestruces no hubiesen podido con él.

-Kirlog era mi amigo. No sé si me recordará aún.

-Y lo es aún. Guarda muy buenos recuerdos de ti y nos acogió con los brazos abiertos. Le ayudamos cuanto pudimos para evitar la invasión de su país y nos mostró públicamente su agradecimiento.

-Tenemos muchas cosas de qué hablar, Ab’Erana. Especialmente lo ocurrido durante los últimos tiempos desde el momento en que te envié la carta con Fidor. Yo haré lo mismo aunque mi vida en los últimos veinte años se reduce a mazmorras, encadenamientos y silencios. Solo mis pensamientos fueron libres y nunca dejé de pensar en ti y en tu madre. ¡Qué tragedia supuso para mí su muerte!

-Ya algunas cosas me las dijiste aquí en este pergamino –responde el joven príncipe sacando del bolsillo un pequeño rollo aplastado.

-¿Qué es?

Ab’Erana desdobla la carta que algún tiempo antes le entregó Fidor en el Bosque Maldito. Se vuelve hacía él, se encoge de hombros y le dice:

-Lo siento, Fidor. No tuve fuerzas suficientes para quemarla ni romperla como me aconsejasteis mi abuelo y tú. Su continua lectura durante todo este tiempo pasado ha supuesto para mí el acicate preciso para continuar, para saber que mi padre estaba encerrado en una mazmorra y necesitaba mi ayuda.

-Lo supe desde el primer momento. La forma de indicar que habías destruido el pergamino demostraba a las claras que no era cierto. Tu abuelo también lo supuso. Hiciste simplemente lo que creíste mejor –aclara Fidor.

-¡Vaya! Y yo guardando el secreto y escondiendo la carta para que no la vieseis.

-¿Quién es ese anciano que está en el carro? –pregunta Ge’Dodet. –Su rostro me resulta familiar y me trae recuerdos agradables.

-Es el maestro Arag, el astrólogo –aclara Fidor.

-¡Arag! –exclama el príncipe Ge’Dodet acercándose al carro para ayudarle a bajar de él. -¡Qué alegría me da verte! Tantas alegrías juntas son demasiadas para un pobre elfo que ha permanecido veinte años en prisión sin ver la luz del sol, sin sentir la brisa sobre el rostro ni la lluvia sobre la cabeza y sin escuchar más palabras que las pocas del carcelero de turno. Estoy emocionado.

Ge’Dodet abraza cariñosamente a Arag, como antes hizo con su hijo y con Fidor, como si necesitara abrazar a los demás, palparlos, sentir su contacto, oír su voz, escuchar el latido de su corazón para cerciorarse de que él también goza de libertad.

Inesperadamente, Ge’Dodet parece apercibirse de algo que le llama sumamente la atención. Pasea la mirada por el carro y los avestruces, arruga el entrecejo y pregunta:

-¡Qué extraño carruaje has buscado para venir aquí, hijo! ¿Dónde encontrasteis estas enormes aves tan obedientes que parecen estar amaestradas?

El rostro de Ab’Erana se ruboriza de forma inexplicable, guarda silencio y es Fidor quien contesta:

-Son de la princesa Radia, hija de tu amigo el rey Kirlog. Mauro huyó a caballo y no disponíamos de medios adecuados para perseguirlo. A la princesa se le ocurrió la idea de los avestruces y al abuelo Cedric la idea de enganchar una pareja a este carro preparado a toda prisa para tu hijo.

-Magníficas ideas las dos, la de la princesa y la de Cedric. Voy de sorpresa en sorpresa. Ya supe, por la gente que llegó a liberarme, que los trozos de pergaminos fueron arrojados por un enorme pájaro que vi volar y pienso debe ser este águila gigantesca, ¿es así, verdad?

-Así fue. Le entregué los pergaminos a Picocorvo para que los arrojara en una plaza donde hubiese mucha gente y luego le encomendé que retrasara el viaje de Mauro para evitar que llegase antes que nosotros y pudiera atentar contra tu vida en venganza por la derrota sufrida.

-El águila prestó un buen servicio. La gente, al leer los pergaminos y enterarse de la derrota de Mauro, se alegró porque nadie estaba conforme con él ni con esa guerra tan absurda e inexplicable; entró en palacio con intención de liberarme y la mayoría de los soldados se unieron a los manifestantes gritando contra el tirano. ¿Es que hablas con el águila? –pregunta inesperadamente, al darse cuenta exacta de las palabras de su hijo.

-Sí. Yo le hablo y él me entiende. Él me habla solo con el pensamiento. Me transmite lo que piensa. Cumple mis instrucciones al pie de la letra.

-Lo creo porque tú me lo dices, hijo, y por las palabras de Fidor al señalar el protagonismo que tu águila ha tenido en mi liberación y en la derrota de Mauro, pero te digo que jamás oí decir a nadie que pudiese hablar con los pájaros, ni con los animales.

-Yo fui víctima del águila, Ge’Dodet, y también lo fue Arag. Es una historia que te contaré en otro momento, pero puedo asegurarte que gran parte del éxito obtenido contra Mauro se lo debemos a él. No te puedes imaginar de lo que es capaz Picocorvo.

La gente permanece en silencio y emocionada al haber presenciado el encuentro de padre e hijo. Rodean a los protagonistas que quedan en el interior de un círculo en el que sobresalen Ge'Dodet y especialmente Ab’Erana. Todos pendientes de las palabras pronunciadas por uno y otro. Muchos elfos lloran de emoción y otros, sin llegar a llorar, tienen los ojos enrojecidos con las lágrimas a punto de saltar.

Ab’Erana le ofrece a su padre la espada encantada, sin ningún protocolo especial, con unas palabras muy sencillas y claras, como es habitual en él.

-Es tuya, padre. Después de cuanto has sufrido, estoy convencido de que serás el mejor rey que los elfos hayan tenido jamás a lo largo de su historia. Nadie tiene más derecho que tú al trono de los elfos. Según Fidor, los elfos te adoraban por tu bondad y te querrán aún más a partir de ahora después de conocer tus sufrimientos.

Ge’Dodet, emocionado, permanece inmóvil, sin hacer intención de coger la espada.

-No, hijo. Tú serás el nuevo rey de los elfos, si reúnes las condiciones para ello y si los elfos te aceptan como tal. Las palabras de Fidor se refieren a veinte años atrás. Hoy ya no es lo mismo. Estoy fuera del tiempo, de mi tiempo. Mi tiempo se detuvo hace veinte años y hoy las cosas son muy diferentes a entonces. La mayoría de la gente no me conoce. La juventud ni siquiera sabe quien soy. Tú eres el héroe y es a ti a quien aclaman.

-No te menosprecies. Deben recordarte cuando decidieron liberarte de la mazmorra y colocarte ese manto de armiño sobre los hombros, ¿no es ese manto signo del poder?

-Algunos me recordaban aún y fueron ellos los que influyeron en los demás para liberarme. Los más viejos comenzaron a llamarme rey. No quiero serlo, Ab’Erana. Estoy enfermo y seguramente no podré sacar la espada de su vaina. Ni siquiera lo intentaré. No me pidas que lo haga, por favor. ¡Esta es tu espada! –responde, en voz alta, rechazándola con suavidad. –Solo te pido que la lleves con dignidad por el bien de nuestro pueblo y por el tuyo propio. Ya debes conocer las condiciones de moralidad que se le exigen a su poseedor. ¡Cúmplelas para que la historia de mi padre no vuelva a repetirse contigo! Recuerdo a mi padre como un elfo fantástico, justo, honorable y valiente, siempre preocupado por su pueblo y por su familia, que en un momento determinado de su vida cometió un gravísimo error que originó la ruina del país, su muerte, mi tragedia personal y también la tuya. Es uno de los puntos negros de la dinastía Dodet que debes procurar que la gente olvide con tu comportamiento ejemplar.

-Tienes todo el derecho a ser rey y debes aceptarlo –insiste Ab’Erana.

-Es una decisión firme que todos debéis respetar. ¡No quiero ser rey! –grita en voz alta para que llegue a oídos de todos los presentes.