viernes, 23 de mayo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET -NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XIV de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)



CAPÍTULO X I V

El jinete del caballo negro

1

Picocorvo en su vuelo a gran altura hacia Varich ve la comitiva del rey Mauro entrar en el Desierto de las Calaveras. Van dos grupos, uno más adelantado compuesto por varios jinetes, y otro, formado por los infantes que acompañan al rey, que avanza con lentitud y van quedando rezagados. Siguiendo las instrucciones recibidas, continúa su vuelo hasta alcanzar horas más tardes una ciudad importante. Vuela sobre todo su perímetro y comprueba que es ciudad amurallada con cuatro puertas de acceso y dos torreones en cada una. Sus casas están pintadas de rojo y de azul. Coincide totalmente con los datos facilitados por AbErana. Sobrevuela en círculos la ciudad para buscar un lugar idóneo donde dejar caer los pergaminos que lleva en las garras a fin de que lleguen a conocimiento del mayor número de elfos posible. Ve una plaza con mucha gente en la que están celebrando un mercadillo. Efectúa un par de vuelos rasantes para llamar la atención del público. Al apercibirse de que la mayoría de elfos miran hacia arriba, pendientes de sus revoloteos y evoluciones, -unos asustados, otros sorprendidos, y, algunos, entusiasmados, ante la presencia de un águila gigantesca que vuela de aquel modo,- deduce que es el momento propicio para cumplir la misión encomendada. Cree haber captado la atención y el interés de los ocupantes de la plaza y el momento preciso para desprenderse de los trozos de pergaminos. Los deja caer y ve cómo la gente se abalanza sobre ellos para recogerlos del suelo.
Picocorvo permanece durante unos minutos revoloteando sobre la plaza y finalmente, cumplida la primera parte de su misión, se detiene a descansar sobre el torreón de un edificio de buen aspecto. Se siente cansado y nota el dolor del ala lastimada. Desde su atalaya observa la reacción de la gente y ve cómo se forman corrillos, miran hacia arriba señalándole con las manos y luego corretean de un lado a otro con evidente nerviosismo. Un grupo de elfos vociferantes se dirige hacia lo que parece ser un palacio, imponente edificio situado en un lateral de la plaza principal de la ciudad. Sigue al grupo desde la altura y ve que se detienen ante la puerta del palacio y comienzan a gritar aunque solo escucha el rumor del griterío. No entiende el significado de los gritos pero, sin duda, la gente clama por la libertad del príncipe GeDodet. Otros quizá griten que Mauro ha sido derrotado y ha huido del país. Inesperadamente ve cómo alguien abre las puertas del palacio desde el interior, aparecen unos soldados armados, que se sorprenden al ver aquella aglomeración de gente gritando y amenazando con los brazos en alto. Uno de los cabecillas le muestra al jefe de los soldados los trozos de pergaminos arrojados por el águila, e incluso les indica cómo han llegado a manos de la población. Los presentes ratifican las palabras y ante el cariz que toman los acontecimientos y la posibilidad de que Mauro no regrese, los soldados se apartan de la puerta y la gente entra en el palacio hasta quedar la plaza casi desierta. Sin duda, los pasquines han surtido el efecto pretendido. Espera unos minutos hasta que la gente comienza a salir de nuevo gritando y aplaudiendo a un personaje alto y encorvado, de inusitada delgadez, con larga barba canosa, que alza las manos respondiendo a los aplausos y mira a todas partes con extrañeza, sin duda esperando encontrar a sus libertadores. Pregunta a alguien y le señalan hacia arriba, precisamente hacia el lugar en que Picocorvo se encuentra sobre el tejado del edificio situado frente al palacio.
Comprende Picocorvo que la primera parte de su misión está cumplida, efectúa un par de vuelos rasantes para llamar la atención, ve el alborozo de la gente, y pone rumbo hacia el Desierto de las Calaveras con intención de cumplimentar la segunda parte del encargo.

2

Varias horas más tarde Picocorvo encuentra la caravana que apenas ha avanzado una legua ante la dificultad de caminar sobre las dunas del desierto. Vuela alto para que no se aperciban de su presencia y rebasa a los dos grupos de expedicionarios, jinetes e infantes, con intención de ver la distancia que separa a un grupo del otro.
Los caballos caminan en primer lugar y tras ellos, a unos cuatro o cinco kilómetros, como una columna de hormigas, va un centenar de infantes, quedándose atrás muchos de ellos, agotados por las dificultades del camino.
Picocorvo vuela sobre la expedición de infantes con intención de intimidarlos y ve cómo los soldados se arrojan al suelo y se aplastan contra él para evitar el vuelo rasante del águila y la posibilidad de ser apresados como ya vieron que sucedió con el general Calabrús. Algunos le lanzan flechas, sin demasiado interés, al ver el comportamiento del rey que huye a caballo dejándolos en la estacada y sin agua para la travesía del desierto.
Picocorvo continúa su vuelo con intención de apoderarse del rey Mauro, pero le resulta imposible. Los caballeros que advierten su presencia forman una especie de jaula con sus espadas desenvainadas y lanzas en ristre, alrededor de un caballo negro, evitando su acercamiento. Comprende que si intenta apoderarse del jinete que monta el caballo de color ébano, aquellas lanzas y espadas acabarán con su vida. El águila se eleva en el aire y comienza a dar vueltas y en un momento determinado cae en picado a poca distancia de la cabeza de los caballos en una rápida pasada. Algunos animales se encabritan y alzan las manos asustados. El ataque sorprende a algunos jinetes que caen al suelo, mientras los caballos sin jinetes corren de forma alocada en todas direcciones perseguidos por el águila para que se alejen. El desconcierto que se origina entre los expedicionarios es mayúsculo. Jinetes desmontados y asustados; relinchos de caballos desbocados; los pocos soldados de la guardia personal de Mauro intentando dominar la situación, incluso lanzando una andanada de flechas contra el águila. Picocorvo siente a su alrededor el silbido de los dardos y se ve obligado a remontar el vuelo, dando unos minutos de descanso a los atacados. Una segunda arremetida contra los caballos sin jinetes que corretean de un lado a otro, sin rumbo fijo, aumenta el desconcierto. Los animales, dominados por el terror ante los aleteos del águila, se alejan desbocados en todas direcciones, algunos hacia las Traicioneras Ciénagas Amarillas, dejando a los jinetes desarbolados y sorprendidos. Una tercera pasada encabrita a otros varios caballos que desmontan a los jinetes y corren en diferentes direcciones, huyendo del ataque del águila.
Algunos jinetes desmontados corren tras sus caballos en un intento de recuperarlos pero sus esfuerzos resultan baldíos. Los animales, asustados como están, sin peso alguno, y perseguidos por el águila, corren desconcertados y descontrolados, haciendo imposible, o, al menos, muy difícil, su alcance.
El grupo de jinetes descabalgados, queda desparramado en mitad del desierto, a considerable distancia unos de otros, aterrados ante la posibilidad de que el águila decida llevárselos en vuelo, conscientes de que no podrán evitarlo. Solo dos jinetes se mantienen sobre sus cabalgaduras y huyen en direcciones opuestas. El que monta el caballo negro que cojea visiblemente al galopar y otro que jinetea un caballo blanco con las crines al viento.
Picocorvo ataca de nuevo al caballo blanco con intención de desmontar al jinete y espantar al animal. Pasa rozando la cabeza del animal y le da en la cara con las alas, al batirlas. El caballo da un extraño brinco y el jinete rueda por el suelo dando varias volteretas en tanto que el cuadrúpedo se aleja atemorizado y coceando al aire.
En un radio de un kilómetro están todos los expedicionarios esparcidos y desmontados, salvo el jinete del caballo negro que se aleja del grupo en un intento de escapar del ataque de la rapaz. Picocorvo cae sobre él, lo coge con sus poderosas garras y lo desmonta del caballo que continua su carrera alocada a ninguna parte mientras el jinete patalea en el aire, sorprendido y asustado.
El águila remonta el vuelo en dirección a Jündika llevando colgado de sus garras al elfo que le ordenó AbErana: el jinete del caballo negro. Vuela por encima de la expedición de infantes que ve asombrada cómo el águila lleva un elfo entre las garras. Muchos de los soldados sufren un estremecimiento de miedo al pensar que cualquiera de ellos ha podido ser víctima de aquel enorme pajarraco.

3

Los avestruces entran en el Desierto de las Calaveras con sus grandes zancadas, por el camino real que conduce a Varich, haciendo saltar a los jinetes que los montan, mientras el carro ideado por Cedric salta dificultosamente sobre las dunas y ondulaciones del terreno, arrastrado por aquel extraño tiro de aves. Es un viaje difícil para todos. Los soldados elfos porque no están acostumbrados a montar sobre aquellas extrañas aves de cuello largo y enormes zancadas y guardan difícilmente el equilibrio procurando no deslizarse hacia los lados y caer al suelo; AbErana porque es la primera vez en su vida que sube a un artilugio como aquel, ideado por su abuelo, que, con sus traqueteos, le está revolviendo las primeras papillas que tomó en su vida. Y el carro que hunde sus ruedas en la arena del desierto haciendo muy dificultoso el avance. Pero nada de eso le importa al joven príncipe. Solo tiene la obsesión de alcanzar a los que huyen antes de que puedan llegar a la ciudad de Varich, organizar la defensa, o, incluso, ordenar la ejecución del príncipe GeDodet.
Llevan varias horas de camino cuando AbErana descubre a lo lejos el vuelo del águila con algo colgado entre las garras y piensa que la rapaz ha cumplido adecuadamente sus varios encargos y entre ellos el apresamiento del rey Mauro. La expedición de avestruces se detiene a una señal del príncipe esperando la llegada del águila.
Picocorvo se posa en el suelo con su presa. La víctima, permanece inmóvil a los pies de la rapaz. Su rostro, hundido en la arena del desierto, queda oculto a los expedicionarios de AbErana.
Fidor baja de su avestruz, le da la vuelta al elfo apresado y su rostro, demudado por la sorpresa, refleja la incredulidad más absoluta. Da la sensación de haber perdido el habla. O de haber recibido un mazazo en el rostro.
AbErana salta del carro y, al ver la expresión de Fidor, le pregunta:
-¿Qué ocurre?
-¡No es Mauro! –grita el elfo, sin dar crédito a lo que ven sus ojos.
-¿Qué dices? ¿Quién es, entonces? –grita AbErana, extrañado de que el águila haya cometido un error.
-No es Mauro. Es uno de sus consejeros –continúa diciendo Fidor, inclinándose junto al elfo inconsciente, pasándole el brazo por detrás de la cabeza para intentar incorporarlo y acercándole a los labios una cantimplora con agua con intención de reanimarlo.
AbErana mira fijamente los ojos del águila y le hace patente el error cometido. Le indica que aquel elfo no es el rey Mauro sino uno de sus consejeros. Permanecen en comunicación telepática durante unos segundos.
-¿Qué dice Picocorvo? –inquiere Fidor, sin levantarse del suelo, aunque sí mirando al príncipe con preocupación.
-Asegura que lo ha cumplido todo al pie de la letra. Arrojó los pergaminos escritos sobre una plaza de Varich en la que celebraban un mercadillo y había mucha gente; vio cómo la gente se aglomeraba gritando a la puerta de un palacio; cómo se abrieron las puertas del palacio, cómo la gente habló con los soldados y todos pasaron al interior del edificio, apareciendo a los pocos minutos vitoreando a un elfo alto, delgado, con barba canosa.
-¡Debe ser el príncipe GeDodet! –exclama Fidor, iluminándosele el rostro. –Sigue, príncipe.
-Dice Picocorvo que asustó a los soldados que caminaban por el desierto; espantó todos los caballos de la expedición del rey Mauro y atrapó al jinete que montaba el caballo negro. Es este. No tiene la menor duda.
-¡No es Mauro! –repite Fidor por tercera vez y sus palabras son corroboradas por los soldados elfos que les rodean.
-¿Quién es este, entonces?
-Es un consejero de Mauro. ¿Ves el medallón que lleva colgado al cuello con un sol de oro reluciente?
-¿Qué significa exactamente?
-Mauro en los últimos tiempos ha impuesto a todos sus consejeros estos medallones y él lleva otro mayor. Quiere convertirse en el rey Sol para que todos los elfos le adoren como al astro Sol. Es una de sus últimas locuras.
-¿Quién es este elfo, entonces? -repite AbErana.
-Es el consejero de los Astros.
-¿Qué misión tiene el consejero de los astros? –pregunta el chico que jamás ha oído hablar de un personaje semejante.
-Es un sabio que informa al rey sobre la influencia de los astros en todas sus decisiones y actividades. Su misión es explicarle cómo se encuentran situados los astros en cada momento y si su influencia será favorable o desfavorable. Es un elfo muy querido y respetado en Varich y en todo el país.
-¿También informa sobre la conveniencia de comenzar una guerra? –pregunta AbErana, con cierta ironía que no pasa desapercibida a Fidor.
-También. Esa era, sin duda, una decisión importante. Mauro debió solicitar su opinión y él debió darla.
-En esta ocasión el sabio sufrió un tremendo error –puntualiza AbErana sin abandonar el tono irónico y burlón. –No debe ser muy sabio quien se equivoca de forma tan aparatosa. Su error está a la vista.
-También puede ser que el rey no siguiera sus advertencias. Recuerda que eso fue lo que dijo el general Calabrús –aclara Fidor, mosqueado, saliendo en defensa del consejero astral.
-Tienes razón.
AbErana mira al águila por segunda vez y le insiste en que aquel elfo no es el rey Mauro.
-Dice Picocorvo que el caballo negro galopaba cojeando y que este elfo era quien lo montaba. No tiene la menor duda. Insiste en que él ha cumplido al pie de la letra las instrucciones que le di. Dice que si le hubiese descrito al rey Mauro podría haber hecho una mejor elección, pero así tan solo tenía una posibilidad. Atrapar al elfo que montase el caballo negro.
-Ha sido una verdadera sorpresa para mí ver a este elfo entre los acompañantes de Mauro.
-¿Por qué?
-Es muy mayor para participar en una guerra, ni siquiera como consejero.
-Intenta reanimarlo. Tal vez pueda facilitarnos alguna información de interés. Si es uno de los consejeros debe estar enterado de las intenciones del rey.
Fidor incorpora al elfo con sumo cuidado, le pasa el brazo por la espalda, le da unas palmaditas en el rostro y al ver que no reacciona, lo zarandea suavemente, al tiempo de repetir:
-No me explico cómo Arag acompañaba a Mauro en una expedición tan dificultosa y canallesca como la pretendida invasión del País de los Silfos. Siempre fue prudente y razonable y jamás aceptó de buen grado las decisiones de Mauro. Me lo comentó en algunas ocasiones en que fui a visitarlo.
-¿Qué ocurre con él? Lo tratas con mucha deferencia y lo defiendes como a tu propio padre.
-Lo conozco muy bien. Es un elfo sabio, sincero, honrado y razonable que ya, en su juventud, debido a su sabiduría, fue consejero de tu abuelo, el rey Dodet XII. Asegura que ve en los astros el devenir de las cosas futuras y lo cierto es que en una ocasión en que tu abuelo le preguntó por su futuro, le advirtió que conduciría al país al desastre por un comportamiento indigno que tendría en su vida. Cuando tu abuelo le preguntó qué suceso ocurriría exactamente para tratar de evitarlo, respondió que eso no estaba escrito en los astros. Recuerdo que tu abuelo soltó una carcajada y él se limitó a encogerse de hombros. De esto hace ya veinticinco años. Tu padre y yo estuvimos presentes en aquella conversación. Por mi parte, al ver con el paso del tiempo que sus predicciones se cumplieron con rigurosa exactitud, quedé profundamente impresionado y en algunas de mis visitas a su casa, lo recordamos. También fue mi maestro y desde entonces siento por él un enorme respeto.
El elfo abre los ojos y mira a todos los presentes, con extrañeza, con la mirada extraviada, aunque con expresión tranquila y sosegada, como si ya, a su edad, nada le sorprendiera ni importase en la vida. Se restriega los ojos con cierta dificultad y vuelve a mirar a todos hasta detener la mirada en Fidor.
Fidor! –exclama, con un hilo de voz.
-No temas nada, Arag, nadie te hará daño –le dice Fidor con intención de infundirle tranquilidad y ánimos.
-No temo nada, Fidor, verte es una garantía para mí –responde el anciano al reconocerlo. –Me alegra mucho verte, saber que estás bien y solo me siento sorprendido. ¿Qué me ha sucedido? ¿Dónde estoy? ¿Quién me trajo aquí? ¿Cómo llegué?
-No te preocupes, Arag, no te ha ocurrido nada grave y estás conmigo. Sabes que a mi lado estás a salvo. Ha habido un error. Necesitamos saber algo que quizá tú puedas aclararnos.
-Tengo las ideas algo confusas. Volvíamos hacia Varich, el rey Mauro, varios consejeros y algunos soldados, muy pocos. El resto iban caminando y se quedaron atrás. Estábamos en el Desierto de las Calaveras, por las inmediaciones de Las Ciénagas Amarillas, no recuerdo con exactitud. Caminábamos por senderos secundarios, creo, porque Mauro no quiso hacerlo por el camino real, pero... ¡No recuerdo de dónde procedíamos!
-Mauro intentó invadir el País de los Silfos, sufrió una derrota humillante y regresabais a Varich, ¿recuerdas ahora?
Ah! Sí, sí. Fue un fracaso humillante, como dices. Más bien estrepitoso. Mauro ordenó invadir el País de los Silfos. Claro, los pobres silfos tan enemigos de las guerras y... Eso es, ahora recuerdo. Siempre estuve en contra de esa campaña, Fidor, debes creerme. Pero Mauro se empeñó en invadir el País de los Silfos con intención de congraciarse con el rey Murtrolls, al que no le pareció mal la operación. También quería apoderarse de la princesa Radia, con la que estaba obsesionado. Le aconsejé que no lo hiciera. Insistió y me insultó. Fue un auténtico descalabro. Ocurrió lo que predije. Un primer ataque de los trolls resultó fallido. Hubo muchos trolls muertos y las tropas retrocedieron. Hubo una rebelión de soldados elfos incitados por alguien que no llegué a ver bien porque mi vista no es demasiado buena, dijeron que era un elfo-hombre que empuñaba la espada encantada del rey Dodet, al parecer un hijo de Ge’Dodet, según unos pergaminos que aparecieron en el campamento. Mauro mató a un soldado por dirigirse a él en tono impertinente, y ordenó a los trolls atacar a los elfos reacios a volver a la lucha. Sí, así fue. Los soldados se sublevaron contra él. Huíamos a toda prisa hacia Varich y de repente nos vimos atacados por un enorme pajarraco que encabritó los caballos y desmontó a casi todos los jinetes. Yo me mantuve firme, de pronto recibí un golpe... como si me arrancaran de la montura y... ya no recuerdo nada más.
-¿Qué caballo montabas, Arag? –pregunta Fidor con intención de conocer si la presencia de Arag allí se debe a un error de Picocorvo o a alguna otra causa.
-El negro del rey.
-¿Por qué montabas tú su caballo? –inquiere Fidor, extrañado.
-En el primer ataque del pajarraco todos los caballeros con sus lanzas y espadas rodearon al rey para evitar que pudiera hacerle daño o raptarlo como ya hizo con el general Calabrús. Yo, al ir desarmado, quedé junto a él en aquella jaula de lanzas. El caballo del rey metió la pata en un agujero y se lastimó. Andaba cojeando. Mauro rápidamente decidió cambiar de montura. Él subió al mío y yo al suyo. Dijo como excusa que yo peso menos que él y así aliviaría a su caballo, pero su intención era la de salvarse él, huyendo con el caballo sano y dejarme en la estacada sobre el caballo cojo.
-Y lo consiguió. El águila creyó que eras el rey. Por eso te atrapó y te trajo aquí. Ha sido un error lamentable. Era Mauro quien debería haber sido apresado.
-Le advertí a Mauro que esta guerra sería un fracaso para los elfos. “Está escrito en los astros”, le dije. Se burló de mí. Me despreció. Le ocurrió lo mismo que al rey Dodet XII cuando le advertí que conduciría al país al desastre. Me tomaron por loco y no creyeron en mis predicciones. Todos los consejeros le advertimos a Mauro que la guerra contra los silfos no tenía justificación alguna, pero no hizo caso a nadie. Nos llamó hatajo de imbéciles y cobardes. A todos. Incluso a Trafald, el consejero principal a quien siempre respetó. He aquí el resultado. Los que mandan nunca creen en los consejos razonables y prudentes de los demás. Creen saberlo todo mejor que nadie. Mauro, por instigación de Murtrolls y la obsesión por una princesa silfa llamada Radia, estaba obcecado con los silfos. Después de recibir el mensaje del rey Kirlog llamándole usurpador y miserable, perdió por completo el control de sus actos y decidió que Kirlog debía morir y convertir en esclava a la princesa por no haber accedido a ser su esposa.
-¿Conoces el contenido del mensaje que llevaba la paloma mensajera que salió hacia Ubrüt para iniciar la invasión por esta ciudad? –pregunta Ab’Erana, con malsana curiosidad.
-No. Solo sé que las tropas atacarían también por Ubrüt y Grandollf porque así me lo comentó uno de los soldados un rato antes de enviar la paloma mensajera. Él a mí no me informó de nada ni sé nada más. En una reunión previa volví a insistirle que debía suspender el ataque y me apartó de un manotazo. De muy mala forma. Creí que me iba a golpear con una fusta que llevaba en la mano pero se limitó a dar una patada a una banqueta. ¡Es un malvado! O un loco. No tiene espíritu de elfo. Nada merece respeto para él. Piensa y actúa como si fuese un trolls.
-¡Es un canalla, hijo de mala loba! –exclama Ab’Erana. -En el mensaje de la paloma pedía a los soldados arrasar la ciudad de Grandollf, pasar a cuchillos a todos sus habitantes, quemar cosechas y casas, decapitar al rey Kirlog y arrastrar su cuerpo, entregar a la reina y a la otra princesa a los soldados para que se divirtieran con ellas y mantener viva a la princesa Radia para convertirla en su esclava. ¡Esa era la orden! -grita Ab’Erana, iracundo.
-Está loco –repite Arag.
-Eso no es locura, es maldad. ¡Es un mal nacido! ¿Sabes qué ideas tiene Mauro en la cabeza en estos momentos? ¿Sabes qué piensa hacer? ¿Conoces sus planes con respecto al príncipe Ge’Dodet? –insiste Ab’Erana.
-Su intención, antes del ataque del pajarraco, era llegar a Varich para tomar medidas drásticas. No dijo cuáles. Pensé que pudieran referirse al príncipe Ge’Dodet. Durante el trayecto de regreso a Varich iba dominado por la ira y con cinco obsesiones: Ge’Dodet, el príncipe elfo-hombre, el pajarraco que se llevó al general Calabrús que debe ser el mismo que encabritó a los caballos y me trajo aquí, Fidor y la princesa Radia. Jura que no cejará hasta eliminar esos problemas, hacer pagar a los traidores su traición y conseguir a la princesa, al precio que sea. Dijo que su venganza será terrible, y a ti, Fidor, te considera el mayor culpable de todos, el desencadenante de la situación por haber robado la espada y asegura que te cortará la cabeza en cuatro pedazos.
-¿Por qué continúas con él, Arag? –inquiere Fidor, con amabilidad, sin hacer caso de los comentarios del anciano astrólogo.
-¡Fidor, Fidor! Sabes que nunca quise ser consejero de ese monstruo, moldeado por los repugnantes trolls, pero las circunstancias de la vida, a veces, obligan a los individuos a hacer lo que no desean para evitar males mayores o... para sobrevivir. ¿No lo sabes tú, acaso? ¿Cuántos de los que juraron fidelidad eterna al rey Dodet y a su dinastía olvidaron sus juramentos y pasaron a servir a Mauro, unos de forma voluntaria y otros obligados por las circunstancias? ¡Todos! O casi todos, porque tú siempre te negaste a servirlo y por tal motivo estabas postergado y fuiste condenado a muerte. Ahí tienes a tu amigo Inicut, íntimo del príncipe Ge’Dodet desde la infancia, y lo traicionó dos veces como todos saben en Varich porque el propio Mauro lo decía para enaltecer a Inicut y ponerlo como ejemplo de fidelidad a su persona. ¿Cuántos Inicut hay en el país? Muchos. La mayoría por voluntad propia; otros por decisión real, por el mero hecho de ser el mejor de todos en su materia, como es mi caso. Te designa y no puedes rechazar la elección porque temes por tu integridad física al saber lo que hizo con otros que se negaron. ¿No recuerdas el final del sabio Cerer? Mandó decapitarlo por no aceptar ser su consejero. Tuve miedo, Fidor. Reconozco que fui incapaz de negarme, por miedo a morir. A veces pienso que es un desequilibrado. Para Mauro no existe la imparcialidad. O estás con él o contra él. Yo soy un astrólogo, no un soldado, lo que deseo es que me dejen en paz unos y otros para estudiar los astros que es lo único que me interesa hacer. ¿Qué hago yo a mi edad en una guerra injusta si ni siquiera llevo armas?
-¿Qué relación tienes con Arag, Fidor? –pregunta Ab’Erana al darse cuenta de las estrechas relaciones existentes entre ambos elfos.
-Arag fue consejero de tu abuelo, como te dije, y maestro de tu padre y mío. Tu padre sentía por él una especial consideración; otro tanto me ocurre a mí. El mío es un afecto muy intenso. Arag es un elfo digno de confianza, en todos los sentidos, y yo confío en él plenamente. El hecho de que Mauro le nombrara consejero no menoscaba mi opinión sobre él. Es justo y honrado y tengo la seguridad de que siempre le aconsejó lo más conveniente para el pueblo elfo. –Además, influyó en tu abuelo Dodet XII para que aceptara el matrimonio de tus padres.
Ab’Erana asiente emocionado. Mira a Arag y le sonríe amistosamente.
-Si mi padre siente por ti una especial consideración por estas cosas que acaba de decir Fidor, también la sentiré yo a partir de ahora.
-¿Eres tú, entonces, el príncipe de la dinastía Dodet, hijo del príncipe Ge’Dodet, que maneja la espada encantada, a quien tanto teme Mauro? –pregunta Arag, tratando de incorporarse.
-Sí, lo soy, y pretendo salvar a mi padre de las garras de ese malvado, recuperar el trono para la dinastía Dodet con ayuda de la espada encantada, derrocar a Mauro y expulsar a los trolls del país.
Hay un profundo silencio. Arag mueve la cabeza afirmativamente antes de sentenciar:
-Él sabe que eso sucederá.
-¿Por qué crees que lo sabe? –pregunta Fidor, extrañado ante las palabras del consejero.
-No es que lo creo, tengo certeza absoluta de que lo sabe. Al tener conocimiento de que te habías apoderado de la espada me mandó llamar y quiso saber qué influencias podría tener esa circunstancia en su reinado. Al día siguiente le dije que “su monarquía caerá ante el ímpetu arrollador de un joven desconocido de la dinastía Dodet, porque así está escrito en los astros”. Se enfureció, estuvo a punto de golpearme aunque finalmente me expulsó del salón en el que estábamos. Me humilló delante de todos los demás consejeros, se burló de mí llamándome anciano imbécil.
-¿Qué dicen los astros sobre ese miembro de la dinastía Dodet? –pregunta Ab’Erana, con evidente interés, al ser algo que le atañe especialmente.
-Dicen que un extraño y gigantesco personaje, mitad elfo mitad hombre, será el futuro rey de los elfos, arrojará a los trolls a las tinieblas de sus cavernas, conducirá a los elfos a una prosperidad jamás conocida y contraerá matrimonio con una joven princesa de raza diferente a la suya.
-¿Cómo sabes eso si aún no has tenido tiempo de estudiar mi caso? –pregunta el chico, sorprendido.
-Te he repetido las mismas palabras que le dije a él después de estudiar la situación de los astros para darle respuesta a sus preguntas.
-¿Soy yo ese extraño personaje, Arag?
La pregunta de Ab’Erana encierra una gran ansiedad.
-Si perteneces a la dinastía de los reyes Dodet, eres mitad elfo mitad hombre, tienes apariencia gigantesca, conoces a una princesa de raza diferente a la tuya, tú debes ser ese personaje, sin duda.
-¿Conoces la identidad de la joven que se convertirá en reina de los elfos?
-Lo ignoro. Solo sé lo que acabo de decir, que será princesa de raza diferente a la elfa. Cuando informé a Mauro comentó que las únicas princesas posibles eran las hijas de Kirlog y quizá eso le incitara aún más a convertir a la más hermosa de las princesas en su esposa. Él ya había sido rechazado por la princesa Radia y por su padre y pienso que al conocer mi predicción decidió invadir el país, apoderarse de ella y convertirla en su esclava. No lo sé con certeza, pero conociendo la mente retorcida de ese individuo no me extrañaría que así fuese.
-¿Dónde lees esas cosas, Arag? –pregunta Ab’Erana, con curiosidad.
-En el discurrir de las estrellas y luceros. Miro al firmamento, veo el movimiento de los astros, las órbitas que cada uno de ellos sigue, los momentos en que se cruzan o confluyen en algún punto determinado, y deduzco el porvenir de algunas cosas y en determinadas condiciones. Es muy difícil de explicar.
-Yo he mirado muchas veces al firmamento en las noches eternas del Bosque Maldito y nunca vi nada salvo un manto negro cuajado de puntos blancos, unos más brillantes que otros.
-Para saber mirar a las estrellas hay que conocer los astros por sus nombres y por sus órbitas, saber cuando se cruzan y una serie de datos matemáticos difíciles de interpretar por el común de la gente.
-¿Nunca te equivocas?
-Decir nunca sería una prepotencia por mi parte. Mejor sería decir que acierto a veces. Todos los individuos que caminan bajo el sol se equivocan muchas veces a lo largo de la vida. Unos más y otros menos. Quien diga lo contrario, miente. Los astrólogos nos equivocamos también, casi siempre por no analizar de forma adecuada el movimiento de los astros.
-Una última pregunta, Arag. ¿Qué ocurrió con Mauro y el resto de su expedición, pudiste ver algo?
-Todos fueron desmontados y mi última visión fue verlos correr intentando recuperar los caballos aunque no creo que lo consiguieran, o, al menos, debieron tardar mucho tiempo en hacerlo.
-Me gustaría hablar contigo detenidamente, Arag. Me interesan mucho tus predicciones y tus palabras, pero en este momento no es posible, debemos continuar la marcha para evitar que Mauro llegue a Varich antes que nosotros. -¿Qué podemos hacer con él, Fidor?
-No lo sé, príncipe. Pesa tan poco que podría ir conmigo en el avestruz, pero ahora no está en condiciones de montar, ni podemos dejarlo aquí, solo, en mitad del desierto. Quizá en el carro contigo...
-Lo intentaremos. No creo que sea problema para los avestruces. Sube aquí, Arag –ofrece Ab’Erana ayudándole a colocarse en el interior del cajón del carromato. –Iremos algo más despacio, aunque te advierto que el viaje en este artilugio ideado por mi abuelo, es duro y desagradable, peor que sobre un caballo, sin duda. Parece como si las carnes se separasen de los huesos con el traqueteo infernal que se produce. Ten cuidado y sujétate bien.
Poco más tarde alcanzan a los partidarios de Mauro que van a pie. No son muchos. Ab’Erana se adelanta unos metros, empuña la espada encantada, llama junto a él a Picocorvo y desde la altura del carro, conmina a los soldados a que depongan las armas y se rindan, o se unan a él.
La estampa que ofrecen los soldados de Mauro es desoladora. Cargados con las armas, destrozados por la caminata, sin agua, hundidos por la derrota aunque contentos por haber salvado la vida, son incapaces de reaccionar, ni siquiera de responder porque no pueden articular palabras.
-El grueso de las tropas se ha pasado a nuestro bando –les dice. –A vosotros os ofrezco el mismo trato que a ellos. Seguiréis siendo soldados del nuevo rey de los elfos.
Nadie responde.
-Agua –dice uno de los soldados con un hilo de voz.
-Parece que no pueden hablar. Tienen la boca seca. Dadles agua –ordena Fidor a uno de los soldados. –Al menos que se mojen los labios.
Los soldados agradecen a Fidor el gesto. Se aferran a las cantimploras con ahínco y es necesario retirárselas con cierta violencia.
-¿Quién nos garantiza que respetarás nuestra vida si abandonamos las armas y nos rendimos? –pregunta el capitán que manda el grupo de soldados, que apenas puede mantenerse en pie.
-Tienes mi compromiso, soldado. Soy el príncipe Ab’Erana, capaz de usar la espada encantada del rey Dodet –dice al tiempo de dar una serie de mandobles al aire. -Siempre cumplo mi palabra. Prefiero que os unáis a mí en vez de rendiros. Un soldado que se rinde a otros pierde la moral de victoria que siempre debe ser su meta. Y yo necesito de todos los soldados del país para expulsar a los trolls del Valle Fértil.
-Mauro ha huido y se ha olvidado de nosotros –comenta uno de los soldados, volviéndose hacia sus compañeros. -¿Por qué hemos de mantenernos fiel a él?
-Todas las tropas se han unido al príncipe Ab’Erana, de la dinastía Dodet –aclara uno de los soldados que monta avestruz. -Vosotros debéis hacer lo mismo.
-Es cierto lo que dice este soldado. En unas horas, o mañana, pasará por aquí el grueso de las tropas que se han unido a mi causa. Podéis uniros a ellas y seréis bien recibidos. Y quiero que sepáis que yo jamás dejaría a mis soldados solos en mitad del desierto, sin agua, como ha hecho Mauro. Huye como una rata y deja a sus soldados en la estacada. Es un miserable. No merece la pena que defendáis a un rey así. Mauro es un títere de los trolls. Quiere convertir a los elfos en esclavos de los trolls. ¿Es que no os dais cuenta?
Fidor y algunos de los soldados elfos que montan los avestruces aconsejan a los soldados de Mauro que acepten las palabras del príncipe en la seguridad de que Ab’Erana cumplirá sus promesas.
Se produce un pequeño conciliábulo entre los jefes de los soldados y finalmente, uno de ellos, más decidido, responde:
-Confiamos en tu palabra, príncipe Ab’Erana. Desde este momento estamos a tu servicio si te comprometes a respetar nuestros derechos, puestos y graduaciones.
-No os arrepentiréis. Contáis con mi palabra de que así será. La etapa de Mauro como rey usurpador, ha terminado. Esperad a vuestros compañeros y regresad a Varich. Ya recibiréis instrucciones mías a través de vuestros jefes, o de Fidor directamente. Creo que hay muchas cosas que hacer en el país aunque la primera de ellas será la expulsión de los trolls de todos los cargos que ocupan y ordenarles que salgan de nuestro territorio. Luego recuperaremos el Valle Fértil. Para esa misión necesito que todos los soldados estén de mi lado. Dejadles unas cantimploras con agua y algo de comer y sigamos.
Continúan la marcha y llegan al lugar en que se produjo el ataque del águila a los caballos. No ven a nadie por los alrededores. Ni elfos, ni caballos.
-Deben estar en alguna parte –musita Fidor, con preocupación. -Es imposible que hayan desaparecido en mitad del desierto.
-Salvo que hayan caído en las Traicioneras Ciénagas Amarillas –advierte uno de los soldados. –Están por estos alrededores.
-No es posible que todos hayan tenido el mismo fin. Debe ser algo diferente. ¿Es posible que exista en el desierto algún lugar desconocido en el que poder ocultarse? ¿Quizá alguna cueva o galería que el propio Mauro o algunos de sus generales ordenara hacer para casos de emergencia?
-Lo ignoro, pero no me atrevo a negar esa posibilidad –responde Fidor. –La gente que alcanza el poder de forma ilegal suele tener previstas varias salidas por si se ve obligado a huir.
-También pueden haberse escondido en las Montañas de los Desfiladeros –apunta otro soldado.
-Picocorvo, -ordena el príncipe, mirando al águila-, da una vuelta a ver si ves a la comitiva que dispersaste, a los caballos, al rey Mauro y a la gente que le acompaña. Llega hasta Varich si es preciso. Vamos. Vuela rápido. Es importante saber donde se ha metido esa alimaña.
-¿Es que hablas con el pajarraco? –pregunta Arag, sorprendido, después de que la rapaz se aleje volando.
-No es ningún pajarraco, Arag –protesta el chico saliendo en defensa de la rapaz. -Es un águila inteligente, y, sí, hablo con él, y nos entendemos a la perfección. Siempre cumple mis instrucciones. Por eso estás entre nosotros, aunque sea por un error. Tenía instrucciones de apoderarse del jinete del caballo negro. Es Mauro quien debería estar aquí ahora, ya lo dijo Fidor.
-Nunca conocí a nadie que hablara con las aves. Ni siquiera los magos más poderosos lo consiguen.
-Tampoco yo conocí a nadie que leyera el futuro en las estrellas, -responde Ab’Erana, sonriendo. -Resulta que hoy ambos hemos aprendido algo. De todos modos te diré que no existe arte de magia de ningún tipo.
-¿Cómo lo consigues?
-No lo sé. Un día lo encontré herido en el suelo, lo curé y me extrañó ver que tenía los ojos de colores diferentes. Me quedé mirándolo fijamente y comprendí que me estaba transmitiendo algo, su historia: había sido atacado por dos lobos. Le pregunté sin dejar de mirarlo y respondió a mis preguntas transmitiéndome sus pensamientos. Ignoro por qué suceden esas cosas.
-Son los enigmas de la vida, príncipe. Ni los humanos, ni los elfos, ni ninguna otra raza, ni los príncipes, ni los plebeyos, ni los sabios, ni los necios, disponen de todos los conocimientos ni están capacitados para adentrarse en los enigmas que la vida nos ofrece a diario. A veces, cuando alguien destaca en algo que los demás ignoran, los otros lo llaman sabio, o loco, o elfo de ideas absurdas y estrambóticas. El ignorante nunca podrá llegar a comprender al sabio. Al revés sí es posible porque la mente del sabio suele ser más profunda y abarcar una serie de posibilidades a las que el ignorante no puede llegar. Tú tienes el don de comunicarte con el águila, sin saber por qué, y yo el de conocer los caminos enigmáticos de los astros y su influencia sobre los seres del mundo y tampoco sé exactamente por qué. Por eso pienso que tú y yo coincidimos en algunas cosas.
-Coincidimos en una, Arag. -Ambos pensamos que Mauro es un malvado y un miserable.
Arag guarda silencio y asiente lentamente con un movimiento de cabeza.