sábado, 3 de mayo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET - NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XI de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPITULO X I

Jündika, ciudad elfa

1

La ciudad de Jündika está rodeada por una muralla de piedras de tres metros de altura, circunvalada a su vez por un foso de dos metros de profundidad y tres de ancho. Para seres diminutos como elfos y silfos la muralla es prácticamente inaccesible. Es, sin duda, la mejor ciudad amurallada existente en el país de los elfos, y en numerosas ocasiones en que fue asediada por invasiones ocurridas varios siglos antes, jamás pudo ser conquistada.
Las amenazas de invasión del País de los Silfos, vienen rumoreándose desde varios años atrás, prácticamente desde el comienzo del reinado del usurpador Mauro, pero jamás se produjo ni llegaron los hechos a la situación de aquellos momentos históricos. La desaparición de la espada encantada del rey Dodet, “robada por Fidor al pueblo elfo”, según versión del rey, y los rumores sobre la existencia de un príncipe de la dinastía Dodet, hacen resurgir esperanzas en la comunidad elfa sobre la posibilidad de que el desconocido miembro de la dinastía Dodet, pretenda recuperar el trono. Al comenzar aquellos rumores, mucha gente recordó que cuando la princesa Erana regresó a la Tierra de los Hombres, iba embarazada. Los elfos de más edad y mejor memoria piensan que debe existir un príncipe o princesa de unos dieciocho o diecinueve años de edad, que, sin duda, tiene derechos al trono del país.
Uno de los consejeros de Mauro, ante la insistencia de los rumores y el hecho de la desaparición de la espada encantada, advierte al rey sobre la conveniencia de buscar algún argumento para distraer la atención de la población, en tanto se localiza al desconocido príncipe o princesa.
Días antes, Murtrolls habla con Mauro y le da a conocer detalles concretos de su idea de construcción de un imperio que estará formado por los tres países limítrofes, el de los Trolls, el de los Elfos y el de los Silfos. Le dice que está madurando la idea y que cuando lo tenga todo decidido será el momento de actuar. Es en ese momento cuando Mauro piensa seriamente en la posibilidad de llevar a efectos la invasión del país vecino. Piensa que una guerra será la mayor preocupación para los elfos porque casi todas las familias se verán implicadas y se olvidarán de la existencia del príncipe o princesa desconocidos, y, al propio tiempo, podrá prestarle un buen servicio a su mentor, el rey Murtrolls, facilitándole sus ansias expansionistas. Con toda seguridad le agradecerá la presentación en bandeja de plata del país vecino. Hay otra razón. Alguien del entorno de Mauro le ha comentado la existencia de una princesa silfa llamada Radia, hija del rey Kirlog I, de una belleza sin igual y que en caso de conseguir desposarla, el reino de los silfos caería en su poder como fruta madura. Desde entonces la idea de aquella princesa desconocida va tomando forma en la mente retorcida de Mauro, que, poco después, la pide en matrimonio al rey Kirlog II. Previa consulta con su hija, Kirlog contesta que la princesa es muy joven aún y no accede a contraer matrimonio con un elfo que le triplica la edad. Los gritos de Mauro ante aquella negativa llegan a los lugares más alejados del reino. Amenaza a Kirlog II y a la familia real silfa con males sin fin y, fiel a su forma de actuar, piensa que lo mejor es apoderarse de la princesa por la fuerza. La invasión del país le servirá para congraciarse con el rey Murtrolls y el rapto de la princesa supondrá la satisfacción de un vehemente deseo personal. Solo dos o tres colaboradores conocen estos pensamientos íntimos de Mauro. Pero los tentáculos de Murtrolls llegan a todas partes.
La mayoría de los consejeros desconocen los verdaderos sentimientos de Mauro. Tampoco están al corriente de sus conversaciones con el rey Murtrolls. En el entorno del rey se corre la voz por los servicios de información que los silfos han alterado la frontera e invadido el territorio elfo y hay que expulsarlos. Para ello lo mejor es invadir el país y darles un escarmiento que no olviden jamás.
En sus conversaciones privadas, casi todos los consejeros se muestran contrarios con aquella decisión que consideran descabellada, pero, como siempre sucede en supuestos semejantes, nadie se opone de forma directa. Tienen miedo a las represalias de Mauro, terribles cuando alguien intenta contradecirle. Hay comentarios más o menos claros, pero solo eso y nunca llegan a conocimiento del rey. Comienzan los preparativos y en muy pocos días grandes contingentes de soldados salen de Varich y de otras ciudades del norte, y oficialmente todos ellos ponen rumbo a Jündika con intención de acampar en la ciudad y en sus alrededores, aunque no todos llegan a su destino. En un punto determinado, el contingente de soldados se divide en dos partes, una sigue hacia Jündika y la otra toma un rumbo desconocido que solo conoce el jefe que la manda.
Tres días después de la salida del contingente principal de tropas, el rey Mauro en persona abandona Varich, la capital del reino, al frente de un reducido grupo de soldados elfos y otro más numeroso de soldados trolls, enviados por el rey Murtrolls para colaborar en la invasión. La misión de estos últimos, participar en la invasión y, en parte, garantizar el resultado de la operación, dada la creencia generalizada de que los trolls son invencibles. La expedición real atraviesa el Desierto de las Calaveras y alcanza los alrededores de Jündika cuando el grueso de las tropas ya se ha asentado en un campamento en los alrededores de la ciudad. Se destaca un pelotón de soldados al mando del prestigioso general Calabrús que debe entrar previamente en la ciudad para rendir honores militares al rey Mauro.
El plan previsto, organizado desde Varich, es el de ocupar Jündika, hospedarse el rey y los altos dignatarios en los diferentes palacios de la ciudad y buscar el acomodo de la tropa en los lugares previstos por el delegado real, en las afueras del recinto amurallado, en una explanada existente entre la ciudad y la frontera. El delegado real dicta un bando dando las instrucciones precisas para que la acampada de la soldadesca se desarrolle sin incidente alguno, prohibiendo la entrada de soldados en la ciudad.
Pero la ciudad de Jündika que nunca fue partidaria del rey Mauro, ve en aquel planteamiento un ataque directo a su soberanía. Al tener conocimiento la población de las pretensiones del rey se producen manifestaciones violentas contra aquella decisión adoptada en secreto, sin el consentimiento previo de los habitantes de la ciudad que en ningún momento son consultados. Los habitantes de Jündika no quieren la guerra contra los silfos ni quieren ver al rey en su ciudad.
Al llegar el general y el pelotón de soldados a una de las puertas de Jündika, encuentran el puente levadizo bajado y una segunda puerta cerrada. Nadie responde a las llamadas. Cuando mayor es el desconcierto de los recién llegados, se abre una rendija y sale por ella un personaje tembloroso y pálido como un muerto. Es el delegado real. Avanza unos pasos en dirección al jefe que manda las tropas. A su espalda queda el puente, las murallas y mucha gente armada mirando desde las almenas, guardando un inquietante silencio.
-Las puertas de la ciudad están cerradas, general –dice el delegado real, con un encogimiento de hombros, demostrando su impotencia. –La gente se ha apoderado de las armas, han detenido a los soldados de la guarnición y están dispuestos a morir antes que permitir la entrada del rey Mauro y los soldados en la ciudad. Especialmente al tener conocimiento de que hay trolls entre los soldados del rey se han encrespado los ánimos. No quieren ni verlos.
-¿Qué? –pregunta el general con el rostro congestionado y descompuesto. -¡Esto es inaudito! ¡Inconcebible! ¡Informaré de inmediato al rey! Me temo que ordene la destrucción de la ciudad y la muerte de todos los ciudadanos rebeldes.
-He hecho todo lo posible por disuadirlos, general. He amenazado con las mayores desgracias para la ciudad, con un nuevo aumento de impuestos, con la ejecución de los cabecillas... Ha sido imposible convencerles.
-Mauro se pondrá furioso cuando lo sepa y veo peligrar tu cabeza, delegado. ¿Cómo has permitido la rebelión de la población y el apoderamiento de las armas?
-Tú sabes como yo que esta ciudad siempre fue partidaria de la dinastía Dodet y enemiga del rey Mauro. Aquí corren rumores sobre la existencia de un príncipe de esa dinastía, desconocido para todos, que aseguran recuperará el trono para la familia Dodet y están encantados con tal posibilidad.
-¿De dónde ha salido esa burda historia? ¡Es una majadería! –grita el general Calabrús, indignado, en un intento de desmentir una noticia por todos conocida.
-Alguien vino de Varich y comentó lo ocurrido con el carcelero del príncipe Ge’Dodet. Mucha gente ignoraba qué había ocurrido con el príncipe. Creían que había muerto junto a su padre y ahora, al saber que vive y que está preso en las mazmorras de Mauro desde hace varios años, la noticia ha exaltado los ánimos de sus partidarios y han contagiado a los indiferentes. Además, se habla de una carta que Ge’Dodet ha enviado a su hijo junto con la espada encantada del rey Dodet, a través de un amigo llamado Fidor. Se han encrespado los ánimos de los partidarios de la dinastía Dodet y este es el resultado. No quieren abrir las puertas de la ciudad al rey Mauro, al que llaman usurpador. Aún hay mucha gente que recuerda que la esposa del príncipe Ge’Dodet, humana de la Tierra de los Hombres, estaba embarazada cuando salió del país. Tú la recordarás como yo. Se llamaba Erana.
-¡Claro que la recuerdo! Pero eso sucedió hace veinte años y nunca se oyó hablar de ella ni de ningún hijo del príncipe.
-Parece ser que existe. Es raro que no conozcas esos rumores cuando precisamente provienen de Varich.
-Bueno... Algo he oído decir, pero en el entorno de Mauro nadie se atreve a hablar de ese tema. Es tabú. Y te aconsejo que no lo hagas porque es asunto que irrita especialmente al rey. Cuéntame con todo detalle qué ambiente se respira en Jündika.
El delegado real hace al general una exposición detallada de la situación, cargando las tintas para justificar su comportamiento.
-Está bien, espera aquí. Procuraré calmar al rey, aunque no respondo de cual pueda ser su reacción. Sabes que te aprecio por ser pariente de mi esposa y que fui yo precisamente quien gestionó tu nombramiento y no deseo tu mal. Si me ves regresar y en un momento determinado alzo la mano, huye al interior de la ciudad, porque será señal inequívoca de que traigo malas noticias para ti. Para tu cabeza. Pero no comentes esta advertencia con nadie porque podría costarme la mía.
El delegado real asiente y le da las gracias. Está intensamente demacrado.
Cuando el general Calabrús le da la noticia al rey Mauro, éste pierde el color y monta en cólera. Luego nota cómo la sangre le sube a la cabeza y le irrita de tal manera que pierde el control por completo. Es una noticia demasiado grave para un rey que se sostiene en el poder gracias a una inusitada violencia. Grita, vocifera, amenaza y ordena que ahorquen al delegado real colgándolo de un árbol frente a la puerta de la ciudad para ejemplo y advertencia de la población y comuniquen los heraldos que al finalizar la invasión del País de los Silfos atacará la ciudad hasta destruirla, pasando a cuchillo a todos sus habitantes.
Uno de sus generales le pide tranquilidad, con estas palabras:
-Majestad, debéis moderaos. El enemigo puede tener espías y saber lo que ocurre con los habitantes de Jündika. Pretenderá aprovecharse de la situación. Debemos aparentar que existe una completa normalidad. La explanada existente entre la ciudad y el puesto fronterizo, donde ya se encuentran estacionadas las tropas, es un lugar propicio para montar el campamento de vuestra majestad, es necesario comportarse con absoluta normalidad por el bien de todos. Una vez finalizada la campaña contra los silfos será el momento de ajustarles las cuentas a los habitantes de Jündika y hacerles tragar su osadía. Todos sabemos que en Jündika son partidarios de la dinastía Dodet pero nunca pensé que llegasen a esta situación de rebelión declarada.
-¿Y el delegado real? ¿Qué ha hecho ese imbécil para permitir llegar a esta situación sin informarnos? –grita el rey.
El general Calabrús habla y dice:
-Se ha visto desbordado por los acontecimientos, majestad. Al parecer vino alguien desde Varich e informó de lo ocurrido con el carcelero y las cartas que Ge’Dodet entregó al traidor Fidor. Parece ser que ese fue el fulminante de la rebelión. La gente ocupa las almenas de las murallas gritando contra la monarquía que representa vuestra majestad y pidiendo la libertad de Ge’Dodet. Según el delegado real toda la población de Jündika está en la calle manifestándose contra la prisión del príncipe, contra la invasión de los silfos, amigos de toda la vida, y aseguran, además, que los silfos no han ocupado ni un metro de terreno de territorio elfos. La situación es muy grave. Es prácticamente imposible entrar en Jündika en estos momentos.
Mauro se encoleriza contra los ciudadanos de Jündika que, una vez más, se oponen a él. Aquella situación la achaca a la intervención de los silfos y su decisión de arrasar el país vecino se acentúa con el paso de las horas.
-Calabrús, encárgate de que ahorquen al delegado real, como he dicho, para ejemplo de los demás. -¡Quiero verlo colgado de un árbol antes de abandonar este lugar! ¡Ahora mismo!
El aludido asiente y regresa a las puertas de la ciudad donde le espera tembloroso el delegado real pendiente de las manos del general. Inesperadamente, Calabrús levanta la mano derecha para ordenar algo a los soldados que le acompañan, momento que aprovecha el delegado real para retroceder, cruzar el puente y acercarse al segundo portón de entrada a la ciudad.
-¡Detened al delegado y ahorcarlo! –grita Calabrús cuando el delegado corre en dirección a la puerta de la ciudad. -Es una orden del rey para que sirva de ejemplo a los ciudadanos de Jündika y sepan el final que les espera por su desobediencia.
El delegado real tropieza y cae sobre el puente a menos de un metro del portón y en el mismo instante aparecen en las almenas numerosos elfos armados con arcos y flechas apuntando a los soldados del general Calabrús.
-Si tocáis a ese elfo, moriréis todos –advierte el cabecilla desde la almena. -¡Abridle las puertas al delegado!
El aludido, a gatas, alcanza los portalones y desaparece a través de la rendija de la puerta.
Mauro, al ver lo sucedido, monta en cólera contra el general Calabrús y amenaza desaforadamente pero nada puede hacer en aquel momento.
Ante aquel nuevo revés, y siguiendo los consejos de sus generales, el rey decide establecer su campamento fuera del recinto amurallado, en la explanada existente entre la ciudad y el puesto fronterizo.
La tienda de campaña de Mauro se sitúa en el centro del campamento. Alrededor se encuentran los pabellones de los soldados elfos y en la parte exterior, más cercana a la raya fronteriza, las tiendas ocupadas por los trolls, siempre dispuestos a ser los primeros en el combate y a la utilización de la guerra sucia, como seres miserables, repugnantes y asquerosos que son. En realidad no se aprecian signos de camaradería entre elfos y trolls y aquellos soportan a éstos por pura conveniencia y porque forman una guardia pretoriana del rey.
En el campamento, dominada la soldadesca elfa por el nerviosismo y el temor natural previo a las batallas, todos son preparativos. Los soldados revisan sus arcos y flechas, de mala gana; afilan sus espadas; preparan sus cotas de mallas; gritan y maldicen desaforadamente contra todo cuanto se interpone ante ellos; se oye el entrechocar de espadas de aquellos que se entrenan para el combate; en fin, un maremagnun de fácil interpretación. ¡La guerra! No obstante, la alegría brilla por su ausencia porque muchos saben que morirán sin saber por qué. Da la impresión de un malestar generalizado por parte de los soldados elfos. Como si aquellos elfos no desearan la guerra contra los silfos, y mucho menos que disfrutaran con unos aliados tan feroces como los trolls. Sin duda consideran que los silfos siempre fueron aliados y amigos, y los trolls, enemigos irreconciliables, aunque en aquel momento se hayan cambiado las tornas por decisión unipersonal del rey Mauro.
Los trolls se limitan a permanecer recostados en el suelo o contra las piedras, dominados por una indolencia absoluta, abrazados a sus garrotes de pinchos, como si fuesen sus novias o esposas. Estos individuos, aunque llevan espadas al cinto prefieren el garrote con un clavo en la punta cuando se trata de luchas de la naturaleza que se avecina.
Buena parte de los soldados esperan temerosos la orden de entrar en combate, que según comentarios se producirá de un momento a otro, pero también, y, al mismo tiempo, muchos de ellos tienen la esperanza de que la orden fatal no llegue a producirse, especialmente los soldados casados y con hijos; otros desean la rendición de los silfos a la vista del poderoso ejército elfo, para evitar la guerra, y entrar a saco en el país vecino, sin peligro alguno. Y casi todos se preguntan por el motivo de aquella guerra que carece de razones objetivas que la justifiquen, que más bien supone un empeño personal del rey en apoderarse de la princesa Radia y parte del territorio vecino, conscientes de que los silfos no han invadido ningún terreno ajeno. Y en medio de aquel maremagnun de noticias, los insistentes rumores de la existencia de un príncipe de la dinastía Dodet que puede manejar la espada encantada del rey Dodet, corre como un río desbordado y preocupa a los soldados de mayor edad que conocieron la eficacia de esa espada.

2

Los militares de alta graduación del País de los Silfos informan al príncipe Ab’Erana, a Cedric y a Fidor sobre las medidas adoptadas para la defensa de la frontera y el hecho significativo de que los habitantes de Jündika han cerrado las puertas de la ciudad al ejército elfo. Esta noticia enardece a Ab’Erana y a Fidor por el significado simbólico que puede tener para sus proyectos. Es una demostración palmaria de que, llegado el momento crucial, los habitantes de Jündika estarán de su parte y podrá contar con ellos para la reconquista del trono.
Los generales les muestran luego una zanja construida tres años antes a unos cincuenta metros del puesto fronterizo silfo, en la llamada Tierra de Nadie, que las autoridades del país prepararon en otra ocasión en que hubo amenazas de Mauro contra ellos. Cedric aconseja que una cuadrilla de operarios se introduzca en la zanja para profundizarla un poco más. Lo hacen aprovechando la oscuridad de la noche para sacar la tierra, y tanto él como Ab’Erana se ofrece a colaborar en la excavación, si les entregan una pala de mayor tamaño que las usadas por los silfos, lo que no es posible, aunque sí colaboran en sacar las tierras de las zanjas lo que hace avanzar los trabajos considerablemente. Cedric hace algunas observaciones para una mayor eficacia y especialmente decide colocar en el mismo borde de la zanja, por el lado más cercano a la frontera silfa, una serie de peñascos voluminosos que él mismo coloca durante la noche para evitar que los enemigos puedan observar los preparativos de la defensa.
Aquella noche hay una frenética actividad en la frontera silfa y en la llamada Tierra de Nadie más cercana a dicha frontera, amparados en la oscuridad y silencio, siendo la colaboración prestada por los dos hombres de enorme eficacia dada su fuerza física, infinitamente superior a la desarrollada por los diminutos silfos.
Durante todo el día siguiente continúa la actividad en el interior de la zanja, mientras Ab’Erana y Cedric se mueven constantemente de un lado a otro por la Tierra de Nadie, para que los enemigos puedan verlos desde el lado de Jündika. En algún momento, Cedric avanza hasta el centro de la explanada neutral levanta el bastón nudoso y amenaza a los que se encuentran en el lado de los elfos con intención de impresionarles y hacerles desistir de la invasión.
-¡Ay de quien intente llegar aquí y se ponga al alcance de mi bastón! –grita a toda voz. -¡No dejaré títere con cabeza! ¡Mauro el usurpador no olvidará su derrota mientras viva!
Aquella noche el rey Kirlog II, pese a la preocupación que embarga a la familia real y a todo el pueblo, decide invitar a una cena a los huéspedes que tan febrilmente han estado trajinando durante la noche anterior y todo el día en los preparativos para la defensa de la ciudad.
Una simple cena, sin etiquetas ni protocolos, algo que habría resultado inadmisible a los ojos de los ciudadanos, ante la inminencia de la guerra. El rey da a aquella cena un pomposo nombre muy significativo y descarnado, quizá para que la gente no se llame a engaño: “comida de trabajo y despedida de los que, sin duda, morirán y dejarán de estar entre nosotros, quizá yo mismo y mi propia familia”. Asiste a la cena buena parte de la población, concretamente todos los que caben en la plaza, pese al intenso frío reinante. Se encienden hogueras para combatir el frío; se reparten fiambres y bebidas calientes. No hay alegría y sí caras tristes y despedidas sutiles porque la mayoría está de acuerdo con las palabras pronunciadas por el rey de que aquella es una cena de despedidas. Quizá sea el último acto de ocio y recreo que pueden celebrar en su vida muchos de ellos ante la tormenta que se avecina y mentalmente piensan que pueden perder la vida en aquella batalla provocada de forma injusta por un rey malvado y miserable.
Asiste a la cena la familia real al completo, compuesta por el rey Kirlog II, su esposa Patra, y sus dos hijas, Quiva, la mayor, y Radia, la pequeña, ésta de una belleza inigualable y de altura desproporcionada para su raza, que sobrepasa la cabeza al resto de los silfos asistentes.
Ab’Erana queda deslumbrado al ver a Radia, por su belleza y simpatía, por su altura que le llega al hombro y su agradable conversación durante largo rato sin ningún tipo de protocolo. Hay desde el primer instante una corriente de simpatía recíproca entre ambos jóvenes, sentados a la mesa uno junto al otro, como si alguien hubiese querido forzar el destino de alguna forma. En realidad es la primera vez en su vida que Ab’Erana mantiene una conversación con una chica joven y hermosa y queda vivamente impresionado. En aquel momento, su odio hacia el rey Mauro se acrecienta al imaginarlo poniendo sus manos sobre la princesa.
Durante la cena llega un emisario desde la frontera y entrega a Kirlog II un mensaje. El rey lo lee en silencio ante la expectación de los asistentes más cercanos que, por la expresión del monarca, se aperciben de la gravedad de la situación. Luego, el rey, abandona la mesa y convoca a una reunión urgente a varios miembros de su corte, y, además, a Fidor, Ab’Erana y Cedric, sus nuevo aliados. Al estar todos reunidos, Kirlog entrega el mensaje a uno de sus colaboradores para que lo lea en voz alta.

-“Del rey de los elfos, Mauro I, al rey de los silfos, Kirlog II.
“Majestad, soldados de vuestro país han ocupado, en un acto reprobable, parte del territorio elfo sobre las montañas fronterizas, sin duda por orden de vuestra majestad, en una maniobra provocadora. También hemos tenido noticias de la colaboración que los silfos han prestado al traidor Fidor para que procediera al robo de la llamada “espada encantada” expuesta en la Torre Siniestra en la ciudad de Varich y en los actos de enemistad contra mi monarquía influyendo en la gente de Jündika a favor de la extinguida dinastía Dodet. Ni mi pueblo ni yo podemos consentir semejantes atropellos. Le conmino a que de forma inmediata aleje de la frontera sus tropas a fin de que pueda atravesar el ejército elfo y ocupar la parte usurpada, y entregue al traidor Fidor, si es que se encuentra en su país. De no hacerlo así, los soldados elfos, en cualquier momento, entraran a saco en el País de los Silfos, arrasando cuanto encuentren a su paso y vuestra majestad será el único responsable de lo que suceda.
Únicamente estaría dispuesto a retrasar la invasión si me entregáis como rehén a vuestra hija, la princesa Radia, en garantía de la devolución de los terrenos usurpados, la entrega del traidor Fidor, y un bando de reconocimiento de culpa por vuestra injusta intervención en la ciudad de Jündika.
Mauro I, rey de los elfos”.

-¡Está loco!
-No, majestad, no está loco. Ese individuo es un tramposo y un degenerado –advierte Fidor.
-Señores -grita Kirlog II, enfurecido. -Los silfos no hemos ocupado jamás territorio elfo, ni hemos prestado ayuda a Fidor para apoderarse de la espada encantada del rey Dodet, ni hemos influido en la población de Jündika en ningún sentido; y él lo sabe perfectamente. Sin embargo, tiene la desfachatez de pedirme que le entregue a mi propia hija como rehén. Pretendió desposarla y al recibir la negativa de mi hija y mía, pretende apoderarse de ella con malas artes, como un malhechor cualquiera. ¡Es un canalla!
-Es la forma de justificar una invasión injusta ante el pueblo elfo y los demás países del entorno –puntualiza Fidor. –Podrá decir que intentó evitar la guerra y que la intransigencia de los silfos le obligó a ello sin especificar que su planteamiento es falso y sus condiciones inaceptables.
-¿Qué haremos, Majestad? –pregunta un silfo que por su apariencia debe ocupar un alto cargo militar en el reino.
-¿Qué haremos? ¡Defender nuestro país, general! Si cedemos a los deseos de Mauro y nos retiramos de la frontera, entrarán a saco y arrasarán la ciudad sin miramiento alguno. Es un miserable. Nos defendamos o no, el final será idéntico. Él ha tramado su plan y desea llevarlo a efecto. Ya conocemos la forma de actuar de los trolls. Con esa gentuza no valen rendiciones ni compromisos. Son demonios que no respetan absolutamente nada. Así fue siempre a lo largo de la historia. Si vamos a morir al menos hagámoslo con dignidad. Nos defenderemos hasta la muerte. Además de nuestras fuerzas, contamos con la ayuda inestimable del príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, que tiene en su poder la célebre espada encantada del rey Dodet, y también con la ayuda de su abuelo Cedric, capaz de luchar contra cincuenta elfos a la vez.
-Organizaremos la defensa del país –dice el general. –Según nuestro servicio de información todas las fuerzas del rey Mauro están concentradas en las inmediaciones de Jündika, lo que viene a significar que será por ahí por donde se produzca el ataque. De inmediato ordenaré poner en alerta el llamado Plan Topo.
-Haz lo que sea necesario, general. No quiero soldados elfos, ni mucho menos trolls, pisando nuestra tierra. Si llegan a entrar tengo la seguridad de que será una auténtica catástrofe para nuestro pueblo. Para todos. Arrasarán todo lo que encuentren a su paso. Casas y vidas. No quiero ni pensarlo siquiera.
Kirlog hace una pausa, apesadumbrado, se pasa las manos por el rostro, permanece unos minutos en silencio ante las miradas expectantes de sus acompañantes y luego, fijando su atención en Ab’Erana, le dice:
-Príncipe Ab’Erana. Ya has oído la pretensión de Mauro con respecto a mi hija Radia. ¡Es un miserable! Tú, con la espada encantada del rey Dodet, tienes todas las posibilidades de salir airoso y continuar vivo aun en caso de la catástrofe general que se cierne sobre mi pueblo. Voy a hacerte una petición que es al mismo tiempo súplica de un esposo y padre acongojado. A ti te encomiendo la vida y seguridad de la reina y de las princesas. ¡Júrame que las defenderás con todas tus fuerzas!
Se produce un silencio impresionante ante aquella petición y todas las miradas se concentran en Ab’Erana. El joven piensa que en pocos días un príncipe apresado y un rey atemorizado le echan una pesada carga sobre la espalda que ignora si podrá soportar.
-Las defenderé hasta morir si es preciso, majestad –promete Ab’Erana sacando la espada de su vaina y elevándola hacia el cielo. -¡Lo juro sobre la espada de mis antepasados!
-Gracias, príncipe. Confío en tu palabra y sé que lo harás si llega ese momento. Vamos. Debemos estar preparados para lo peor.
-¿Cuál es ese Plan Topo, exactamente? –pregunta Ab’Erana.
-Son las zanjas disimuladas que se profundizaron ayer y anoche a lo largo de la frontera, que, pensamos, dificultarán el paso de los invasores. Exactamente donde Cedric y tú colocasteis las piedras y los espinos para esconder tras ellas a nuestros soldados –aclara el general. -Entre nosotros le llamamos Plan Topo.
-Nuestra frontera con los elfos nos favorece –continúa diciendo el rey, en un intento de auto convencerse. -Salvo por los pasos de montañas es imposible entrar al país. Es un terreno tremendamente escabroso que imposibilita la marcha de un ejército. Tendrán forzosamente que atravesar la Tierra de Nadie o intentarlo por Ubrüt. Si lo intentan por esta última frontera lo conseguirán sin esfuerzo alguno porque Grandollf no está preparada para rechazar a los invasores.
-Todo parece indicar que lo intentarán por Jündika, único punto en el que han concentrado sus fuerzas. Según nuestras informaciones no hay movimientos de tropas en la otra frontera, o, al menos, no se han detectado por nuestro servicio de información –comenta uno de los generales.
-Bueno –dice Cedric, rascándose la cabeza-. Esas piedras no están allí colocadas para que se oculten tras ellas los soldados silfos sino para empujarlas cuando los trolls hayan caído en las zanjas y machacarlos.
-¡Magnífico! ¿Cómo no lo dijiste antes, Cedric? –pregunta el rey.
-Era una sorpresa de última hora.
-Muy bien. De todos modos no debemos dejar sin respuesta esta nota. De hacerlo, Mauro pensará que acatamos sus órdenes o que nos sentimos asustados. Escribano, -ordena el rey en un momento de decisión-, escribe un mensaje para el rey Mauro con el texto que voy a dictarte:

“Del rey de los silfos, Kirlog II, al miserable rey de los elfos, Mauro, también conocido como ‘el usurpador’.
“Sabed que nunca el pueblo silfo invadió territorio de los países colindantes. Tampoco lo hizo esta vez con el País de los Elfos, pueblo amigo y respetado de toda la vida mientras reinó la honorable dinastía Dodet. Tampoco prestó ningún tipo de ayuda a Fidor ni promovió la rebelión silenciosa de los habitantes de Jündika contra nadie.
“Tanto mi pueblo como su rey tenemos el sentimiento de que al acusarnos solo buscáis una excusa burda para invadir nuestro país.
“Estamos preparados para rechazar la invasión si llega a producirse. Quiero advertiros que contamos con la inestimable ayuda del príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, armado con la espada encantada del rey Dodet, y su abuelo Cedric, capaz de luchar contra cincuenta elfos, o veinte trolls, a la vez, y vencerlos, y la estrecha colaboración de Fidor, a quien no pensamos entregar.
“No encuentro palabras adecuadas para responder a la miserable petición de rehén sobre mi propia hija. ¡No tenéis dignidad ni vergüenza! Sois un individuo miserable y asqueroso.
“Mi pueblo y yo os requerimos para que desistáis de vuestro empeño antes de que corra la sangre de nuestros soldados.
Kirlog II, rey de los silfos”.

-¿Es aconsejable decirle a Mauro quienes somos? –pregunta Cedric.
-Creo que sí. Además, os han visto cada vez que salisteis a la Tierra de Nadie y deben sospechar vuestra identidad –responde el rey.
-Cuando se corra la voz de la presencia del príncipe en las filas silfas, muchos soldados desertarán y le darán la espalda a Mauro como, al parecer, han hecho los habitantes de Jündika.
-Imagino que las autoridades ocultarán a los soldados el contenido de esta nota para que desconozcan la presencia del príncipe Ab’Erana, –comenta uno de los militares.
–Parece obvio que así sea. Esa noticia puede ser perjudicial para ellos –aclara otro.
-¿No habría forma de acercarse al centro de la Tierra de Nadie y gritar que el príncipe Ab’Erana con la espada encantada del rey Dodet está con nosotros? –pregunta el rey.
-Si alguien pudiese dejar hojas informativas en la frontera y en las calles de Jündika para que todos sepan que el hijo del príncipe Ge’Dodet, armado con la espada encantada, está dispuesto a luchar contra Mauro para impedir la invasión de nuestro país y tratar de recuperar el trono de los elfos, sería un golpe magistral y tal vez definitivo para que ese loco desista de su idea –comenta uno de los consejeros del rey.
-Es cierto. El país está muy descontento con el rey Mauro. Si la gente ve la posibilidad de librarse de él, quizá presten ayuda para la restauración de la antigua monarquía –dice otro de aquellos personajes.
-Esa maniobra informativa quizá pudiese evitar la guerra –aventura Fidor, mirando fijamente a Ab’Erana.
-Será imposible enviar a ningún soldado al territorio enemigo y menos aún a Jündika, quizá algunas flechas con mensajes pudiese ser una solución –apunta alguien.
-Bien, más adelante trataremos de ese asunto. Ahora, si estáis de acuerdo con la respuesta al mensaje de Mauro, de inmediato saldrá un mensajero para llevarlo a la frontera y entregarlo a los soldados enemigos. ¿Qué decís?
-¿No será contraproducente provocarlo, llamándole usurpador y miserable asqueroso, en la situación en que nos encontramos? –pregunta otro de los asistentes.
-Quizá lo sea, pero conviene demostrarle que no tenemos miedo –reconoce el rey Kirlog. –Además, esos apelativos le ofuscarán y es posible que cometa errores. De todos modos él debe tener ya decidido invadirnos sea cual sea nuestra respuesta. ¿Hay alguna objeción más?
-No es ninguna objeción, majestad, pero ¿no sería preferible enviar el mensaje al amanecer? De hacerlo ahora podrían atacar durante la noche y...
-Tienes razón. Enviaremos el mensaje al amanecer cuando tengamos a nuestros soldados en orden de combate. Lo que sí haremos ahora mismo es informar al pueblo de la decisión adoptada y le pediremos que esté preparado porque la guerra puede desencadenarse en cualquier momento si Mauro persiste en su idea, de lo que no tengo la menor duda. Daremos por finalizada la cena, le diremos a los soldados que se concentren en la frontera y que el resto de la población se recluya en sus casas y tenga las armas al alcance de la mano. Ya celebraremos más adelante el triunfo final –dice Kirlog II, intentando transmitir a los demás una euforia de la que internamente carece. –Tengo la seguridad de que, con las ayudas de última hora, venceremos.


martes, 29 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo X de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO X

El país de los Silfos

1

Caminan por un sendero estrecho y zigzagueante que discurre entre peñascales. En primer lugar van los tres elfos encabezados por Kunat el Viejo que indica el camino a seguir, detrás Fidor y Ab’Erana, y cierra la comitiva Cedric. Picocorvo mantiene a duras penas el equilibrio en el hombro del chico, debido a las irregularidades del terreno y del continuo subir y bajar. A veces, revolotea sobre los soldados elfos en vuelos bajos y rápidos, quizá con intención de hacerles desistir de cualquier intento de fuga, si es que tal idea les pasa por la imaginación, algo improbable ya que de haber querido huir lo habrían hecho durante la pelea con los salteadores de camino. Los tres soldados no pierden de vista a Picocorvo ni durante sus vuelos ni cuando descansa sobre el hombro del príncipe. La pelea sostenida dos días antes contra la Banda de los Árboles les ha impresionado profundamente. Tienen plena conciencia de cómo el águila se entiende con Ab’Erana, cómo obedece sus órdenes, como colabora en todo instante en lo necesario y si en algún momento la idea de la huida pasa por sus cabezas, se les disipa de inmediato al comprender que les resultará imposible escapar de las garras del águila que vuela mucho más aprisa que la velocidad que puedan desarrollar sus temblorosas piernas.
No obstante, para evitar sorpresas como las padecidas días antes en el bosque, Ab’Erana envía a Picocorvo de trecho en trecho a comprobar si el camino está, o no, expedito. En una de las ocasiones, Picocorvo advierte a Ab’Erana de que un grupo de cuatro soldados del joven Latefund sigue sus pasos.
-¿Después de haberle salvado la vida se comporta de ese modo? –pregunta Fidor, mostrando una completa extrañeza.
-Es posible que pretenda saber dónde está situado el País de los Elfos por si alguna vez necesita recuperar el anillo que me regaló. No debí aceptarlo.
-Pudo haberlo dicho con claridad, ¿no? –comenta Cedric, tan indignado como Fidor.
-Está bien. Ir atentos, y en cuanto encontremos un lugar apropiado nos ocultaremos y los dejaremos pasar.
Poco más tarde encuentran una cueva camuflada y se introducen en ella mientras los elfos borran las huellas para evitar el rastreo de los soldados.
A lo lejos ven pasar a los cuatro jinetes y un rato después los ven de nuevo dando vueltas buscando alguna pista.
-Tu amigo Latefund te la ha jugado –dice Cedric, bromeando. –No puede uno fiarse de los que mandan, ¿eh Fidor?
-Desde luego. Ya conoces mi forma de pensar en ese aspecto.
Un rato después, Ab’Erana ordena a Picocorvo que haga una salida y compruebe si aún se encuentran los cuatro jinetes por los alrededores y cuando el águila le confirma el regreso y alejamiento, el grupo decide continuar la marcha.
Siguen otra media jornada.
-Pronto entraremos en el País de los Silfos –advierte Kunat el Viejo.
-¿Qué me puedes contar de los silfos mientras caminamos, Fidor? -pregunta Ab’Erana.
-Es un país pequeño, con menor superficie que el nuestro y con menos habitantes -aclara Kunat, interviniendo en la conversación.
-Es de mediana extensión, y, como dice Kunat, tiene la mitad de habitantes que el nuestro. En general la tierra más cercana al Mundo de los Hombres es un terreno extraño. Hay que atravesar un lugar dominado por intensas nieblas que lo invade todo; a continuación se extiende una llanura tenebrosa, plantada de árboles muertos, quiero decir con todos los ramajes secos, como brazos descarnados, barrida por un viento gélido que cala hasta los huesos y hace estremecer. El lugar es ciertamente pavoroso e inquietante, y si alguien consigue encontrar el camino es muy posible que de la vuelta ante el panorama tan desolador que se le ofrece. Todo ello hace que esa parte del país esté prácticamente deshabitada salvo algunas aldeas cuyos habitantes se dedican al pastoreo y a la apicultura. La mayor parte de la población se congrega en los valles fértiles del norte que rodean la capital del país, Morac.
-Ya te ha dicho Fidor que ambos países están separados por una cadena montañosa, con grandes alturas, prácticamente inaccesible, con excepción de dos puertos de montaña que permiten la comunicación y en los que están instalados los dos únicos pasos fronterizos posibles. Concretamente, cerca de ambos pasos, en territorio elfo, se encuentran dos ciudades históricas, las más antiguas del país, llamadas Jündika, y Ubrüt, que dan nombre a las respectivas fronteras. En tiempos de armonía y amistad, los elfos de Jündika y de Ubrüt van a realizar sus compras a Morac, la capital del País de los Silfos, y a Grandollf, la segunda ciudad en importancia de la comunidad silfa, ambas situadas en el valle del río Nervo.
-Aguarda un momento, Kunat. Creo que el príncipe no ha debido enterarse bien con tu explicación –dice Fidor que no desea que Kunat adquiera demasiado protagonismo.
-Sí, está algo confusa la explicación debido a los nombres de las ciudades –advierte Ab’Erana que comprende las intenciones de su amigo Fidor.
Fidor coge un trozo de rama, explana una pequeña superficie de terreno y comienza a hacer unas señales en el suelo.
-Imagínate una línea de separación entre ambos países que pasa por las crestas de las montañas. En el lado norte, País de los Elfos, se encuentran las ciudades de Jündika y Ubrüt y en el lado sur, País de los Silfos, a la misma altura que Jündika está Morac, la capital; y a la misma altura que Ubrüt está Grandollf. Hay dos puertos de montañas, que unen Jündika con Morac y Ubrüt con Grandollf. ¿Lo entiendes ahora mejor?
-Perfectamente.
-Solo se puede pasar de un país a otro a través de esos dos puertos de montaña –insiste Kunat.
-Tanto Morac como Grandollf están situadas junto a un río llamado Nervo, en unos hermosísimos valles. -Los elfos prefieren ir a comprar y a cambiar sus productos a Morac y a Grandollf en vez de a Varich, para evitarse atravesar el peligroso Desierto de las Calaveras, infestado de peligros de todo tipo y especialmente de las Traicioneras Ciénagas Amarillas que tanta gente se han tragado a lo largo del tiempo, y también debido a las distancias –aclara Fidor.
Ab’Erana asiente.
-Las relaciones entre elfos y silfos siempre fueron inmejorables. Se deterioraron visiblemente cuando la usurpación del trono de los elfos por parte de Mauro. En algunas ocasiones, cuando mayor es la tensión en el interior de nuestro país, la gente de Mauro propala noticias falsas sobre los silfos, acusándolos de haber modificado las fronteras, o bien les acusa de colaborar con los partidarios de la dinastía Dodet, o de haber atacado a los soldados elfos en la frontera. Siempre acusaciones falsas, amenazando con dar una lección a los silfos. Todo es mentira. Lo supe por información de elfos allegados al propio rey Mauro que simulan ser sus partidarios aunque en realidad lo son de la dinastía Dodet. Son noticias propagandísticas. Auténticos bulos propiciados por el propio Mauro para distraer la atención de la gente. Desde luego nunca creí que la invasión se produjera. Me resulta difícil pensar en la posibilidad de una guerra sin motivo alguno, llevando a la muerte a un sin fin de individuos solo por mantenerse en el poder –termina Fidor.
-Sin embargo, es así –dice Kunat. -Después de tu salida de Varich con la espada encantada, Mauro manifestó públicamente su deseo de castigar a los silfos y anexionarse su territorio con ayuda de los trolls, acusándolos de haber colaborado contigo en el robo de la espada. Pretendía distraer la atención de la gente, muy enfadada por el aumento de los impuestos. Los impuestos y la falta de trabajo de la población elfa son los verdaderos problemas del país. La gente lo comenta a diario en plazas y mercados. Muchos elfos han perdido el miedo y comienzan a gritar insultos contra el rey y contra la presencia de los trolls que están ocupando los cargos más relevantes del país que deberían ser ocupados por elfos. Hay muchos presos por esta causa.
-El rey de los silfos, Kirlog II, a raíz de las manifestaciones de Mauro, ordenó cerrar las fronteras entre ambos países durante algún tiempo, para evitar que se produjera la anunciada invasión o la infiltración de espías al servicio de Mauro. Pero, poco más tarde, el propio Mauro, quizá dándose cuenta de que sus palabras amenazadoras habían puesto en aviso a sus vecinos, hizo otras afirmaciones, contradictorias con las primeras, en el sentido de que no debían producirse discrepancias graves con los “silfos, amigos de toda la vida”. Las aguas de la tranquilidad volvieron a su cauce y los puertos fronterizos quedaron abiertos de nuevo. No sucedió nada y todo se mantiene tranquilo pero la situación no ha vuelto a ser como antes. Hay una tensión palpable entre ambos pueblos. Mucha desconfianza. El común de la gente continua con su tráfico normal, e, incluso, las autoridades de Jündika mantienen el comercio con los silfos, aunque no ocurre lo mismo con las de Ubrüt. En Jündika, ya te dije, toda la población es partidaria declarada de la dinastía Dodet, y esto hace que las relaciones con los silfos continúen siendo inmejorables.
-Comprendo –responde Ab’Erana.

2

La situación se deteriora de la noche a la mañana al ver los silfos cómo llegan soldados, elfos y trolls, a la ciudad de Jündika y montan un impresionante campamento en los alrededores, muy cerca de la frontera.
El rey Kirlog II pide de inmediato explicaciones sobre aquel movimiento de tropas y solo recibe como respuesta que se trata simplemente de maniobras de los soldados. Al parecer, el rey de los elfos ha decidido actuar contra los silfos sin anunciar la batalla a bombo y platillo como en ocasiones anteriores.
Las hostilidades las rompe unilateralmente el rey de los elfos, sin motivo alguno, ante la incomprensión de la mayoría de sus colaboradores que intentan convencerle para que desista en su empeño. El Consejero Astral desaconseja la invasión por una serie de extrañas motivaciones astrales, “al no producirse la conjunción apropiada entre planetas”. Otros consejeros dan argumentos razonables y diferentes, que son rechazados por el rey Mauro con desprecio.
A la vista de aquella maquinaria de guerra organizada por Mauro, los silfos esperan la invasión de su país, de un momento a otro, posiblemente en los días inmediatos. Y los elfos comienzan a ser mal vistos en las ciudades silfas.
Pero estos detalles los ignoran Fidor y sus acompañantes, al haberse producido después de la huida de Fidor con la espada encantada del rey Dodet y de la salida de Kunat y demás soldados de la ciudad de Varich.

3

Después de atravesar las Llanuras de las Nieblas y de los Vientos Helados, lugares ciertamente desoladores, la situación desértica y deshabitada del sur permite al grupo de Ab’Erana adentrarse en el País de los Silfos sin encontrar a nadie en el camino. Pese a todo, al acercarse a algunos pequeños núcleos de población que encuentran a su paso, los bordean para pasar desapercibidos y evitar el temor de los ciudadanos ante la presencia de hombres en el país, con tal suerte que nadie llega a verlos. La pretensión es la de cruzar el territorio silfo en el más riguroso incógnito y a ser posible atravesar la frontera de Jündika durante la noche aprovechando la oscuridad, evitando las preguntas de los guardias fronterizos y los problemas de todo orden que la presencia de dos humanos podrían causar.
En un atardecer, en las cercanías de la primera localidad silfa de cierta importancia que encuentran en el camino, se quedan sin agua ni alimentos para aquella noche. Picocorvo ha intentado cazar durante el día sin resultado positivo. En aquellas tierras abandonadas del sur del País de los Silfos ni siquiera hay caza para abastecer las necesidades de los expedicionarios y tampoco encuentran ningún arroyo o riachuelo para beber. Fidor decide enviar al pueblo a Kunat el Viejo a pedir agua y a realizar algunas compras absolutamente necesarias y de paso realizar determinadas indagaciones sobre el paso fronterizo de Jündika.
-¿Dónde me esperaréis? –pregunta el soldado, mirando a unos y otros, y al águila, con cierta desconfianza. -¿No sería mejor que fuésemos todos?
-No. Si en esa población nos viesen llegar a todos juntos se organizaría un alboroto de mil diablos –refuta Cedric. –Imagínate cuando la gente me viese aparecer en mitad de la calle. Gritarían y huirían aterrorizados. Es preferible que vayas tú solo.
-Cuando hagas las compras y te hayas informado, sales de la población por el mismo camino de entrada y nosotros saldremos a tu encuentro a una distancia prudencial –responde Fidor, temeroso de quedar en algún lugar determinado y verse traicionado por el soldado, pese a las muestras de sinceridad y colaboración con que viene efectuando los tres soldados.
-¿Puede acompañarme Ludok o Llovis?
-Elige al que prefieras de los dos.
-No tengo preferencias, decídelo tú mismo.
-Está bien. Ludok, ve con él. Así podréis ayudaros uno al otro.
Nadie hace comentario alguno. Los dos soldados, desarmados y dominados por cierto nerviosismo, se dirigen hacia la población para cumplir el encargo de Fidor mientras el resto permanece a la sombra de unos árboles.
Al comprobar su tardanza, Fidor comenta a sus amigos que los dos soldados pueden haber aprovechado la distancia para escapar y avisar al rey Mauro de su presencia. Interrogan al soldado llamado Llovis sobre las intenciones de sus compañeros y este afirma de forma categórica que en ningún momento han pensado en huir, o, al menos, a él no le han informado de nada.
-Hemos jurado fidelidad al príncipe Ab’Erana y estamos dispuestos a luchar y a morir por él. ¿No comprendes que nos ha salvado la vida dos veces, Fidor?
El aludido se avergüenza de su pregunta y asiente.
Esperan un rato más.
Ab’Erana se mantiene pensativo. Aguarda unos minutos más y luego ordena a Picocorvo que salga a la búsqueda de los soldados.
-Picocorvo, ve a la población a ver qué sucede. Si no ves nada de interés localiza a Kunat y a Ludok, revoloteas sobre ellos y los haces regresar. Tal vez hayan equivocado el camino.
-¡Estoy convencido de que no han huido, príncipe! –protesta el soldado Llovis.
-No he dicho que hayan huido, Llovis, pero sí pueden haberse desorientado al abandonar el pueblo por lugar diferente.
–Los tres te agradecemos que nos perdonaras la vida y nos salvaras de los asesinos. Te seguiremos hasta la muerte.
-Así lo creo yo también, Llovis. De todos modos debemos saber qué ha sucedido con ellos. También es posible que se encuentren en peligro, ¿no crees?
Picocorvo remonta el vuelo, comienza a dar vueltas sobre la población de los silfos y regresa a los pocos minutos, manteniendo la conversación telepática con el príncipe.
-Los han apresado y los tienen atados a postes en la plaza pública –aclara Ab’Erana. –Dice Picocorvo que les arrojan piedras y objetos y que lo están pasando muy mal.
-Nunca los silfos atacaron a los elfos de esa forma. Debe haber alguna causa muy grave para que sucedan las cosas de ese modo.
-Posiblemente Mauro haya declarado ya la guerra a los silfos y hayan comenzado los ataques –aventura Llovis. -En Varich se hablaba de que la guerra sería inminente y uno de nuestros jefes nos lo confirmó antes de ordenarnos esta misión.
-Hemos de ir de inmediato a liberarlos –decide Cedric –Si Mauro ha declarado la guerra, los silfos pueden considerarlos espías y sus vidas correr peligro. Ab’Erana, dile a Picocorvo que vuelva, observe, y si ve que Kunat y Ludok están en peligro de muerte, procure soltarlos, y, si es necesario, que ataque a los silfos procurando no hacer demasiado daño, por lo que podamos necesitar luego. Dile que nosotros vamos hacia allá detrás de él.
Ab’Erana, siguiendo las indicaciones de su abuelo, ordena la misión al águila.
Picocorvo se marcha de inmediato a cumplimentar la orden y el grupo corre hacia la población. Ven a Picocorvo revolotear en círculos sobre el núcleo urbano y llegan a la conclusión de que los soldados no están en peligro de muerte.
El nombre de aquella pequeña ciudad es Horus, según un letrero que encuentran a la entrada.
La estampida de silfos y silfas o sílfides, gritando, aterrorizados, es generalizada al ver entrar en la plaza a Cedric y Ab’Erana a quienes consideran gigantes los que nunca han visto a un ser humano, que son prácticamente todos. Cedric especialmente rebasa la altura de los edificios y ocupa media calle al andar. Fidor y Llovis corren tras ellos, con la lengua fuera.
En el centro de la plaza hay un poste en el que los dos elfos permanecen atados. En unos segundos la plaza queda desierta. Alrededor del poste hay piedras y palos arrojados por los silfos a los dos prisioneros, pero en su huida hacia los extremos de la plaza los silfos han arrojado todo lo que llevaban en las manos para poder correr mejor y desaparecer cuanto antes.
Ab’Erana se acerca a Kunat y a Ludok y los desata, sin oposición de nadie, cortando las cuerdas con la espada encantada. Ambos presentan magulladuras, tienen las ropas destrozadas y señales evidentes de haber sido maltratados o torturados.
Los gritos de los silfos escondidos en las esquinas de las calles que desembocan en la plaza son incesantes, insultando a los elfos especialmente.
-¿Qué ha sucedido? –pregunta Ab’Erana a Kunat. -¿No dijisteis que los silfos eran amigos de los elfos? ¿Qué habéis hecho?
-Nos acusan de ser espías del rey Mauro. Las cosas en estos momentos deben andar mal entre elfos y silfos. Parece que Mauro ha declarado la guerra a los silfos y ha enviado a Jündika gran número de soldados con intención de invadir el país. Lo que yo te adelanté, príncipe. Mauro está cumpliendo sus amenazas aunque mucho antes de lo previsto.
-¿Por qué se produce la invasión exactamente? ¿Han dicho algo?
-No hemos podido hablar con ellos. Están muy nerviosos y... Solamente hemos recibido palos y pedradas.
-¿Quién manda aquí? –pregunta Fidor, interviniendo en la conversación por primera vez. –Hay que aclarar la situación de forma inmediata para evitar males mayores para todos. Si nos atacan tendremos que defendernos y no me gustaría dañar a los silfos que pueden llegar a ser nuestros aliados, como dijo Cedric.
-Aquel silfo pequeño y grueso, el del traje rojo es el que ordena lo que deben hacer. Todos le obedecen. No sé exactamente quien es porque nada más llegar a la plaza se abalanzaron sobre nosotros, no nos dieron posibilidad de defendernos y ni siquiera de hablar. Sabemos que los elfos han declarado la guerra a los silfos por algunas palabras sueltas que han dicho delante de nosotros. Parece que se estaban organizando para ir a alguna parte y nuestra llegada ha venido a retrasar su salida. No sabemos nada más. Solo hemos recibido pedradas y palos como dije antes. Fíjate cómo está todo eso.
Los silfos permanecen agrupados en uno de los extremos de la plaza y no cesan en sus gritos amenazadores. Muchos de ellos mantienen armas en las manos, especialmente arcos y flechas, preparados para disparar. El momento es de gran tensión.
Fidor, valientemente, se adelanta unos pasos en dirección al lugar donde se encuentran agrupados los silfos, hace señales de ir desarmado, alza la mano en son de paz y le indica al silfo vestido de rojo que se acerque para parlamentar. Obedece el aludido, un silfo de mediana edad, que empuña una espada en la mano derecha y lleva un pergamino en la izquierda, al que siguen un grupo de vecinos armados que profieren gritos amenazadores contra los elfos.
Cedric, Ab’Erana y los tres soldados elfos se acercan también situándose junto a Fidor. Cedric y Ab’Erana parecen dos seres gigantescos rodeados por una caterva de individuos diminutos que chillan desaforadamente a su alrededor. Ab’Erana mantiene empuñada la espada encantada que no cesa de moverse y Cedric tiene preparado su bastón de nudos por si se ven obligados a repeler alguna agresión que, de momento, no parece vaya a producirse. Los silfos son gente pacífica pero, en la vida, todas las cosas tienen su límite.
-¿Quiénes sois y qué hacéis en nuestro país? –pregunta el silfo de traje rojo, al encontrarse frente a Fidor, aunque sin apartar la vista de Cedric, cuya estatura evidentemente le impresiona, preocupa y asusta.
-Venimos en son de paz, amigo silfo. Simplemente vamos de paso hacia Jündika.
-No hay paz entre elfos y silfos en estos momentos históricos. -Los elfos habéis declarado la guerra a los silfos y estáis concentrando soldados en Jündika para invadir nuestro país –aclara el silfo con cierta solemnidad, en medio de un griterío ensordecedor. -El rey Mauro pretende apoderarse de nuestras tierras. Lo dice nuestro rey en este bando –asegura el silfo señalando el pergamino que tiene en la mano. -¿Es que vais a engrosar el grupo de invasores, o a informar de nuestras defensas?
-Ni lo uno ni lo otro, amigo silfo. Ya te he dicho que somos gente de paz. -¿Me permites leer ese bando de mi amigo el rey Kirlog II? –pide Fidor con mucha seriedad.
-¿Conoces a nuestro rey?
-Sí, lo conozco. Y somos amigos desde hace muchos años, incluso desde antes de que fuera rey.
-Toma. Lee –dice el silfo suavizando el gesto.
Fidor lee el bando, luego se lo pasa a Ab’Erana y éste a Cedric que se lo devuelve al silfo.
-Ignoramos lo ocurrido, amigo silfo. Hace muchos días que abandoné mi país perseguido por los soldados del rey Mauro, el usurpador. Pretendían matarme y aquí puedes ver la cicatriz de la herida que me produjeron –dice Fidor señalándose la cicatriz del costado. -Vengo de la Tierra de los Hombres, como puedes comprobar por los dos gigantes que me acompañan.
-Los silfos siempre fuimos amigos del rey Dodet y nunca tuvimos problemas con los elfos hasta la llegada de Mauro que desea apoderarse de nuestro país desde el principio de su reinado –insiste el silfo del traje rojo. –Hay centenares de elfos en los alrededores de Jündika dispuestos a invadirnos, destruir nuestras ciudades y nuestras casas y matarnos o esclavizarnos. Lo dice el rey aquí como has leído –grita el elfo y vuelve a señalar el pergamino.
-Haya paz entre nosotros, amigo silfo. Ambas partes estamos en el mismo bando –comenta Fidor, buscando su mejor sonrisa para convencer a su interlocutor.
-¿Quién eres tú? –pregunta un silfo de más edad y aspecto honorable, adelantándose a los demás.
-Mi nombre es Fidor y soy partidario y amigo del príncipe Ge’Dodet, preso en las mazmorras del rey Mauro. ¡Ninguno de nosotros es espía del usurpador!
-¿Has dicho Fidor? –pregunta otro de los presentes, vestido de verde como Fidor. -¿No eres tú quien se apoderó de la espada encantada del rey Dodet?
-Sí, soy yo. ¿Cómo sabes eso?
-Estaba en Jündika cuando me contaron que el príncipe Ge’Dodet, preso en las mazmorras del rey Mauro, consiguió enviarte una carta y te ordenó robar la espada encantada del rey Dodet para entregársela a su hijo, o hija, que, según dicen, es mitad elfo mitad humano, aunque nadie lo ha visto, ni saben donde vive, con la esperanza de que recupere el trono para la dinastía Dodet. Lo comenta mucha gente en Jündika. Hay gran expectación en esa ciudad porque allí casi todos son partidarios de la dinastía Dodet. Mauro los ha cargado de impuestos y hay un malestar generalizado. Ya se sabe que cuando los gobernantes imponen nuevos impuestos o aumentan los existentes, la popularidad del rey cae en picado y eso ha ocurrido allí. En Jündika los precios han subido exageradamente y la gente que venía a nuestro país a comprar porque aquí todo es más barato, ahora, al estar cerrada la frontera, no pueden hacerlo.
-¿Es cierto, entonces, que hay soldados elfos en Jündika?
-Tan cierto como que tú y yo estamos hablando aquí ahora mismo. Los alrededores de Jündika están ocupados por los soldados de Mauro, elfos y trolls. Estos últimos son gentuza que no suelen respetar nada y son temibles guerreros que no cumplen las leyes de la guerra. Lo curioso es que las puertas de Jündika permanecen cerradas a cal y canto y sus habitantes no han permitido la entrada de los soldados de Mauro, especialmente por temor a los trolls, según dicen.
-Y lo que es peor. Nuestros espías han comprobado que en Jündika le han negado la entrada al propio rey. Algo así como una sublevación silenciosa y pasiva. Tampoco nadie se atreve a salir de la ciudad. No están sitiados pero es como si lo estuviesen. Nadie puede entrar ni salir.
-¿Cuántos días hace que están los soldados acampados en Jündika? –pregunta Fidor, para hacerse una idea de la situación.
-Muy pocos, aunque parece que hay un intenso movimiento de tropas. La invasión de nuestro país puede ser cosa de días... o de horas. Los ánimos de los silfos están muy exaltados contra los elfos.
Hay gritos de algunos silfos del final del grupo que no se enteran de lo que hablan los interlocutores y proponen agredir a los elfos.
El silfo de edad avanzada y traje verde, señalando con el dedo a Ab’Erana, continua:
-Ese humano que te acompaña debe ser el príncipe desconocido, mitad elfo mitad humano, ¿verdad? Veo que tiene las orejas desiguales y una de ellas es como las de los elfos. Además, lleva en la mano izquierda una extraña vaina roja y en la derecha una espada que debe ser la espada encantada del rey Dodet. ¡Es él! ¡Es cierto lo que dicen! ¡No son partidarios de Mauro! Dicen la verdad.
-¿Cómo sabes eso? –pregunta Fidor.
-Deducciones mías. He vivido algún tiempo en Jündika y atravesé la frontera un día antes de haber sido cerrada por orden de nuestro rey. Conozco la leyenda de esa espada como todos los habitantes de Jündika.
-¿Qué historia es esa? –pregunta el silfo de traje rojo.
-Según la leyenda, nadie puede sacar la espada encantada del rey Dodet de su vaina salvo los miembros de la dinastía Dodet. Este joven tiene una oreja de elfo y otra de humano, luego debe ser hijo de un elfo y una humana, o de una elfa y un humano. Que se sepa, el único elfo que contrajo matrimonio con una humana a lo largo de los últimos cien años fue el príncipe Ge’Dodet, luego este chico debe ser príncipe y único miembro en libertad de la dinastía Dodet. En Jündika todos añoran la época de la dinastía Dodet y esperan la llegada del príncipe libertador. Y también aquí la echamos de menos.
-Has hecho deducciones acertadas, amigo silfo. El elfo-humano de la espada es el príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa Erana, único continuador de la dinastía Dodet y enemigo declarado del rey Mauro que ha ordenado su muerte y la mía –se ve obligado a reconocer Fidor, con ánimo de salir airoso de la grave situación en que se encuentran. –Estoy vivo de puro milagro. Ya os he mostrado la herida que me produjo un soldado de Mauro. ¿Qué más prueba queréis para demostraros que no somos partidarios del rey Mauro sino sus enemigos declarados?
Hay unos momentos de expectación hasta que alguien insiste:
-Entonces, ¿sois efectivamente enemigos del rey Mauro?
-Así es. Ya lo dije antes.
-¿Para qué queréis llegar a Jündika? ¿Pretendéis, acaso, derrocar a Mauro vosotros solos y recuperar el trono de los elfos, como comentan en Jündika? –pregunta, sorprendido, el silfo del traje verde.
Fidor guarda silencio.
-¿Quién te ha facilitado esa información?
-Es la esperanza que tienen los habitantes de Jündika. Todos están ilusionados con esa idea y aguardan ansiosos la llegada del príncipe desconocido para ponerse de su lado.
-Vamos a intentarlo –responde Ab’Erana con sinceridad. –Para eso hemos venido. Vamos de paso hacia Jündika, pretendemos llegar a la ciudad y organizar un levantamiento contra Mauro.
-¿Vosotros solos? –insiste el silfo, con extrañeza. -¿Cómo pretendéis vencer a todos los soldados que están concentrados en Jündika vosotros solos?
-Ignorábamos lo ocurrido. De todos modos vamos a intentarlo, conseguirlo dependerá de las circunstancias y de las ayudas que recibamos de los habitantes de Jündika y del pueblo silfo –responde Ab’Erana.
-Si pretendéis en verdad el derrocamiento de Mauro y la restauración de la dinastía Dodet, podéis contar con nosotros. Los reyes Dodet y el pueblo elfo siempre fueron amigos de los silfos y así deseamos continuar. No es bueno para nadie comenzar una guerra entre ambos países. Las guerras solamente traen desgracias. Mueren muchos inocentes y los causantes de ellas se salvan en la mayoría de las ocasiones. Siempre son los simples soldados los que caen. Los reyes y los jefes, raramente.
-A veces, sí mueren –replica Ab’Erana. -El rey Dodet XII murió en batalla y mi padre, el príncipe Ge’Dodet, está encarcelado desde hace cerca de veinte años.
-Es cierto. A veces suceden esas cosas, pero en tu caso el culpable fue el rey Dodet, según la historia que cuentan en Jündika.
Ab’Erana guarda silencio y asiente con un movimiento de cabeza.
-Es cierto lo que dices, pero también lo es que estaban ambos en el campo de batalla –insiste el príncipe. -Mi abuelo y mi padre siempre fueron al frente de sus soldados y yo pienso hacer lo mismo llegado el momento.
-Eso no nos importa ahora. Hay que hacer todo lo posible para evitar la guerra –propone Fidor, con intención de evitar una discusión sin sentido.
-Lo hemos intentado todo y Mauro no atiende a razones. -Pensamos que debe existir alguna otra causa oculta y no sabemos cuál.
-¿Qué piensa el rey Kirlog II? –pregunta Fidor. -¿Acaso igual que vosotros o tiene intenciones diferentes?
-Los pensamientos de nuestro rey se contienen en este bando. El rey Kirlog pide que todos los silfos en condiciones de luchar vayan a Morac, la capital del reino, a ponerse bajo sus órdenes, porque será allí donde se desarrollen los acontecimientos. Habrá que detener la invasión en la misma frontera de Jündika, y, si no lo conseguimos, tendremos que hacernos fuertes en la ciudad de Morac, y luego... cualquiera sabe lo que ocurrirá.
-¿Tenéis los silfos algunas posibilidades de ganar esta guerra? –pregunta Ab’Erana, con cierta ingenuidad.
Hay miradas entre unos y otros, de sorpresa y de incomprensión ante aquella pregunta inoportuna cuya respuesta puede desmoralizar a aquella gente.
-Muy pocas. Prácticamente ninguna –admite el silfo del traje verde, contestando imprudentemente a la pregunta de Ab’Erana. -Los elfos triplican a los silfos en número de soldados, tienen mejor armamento que nosotros porque Mauro lleva años preparándose para la guerra y armando a sus hombres hasta los dientes. Los silfos no estamos preparados para guerrear, siempre fuimos un pueblo pacífico, amantes de la paz y de la cultura, enemigos de las guerras entre los pueblos. Prueba de ello es que hace más de un siglo que no mantenemos ningún conflicto con pueblos limítrofes, ni con nadie.
Hay un pequeño conciliábulo entre los dos hombres y Fidor, y finalmente es este último quien dice:
-Hemos decidido ir con vosotros y luchar a vuestro lado para evitar esa injusta invasión. Nosotros os ayudaremos ahora y vosotros luego haréis lo mismo con nosotros. ¿Estáis de acuerdo?
-Ese acuerdo debe decidirlo el rey Kirlog II –aclara el silfo vestido de rojo. –Ninguno de los aquí presentes tenemos facultades para sellar pactos de esa naturaleza. Pero es más que probable que nuestro rey lo acepte porque nuestra situación es desesperada y cualquier ayuda será bien recibida.
-De acuerdo. De todos modos iremos con vosotros. ¿Cuándo pensáis salir hacia Morac?
-Pensábamos haber salido hoy mismo, a primeras horas de la tarde. Justo en el momento de llegar estos dos soldados elfos. Con este retraso será imposible salir hoy. Lo haremos mañana al amanecer. Mientras, podéis quedaros en la ciudad como invitados nuestros. Os facilitaremos alimentos y agua para esta noche y cuanto necesitéis para el camino. Los humanos no pueden entrar en nuestras casas debido a su estatura así que deberán dormir al aire libre, aunque les facilitaremos mantas, las noches son aquí sumamente frías; a los elfos les buscaremos alojamiento.
-Todos dormiremos al aire libre o en algún cobertizo, incluido el águila –propone Fidor. -Príncipe, dile a Picocorvo que baje.
Los silfos, asustados y extrañados ante aquellas palabras, comienzan a mirar hacia arriba sin descubrir nada.
Ab’Erana intenta ponerse en comunicación telepática con Picocorvo y al mismo tiempo, al verlo, le hace señales para que descienda; obedece el águila ante la sorpresa y el temor de los silfos presentes que corren en todas direcciones buscando donde esconderse. La rapaz se posa sobre el hombro de Ab’Erana después de revolotear de un lado a otro.

4

La ciudad de Morac, capital del País de los Silfos, está en las inmediaciones del monte Walli, la cota más alta de todo el territorio silfo, y se extiende desde la ribera del río Nervo hacia la parte alta de la montaña. Está al abrigo de las corrientes gélidas que atraviesan parte del territorio elfo, provenientes del País de los Hielos. Morac está situada a poca distancia de la frontera de Jündika. Ambas ciudades están distanciadas entre sí seis kilómetros y equidistan de las respectivas fronteras, de forma que Morac y Jündika están a tres kilómetros de la llamada Tierra de Nadie, situada entre ambos puntos fronterizos. Las fronteras están situadas en una pequeña meseta formada entre altas montañas, distanciadas una de otra por algo más de cuatrocientos metros. Esta meseta o explanada, conocida como Tierra de Nadie, está rodeada por montañas inaccesibles por ambos lados, de forma tal que forzosamente hay que atravesar por esta Tierra de Nadie para ir de un país a otro. No hay otra posibilidad.
Cuando el grupo del príncipe Ab’Erana y los silfos que le acompañan alcanzan la cima de un montículo situado frente al monte Walli, ven la ciudad a sus pies extendida desde el río Nervo hacia la cumbre de la montaña y algo más allá la cordillera montañosa que sirve de frontera con el País de los Elfos. Aunque desde aquel lugar no se ve, los silfos informan a Ab’Erana de que al otro lado de la cordillera, se encuentra la ciudad amurallada de Jündika y que entre ésta y la frontera están acampados los soldados de Mauro.
Es la hora del mediodía.
Los expedicionarios bajan del monte y al llegar al río Nervo, acuerdan enviar emisarios ante el rey Kirlog II, para ponerle en antecedentes de la presencia de los visitantes. Algunos silfos piensan en el problema de orden público que puede originarse en la ciudad al ver entrar a dos humanos, uno de ellos gigantesco, y varios elfos, precisamente en el momento en que se espera la invasión de estos. Fidor se muestra conforme, y, mientras, el resto de la expedición permanece en las afueras de la ciudad, al amparo de un bosquecillo situado junto al puente de acceso a la capital. Piensa Fidor que la aparición de dos hombres y cuatro elfos puede parecer una provocación, preocupar aún más a las autoridades y exaltar los ánimos de la masa de silfos armados que deben pulular nerviosos por la ciudad en aquellos graves momentos y “debemos evitar provocaciones innecesarias”.
Dos horas más tarde ven regresar a los dos emisarios junto con varios personajes ataviados con lujosos trajes de colores, predominando el verde y el rojo, escoltados por un grupo de soldados silfos, que conducen a los recién llegados hasta la plaza principal de la ciudad, donde se encuentra situado el palacio real.
La llegada de los viajeros produce un auténtico cataclismo en la ciudad. La inmensa mayoría de los silfos no ha visto jamás a un hombre y al ver aquellos dos representantes del género humano caminando por las estrechas calles de la ciudad, el temor se apodera de todos ellos. La gente corre desesperada aunque muchos se agolpan en las esquinas para ver a los hombres desde lejos. La gente que ignora quiénes son los recién llegados, pasado el primer momento de sorpresa, comienza a gritar contra los elfos, insultándolos de forma despiadada a pesar de los gestos realizados por los personajes silfos pidiendo calma y gritando que son amigos. Nadie, sin embargo, se atreve a molestar a los hombres ante el temor de una reacción que puede resultar fatal para ellos; otros muchos, al ver a los expedicionarios acompañados por altos dignatarios de la corte, hablando en completa armonía, piensan que pueden ser amigos, o parlamentarios, que llegan con intención de evitar la guerra. En todo caso, Cedric, Ab’Erana y Fidor aprecian una clara tensión a punto de estallar.
Teniendo en cuenta que Cedric no puede acceder al interior del palacio, el propio rey Kirlog II, sus consejeros y numerosos cortesanos salen a la plaza a recibir a los recién llegados y es entonces cuando se acallan las protestas a una señal del rey, que alza las manos, pidiendo calma y silencio.
La expectación es enorme. La plaza está repleta de gente que, no obstante, se mantiene a prudencial distancia de los recién llegados, unos por miedo y otros por respeto al propio monarca. La preocupación y el nerviosismo lo dominan todo porque saben que en poco tiempo se desencadenará contra ellos un ataque que puede representar una verdadera tragedia para el pueblo silfo y se consideran impotentes para evitarlo. Aquella gente lleva el terror en la expresión. Las madres aprietan a los hijos contra el pecho mientras gritan insultos contra los elfos; los padres enarbolan armas de todo tipo, y amenazan de todas las formas posibles..., pero todos sienten un miedo insalvable y ven un halo trágico a su alrededor porque han oído hablar de los métodos de Mauro y de los trolls y saben que la batalla será a vida o muerte y se decantará a favor de los invasores. La idea de la derrota está generalizada.
El rey contempla a los recién llegados, especialmente a Cedric al que mira con cierto descaro, como si estuviese intentando recordar algo; luego fija la atención en Fidor, y permanece mirándolo en silencio unos segundos:
-Te reconozco como amigo del príncipe Ge’Dodet –dice el rey como primeras palabras, dirigiéndose a Fidor, acercándole la mano derecha para que se la bese, según la costumbre del país. -¿Eres tú, acaso, el elfo que se apoderó de la espada encantada del rey Dodet? Hace unos días, al recibir la noticia del robo de la espada, me dijeron que el autor había sido un tal Fidor, pero no te relacioné en aquel momento con el hecho. -¿Fuiste tú?
-Sí, majestad. Fui yo quien se apoderó de la espada encantada. No robé nada. Sencillamente me apoderé de ella en nombre de su legítimo propietario, el príncipe Ge’Dodet, amigo de vuestra majestad y mío. Me apoderé de ella y se la entregué a quien él me ordenó, a su legítimo destinatario y poseedor actual, el príncipe Ab’Erana, aquí presente, hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa Erana, la mujer humana, a cuya boda asistió vuestra majestad cuando solo erais príncipe –responde Fidor, señalando al príncipe.
Kirlog II mira detenidamente a Ab’Erana, buscando algún signo que le indique que aquel chico de raza humana que casi le dobla la estatura, es hijo de un elfo. Solo aprecia un ligero brillo en la piel y una cierta tonalidad verdosa, pero ninguna otra cosa que demuestre que aquel hombre lleva sangre elfa en las venas. Cuando el príncipe se da cuenta de sus miradas, se echa el pelo hacia atrás y deja al descubierto la oreja izquierda. Es el signo que el rey esperaba encontrar. Una oreja de elfo solo puede tenerla alguien que lleve en sus venas sangre de elfo. El rey asiente disimuladamente, como un gesto hacia sí mismo, sonríe, extiende los brazos y, sin importarle el traje de harapos con que cubre su cuerpo, abraza al chico con efusión, como si le conociese de toda la vida. Un extraño abrazo pues mientras el rey abraza a Ab’Erana por las piernas, el chico abraza al rey por la cabeza.
-Llevas sangre de elfo en las venas y eres muy inteligente y perspicaz. Te diste cuenta de mis miradas buscando el signo que delatara tu origen y me facilitaste la labor. Tu padre y yo fuimos muy buenos amigos. Asistí a su boda y conocí a tu madre. Era una chica preciosa. Nuestras sílfides son las más hermosas de todas las mujeres del mundo, pero en verdad te digo que ninguna alcanzaba la belleza de tu madre. Todos envidiamos a tu padre en aquel momento, ¿verdad, Fidor? Fue la princesa más hermosa que jamás tuvo el pueblo elfo. La recuerdo perfectamente. Era perfecta en todo, en el cuerpo, en el rostro, en los sentimientos... Se hizo querer por el pueblo elfo enseguida aunque también es cierto que tuvo algunos problemas.
-Ya conozco esos detalles, majestad. Fidor, fiel amigo de mi padre como ya sabéis, se encargó de revelármelos. Y me alegra saber que vuestra majestad tiene el mismo criterio.
-Lo imagino. Tu padre y yo nos conocemos desde hace muchos años y sé que Fidor es su gran amigo, su elfo de confianza. Siempre lo fue y tu padre lo manifestaba públicamente presentándolo como un verdadero amigo. Siempre le acompañaba a todas partes. Por eso lo recuerdo perfectamente. Tuvimos muchos encuentros y él siempre estuvo presente entre nosotros. Eran como hermanos.
-Cierto, majestad. El príncipe Ge’Dodet jamás salió sin mi compañía salvo en una ocasión: cuando conoció a la princesa Erana. El príncipe Ab’Erana no llegó a conocer a su madre. Murió en el parto.
-¡Qué desgracia! -exclama el rey. –Oportunamente conocí la noticia y sentí una enorme tristeza ante aquella tragedia personal para ella y para mi buen amigo Ge’Dodet.
-El príncipe Ge’Dodet quedó destrozado al conocer la muerte de su esposa. Los elfos estábamos en guerra contra los trolls cuando ella falleció.
-Lógica su tristeza. Una chica tan joven y hermosa y en la flor de la vida... Debió ser terrible para él pasar por ese trance. Lo siento, príncipe.
Ab’Erana pone cara de circunstancias y se encoge de hombros con resignación.
-¿Cuál es el motivo de esta situación, majestad? –pregunta Fidor, señalando a la muchedumbre aglomerada en la plaza. -Me cuesta trabajo creer los comentarios que nos han hecho. ¿Es cierto que Mauro pretende invadir el país?
-Totalmente cierto. En Jündika hay todo un ejército de elfos y trolls dispuestos a seguir las órdenes de ese loco. La invasión puede producirse en cuestión de horas.
-¿Por qué? Elfos y silfos siempre vivieron en armonía. Jamás, que yo recuerde, hubo problemas entre ambos pueblos.
-Cierto. Nunca los hubo. Nuestros pueblos siempre mantuvieron inmejorables relaciones de amistad y convivencia, tú lo sabes. Ahora Mauro, pretende quebrantar esa armonía y pisotear la amistad de siglos. Nos acusa de ser los causantes de todos los males de su pueblo, de haber modificado la frontera y habernos apoderado de parte del territorio elfo; de haberte ayudado a robar la espada, como él dice; de azuzar a los habitantes de Jündika contra él. Todo es incierto e injusto. La frontera entre ambos países se mantiene intacta desde tiempo inmemorial. Las crestas de las montañas que separan un país de otro siempre fueron la raya fronteriza, jamás quebrantada por ninguno de los dos pueblos. Ninguna ayuda te prestamos en ningún momento, entre otras cosas porque nunca la solicitaste e ignorábamos lo ocurrido; y jamás hemos azuzado a nadie contra él. Nunca los silfos nos hemos inmiscuido en los problemas internos de los países limítrofes.
-¿Por qué, entonces, esta situación?
-Nos han llegado rumores en tres sentidos, uno que Murtrolls, rey de los trolls, pretende crear un imperio con el territorio de los tres países, el suyo, el de los elfos y el nuestro, y Mauro será el brazo ejecutor. Otro, que Mauro pretende agrandar su propio país a costa del nuestro para compensar la pérdida de las tierras fértiles que hoy disfrutan los trolls; y otro que Mauro pretende de esta forma forzar la voluntad de una de las princesas a casarse con él, algo que ella detesta. Ignoramos el motivo exacto, aunque es cierto que Mauro envió una comisión de importantes de su país a solicitar la mano de la princesa Radia, cuya belleza ha trascendido a todos los países del Mundo de los Seres Diminutos.
-Siempre hubo rumores sobre las dos primeras cuestiones, pero, ciertamente, jamás llegó a mis oídos nada relacionado con el enamoramiento del rey.
-Desconocemos el motivo exacto, aunque bien pudieran ser todos a la vez. Lo que sí parece cierto es que Mauro pretende materializar esos rumores. Todo nos hace creer que la invasión puede ser cuestión de horas, o de días. Según mis informadores, el ejército que está acampado junto a las murallas de Jündika es impresionante. Los silfos lo saben y están aterrorizados. Todos lo estamos.
-Algo así nos han informado en Horus.
-Esos movimientos de tropas en la frontera solo pueden tener esa finalidad. La invasión puede ser inminente, como ya os digo. La situación está muy tensa en estos instantes. No habéis elegido buen momento para entrar en Jündika a través de nuestro país. Los ánimos están muy exaltados. Los silfos vemos fantasmas donde no los hay y un elfo en nuestro país en estos momentos es el enemigo público número uno a quien hay que destruir antes de que él nos destruya a nosotros.
-Simplemente vamos de paso hacia Jündika, como habéis dicho, majestad y no pretendemos otra cosa –aclara Fidor.
-Eso lo ignora nuestra gente. Ven en ti y en estos elfos que te acompañan, un enemigo al que hay que eliminar. Esa es la única realidad en este momento.
-Nuestra intención es entrar en el País de los Elfos por Jündika. Vuestra majestad sabe que en esta ciudad todos son partidarios de la dinastía Dodet y pensamos que ahí sería más fácil encontrar aliados. En la frontera del oeste nos estaban esperando para matarnos.
-¿Qué pretendéis?
Fidor mira a Ab’Erana y a Cedric antes de hablar.
-Los deseos del príncipe Ge’Dodet son que Ab’Erana recupere el trono de los elfos para la restauración de la dinastía Dodet.
-Creo que habéis elegido el momento más inapropiado para hacerlo, y precisamente por aquí. No podréis entrar ahora en Jündika. Las puertas de la ciudad están herméticamente cerradas y nadie puede entrar ni salir de ella. Por un lado los habitantes de Jündika han cerrado las puertas de la ciudad al rey Mauro. Como reacción, Mauro no permite que nadie salga de allí. Hay centenares de soldados en los alrededores. Jündika no es una ciudad sitiada pero lo cierto es que nadie puede entrar ni salir de ella. Dicen que la idea de Mauro es entrar a saco en la ciudad y arrasarla, una vez haya exterminado al pueblo silfo.
-No puede hacer eso –protesta Fidor.
-¿Cuántas cosas no deben hacerse y se hacen, amigo Fidor? Al cerrarle las puertas, Jündika se ha convertido en enemiga declarada del rey. Es la única ciudad del país que Mauro no ha visitado aún, en cerca de veinte años, por temor a un atentado. La gente lo detesta y él los odia. Sería una locura pretender entrar en Jündika en estos momentos.
-Lo haríamos de forma subrepticia durante la noche –insiste Ab’Erana.
-Es imposible. ¿No sabéis cómo está la situación? Mauro mantiene una fuerza considerable en los alrededores de Jündika. Miles, de soldados se encuentran al otro lado de la frontera y no permiten el paso en ningún sentido. No podré ayudaros en este momento, ni siquiera a pasar. La frontera es completamente impermeable. Podríais llegar hasta la Tierra de Nadie pero resultaría imposible alcanzar el lado opuesto.
-Nuestro planteamiento inicial se ha trastocado, majestad. Veníamos con intención de solicitar vuestra ayuda pero los acontecimientos nos obligan a no hacerlo en este momento de dificultad. Hemos decidido ofrecérosla. Toda la que podamos aportar y sea necesaria para evitar la injusticia que pretende perpetrar Mauro. Pretendemos evitar el derramamiento de sangre de silfos y elfos, y, si no es posible, colaborar con las tropas silfas para rechazar al invasor –ofrece Ab’Erana, ante la expresión de asombro del rey.
-¿Cómo? Me habían dicho que...
-Solo eso hemos dicho, majestad. Sí, pedimos ayuda para recuperar el trono de los elfos, pero una vez hayamos rechazado la invasión y vencido a Mauro –aclara Ab’Erana.
-¿Crees que podremos vencer a Mauro? –pregunta el rey, sorprendido y con cierta amargura en la voz. -No quiero engañarte, joven príncipe, ni tampoco a vosotros. La situación es desesperada. Aún estáis a tiempo de volver por donde habéis venido y abandonar el país. Mi pueblo es consciente de la tragedia que se cierne sobre nosotros pero estamos dispuestos a morir antes que permitir que esos bárbaros consigan humillarnos.
-Pensamos quedarnos, ayudarles, y vencer, majestad –insiste Ab’Erana, con seguridad.
-Estamos necesitados de ánimos y palabras de aliento y esperanza, príncipe, pero debemos ser realistas. La situación es gravísima. En el país estamos tomando las decisiones precisas para después de la catástrofe que se avecina. Sabemos que habrá centenares o miles de muertos y heridos y que los supervivientes tendrán, o tendremos, que refugiarnos en las montañas y organizarnos en guerrillas. Es nuestra única salida posible.
-Mauro no conseguirá poner los pies en territorio silfo, majestad –promete Ab’Erana con una seriedad impropia de su edad.
-Si eso fuese así, tienes mi palabra de que recibirás toda la ayuda que necesites para que se cumplan los deseos de tu padre y los tuyos. Si conseguimos rechazar la invasión y Mauro retira sus tropas, te facilitaré todo cuanto me pidas.
-¿Majestad, creéis posible que Mauro abandone voluntariamente la campaña iniciada? –pregunta Fidor.
–Por lo que conocemos de él, y tú debes saberlo mejor que nosotros, Mauro no suele dejar las cosas a medio hacer. Si se le ha metido en la cabeza invadir nuestro país, lo intentará, salvo que la batalla se incline de nuestro lado, algo imposible de imaginar en este momento.
-Tiene necesidad de darle alguna satisfacción a su pueblo. Después de la pérdida del Valle Fértil, lleva muchos años intentando hacer algo de relevancia y quizá ha pensado que ahora es el momento idóneo –dice uno de los dignatarios del rey que hasta aquel instante ha permanecido en silencio.
-¿Cómo no lo intentó antes? –pregunta Ab’Erana.
-Ha tenido muchos problemas en el interior del país y ha debido pensar que ahora es el instante propicio. La situación de Mauro es grave. Se mantiene gracias al terror que despliega contra la población y eso genera malestar en la gente. Gran parte de las tierras del norte lo aceptan a la fuerza, especialmente en Varich. El problema más grave lo tiene en el sur, en Jündika, donde ya se han producido levantamientos y alteraciones del orden debido especialmente al aumento de los impuestos.
-Es casi seguro que cuando en Jündika se corra la voz de que un hijo del príncipe Ge’Dodet busca la liberación de su padre y la restauración de la dinastía Dodet, todas las fuerzas de la ciudad estén de su parte y le presten apoyo –apunta uno de los jerifaltes silfos presentes en la reunión. –Los habitantes de Jündika son proclives a la dinastía Dodet y lo manifiestan públicamente y sin reparo alguno. De ser las cosas así es posible que Mauro desista de llevar a cabo la invasión.
-No creo que lo haga –persiste Fidor. –Mauro está dominado por la soberbia, la ambición y no sé si también el posible enamoramiento de la princesa. En todo caso, hará lo que le ordenen los trolls. Si es cierto que Murtrolls desea formar un imperio con los tres países reunidos bajo un mismo mando, insistirá hasta conseguirlo para congraciarse con Murtrolls y caso de que haya manifestado públicamente su enamoramiento de la princesa se sentirá obligado a continuar para conseguirla aunque sea por medio de malas artes.
-¡Es una inmoralidad! –protesta Ab’Erana. -¿Cómo pretende conseguir el amor de una sílfide por medio de una guerra?
-Muchas guerras se han producido en el mundo por cuestiones semejantes a lo largo de la historia. En todos los mundos.
-Debe haber algo que le haga desistir de su empeño –dice Cedric.
-Cuando se conozca la presencia del hijo del príncipe Ge’Dodet, y de sus intenciones, es probable que muchos soldados de Mauro le den la espalda y cambien de bando. Hay malestar en el ejército. Mauro es malvado y déspota según nuestros servicios de información, maltrata a los soldados que le contradicen o murmuran y goza de pocas simpatías. La gente lo soporta pero no lo quiere –insiste el mismo personaje anterior.
Ab’Erana mira a Fidor y es este quien habla:
-Majestad, al entrar en vuestro territorio nuestras intenciones eran diferentes, pero después de escucharos, somos conscientes de que es aquí donde está el problema en este instante y si colaboramos con ustedes para conseguir la derrota de Mauro nuestra propia situación será mucho más ventajosa. En otras palabras, estamos decididos a ayudar a los silfos en todo cuanto sea necesario porque esa ayuda redundará en nuestro propio beneficio. Todo cuanto suponga minar la fuerza y la autoridad de Mauro, nos vendrá bien. Si conseguimos el alejamiento de los soldados de Mauro de la frontera, será bueno para los silfos y para nosotros porque podremos llegar a Jündika sin ningún contratiempo.
-Si estáis decididos a poneros a nuestro lado tal vez podamos evitar la lucha si corremos la voz de que el príncipe Ab’Erana, con la espada encantada del rey Dodet se encuentra a nuestro lado al frente de las fuerzas defensoras –puntualiza el rey, dando a entender que serían él y Ab’Erana los encargados de la defensa y aferrándose a la única posibilidad que se le presenta en el oscuro callejón sin salida en que se encuentra en aquel momento.
-¿Qué pensarán los elfos del interior del país al saber que su príncipe se encuentra al frente del enemigo silfo? –pregunta Cedric con su voz poderosa y creando un punto de reflexión entre los reunidos.
Se produce un silencio tenso y hay miradas entrecruzadas.
-Los elfos no desean esta guerra –aclara alguien. –No le encuentran ninguna justificación salvo el capricho de Mauro en desencadenarla. Mauro no ha hecho nada de interés desde que subió al trono y tiene que ofrecer a su gente algún acontecimiento importante para que le respeten. Eso es todo.
-Me limito a exponer una posibilidad –insiste Cedric, encogiéndose de hombros.
-Lo haremos –responde Ab’Erana resueltamente, después de pasear la mirada sobre Fidor y su abuelo. –No es bueno que los pueblos, sean elfos o silfos, guerreen entre ellos por caprichos o cabezonerías de los gobernantes. Según me contaba mi abuelo, en todas las guerras se producen muertes de inocentes, y eso es algo que hay que evitar a toda costa. Si hay alguna posibilidad de evitar la guerra, hay que intentarla. Nunca participé en ninguna guerra pero he visto a varios elfos muertos por la incomprensión de un jefe malvado y no deseo repetir la experiencia. Si hay que luchar, lucharemos, yo con la espada encantada del rey Dodet, que es invencible y me permite hacerlo sin ningún temor personal, pero si puede evitarse el enfrentamiento y salvar vidas, pondré todo mi empeño en que así sea.
-Hablas como un auténtico Dodet, príncipe –reconoce Kirlog II. -La dinastía Dodet siempre procuró la paz entre los suyos y sus vecinos. Únicamente mantuvo discrepancias y guerras con los repugnantes y miserables trolls, individuos despreciables y despreciados en todos los países del entorno.
-Son las ideas que me inculcó mi abuelo Cedric, –responde el chico, señalando al aludido.
-¡Aja! Con razón me decía que a este hombre lo había visto anteriormente en alguna parte. Entonces no llevaba barbas y eso me ha despistado. Debió ser el día de la boda entre el príncipe Ge’Dodet y la princesa Erana, porque asistí a ella en nombre de mi padre, el rey Kirlog I, que estaba enfermo en aquella época. ¡Claro! Eres el padre de la princesa Erana, ¿verdad?
El rey saluda cordialmente a Cedric y este hace una inclinación de cabeza en señal de respeto. Resulta ridículo ver a un hombre de gran estatura haciendo una reverencia a un personaje diminuto que le tiende la mano para que se la bese, lo que hace únicamente con los personajes de mayor estima.
De inmediato corre la voz por la ciudad de que un príncipe elfo de la dinastía Dodet, con la espada encantada del rey Dodet, mitad hombre, mitad elfo, y un humano de fuerza portentosa, se unirán a las tropas silfas para impedir la invasión del país. La noticia provoca una desmedida euforia entre la población, como si el gravísimo problema existente quedara resuelto.

domingo, 27 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET-NOVELA

CARTA ABIERTA A LOS LECTORES DE MI BLOG.

Estimados amigos:
Compruebo que muchas personas entran en el blog y seguramente estén leyendo la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET: AB'ERANA, que es la primera parte. Pero también compruebo que nadie se decide a escribir comentarios, favorables o negativos, es lo mismo, lo que pido es colaboración y crítica para saber si lo que escribo merece la pena y le gusta, o no, a los lectores. Mis hijos y algunos amigos que han leído la novela la han considerado buena y distraida, pero ya se sabe que las personas allegadas por relaciones familiares o de amistad, suelen ser menos objetivas que los desconocidos, o anónimos. Si mis hijos me dicen "la novela es muy buena, papá", yo se que esa opinión está mediatizada por el cariño recíproco que nos tenemos; y lo mismo con los amigos y familiares que me han llamado; en cambio si esas mismas palabras me las dice alguien que ignoro quien es, la apreciación tiene más valor.
Además, si cuento con la animación de todos los lectores es posible que luego continúe con la segunda parte llamada EL ANILLO DEL SEÑOR LATEFUND DE BAD, que algunos la consideran mejor que la primera, no lo sé. Pero necesito que me animen un poco para saber si merece la pena, o no, continuar.
Posiblemente me conteste "Yoli", joven encantadora, a la que no conozco personalmente, y a quien le agradezco sus comentarios.
¡Anímense!
Si los cantantes ven la reacción del público aplaudiéndoles animadamente, saben que lo han hecho bien.
Al escritor aficionado le sucede lo mismo, si nadie le dice nada -lo que sería la ausencia de aplausos para el cantante- ignora cómo es su trabajo.
De todos modos doy las gracias a todos aquellos que se aventuran a leer mi novela.
Un saludo cordial
Mariano Ledesma