viernes, 28 de marzo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET-NOVELA

Aunque no dispongo de noticias del interés que haya producido esta idea, -salvo un comentario de Yoli, que le agradezco- transcribo a continuación el Capítulo II de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150.


CAPÍTULO I I

Una extraña presa y una historia

1

Ab’Erana llega al límite norte del bosque. Al acabar el arbolado se extiende ante él el páramo de tierras blanquecinas e inhóspitas, ligeramente ondulado, cubierto de matorrales y arbustos espinosos, sembrado de piedras y pedruscos irregulares. Un terreno típicamente estepario. Ni un solo árbol. Ni un manchón de verdor. Ni una casa. Ningún signo de vida humana se vislumbra en todo el lugar que abarca la vista. Ni siquiera de vida animal. Un terreno improductivo y de aspecto desagradable y deprimente. Una soledad casi opresiva que le encoge el ánimo. Solo un viento helado que proviene del norte sopla con fuerzas y parece dar un signo de vida a aquella soledad muerta; un viento que corta el aliento y le hace estremecer.
A lo lejos, al norte, se elevan unas montañas cuyas cumbres blanqueadas por las nieves invernales resaltan sobre el fondo del firmamento, o así parece en la distancia. Al oeste ve un frente de nubes negruzcas, presagio de tormenta en el bosque al anochecer. Lo sabe de otras ocasiones y decide regresar pronto para evitar que la tormenta le sorprenda en el camino.
-Picocorvo, -dice el muchacho, mirando intensamente a los ojos de la rapaz-, ya hemos llegado. Aquí debe haber conejos. Da una vuelta y trata de cazarlos. Conejos, o lo que sea. Lo que caces me lo traes para que lo vea. ¡No se te ocurra comer nada sin que yo lo examine primero! Por aquí hay serpientes venenosas, alimañas, que pueden envenenarte. ¡Cuidado con los lobos! Y no tardes demasiado. Mira aquellas nubes del fondo. Esta tarde tendremos tormentas y debemos regresar pronto.
El águila sostiene fija la mirada del chico mientras le habla, como si efectivamente entendiera el significado de sus palabras; luego se concentra y vuela a las alturas haciendo círculos y planeando con los extremos de las alas hacia arriba dejándose llevar por las corrientes del aire helado que soplan y que en las alturas debe ser más frío aún. Ab’Erana lo ve dar varias vueltas sobre la vertical donde se encuentra, como despidiéndose de él. Luego lo ve alejarse en dirección a las Montañas Nevadas que se vislumbran en el horizonte, hasta desaparecer de su vista.
En aquel instante Ab’Erana envidia la libertad del águila que puede ir a las montañas, o a cualquier otra parte, sin ninguna prohibición, como el viento, o como las nubes que llegan por el oeste, lo que él desea hacer ardientemente y no le permite su abuelo. Se recuesta sobre el tronco de uno de los últimos árboles del bosque y mira hacia las montañas. Permanece ensimismado durante unos minutos y echa a volar la imaginación pensando qué misterios habrá en aquellos montes lejanos a los que su abuelo no lo deja ir solo.
¿Por qué siente aquel deseo tan vehemente de ir hasta aquellas montañas desconocidas que le atraen con llamadas enigmáticas?
¿De dónde provienen aquellas voces silenciosas e insistentes que le incitan a ir hacia allá?
¿Qué relación puede tener él con las montañas, si es que tiene algunas?
¿Quién le llamará de ese modo?
¿Quién puede conocerle para llamarle así, por su propio nombre? “¡Ab’Erana, Ab’Erana, ayúdame!” Es la frase habitual que cree escuchar en su imaginación, de forma casi constante y permanente, durante día y noche, cuando tiene la mente en blanco y no hace nada en concreto que concentre su atención.
Es consciente de que cada vez se le hace más difícil resistir la atracción de aquellas voces desconocidas y enigmáticas que resuenan en su cabeza de muchas formas diferentes, pero resaltando con nitidez su nombre: “¡Ab’Erana!” “Y la petición de ayuda”. No son llamadas de alguien que se encuentra en peligro y llama a cualquiera, no son gritos a voleo por si alguien los oye. Le llaman a él expresamente, por su propio nombre, y le piden ayuda.
¿Por qué no puede él ser como el águila y alcanzar aquellas montañas para descifrar el misterio de aquellas voces?
Durante unos segundos permanece con la mirada perdida en el infinito. Las voces, casi gritos, resuenan en aquel momento en sus oídos, incitándole a correr, a ir a alguna parte que ignora cuál es, a ir no sabe dónde. Mantiene una lucha interior que le obliga a apretar los puños y a abandonar el tronco del árbol. Está decidido a ir, a correr hacia las montañas y averiguar el enigma, y cuando se dispone a obedecer las llamadas del subconsciente, de aquellas voces desconocidas, surge de repente la prohibición de su abuelo y su promesa de obedecerle, que pueden más que la tentación. Mueve la cabeza y se relaja dejándose caer de nuevo sobre el tronco del árbol.
El ruido de un enorme lagarto que cruza frente a él, a menos de dos metros, le hace dar un respingo y volver a la realidad.
Abandona el tronco del árbol definitivamente y reanuda la marcha lentamente por el límite del bosque, sin salir a terreno abierto, con intención de seguir a rajatabla los consejos de su abuelo y ocultarse ante cualquier eventualidad, presa propicia, o enemigo, que descubra por los alrededores. Ante él, la estepa inhóspita e interminable en la que se pierde la vista, permanece inalterable. Es imposible que pueda venir ningún peligro de aquella parte.
Camina pensativo y distraído. Las palabras de su abuelo le han dejado profundamente preocupado. Apenas se concentra en la caza. Solo tiene miradas para las montañas y a su alrededor por si surge algún peligro de los que le advierte su abuelo, que él ni siquiera puede imaginar. No ve nada. Levanta la mirada en busca de Picocorvo y no lo ve tampoco.
¿Por qué su abuelo le habrá dicho aquellas palabras tan enigmáticas y sorprendentes?
¿Qué promesas habría hecho su abuelo hace muchos años, y a quién, si viven solos, sus padres son desconocidos, carece de familia y no se tratan con nadie?
¿Qué quiso decirle su abuelo sobre la posibilidad de hacer ambos un viaje a las Montañas Nevadas, y para qué?
¿Es que las llamadas, acaso, provienen de allí y su abuelo lo sabe, porque las escucha también?
Si es así, su abuelo debe saber quien grita. Si lo sabe, ¿por qué no se lo dice?
Camina con ojo avizor y el arco dispuesto para disparar, sabiendo que las piezas saltan y desaparecen de la vista en un santiamén.
A unos doscientos metros de distancia del lugar en que se encuentra ve algo moverse junto a unos matorrales. No sabe qué es exactamente. Se acerca sigilosamente, ocultándose tras los arbustos y árboles del final del bosque. Está a menos de cincuenta metros de la presa. Avanza unos pasos más y se dispone a disparar. A tal distancia es imposible fallar, dada su habilidad con el arco. Lo tensa lentamente y mantiene la respiración. Su abuelo le tiene advertido que no debe disparar jamás sin ver la presa. No desea matar a un animal que no pueda aprovechar luego como alimento, ni disparar sin ver por si se trata de una persona, algo imposible en aquel páramo.
De pronto ve cómo Picocorvo se lanza en picado sobre la misma presa que él acaba de descubrir. Ve cómo el águila apresa entre sus poderosas garras el lomo de la presa e intenta elevarse con ella dificultosamente, como si llevara un peso excesivo. Aguza la vista y queda paralizado por el horror que le produce la visión. Le parece que la presa es un niño que patalea entre las garras de la rapaz. Rápidamente emite un peculiar silbido y el águila se acerca al lugar donde él se encuentra, posándose a menos de un metro de distancia, sin soltar la presa que está en el suelo y él sobre ella.
Ab’Erana queda sin habla, sorprendido, al ver que la presa no es exactamente un niño sino un extraño hombrecillo vestido de verde que ni siquiera mide noventa centímetros de estatura.
-¡Picocorvo, quieto! ¡Suéltalo! –ordena de inmediato, con voz potente y temblorosa.
El águila le devuelve una mirada altanera y orgullosa, casi agresiva, por primera vez desde que se conocen; al fin vuelve la cabeza hacia el otro lado, aunque sin llegar a soltar la presa. El chico le pasa la mano por la cabeza para tranquilizarlo y le dirige palabras susurrantes. La rapaz baja la cabeza, como avergonzada, afloja las garras y suelta al hombrecillo que queda inmóvil en el suelo. Picocorvo, sin estar dispuesto a perder su presa, permanece junto a ella mirando a su amo con evidente sorpresa porque nunca antes han sucedido las cosas de aquel modo. Ab’Erana le acaricia nuevamente la cabeza con suavidad y le habla con dulzura. No desea arrebatarle la presa de forma violenta sino de forma convincente. Es la forma habitual de tranquilizarlo. El águila aletea y da unos pasos separándose del hombrecillo que permanece tendido en el suelo, inmóvil. La retirada del águila hace comprender a Ab’Erana que su amigo acepta sus razones.
-Picocorvo, ve a cazar de nuevo. Lo que has cazado no es una presa para ti, es un enano, creo. Quizá el abuelo Cedric sepa quien es o haya visto en alguna ocasión seres como este y pueda darme alguna explicación. –Lo has dejado malherido y está inconsciente. ¡Vamos, vete! Caza algo rápidamente y vuelve. Voy a regresar de inmediato a la cabaña a ver si el abuelo Cedric me ayuda a curarlo.
Permanecen mirándose fijamente y después de unos segundos, el chico responde:
-No sé quien es. Nunca vi nadie así. Te digo que parece un hombre pequeño, o un enano. No lo he visto en mi vida. Lo único que sé es que no es presa para ti.
El águila levanta el vuelo y se aleja.
Ab’Erana se inclina sobre el hombrecillo y se dispone a abrirle la camisa verde que viste. En el mismo instante, su mirada se clava en las orejas del herido. Su sorpresa no tiene límites. ¡Aquel individuo tiene las orejas exactamente igual que una de las suyas! Le analiza el rostro detenidamente, su ligero color pálido verdoso, la extraña nariz, el destello luminoso de su piel, pero especialmente le atraen las orejas. Sin saber por qué se lleva la mano izquierda a su oreja del mismo lado. Pasa la yema de los dedos por el borde. ¡Su oreja es idéntica a la de aquel hombrecillo! Permanece pensativo durante unos segundos. El individuo está inconsciente, y, al parecer, malherido. Su expresión y configuración son de hombre pero su tamaño es mucho menor que el de un hombre. Casi la mitad que su abuelo, o menos aún. Ni siquiera debe alcanzar una vara de estatura, según el cálculo mental que realiza en cuestión de segundos. Le desabrocha la casaca verde que viste y ve que tiene en la espalda y en los costados varias heridas sangrantes, recientes, producidas por las garras del águila, y también descubre, sorprendido, otra herida en el costado izquierdo producida, al parecer, por una cuchillada, con sangre reseca en los bordes. Limpia las heridas con agua de la cantimplora, saca un extraño emplasto del morral con el que cubre los desgarros y cuando finaliza la cura aparece el águila con un conejo entre las garras.
Coge al hombrecillo entre los brazos y regresa apresuradamente a la cabaña, sin ningún contratiempo. Llega pasado el mediodía porque la carga, aunque poco pesada, le obliga a descansar durante unos minutos, en varias ocasiones, sin que el herido recobre el conocimiento.
Cedric labra el huerto de hortalizas provisto de un escardillo con el que remueve la tierra y arranca las malas hierbas. Alza la cabeza al oír ruido de pisadas, extrañado ante el rápido regreso de su nieto.
-¿Quién anda ahí? –pregunta, incorporándose, sin abandonar el escardillo, ni moverse del sitio.
-Soy yo, abuelo.
-Has vuelto muy pronto. ¿Has conseguido alguna pieza?
-No lo sé. Mira lo que ha cazado Picocorvo. Solo tú podrás decirme lo que es.
-¿Algún cervatillo, acaso?
-No, no es un animal. No sé lo que es, abuelo. Es como un hombre muy pequeño. Parece un... un enano de los cuentos que me contabas cuando era pequeño. Nunca vi nadie así.
Cedric arroja el escardillo al suelo y echa a correr hacia la cabaña, presa de extraña agitación, al tiempo de pronunciar exclamaciones ininteligibles. Ab’Erana no recuerda haber visto a su abuelo en aquel estado de nerviosismo en ningún momento de su vida. Está tan nervioso que no atina a nada. Corre hacia la casa. Vuelve al encuentro con su nieto. Maldice. Piensa que quizá se haya producido lo que lleva varios años aguardando. Al ver al hombrecito que Ab’Erana lleva en los brazos, le mira el rostro con detenimiento y el suyo se torna intensamente pálido, se muerde el labio inferior, abre los ojos hasta la desorbitación, mira a su nieto con la mirada extraviada y le ordena con un tono de voz que el chico no ha oído jamás:
-¡Vamos, corre! Entra en la cabaña y déjalo sobre una cama. ¿Está muerto, herido, o solo inconsciente?
Es una pregunta angustiosa, al tiempo de acercarse de nuevo a ver el rostro del personaje y comprobar si respira o no. Luego hace un gesto de contrariedad y suelta un exabrupto, algo que no ha hecho nunca delante de su nieto.
-Tiene desgarrada la espalda y los costados, abuelo. Le he puesto un emplasto de hierbas en las heridas. He pensado que quizá tú... ¿Qué es? ¿Quién es, abuelo? ¿Cómo puede haber hombres tan pequeños? Mucho más que yo, incluso.
-¿Qué ha ocurrido exactamente? ¡Vamos, hombre, habla y deja de pensar ahora! Ya responderé a tus preguntas en otro momento. ¿Qué ha sucedido?
Ab’Erana le explica lo ocurrido con toda suerte de detalles mientras el anciano mueve la cabeza con preocupación, murmurando nuevamente palabras ininteligibles que el chico es incapaz de descifrar a pesar de que pone en ello todo su empeño y atención. Por su mente pasa la idea de que aquel individuo puede tener alguna relación con él porque sus orejas son idénticas a la suya izquierda. Tiene intención de interrogar a su abuelo seriamente pero decide no hacerlo en aquel momento, al verlo tan preocupado y nervioso.
-Cuando el águila cayó sobre él, este... hombrecito, o lo que sea, estaba ya herido, ¿sabes? Parece que alguien le dio una cuchillada en un costado. Esta herida de aquí no se la produjo Picocorvo –aclara el chico quitándole el emplasto y señalando la herida del costado, en su afán de defender sutilmente la intervención del águila.
-Ya lo veo. Está claro que esa herida en concreto no la produjeron las garras de tu águila. Son de una cuchillada, o de un navajazo. Se aprecia claramente. Pon agua a hervir en un recipiente y echa en su interior un puñado de hojas curativas. Vamos a ver qué podemos hacer por él. ¡Vaya contrariedad, hombre! Al cabo de tantos años... ¿Qué habrá venido a hacer este... este renacuajo, aquí ahora?
-¿Lo conoces, abuelo?
Cedric se limita a mirarlo en silencio, a encogerse de hombros, a mover la cabeza con preocupación y a balbucear palabras que Ab’Erana no llega a entender tampoco en esta ocasión. Ignora si su abuelo está tan nervioso que no acierta a pronunciar las palabras con claridad o es que no desea que lo entienda.
-¿Qué es, abuelo? Es demasiado pequeño para ser un hombre, ¿verdad? Le has llamado renacuajo, ¿es que se llaman renacuajos estos individuos?
El abuelo no responde.
-¿Es un enano de los cuentos, o es un renacuajo? –insiste Ab’Erana.
Cedric se mantiene en silencio. Mientras espera que el agua hierva, se limita a abrazarlo, pasarle la mano por la cabeza y removerle el cabello, como si temiera que aquella visita pudiese alterar los sentimientos, el ritmo de vida que ambos llevan desde muchos años antes, o quizá algo peor, que su propio nieto decida abandonar el bosque.
-¿Quién es? -insiste el chico, soltándose del abrazo de su abuelo y mirándolo con cierto descaro. -¡Tiene las dos orejas iguales que una de las mías! – grita. -¿Lo ves? ¿Qué significa eso? ¿Por qué este renacuajo y yo tenemos las orejas iguales?
-¿Crees que estoy ciego? –responde el anciano, desabrido, comprendiendo que ya no puede retrasar más tiempo el dar explicaciones a su nieto. -¡No es ningún renacuajo!
-Lo conoces y no quieres decirme quien es, ¿verdad, abuelo?
-¿Por qué piensas que lo conozco?
-Has dicho, “al cabo de tantos años... ¿Qué habrá venido a hacer este renacuajo, aquí ahora? Y acabas de decir que no es un renacuajo” Eso significa que lo conoces y te extraña que haya venido precisamente ahora. ¿Es él quien trajo la canastilla que encontraste en la puerta de la cabaña, en la que estaba yo?
-Es un razonamiento muy lógico el tuyo. Me agrada que pienses... cuando hay que pensar. No, él no te trajo de ninguna forma.
-¿Quién es entonces? Dímelo, por favor.
-No hagas más preguntas y trae el agua caliente con un trapo limpio. Ya tendremos tiempo de hablar largo y tendido cuando lo hayamos curado. Es una historia que no te puedo contar a retazos, a trozos, quiero decir. Necesitaré tiempo para contártelo todo de un tirón. Tiempo y sosiego. No tendré más remedio que hacerlo ante la inesperada aparición de este elfo.
-¿Elfo? ¿Qué es un elfo?
-¡Cállate y no me atosigues ni me pongas más nervioso de lo que ya estoy, hombre! ¡Te explicaré todo lo que quieras cuando lo hayamos curado!
Cedric enciende varios candiles buscando la máxima iluminación en la cabaña para ver mejor las heridas del hombrecillo. Durante unos segundos lo reconoce en silencio, como abstraído, como si al mismo tiempo de analizar las heridas estuviese recordando algunos acontecimientos pasados. No cesa de mover la cabeza con evidente preocupación y la palidez continúa enseñoreada de su barbudo rostro. Luego coloca una mano en la frente del herido para comprobarle la temperatura y le toma el pulso. Nota que el herido tiene una fiebre elevada.
Ab’Erana, en silencio, acerca una cacerola con agua caliente, con hierbas hervidas flotando en su interior, y un trozo de toalla seca y limpia que deja sobre la rústica mesa de la cabaña situada junto a una cama.
-Coge otro trapo y humedécelo con agua fría. Se lo colocaremos en la cabeza a ver si le baja la fiebre.
-¿Y el agua caliente con las hierbas? –pregunta el chico.
-También. El trapo mojado en agua fría se lo colocaremos en la cabeza para que le baje la fiebre. El agua caliente con las hierbas hervidas, servirá para curarle las heridas. Luego me das la venda que hay en el cajón de la cómoda –ordena el abuelo mientras limpia las heridas con sumo cuidado y le coloca al elfo un emplasto de las extrañas yerbas curativas que hay en la cacerola, después de escurrirlas convenientemente.
Ab’Erana obedece en silencio las instrucciones de su abuelo.
Cedric le coloca al herido el paño frío sobre la cabeza y le venda el cuerpo con la larga venda que le entrega su nieto.
-Ahora es mejor que lo dejemos descansar. Hemos hecho lo que hemos podido, y lo mejor posible. A partir de ahora será su propia naturaleza la encargada de colaborar. Ha debido perder mucha sangre y lo encuentro débil. Fíjate en la palidez de su rostro verdoso. Parece de cera. Además, si se apercibió del ataque de tu águila es posible que esté más muerto de miedo que de las heridas.
-Dijiste antes que es un elfo. ¿Qué es un elfo? ¿Es, acaso, un hombre de raza pequeña? Nunca vi un hombre así. Es más pequeño que yo y con orejas tan extrañas como la mía del lado izquierdo.
-No, Ab’Erana, no es una raza de hombres pequeños, exactamente.
-¿Qué es, entonces?
-Ya te lo dije antes. Es un elfo.
-¿Pero, que es un elfo? –pregunta el chico con extrañeza, como si aquella palabra la hubiese escuchado aquella tarde por primera vez en su vida. -Nunca me hablaste de ellos.
-Bueno, quizá tengas razón, no lo recuerdo. Verás, un elfo es... Es un individuo como este que ves aquí –responde el anciano sin saber qué decir exactamente. –Es algo así como un duende o diablillo, algo así. Tampoco yo lo sé muy bien. O quizá sea una raza de hombres muy pequeños que no suelen verse por nuestras tierras. No lo sé, hijo. No son seres humanos pero hacen las mismas cosas que nosotros. Comen, beben, duermen, se casan, tienen hijos, hacen la guerra contra otros pueblos semejantes a ellos... y mueren como nosotros aunque, según dicen, pueden vivir muchos más años que los humanos.
-¿Por qué tiene la piel tan pálida y ligeramente verdosa, abuelo?
-Es su forma de ser natural. Lo mismo que tú tienes la piel blanca,… bueno, entre blanca y verdosa, ellos la tienen ligeramente verdosa y dentro de su palidez con un brillo especial. Como este.
-¿Por qué sabes esas cosas?
-Bueno... En cierta ocasión tuve tratos con ellos y pude apreciarlo. Recuerdo que todos tenían la piel pálida, con una tonalidad ligeramente verdosa y brillante, como la de este...
-¿Qué tipo de tratos?
-¿Es que pretendes interrogarme ahora sobre mi vida pasada?
-No es interrogarte, abuelo. Solo quiero saber cosas que me llaman la atención y nunca quisiste explicarme. Por ejemplo, ¿por qué tengo una oreja como las de este elfo? ¿Es que yo soy un elfo?
-Es parte de la historia que te contaré.
-¿Se refiere a este elfo o a mí?
-Sí, se refiere a él y a otros, pero es él quien deberá explicar ciertos detalles que ignoro. También se refiere a ti. ¡Pero no sé la historia completa! Él tendrá que explicarnos muchas cosas cuando recupere el conocimiento.
-¿Se curará?
-Espero que sí. Son heridas superficiales aunque deben ser dolorosas. La más preocupante de todas es la del costado. Por suerte no es demasiado profunda. Dejémoslo descansar y tal vez esta noche, o mañana, recupere el conocimiento y podamos hablar con él largo y tendido. En tantos años transcurridos han podido suceder muchas cosas –musita Cedric, pensativo.
-¿Sabes entonces quien es, verdad? –insiste Ab’Erana una vez más, volviendo la cabeza para mirar al herido.
Cedric guarda silencio durante unos segundos, como si pretendiera recordar algo sucedido mucho tiempo atrás. Ab’Erana se mantiene expectante, esperando alguna aclaración de su abuelo, que finalmente asiente con un movimiento de cabeza, busca una sonrisa que, sin duda, no le apetece esbozar, y aclara:
-Sí, hijo, sé quien es.
Al pronunciar aquella frase, Cedric suspira profundamente, se encoge de hombros con impotencia y abre los brazos como si no supiese dar más explicaciones.
-No he visto nunca elfos en el bosque, abuelo.
-¡Claro que no! Si te digo que no suelen verse por nuestras tierras quiero decir que no viven aquí, ni vienen para nada. No es fácil ir de un lado a otro con la cantidad de salteadores de caminos que hay por estos mundos.
-¿Cómo lo conociste si nunca vino por aquí?
-¡No tergiverses mis palabras! No suelen venir por aquí pero este sí vino alguna vez y... bueno, lo conocí y basta. Hace ya tantos años que casi no recuerdo –miente Cedric con descaro ante la mirada inquisitiva de su nieto.
¿Dónde viven?
-Viven... No lo sé con seguridad. En algunos bosques fantásticos, en el país de los cuentos, en el interior de los volcanes, en... en los lugares más ocultos de las Montañas Nevadas, en lugares extraños donde los hombres no consiguen entrar jamás. La realidad es que... tampoco recuerdo exactamente donde viven, ¿sabes? Y el caso es que debería saberlo. Lo que sí se es que viven en ciudades pequeñas, como de miniaturas, con calles y casas pequeñas, salvo los palacios que son casas muy grandes, que tienen sus reyes, sus soldados, en fin, todo exactamente igual que ocurre en el mundo de los hombres, pero en pequeño. ¿Ves cómo de pequeño es este elfo? Imagínate una ciudad o un pueblo, apropiados para su estatura, casas pequeñas en las que viven gentes como él. ¿Entiendes?
-¿Nunca han vivido en nuestro bosque? –pregunta el chico, extrañado.
-No, nunca, que yo sepa. En este bosque solo vivimos tú y yo, conejos, pájaros, y algunas alimañas. Aquí ni siquiera viene su propietario, el señor Latefund de Bad a recorrer sus posesiones. La gente piensa que este bosque está maldito y no se atreven a entrar en él, pero es mentira, no lo está. Aquí nunca ocurre nada de importancia, tú lo sabes –aclara Cedric intentando cambiar el sentido de la conversación.
-¿Por qué conoces tú a este elfo si nunca ha vivido aquí? –insiste Ab’Erana, sin caer en la trampa verbal tendida por su abuelo.
Cedric se rasca la cabeza con preocupación, mosqueado ante la insistencia del muchacho.
-Ya te he dicho que vino una vez, o dos veces, o tres, no recuerdo bien, pero hace ya tantos años que... ¿Es que vas a interrogarme sobre todo lo que se te ocurra? –pregunta luego, no muy decidido a dar explicaciones a su nieto. –He podido conocerlo en otro lugar diferente, ¿no? Los elfos viven en su país y ese lugar está... –Cedric vuelve a rascarse la cabeza, indeciso. –Bueno, ese lugar está en alguna parte que no consigo recordar.
-Si no lo puedes recordar es porque estuviste allí alguna vez y lo has olvidado, ¿no?
-Bueno... Sí, recuerdo que estuve una vez, pero... No recuerdo nada de aquel viaje. Se me ha borrado de la mente.
-¿A qué fuiste?
Cedric lanza un bufido ante la insistencia de su nieto. Luego lo mira con severidad y guarda silencio.
Ab’Erana da un paseo por la habitación e inesperadamente se detiene delante de su abuelo y le pregunta:
-¿A qué habrá venido este elfo a nuestro bosque, después de tantos años?
-No lo sé, hijo. ¿Dónde lo encontraste exactamente?
-Lo vi en el límite del bosque con las Tierras Esteparias del Norte, junto a unos arbustos y matorrales. A lo lejos me pareció un animal porque caminaba encorvado o agachado. Pensé que era un zorro. Estaba esperando a ver qué era exactamente para no disparar al tuntún cuando Picocorvo cayó sobre él y...
-¡Por los colmillos de siete jabalís! Menos mal que no le disparaste y llegaste a tiempo de salvarlo de las garras de tu águila. Hubiese sido una tragedia irreparable que Picocorvo, o tú, lo hubieseis matado.
-¿Vas a decirme de una vez quien es este elfo, abuelo? –insiste Ab’Erana, enfadado, comprendiendo que su abuelo conoce perfectamente la identidad de aquel personaje y no tiene intención de revelársela, al menos en aquel momento y de ahí que vaya derivando la conversación hacia caminos absurdos.

2

Cedric lo coge del brazo, lo lleva fuera de la cabaña y lo invita a que se siente en uno de los bancos de madera del porche.
Comienza a anochecer en el bosque, el frío es intenso y la humedad cala a los huesos.
-Es una historia muy extraña, hijo, tan fantástica como la tuya cuando dices que te comunicas con el águila. Solo que esta historia es real y tuvo consecuencias evidentes y palpables.
-¿Qué consecuencias?
-¡Tú! ¿No lo entiendes, hombre?
-¿Yo?
-Claro. Estás un poco torpe esta tarde, ¿eh? Verás... No sé por donde comenzar. Lo primero que quiero hacer es pedirte perdón y decirte que has vivido engañado durante todos los años de tu vida. Y tu abuela y yo somos los únicos culpables. No te trajo nadie a nuestra cabaña en una canastilla.
-¿Sabes, entonces, quienes son mis padres? –pregunta el chico, envarándose, mirando a su abuelo con evidente reprobación.
-Sí, tu padre y tu madre.
-¿Por qué me lo ocultasteis?
-Creímos que era lo mejor para ti. Quizá nos equivocamos, no lo sé. Tú juzgarás ahora. Ocurrió esta historia hace veinte años. En aquella época vivíamos tu abuela y yo en una cabaña situada en este mismo bosque, muy cerca de las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte. A menos de doscientos metros de la estepa. Seguramente por el mismo sitio donde encontraste al elfo esta mañana. Aún quedan allí algunos restos de la cabaña que fue nuestra vivienda.
-Los he visto muchas veces y sé que en un tiempo mi abuela y tú vivisteis allí. Me lo dijiste en varias ocasiones.
-Cierto. Allí vivimos durante varios años antes que aquí. Yo, en mi juventud, fui soldado como ya te conté muchas veces. Me buscaban por mi estatura y por mi fuerza descomunal capaz de partir una vaca de un bastonazo. Cierto día, el señor del castillo me eligió como verdugo para cortarle las manos a un chiquillo de doce años porque había cometido un robo de pequeña escala, si hubiese sido un robo importante lo habrían colgado. Me negué a hacerlo y concité sobre mí todas las malas pulgas de aquel señor que no era mala persona. Se llamaba, o se llama, ignoro si estará vivo aún, aunque no lo creo, Latefund de Bad, dueño de este bosque y de todas estas tierras, pueblos y aldeas que hay en más de cien kilómetros a la redonda. Lo recuerdo perfectamente. Era medianamente alto y con barba. Los ojos le chispeaban cuando se enfadaba, algo que le ocurría con demasiada frecuencia. Él estaba en el rellano de una escalera y yo en el patio junto a un par de soldados que sostenían al chaval que pataleaba como no te puedes ni imaginar. Era un demonio y tenía malas entrañas aquel muchacho, disfrutaba haciendo sufrir a los animales, daba patadas a los perros y a los gatos. Era malo. Pero me pareció demasiado castigo cortarle las manos por un pequeño robo en la cocina, no recuerdo qué exactamente, unos huevos o un queso. Le dije al señor Latefund que no estaba dispuesto a hacerlo y se enfureció. Me amenazó con azotarme y aquello colmó el vaso de mi paciencia. Libré al muchacho de los dos soldados que lo retenían y cuando intentaron retenerme me vi obligado a golpearles y conseguí llegar hasta el portón del castillo. Huí de allí y llevé al chico conmigo. La gente me tenía miedo y nadie nos persiguió. Unos días más tarde aquel bastardo ladronzuelo huyó de mi lado durante la noche y me robó las cuatro cosas que había salvado. Se llevó hasta mi espada. Solo me dejó la ropa que llevaba puesta y un arco y flechas que él no podía manejar. Era un mal nacido y habrá terminado sus días colgado del torreón de algún castillo o de un árbol cualquiera. Ese tipo de gente siempre acaba mal.
-¿Después de salvarle las manos te robó? –pregunta Ab’Erana, con expresión incrédula.
-Así es la vida a veces, hijo. Era un pobre diablo llamado... Thür. Sí, creo que era Thür. Y le llamaban Thür, el Sucio porque sentía pavor al agua. Aún recuerdo su nombre y también que fue un queso lo que robó de la cocina del castillo.
-¿Por robar un queso le iban a cortar las manos?
-Las cosas de la vida, hijo. Era una ley dictada por el propio conde o por alguno de sus antecesores. El que manda suele dictar las leyes que le convienen, aunque sean injustas.
-Una ley desproporcionada, ¿no, abuelo?
-Así me lo pareció a mí. Asqueado de la vida por haber defendido a aquel señor injusto y al ladrón desagradecido, decidí retirarme a un lugar solitario, apartado por completo de los conflictos que se inventan algunos hombres, estúpidamente, por prepotencia, por ambición, o, sencillamente, por considerar que la razón siempre está de su parte y no querer dar el brazo a torcer. Encontré este bosque solitario y aquí me afinqué, dedicado a la caza, sin ser molestado por nadie. Este bosque está apartado de todos los caminos y nadie suele venir por aquí como bien sabes. En uno de los viajes que hice para vender las pieles, llegué a un pueblucho, Aldeaolvidada le llaman, y allí conocí a tu abuela. No era ella de estas tierras y carecía de familia. Trabajaba en una taberna donde la trataban muy mal, la tenían como a una esclava trabajando desde el amanecer hasta la noche a cambio de la comida. Le expliqué que vivía solo en el bosque, le dije que era muy hermosa, que la tendría como a una reina si estaba dispuesta a seguirme y casarse conmigo. Tuve una pelea con el tabernero que no deseaba que se fuese y me quedé con las ganas de machacarle las costillas a un hijo de aquel bastardo que insultaba a tu abuela con proposiciones deshonestas. Tenía unos ojos preciosos aquella muchacha. Aborrecía tanto la vida que llevaba que me siguió. Nos casamos en una ermita que encontramos en mitad del campo. Creo que ya no existe. Recuerdo que el ermitaño era muy viejo y con barba larguísima. Nos echó las bendiciones. Debió morir hace muchos años porque apenas podía mantenerse erguido. Vinimos los dos al bosque y durante unos días lo dediqué a ampliar la cabaña con una nueva habitación. Tu abuela me llegaba por aquí –dice Cedric, señalándose algo más abajo del hombro. Era muy guapa, tenía los ojos azules como el cielo y el cabello rubio como el sol, ¿la recuerdas, verdad?
Ab’Erana asiente con un movimiento de cabeza.
-Cuando tú la conociste ya no estaba como antes. Las mujeres y los hombres nos deterioramos con el paso del tiempo. Ellas más que nosotros. La caza y la pesca de peces de la laguna fue nuestro medio de subsistencia, y unas legumbres y hortalizas que sembrábamos en algunos claros del bosque. En cada estación bajábamos a la aldea a cambiar pieles por alimentos, aunque otras veces subía un buhonero, se llevaba las pieles y a cambio nos dejaba artículos de primera necesidad.
-¿Qué cazabas? ¿Es que había animales salvajes por aquí, en aquella época?
-Bueno... Eran pieles de lobos, de zorros, de serpientes, piezas pequeñas todas ellas. Éramos felices aquí. Vivíamos tranquilos y sin conflictos porque a este bosque nunca venía nadie. Como ahora.
-Todo eso me lo has contado ya infinidad de veces, abuelo. Tu pelea en el castillo de Latefund me gusta oírtela contar, pero la sé de memoria. Y lo mismo la historia de cómo conociste a mi abuela que en realidad no era mi abuela.
-Ya sé que la sabes, hijo. Te la repito para ambientar lo que te voy a contar a continuación. La verdadera historia de tu vida. La que tu abuela y yo te contamos no sucedió nunca.
El rostro de Ab’Erana adquiere una extraña expresión al oír las palabras de su abuelo.
-¿Es mentira todo lo que me contasteis mi abuela y tú? –pregunta el chico denotando una absoluta decepción.
-Hombre, todo no. Pero en lo fundamental, en lo referente a ti, quiero decir, te engañamos. Sí, te engañamos, no pongas esa cara. Lo hicimos con toda la buena fe del mundo.
-¿Por qué? –vuelve a preguntar el chico, como afligido, sin comprender los motivos que pudiesen haber tenido sus abuelos para comportarse con él de forma tan inhumana.
-No me interrumpas y deja que te cuente las cosas a mi manera, ¿de acuerdo? Cuando oigas la historia completa lo comprenderás mejor. Ya no habrá más mentiras. ¿Ves mi estatura? Soy lo que se dice un hombre gigantesco y para algunos tontos, poco menos que un ogro. Tu abuela ya te he señalado cómo era. Ni al hombro me llegaba. Tenía una estatura más o menos normal entre las mujeres. Pero... misterios de la naturaleza. Tuvimos una hija que nació muy pequeña, y con el transcurso del tiempo apenas creció. Era enanita. Con dieciséis años apenas alcanzaba un metro de altura.
-Nunca me dijiste que hubieseis tenido una hija. ¿Fue mi madre?
-¡No me interrumpas más, hombre! Todo llegará en su momento. No me lo pongas más difícil. Era muy pequeña. No tenía ningún tipo de deformidad como sucede con algunos enanos que presentan desproporciones acusadas, cabezas voluminosas, piernas y brazos cortos, etc. No, nada de eso, no tenía ningún defecto. Todos sus miembros estaban proporcionados con relación a su estatura. Era una muñeca. Preciosa como la Luna llena asomando entre los árboles. Delgada como los juncos que viven junto a la laguna. Risueña como las flores en primavera. Nerviosa como las lagartijas. Rubia como el oro, se recogía el cabello en una cola como la de los caballos y saltaba por los árboles como una ardilla. Se subía a los árboles mucho mejor que tú lo haces ahora. Era tan ágil como nunca vi a nadie. Solía decirle, ¿dónde está mi ardillita? No crecía. Tu abuela y yo pensamos que quizá al desarrollarse como mujer diese un estirón y creciera un poco. Nos equivocamos. No sucedió así. Asumimos la realidad con resignación, pero aquello supuso para nosotros una verdadera tragedia. No era una chica bajita, que lo habríamos asumido, era enanita, pero perfectamente conformada como te digo. Muy graciosa en aquellos años y con aquella edad, pero pensamos qué ocurriría cuando fuese mayor o faltásemos nosotros. Jamás encontraría un hombre que quisiera casarse con ella y al no tener medios de fortuna la imaginamos viviendo de la caridad en la puerta de las iglesias o sirviendo de distracción a gente sin escrúpulos que la exhibiera por las plazas de los pueblos como a un bicho raro. Un día llegó a casa sofocada diciendo que había visto en el bosque a un chico tan pequeño como ella que saltaba por los árboles exactamente igual que ella, como las ardillas, nos dijo, repitiendo la frase que yo solía decirle. Cuando le preguntamos por la identidad de su amigo nos dijo que era un chico extraño que tenía las orejas puntiagudas como los duendes de los bosques. Aquello nos sorprendió y preocupó. Al día siguiente dijo que iba a coger margaritas y tu abuela y yo la seguimos al interior del bosque y vimos al chico. Era rubio y risueño, con el rostro verdoso y brillante, de buena presencia, de su misma estatura, más o menos, con ropas de buena calidad, y efectivamente tenía unas extrañas orejas grandes y puntiagudas. Llevaba un traje verde como el de este elfo y calzaba unos zapatos verdes también, con las puntas hacia arriba. Desde luego no tenía aspecto de pordiosero ni de vagabundo, al contrario, tenía mucho empaque y seguridad. Estuvieron viéndose durante varios días. Cierta mañana mi hija trajo al chico a casa y hablamos con él. Era muy simpático y educado. Parecía un caballero. Nos dijo que vivía en un país al otro lado de las Montañas Blancas, que están más allá de las Montañas Nevadas que son las que se ven desde las Tierras Esteparias del Norte; que se había perdido y que casualmente había llegado al bosque. Para nada mencionó la palabra elfo. Le dimos de comer, lo invitamos a quedarse unos días con nosotros y le dije que le ayudaría a encontrar el camino para que pudiese regresar a su país. Solo se quedó en nuestra cabaña aquella noche y decidió marcharse al día siguiente. Dos meses más tarde este elfo herido que has traído hoy, acompañado de otro, vino al bosque y ambos hablaron con nuestra hija aunque tu abuela y yo no llegamos a verlos. Dos meses después de aquellas entrevistas se presentó en nuestra cabaña este elfo con un grupo de individuos como él, que dijeron ser elfos. Eran ocho o diez. Uno de ellos, el que parecía de mayor rango por sus ricos ropajes, dijo que era el chambelán del rey Dodet XII, que venía a solicitar la mano de nuestra hija Erana para el hijo del rey, que era precisamente el chico que saltaba como las ardillas y al que invitamos sin saber quien era. Imagínate la sorpresa y cómo nos quedamos tu abuela y yo. Aquello parecía una historia de cuentos de hadas. Ante lo sorprendente de aquella petición, le pedimos a los elfos un plazo para recapacitar, lo consultamos con nuestra hija y ella aceptó encantada, porque estaba enamorada del pequeño elfo que conoció en el bosque, sin saber que era un príncipe. Finalmente dimos nuestra conformidad.
-¿Se llamaba Erana tu hija?
-Sí. Ese era su nombre.
-¿Soy yo hijo de ella, entonces, verdad?
Cedric se enjuga las lágrimas y asiente con un movimiento de cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Se produce un prolongado silencio.
-¿Por qué nunca me contaste esa historia ni me dijiste quién fue mi madre? Ni siquiera su nombre pronunciaste nunca. ¿Por qué? –pregunta el chico con un enorme desencanto en la voz. -¿Es que cometió alguna indignidad?
-¡No! Era un ángel. Buena, cariñosa, honesta, servicial... Solo tenía virtudes.
-¿Por qué, entonces?
-Por temor a tener que contarte la historia completa, hijo. ¿Cómo explicarte que...? ¡Bah, bah! –exclama Cedric secándose las lágrimas con los dedos. -Te hubiese creado problemas y mi única intención fue siempre que no los tuvieses.
-¿Llegaron a casarse tu hija y el príncipe elfo?
-¡Claro que se casaron!
-¿Dónde se casaron, aquí o en el país de los elfos?
-Allí.
-¿Fuiste a la boda?
-¡Claro que fuimos a la boda! No íbamos a dejar a nuestra hija sola en un país extraño y con costumbres diferentes...
-Cuéntame cómo fue. Parecerías un gigante en medio de aquella gente tan pequeña, ¿no?
Cedric se mantiene pensativo durante unos segundos.
-Verás, hijo, sé que fuimos a la boda pero... ¿quieres creer que no recuerdo ningún detalle de ella? Como si ese episodio de mi vida se me hubiese olvidado por completo.
-No te creo, abuelo. ¿Cómo es que te acuerdas de tu estancia en el castillo del señor Latefund de Bad y no recuerdas la boda de tu hija que fue mucho después y más importante?
-¡Te juro que no recuerdo nada de aquel viaje!
Cedric vuelve a guardar silencio, arruga el entrecejo intentando recordar. Finalmente hace un gesto de incomprensión y se encoge de hombros.
-Te digo la verdad, hijo. No recuerdo nada de aquello. Lo que sí sé con seguridad es que se casaron y que nuestra hija Erana se convirtió en princesa de la noche a la mañana.
-¿Entonces, es mi padre el príncipe elfo que se casó con tu hija? –dice el chico, con voz temblorosa y emocionada.
-¡Claro! ¿Quién iba a ser, si no? Pero no me interrumpas más, por favor. Deja que te cuente las cosas a mi manera y por su orden –pide Cedric, respirando profundamente, como si le costara un esfuerzo tremendo contar aquella historia.
-¿Pero... qué ocurrió, abuelo?
-Fuimos al País de los Elfos. Nuestra hija se casó con el príncipe Ge´Dodet y se convirtió en la princesa Erana. Al poco tiempo regresó. Estaba embarazada.
-¿Cómo que regresó? ¿Es que la abandonó mi padre estando embarazada? –salta el chico, transformándosele la expresión del rostro y adquiriendo una terrible dureza.
-No, no, hijo, qué disparate estás diciendo. ¿Cómo iba tu padre a abandonarla si estaba locamente enamorado de ella?
-¿Entonces, por qué volvió aquí en lugar de continuar en el palacio donde debía vivir, y, además, estando embarazada?
-Si no dejas de preguntar e interrumpirme no te diré una palabra más. ¿De acuerdo? Los elfos estaban en guerra con otro pueblo y tu padre tuvo que ir a esa guerra. Tu madre se sintió sola y decidió venirse al bosque con nosotros hasta que tu padre volviese de la guerra. Las cosas se complicaron y... –Cedric saca un pañuelo y se seca los ojos-. ¡Estaba tan ilusionada con el hijo que esperaba! Pero, cosas de la vida. ¡Una tragedia! Al nacer tú, murió ella. Ni siquiera llegó a conocerte. Era muy joven. Aún no había cumplido los dieciocho años y estaba en la flor de la vida. Su muerte fue un golpe tremendo para tu abuela y para mí. El mundo se nos vino encima. Menos mal que quedaste tú, una alegría para nosotros porque eras una parte de ella. Te pusimos de nombre Cedric, como yo. Cuando tu padre vino a recogeros a ella y a ti, en la creencia de que tu madre estaba viva, y supo lo ocurrido, creyó morir. Fue un golpe terrible para él. Nos dijo que debías llamarte Ab’Erana y como era tu padre y lo hacía en recuerdo de nuestra propia hija... accedimos a cambiarte el nombre. Ab’Erana, en su país, quiere decir hijo de Erana.
-Entonces... ¿Mi padre es un elfo?
-Tienes la mente un poco obtusa esta tarde, ¿eh? Ya te lo he dicho. Eres hijo legítimo de un príncipe elfo llamado Ge’Dodet y de mi hija Erana.
-¿Vino mi padre a verme alguna otra vez, después de esa primera, cuando me cambió el nombre?
-No, nunca más volvió. Solo vino en aquella ocasión, pero de eso hace ya muchos años. Estabas recién nacido. Pocos meses tenías tan solo.
-¿Cómo es que no vino nunca más? ¿Es que me repudió, acaso?
-Lo ignoro, hijo.
-¿Pensaría que no era hijo suyo?
-No creo que fuese esa la causa. Curiosamente naciste con una oreja de humano y otra de elfo. No cabe duda alguna de que eres su hijo. Tienes rasgos humanos por parte de tu madre y de elfos, por tu padre. Un cierto brillo verdoso en el rostro, signo característico de los elfos, y una oreja de elfo. No cabe la menor duda. Además, él te consideró su hijo y te impuso el nombre que llevas.
El chico permanece pensativo durante unos segundos y luego pregunta:
-Entonces... ¿Por eso has querido que lleve siempre el pelo largo y no permitías que me lo cortara?
-¿Qué quieres decir? –pregunta el abuelo, arrugando el entrecejo, deduciendo claramente el significado de la pregunta formulada por su nieto.
-¿He llevado el pelo largo para ocultar la oreja de elfo, verdad?
Cedric se encoge de hombros como justificando su comportamiento.
-Si la gente te hubiese visto esa extraña oreja que tienes, habría preguntado y... No te puedes imaginar cómo es la gente cuando descubre algo así, quiero decir alguna diferencia de ese tipo. Los chiquillos se hubiesen burlado de ti, los mayores habrían dicho que eras un monstruo, otros que un brujo... Y como algunas autoridades, especialmente religiosas, ven mal ese tipo de cosas... Cualquiera sabe lo que habría sucedido. Hay mucha superstición entre la gente y cabía la posibilidad de que incluso alguien nos acusara de brujerías o de estar endemoniados y pidiera tu condena a la hoguera o a cortarte la oreja escandalosa.
-¿Por eso vivimos en lo más intrincado del bosque? ¿Para que nadie pueda ver mi extraña oreja?
Cedric asiente.
-Fue tu padre quien me lo pidió. Él mismo buscó este lugar y me aconsejó que construyera esta cabaña en la que vivimos. Sabía lo ocurrido con tu madre en su país y no deseaba que tú padecieras aquella misma incomprensión por parte de unos y otros. Se hizo por tu bien.
-¿Qué le ocurrió a mi madre en el país de mi padre? ¿Cómo es que no estaba mi padre con ella cuando nací? –insiste el chico, como si aquel dato le interesara especialmente.
-Te lo he dicho ya. Tu madre murió y no sé cuál pudo ser la causa. Muchas mujeres mueren al dar a luz y le tocó a ella. Aquí no había preparativos, ni comadronas, fue tu abuela quien le prestó ayuda pero tuvo una hemorragia y... En cuanto a por qué tu padre no estaba con ella... bueno, según tu propia madre nos contó, tu padre tuvo que marcharse a una guerra junto a tu otro abuelo y ella se quedó en el palacio real del País de los Elfos. Sufría allí sola y decidió regresar al bosque con nosotros. No me interrumpas más que es precisamente lo que iba a explicarte ahora.
-Por eso también dicen las leyendas del bosque que unos seres diminutos raptaban a las mujeres, ¿verdad? –interrumpe por segunda vez Ab’Erana, haciendo caso omiso de la advertencia de su abuelo.
-Pudiera ser. En realidad, en el caso de tu madre no hubo ningún rapto. Erana se casó con el príncipe elfo y se marchó a vivir con él, voluntariamente, y fueron felices hasta que ocurrió la tragedia y...
-¿Por qué estoy aquí en este bosque, viviendo en soledad contigo, en lugar de vivir en un palacio si mi padre es rey o hijo del rey y yo soy... un príncipe? ¿Por qué estamos aquí, abuelo?
-¿Me dejarás que te cuente la historia de una maldita vez y por su orden? –grita Cedric, aparentando enfado, sin acertar a dar una respuesta convincente a su nieto.
-Se me vienen muchas preguntas a la cabeza, abuelo, y desearía que me respondieses a todas.
-Está bien, responderé a todo lo que quieras, pero déjame acabar la historia a mi manera, ¿de acuerdo? Cuando Erana llegó al país de los elfos, muchas elfas tuvieron envidia de ella por su simpatía, por su belleza, por su gracia, por su ternura... y comenzaron a hacerle la vida imposible hasta el punto de decidir regresar con nosotros. Tu padre le pidió que se quedara con él y ella accedió porque él estaba allí para defenderla. Pero tu padre tuvo que salir a guerrear contra otros extraños individuos del Mundo de los Seres Diminutos, llamados... no recuerdo cómo me dijo, quizá fueran trollos, o trullos, algo así. Aquella gente quería apoderarse de parte del territorio de los elfos, y estos tuvieron que ir a defender sus fronteras. Tu padre tuvo que marcharse a la guerra. La vida de tu madre se hizo insoportable en la corte de los elfos sin la presencia de su marido. El rey también estaba en la guerra y la reina, tu abuela, era una elfa que siempre estaba enferma, o decía estarlo, aquejada de dolores inexistentes y melancolías profundas, que apenas se ocupaba de nada salvo de tomar hierbas medicinales que le recomendaban los médicos y los físicos. Erana estaba sola y relegada; las elfas la humillaban constantemente y sin piedad, burlándose de sus orejas redondeadas. La guerra entre los elfos y sus enemigos se hizo interminable y llegó un momento en que a Erana la vida en palacio le resultó insoportable. Le pidió a un amigo de tu padre que la trajera con nosotros y así lo hizo. Tu madre estaba embarazada y al poco tiempo naciste tú. Cuando tu padre regresó de la guerra se enteró de lo sucedido y montó en cólera contra todos. Vino aquí de inmediato con intención de recogeros a los dos, a ti y a ella, y regresar a su país. Llegó demasiado tarde. Tu madre había muerto y tú estabas recién nacido. Tenías pocos meses, tres o cuatro tan solo.
-¿Por qué no me llevó mi padre con él?
-¡Qué tontería estás diciendo! ¡Estaban en guerra! Ni él lo propuso ni yo lo hubiese consentido. La guerra entre los elfos y sus enemigos no había finalizado todavía. Tu padre había regresado del campo de batalla solo para ver a tu madre y conocerte. Se encontró con la triste noticia de su muerte. El pobre quedó abatido, destrozado. Estuvo varios días con nosotros, lloró sin consuelo y también jugó mucho contigo. Decidimos que lo mejor era que te quedaras aquí, con tu abuela y conmigo. Él no podía llevarte al campo de batalla y temía que pudiese ocurrirte algo durante su ausencia si te dejaba en el palacio al cuidado de alguien.
-¿Es mi padre el elfo herido? –pregunta Ab’Erana, con manifiesto temblor y emoción en la voz.
-¿No te enteras de lo que te cuento, o es que estás alelado? ¡Cómo va a ser tu padre! ¿No te he dicho antes que este elfo vino en nombre de tu abuelo a pedir la mano de nuestra hija? ¿Es que no estás atento a lo que te digo, o es que el nerviosismo te deja desconcentrado? Este elfo es tan solo un buen amigo de tu padre, precisamente el que acompañó a tu madre en su regreso al bosque. Creo recordar que su nombre es Fador o Fedor, o… algo así. Después de tantos años se me ha olvidado el nombre, ¿sabes?
-¿Tienes idea de por qué ha venido ahora?
-No, hijo. ¿Cómo voy a saberlo? Cuando se recupere hablará y saldremos de dudas.
-¿Esperabas que vinieran los elfos alguna vez en busca mía? –inquiere el chico mirando intensamente a su abuelo. –Dime la verdad, abuelo.
-Siempre lo pensé así. Tu padre dijo que en cuanto finalizara la guerra vendría a recogerte porque tú, con el tiempo, llegarías a ser rey de los elfos. Ignoro los motivos de por qué no vino nunca más. Quizá se casara con una elfina o elfa, o como quiera que se llamen allí las mujeres, o... quizá muriera en la batalla. No lo sé. Todo esto son suposiciones mías. Lo que te acabo de contar es la verdadera historia de tu vida. Ahora tendremos que esperar hasta que Fador, o como quiera que se llame este individuo, pueda hablar y podamos conocer el final.
-¿Has mantenido conversaciones con algunos elfos durante estos años pasados, abuelo? ¿Nunca tuviste noticias de mi padre en tantos años?
-En dos ocasiones tan solo. Siempre vino este elfo. La primera vez fue al cumplirse el año de tu nacimiento, para saber cómo estabas. La segunda cuando cumpliste los tres años. En aquella ocasión trajo el arco y las flechas que cuelgan junto a la chimenea y con el que tanto jugaste durante tus primeros años de vida. Con ese arco aprendiste a disparar flechas.
-¿Cómo es que no vino mi padre en tanto tiempo?
-¡No lo sé, hijo!
-¿Qué te dijo este Fador las dos veces que vino, con respecto a la ausencia de mi padre?
-Dijo que tu padre tenía graves problemas en su país que le imposibilitaban desplazarse.
-¿Qué problemas?
-No aclaró nada más.
-¿No le preguntaste?
-¡No, no le pregunté! –casi chilla Cedric. -Verás, yo no tenía ningún interés en que te fueses con ellos, ¿comprendes? Habría preferido que este elfo no hubiese aparecido nunca por aquí. ¡Nunca! Cualquiera sabe qué ocurrirá a partir de ahora. La llegada de este elfo puede trastocar nuestro sistema de vida.
-Ya. Me dijiste que el arco y las flechas los habías hecho tú.
-Sí, eso te dije. Lo recuerdo perfectamente. Fue una mentira más. No lo hice yo, fue el elfo que está en la cama quien, al parecer, lo hizo, no sé si por encargo de tu padre o por decisión propia.
-¿Por qué tantos secretos, abuelo?
-No habrías llegado a entender la realidad. Eras muy pequeño entonces. Habrías preguntado y... Las cosas se hacen a veces y ni siquiera sabe uno por qué las hace, ¿entiendes? ¡Un momento! Creo que Fador ha dicho algo.
-No he oído nada.
-O se ha removido en la cama, o ha hablado. He oído un ruido. Vamos.
-Espera, abuelo. ¿Quieres decirme antes dónde está enterrada mi madre?
-Claro, hijo. ¿Recuerdas dónde enterramos a tu abuela?
-Sí, hemos ido allí varias veces.
-¿No recuerdas haber visto junto a su tumba otra con una piedra blanca con el nombre de “nuestra ardillita”, ya casi borrado?
-Sí. Siempre me dijiste esas mismas palabras. “Aquí reposan los restos de nuestra ardillita”. ¿Te referías a mi madre, entonces?
-Sí, hijo. Allí está tu madre. Al principio en aquella piedra estaba escrito su nombre, Erana. Cuando decidimos ocultarte la verdad yo mismo cambié el nombre. Borré Erana y escribí ardillita.
-Me dijiste que era el lugar en el que enterraste una ardilla amaestrada que siempre estaba alrededor de mi abuela y que murió cuando yo era muy pequeño.
-Sí, eso te dije, y era verdad. Erana, nuestra ardillita siempre estaba alrededor de tu abuela.
-He vivido en un engaño permanente, ¿verdad?
Cedric se encoge de hombros y asiente. Está a punto de llorar.
Luego los dos hombres corren al interior de la cabaña.
El elfo continúa inconsciente y se remueve con nerviosismo sobre el camastro, dando gritos, posiblemente debido a la fiebre.


martes, 25 de marzo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Fiel a mi compromiso del día 17 de marzo, voy a dar comienzo a la publicación del primer volumen de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, con el subtítulo de AB’ERANA. El libro tiene 496 páginas y está dividido en un prólogo y XXI capítulos. En la primera entrada publicaré el encabezamiento, el prólogo y el capítulo I y en días sucesivos a razón de un capítulo cada dos o tres días hasta la finalización del primer volumen.

En la contraportada del libro impreso aparece el siguiente texto:

“Esta es la historia de un chico llamado AB’ ERANA, que vive con su abuelo Cedric en el llamado Bosque Maldito, que desconoce sus orígenes. Solo sabe que tiene orejas diferentes, una de humanos y otra picuda y extraña que no sabe a qué achacar, aunque su abuelo le dice que son “anomalías de la naturaleza”.

“Cierto día, al salir de caza, Ab’Erana encuentra en el bosque un águila malherida al que pone el nombre de PICOCORVO debido a la acusada curvatura del pico y comprueba que ambos se entienden a la perfección, ante la incomprensión del abuelo.

“La historia que le cuenta un elfo llamado FIDOR al que salva de una muerte segura, cambia por completo la vida del joven, conoce sus orígenes y junto con su abuelo y el elfo que le hace entrega de la Espada encantada del rey Donet, se ve obligado a realizar un extraño viaje al Mundo de los Seres Diminutos y en el camino, enredado en mil peripecias con la Banda de los Árboles, grupo de asesinos de la peor especie, con el señor Latefund de Bad y las guerras entre elfos, silfos y trolls”.

El libro, como se aprecia en las páginas elegidas del encabezamiento, está inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual a nombre de Mariano Ledesma Hidalgo.


Mariano Ledesma Hidalgo

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET
Ab’ Erana
Novela

Dedico este libro a Marisol, mi mujer; a mis hijos, Mariano, María del Mar, Alicia, Rocío, Álvaro, Carolina y Patricia; a mis nietos: Mariano, Laura, Álvaro, Luís, Marta, Paloma, Alejandro, Javier, Leire y Ana, con el ferviente deseo de que los mayores continúen con los sentimientos y decencia que han demostrado hasta ahora y vivan con los pies en el suelo;, y los pequeños que aprendan de sus padres.
Para el Mundo de las Fantasías me las arreglo yo solo.
Muchachos,
¡Cuidado con las orejas picudas!

Inscrito en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga.
Nº de registro:200699900568150

La espada encantada del Rey Dodet
es una novela que consta de dos partes independientes,
si bien relacionadas entre sí:

Ab’ Erana
y
El anillo del señor Latefund de Bad

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Ab’ Erana

Prólogo

Un conejo huye despavorido de dos lobos hambrientos que le persiguen en un bosque. Va aterrorizado. Busca afanosamente la madriguera. Está desorientado y corre sin rumbo fijo. Su instinto le hace ver la muerte tan cerca que no acierta en sus recorridos habituales. No sabe lo que hace. Corre sin saber hacia donde va. Abandona los límites del bosque donde tiene alguna esperanza de salvación entre los matorrales, árboles ahuecados y raíces y sale al terreno estepario que rodea el arbolado. Son tierras inhóspitas, despejadas de toda vegetación salvo matorrales y pequeños arbustos esporádicos y resecos. Corre y salta perseguido por los dos lobos que le acosan por lados diferentes. Hace un par de recortes habilidosos y consigue burlarlos y separarse de ellos varios metros. Enfila de nuevo hacia el interior del bosque y cuando se cree a salvo de sus perseguidores un águila de enorme tamaño, completamente negro, de plumas brillantes y aspecto poderoso, cae sobre él a una velocidad vertiginosa, le clava sus afiladas garras en el lomo y los dos, águila y conejo, ruedan por el suelo como una pelota al impulso del golpe.
El águila con su presa entre las garras se ve acosada por los lobos que le muestran los colmillos de forma amenazadora. Están a menos de dos metros unos de otros. Se miran fijamente como midiendo sus fuerzas. La mirada del águila es fría y acerada. Los lobos le acosan por lados diferentes esperando un descuido para caer sobre él y su presa. El águila no sabe qué hacer. Ve a los lobos dispuestos a saltar sobre él. Sus ojos vivos no pierden de vista a los cánidos ni a sus amenazadores colmillos. El águila tiene ojos extraños, uno rojizo y otro verdoso, resultando una mirada inquietante, incluso para los lobos que se mueven inquietos. Mantiene el conejo entre las garras y no parece dispuesto a soltarlo. Lo ha cazado y es su presa. Los dos lobos comienzan a dar vueltas a su alrededor, separados, dispuestos a atacarle por flancos diferentes. El cerco se estrecha. El águila duda un momento entre abandonar la presa y levantar el vuelo o presentar batalla. Debe pensar que está en inferioridad de condiciones para luchar contra las fieras porque, finalmente, decide levantar el vuelo llevándose el conejo entre sus garras. Da un impulso y se eleva sin dificultad, arrastrando su presa.
El lobo más joven salta en el aire, un salto acrobático, da una dentellada y desgarra una de las patas del águila, que, al sentirse herido, pierde el equilibrio y cae al suelo arrastrado por el peso del conejo. El dolor le obliga a soltar la presa. Los cánidos se olvidan del conejo herido o muerto, dispuestos a acabar con aquel intruso que ha pretendido robarles la comida del día. Se defiende el águila dando aletazos, hiere a uno de ellos de un picotazo en el hocico, y en un momento de distracción de los lobos, alza el vuelo sin que los saltos de los animales consigan alcanzarlo. La pata izquierda, sangrante, le cuelga inerte. Vuela durante un rato y, finalmente, cuando el dolor le resulta insoportable, pierde fuerzas y se desploma al suelo en el interior del bosque, en un sendero, junto a un lago de aguas verdosas, y allí permanece inmóvil durante unas horas, con los ojos cerrados y los oídos atentos. Oye un rumor y abre los ojos, sobresaltado. Mira a un lado y otro. Ve a un hombre que se acerca caminando por mitad del camino. Se tensa, temeroso. No tiene fuerzas para remontar el vuelo y tampoco puede huir andando porque la pata herida se lo impide. Es un chico de poca estatura que lleva en las manos un arco y unas flechas. El águila intenta ocultarse entre las frondas del borde del camino y se arrastra dificultosamente al no poder andar. El chico, al ver que el águila arrastra una pata, se acerca, se inclina junto a él y suelta el arco en el suelo. El águila intenta darle un picotazo en la mano y da unos aletazos, pero el chico se aparta con rapidez y le dedica palabras cariñosas para confiarlo. Lo mira a los ojos fijamente. Luego le acaricia la cabeza con suavidad y se miran con intensidad, como si cada uno intentara hipnotizar al otro. La mirada del chico tranquiliza al águila, que se confía y relaja. Como si hubiese dejado de tener miedo. Como si entendiese las palabras que le dirige el joven caminante.
La rapaz tiene el pico excesivamente curvado. Se miran por segunda vez fija e intensamente a los ojos. El águila con sus ojos de colores diferentes, el chico con sus ojos intensamente azules y vivos El chico nota algo especial en aquella mirada inquietante, algo que le atrae y le impide apartar la vista de aquellos ojos tan extraños. Cree que el águila pretende decirle algo, aunque sabe que las águilas no pueden hablar. Se concentra en la mirada y es consciente de que el águila le transmite la idea de que ha mantenido una pelea con dos lobos y le han herido una pata. Ve que, efectivamente, tiene una pata rota. Lo coge sin oposición y lo lleva en brazos hasta una cabaña que hay en una diminuta península en el interior del lago, sin dejar de hablarle con suavidad. La cabaña está solitaria. Lo deja sobre la mesa echado sobre un lado. Le mira la pata con detenimiento y descubre la pata dañada. Pone agua a hervir en el fuego y echa en el recipiente unas hierbas amarillentas. Escurre las hierbas y forma un emplasto. Sale al exterior y busca dos tablillas. Le cura la herida con el emplasto y la venda con un trozo de tela. Un gigantón que entra en la cabaña cuando acaba de colocarle el emplasto le ayuda en la tarea del entablillado de la pata que queda inmovilizada. Vuelven a mirarse a los ojos y el chico comprende perfectamente que el ave le muestra su agradecimiento. ¿Como? Es un auténtico enigma para él, pero tiene conciencia de que el águila puede transmitirle sus pensamientos y al mismo tiempo comprende las palabras que él le dirige. No es un águila cualquiera. Ignora los motivos pero hay algo especial en el águila, en él, o en los dos, que permite esa extraña comunicación.
El chico le explica al hombre que acaba de entrar en la cabaña la extraña sensación que siente ante el ave y la comunicación que mantienen.
-Me ha dicho que le han atacado dos lobos en las tierras esteparias y que me agradece que le haya curado.
El hombre arruga el entrecejo con extrañeza. Le acaricia la cabeza y mira al águila intensamente a los ojos. No aprecia nada especial en su mirada. Solo ve que tiene los ojos de colores diferentes. Se encoge de hombros y guarda silencio. Piensa que son alucinaciones de su nieto. En los días siguientes ayuda a su nieto a cuidarlo pero el águila y él no llegan a entenderse en ningún momento. Cada uno mira al otro con recelo. Uno es un hombre; el otro, un águila. No existe ninguna comunicación entre ellos. No puede existir. El gigantón no cree la historia que le cuenta su nieto. Además, el hombre teme que aquel advenedizo pretenda compartir el cariño de su nieto. Y por ahí el gigantón no está dispuesto a pasar.
El chico le procura alimentos y lo cuida durante los días siguientes hasta que tiene la pata curada y puede moverse con cierta facilidad. Observa que le queda como secuela un ligero cojeo al andar. Cuando varios días más tarde el águila está en condiciones de volar, el chico lo lleva a un claro del bosque para dejarlo en libertad. El águila salta a un árbol. Luego se eleva y da un par de vueltas planeando. Cuando el chico piensa que desaparecerá para siempre, regresa junto a él y comienza a aletear, mostrando su alegría. Intenta espantarlo con unas palmadas y gritos y lo obliga a remontar el vuelo. En esta segunda ocasión desaparece de su vista. Al chico se le saltan las lágrimas. Cree que ha perdido a un amigo. Su primer y único amigo en la soledad del bosque donde vive desde siempre. Regresa cabizbajo a la cabaña. A su llegada encuentra al águila sobre el tejado del cobertizo de la leña. El águila aletea alegremente al verlo y planea hasta un pilón con agua situado al borde del sendero. Al chico se le ilumina el rostro de una alegría desbordante. Ha vuelto como si hubiese encontrado allí un nuevo hogar. Corre hacia el pilón y quedan frente a frente. Vuelven a mirarse intensamente a los ojos y el águila le transmite su pensamiento de que desea vivir con él para siempre. El chico le acaricia la cabeza, sonríe y le abraza cariñosamente.
El hombretón presencia la escena a través de la ventana de la cabaña y mueve la cabeza con preocupación.
El águila permanece todo el día alrededor de su cuidador, como si un sentimiento de gratitud por haberle curado le impulsara a ello. Como si realmente tuviese sentimientos y se los transmitiera. Como si reconociera en aquel chico unas cualidades excepcionales de comprensión, le agradara su compañía y aceptara su dominio.
El chico le bautiza con el nombre de Picocorvo, le pregunta si le agrada el nombre y mentalmente el águila le responde de forma afirmativa. El chico y el águila se hacen inseparables, en una conjunción perfecta. Desde aquel día no se separan absolutamente para nada. El águila se convierte en el guardián del joven y en su proveedor de caza.

CAPITULO I
Ab’ Erana
1
El bosque es tenebroso y laberíntico. Infinidad de senderos cruzan de un lado a otro, sin señales indicativas de ningún tipo, salvo las naturales de un árbol determinado en una encrucijada, o una piedra llamativa al borde de un camino, como simple orientación. Árboles milenarios de enormes troncos, con ramajes irregulares que llegan al suelo, entremezclan sus copas y ramajes, formando una cubierta tupida por la que difícilmente entran los rayos del sol, retrasando la aparición del amanecer de cada día y adelantando la oscuridad de la noche cada atardecer. La humedad es tan intensa que cala hasta los huesos. La niebla es visitante habitual y casi permanente del bosque.
La gente de la comarca conoce el lugar como el Bosque Tenebroso, o el Bosque Maldito, -por extrañas circunstancias, según algunos, ocurrieron en él muchos años, o siglos, atrás, aunque nadie sabe exactamente en qué consistieron- y raras veces se adentran en él. Está enclavado en mitad de un extenso páramo, árido, inhóspito e improductivo, conocido como las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte, o del Sur, según la orientación del bosque. Pero es el mismo páramo con el enclave del bosque en su interior. El lugar es desolador. El viento sopla con una intensidad desconocida, levanta enormes polvaredas de tierra y arrastra cantos rodados, arbustos y matojos resecos que arranca del suelo debido a la pobreza de sus raíces. En invierno, sobre el páramo bajan casi a diario capas de niebla blanca y densa que suelen levantar a jirones con la llegada del mediodía. La niebla del páramo invade el bosque y se mezcla con la surgida de las zonas pantanosas existentes en el interior del arbolado. Es un lugar tenebroso e inquietante y aseguran quienes lo han soportado que el aullido del viento pone los pelos de punta. A veces nieva con intensidad y el páramo se convierte en una enorme sábana blanca salpicada de pequeños manchurrones verdosos o amarillentos.
Las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte y del Sur están prácticamente deshabitadas y sus únicos habitantes a la sazón son lagartos de enorme tamaño que han perdido el color verde natural para adquirir otro indefinido semejante al de la tierra por donde se arrastran; víboras alicantes, venenosas, cuyo mordisco causa la muerte a sus enemigos; animales de varios tipos como lobos y zorros y otros de menor tamaño, topos, ratas y conejos que corretean de un lado a otro normalmente huyendo de las alimañas y que suelen ocultarse en el bosque en casos de peligro. Todas las tierras que rodean el bosque, son improductivas, dejadas de la mano del hombre. Raramente alguien visita estos lugares perdidos en los confines del mundo y los que llegan a hacerlo, o entran por desconocimiento, o por error, se apresuran a salir de allí, impresionados por el opresivo silencio y la absoluta soledad que lo envuelve todo.
Todas estas tierras, son parte del dominio de un señor feudal, conocido como el conde Latefund de Bad, que reside a más de cien kilómetros del bosque, en el castillo Rompenubes. El castillo está situado en la cima de un monte de difícil acceso y aunque el bosque y las tierras esteparias le pertenecen, jamás se supo que los visitara alguna vez. Algunos de sus sirvientes aseguran que sí pasó por las inmediaciones en varias ocasiones, incluso que estuvo a punto de entrar en el interior del bosque, pero que finalmente decidió no hacerlo al ver la expresión de terror de sus acompañantes. En todo el contorno, el nombre del señor Latefund de Bad, impone respeto y temor, pese a ser el personaje hombre justo y de avanzada edad, sin los bríos de antaños.
Los habitantes de los pueblos cercanos, muy pocos por cierto, dados a leyendas y fantasías, merced a la incultura de la época, no se acercan al bosque debido a miedos y supersticiones inveteradas, producidos precisamente por la ignorancia. Creen las extrañas historias que cuentan juglares y cuenta-cuentos sobre el lugar. Aseguran que en el interior del Bosque Maldito ocurren acontecimientos sorprendentes y terroríficos. Hablan de dragones con dos cabezas descomunales y horribles colmillos, que echan fuego por las fauces y devoran a quienes se ponen a su alcance y que si algún osado consigue cortarle una de las cabezas, al instante se le reproduce y le aparece otra nueva y diferente; otros hablan de lobos gigantescos del tamaño de caballos salvajes, que, solitarios, o en manadas, atacan a todo aquel que se arriesga a penetrar en el bosque; aquellos otros, de seres desalmados, mitad hombres mitad fieras, que comen carne humana; de decenas de personas que se extraviaron en el interior del bosque y que jamás consiguieron salir, apareciendo sus esqueletos sembrando los caminos laberínticos que zigzaguean entre el arbolado. Está generalizada la existencia de seres diminutos de extrañas orejas picudas, como gnomos, elfos, silfos, trasgos y duendes, que secuestran a las mujeres, las llevan a sus cuevas para convertirlas en sus esclavas, de donde no consiguen salir jamás; de hombres con orejas de gnomos... Un sinfín de historias absurdas, irreales, que se han ido expandiendo como una mancha de aceite.
Nadie vio nunca los dragones de doble cabeza y horribles colmillos lanzando fuego por las fauces, ni lobos gigantescos, ni hombres caníbales, ni seres diminutos, -todos lo saben por simples referencias- pero, pese a ello, nadie se atreve a adentrarse en aquel bosque. Ni siquiera el mismísimo señor de aquellas tierras, Latefund de Bad, tenido por hombre audaz y valiente. Pero en aquellos tiempos las supersticiones están muy arraigadas entre la población.
En el lugar más intrincado del bosque hay una laguna de aguas oscuras, de tonalidad verdosa, conocida como la Laguna Verde, con numerosos y extraños peces, algunos de colores y otros semejantes a las truchas, y comestibles. La laguna está oculta a la vista de cualquier visitante debido a la maraña de árboles que pueblan los alrededores y crecen en su interior. Tiene empantanado el núcleo central del bosque en un diámetro superior a un kilómetro y solo deja en el centro una pequeña isleta de reducidas dimensiones. Este enclave se comunica con tierra firme a través de un sendero de un par de metros de anchura que discurre a pocos centímetros de altura de la superficie del agua. Es un camino de unos cien metros de largo que zigzaguea entre los árboles que surgen de las profundidades de la laguna. El lugar es insalubre y, en verano, además, maloliente.
En el centro geográfico de la pequeña isleta, hay una cabaña de troncos de medianas dimensiones, con techumbre de pizarra, ramas y hojarascas, totalmente oculta a la vista por el ramaje colgante de los árboles. Las pocas gentes que conocen su existencia la llaman la cabaña del soldado gigante. Resulta casi imposible descubrirla desde tierra firme y hay que llegar a la isla para poder localizarla. La cabaña tiene un porche cubierto y bajo él un par de rústicos bancos de madera. A la derecha del porche se alza un pequeño cobertizo también de troncos en cuyo interior se amontonan leños troceados y ramajes resecos. Cerca del cobertizo un pilón de mediano tamaño lleno de agua. Cabaña y cobertizo están rodeados de un pequeño huerto en el que crecen diversos tipos de legumbres y verduras, regados con el agua de la propia laguna, gracias a una extraña y pequeña noria manual.
En los amaneceres, especialmente en otoño e invierno, un manto de niebla blanquecina surgida del suelo boscoso y de las verdes aguas de la laguna, asciende lentamente, como jirones de algodón, hasta alcanzar las copas de los árboles, donde queda prendida, a veces durante toda la jornada, dependiendo de la intensidad del sol. Con la niebla, aquella parte del bosque adquiere una apariencia tenebrosa y siniestra; las ramas de los árboles se asemejan a brazos esqueléticos y retorcidos que pretendieran apoderarse de presas imaginarias. Esta situación, en invierno, es casi permanente y se mantiene durante muchos días seguidos. En realidad, la cabaña está situada en lugar insalubre y malsano, su emplazamiento y construcción carece de justificación lógica y mucho menos que pueda estar ocupada. No es concebible que nadie pueda vivir allí.
El viento sopla con inusitada violencia en las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte y del Sur y se adentra en el bosque haciendo entrechocar ramas y hojas, produciendo extraños ruidos semejantes al aullido del lobo, que, a veces, sobrecogen el ánimo. En ocasiones, el ruido es tan espantoso que pone los cabellos de punta a las personas, eriza los pelos a los animales y produce nerviosismo en los pájaros que abundan en la arboleda.
Las tormentas son frecuentes, aunque breves. Truenan con una intensidad desconocida; el agua cae sobre el bosque con fuerza inusitada, casi en tromba, inundándolo todo, mientras apenas llueve sobre las tierras esteparias y estériles de los alrededores y la que cae es absorbida instantáneamente, dada la sequedad del terreno.
Así es el llamado Bosque Tenebroso, o Maldito, un lugar en el que mucha gente cree que es imposible que pueda vivir un ser humano.

2
Amanece en las Tierras Esteparias, cuando aún es noche cerrada en el bosque. La niebla comienza lentamente a despegar del suelo para ascender hasta las copas de los árboles y seguir su lenta flotación formando una especie de capa que apenas deja penetrar la luz del nuevo día.
Un joven asoma a la puerta de la cabaña envuelto en una manta, mira hacia arriba y vislumbra a través del ramaje de los árboles las primeras claridades del amanecer. Avanza unos pasos hasta el cobertizo de la leña, coge algunos troncos y regresa al interior de la casa. Minutos más tarde una columna de humo negruzco comienza a salir por la chimenea situada sobre la techumbre.
Poco después el mismo chico vuelve a salir al exterior. Se ha desprendido de la manta pese a que el frío es intenso y la humedad cala hasta los huesos. Se estremece visiblemente y da varios saltos para entrar en calor. Se detiene a escuchar y llegan a sus oídos los gritos de los animales, los gemidos del viento y el canto de los pájaros que anuncian la llegada del nuevo día. Da un par de vueltas de campana sin apoyarse en el suelo, demostrando estar en situación física inmejorable. Hace aquellos movimientos como una simple rutina diaria. Se sujeta a una rama horizontal de un árbol y hace gimnasia de subir y bajar con el simple esfuerzo de los músculos de los brazos. Contempla la niebla que invade la pequeña isla y sus alrededores, como cada mañana, y ve los jirones de niebla algodonada ascender lentamente hacia las copas de los árboles. Luego se despereza aparatosamente y vuelve a dar saltos para terminar de desentumecer el cuerpo. Una simple gimnasia mañanera para mantenerse en forma.
La claridad del nuevo día comienza a invadir con lentitud el interior del bosque inundándolo todo de luces y sombras. Es una claridad casi en penumbras.
El chico representa tener entre dieciocho y veinte años, es de pequeña estatura, apenas alcanza un metro cuarenta centímetros; es delgado y fibroso. Tiene los ojos azules como el cielo; la nariz ligeramente respingona. El cabello, largo hasta los hombros y rubio como el oro, le oculta las orejas. Parece un chico normal pero hay algo extraño en su rostro, imposible de determinar. No es feo ni es guapo, es diferente a cualquier otro chico. Su tez presenta una tonalidad ligeramente pálida y suavemente verdosa y brillante. Se cubre con una camisa de paño de mala calidad y sobre ella una rara pieza de piel mal confeccionada, semejante a un chaleco, y pantalones del mismo material que le llegan a media pantorrilla. Calza extrañas sandalias artesanales formadas por suelas levantadas por los bordes y cintas de cuero con las que se sujeta el calzado a los tobillos.
Lanza un par de gritos y ve cómo los pájaros, asustados, revolotean en los árboles, saltando de un lado a otro.
Vuelve a entrar en la cabaña.
Al salir al exterior por tercera vez, lleva sobre el hombro derecho una hombrera de piel, resistente, sujeta con correas al torso y a la axila, y sobre ella descansa un águila de negro plumaje que mira con agudeza hacia todas partes. Tiene los ojos de colores diferentes, uno rojizo y otro verdoso, el pico excesivamente grande, corvo y fuerte; en general, su aspecto es impresionante. Demasiado grande para un amo tan pequeño. En un momento determinado, aletea la rapaz y remueve los cabellos del chico, dejándole al descubierto la oreja izquierda. Es una extraña oreja, grande y puntiaguda, semejante a las de gnomos, elfos, silfos y otros seres diminutos y extraordinarios que algunos aseguran que pululan por los bosques y lugares tenebrosos. El chico es un hombre de pequeña estatura pero una de sus orejas, no es de hombre, o la tiene deformada, y algo en su rostro parece diferenciarlo de los seres humanos. No obstante, su aspecto es agradable pese a tener rasgos extraños, entre hombre y gnomo.
El joven se coloca en la mano derecha una manopla de piel, la sube a la altura del hombro, incita al águila a que salte a ella y luego le da un pequeño impulso hacia arriba. El águila vuela un pequeño trecho y se detiene sobre la techumbre del cobertizo de la leña, allí aletea en repetidas ocasiones, como desperezándose y despojándose de los restos de la noche, para regresar luego al hombro de su dueño que lo espanta con los brazos abiertos para que continúe volando.
-¿Adónde vas tan temprano, Ab’Erana? –pregunta alguien con voz ronca y cascada desde el interior de la cabaña, aunque sin salir al exterior.
-Voy a llevar a Picocorvo a cazar, abuelo.
-¿Tan temprano? Aún no ha amanecido del todo. Es casi de noche y debe hacer mucho frío ahí fuera.
-Sí que lo hace. Pero ya se ve la claridad del día a través de las ramas de los árboles y de la niebla.
¿Por qué te has quitado la manta, entonces?
¡Ha salido el sol! La manta es un estorbo, abuelo. No puedo moverme con facilidad.
-Tú sabes que en el bosque amanece siempre más tarde –insiste la voz. –Mientras el sol no suba un poco, aquí es casi de noche y las alimañas aún no se han recogido en sus madrigueras.
-Se ve muy bien ya, abuelo. Ya he hecho la gimnasia. Además, dice Picocorvo que está hambriento.
Un hombre gigantesco asoma a la puerta de la cabaña ocupando casi todo el dintel. Es un individuo de unos sesenta años que se cubre la cabeza con un gorro de piel, lleva un trozo de manta a guisa de burda bufanda liada al cuello y una manta sobre los hombros. Muy alto, de más de metro ochenta, tieso como un roble, ojos azules y barba entrecana, mal recortada. Bajo la manta se aprecia un extraño ropaje marrón, confeccionado con pieles de animales salvajes de diversas tonalidades, que le llega algo más abajo de las rodillas. También su aspecto general es extraño. Es conocido en los alrededores como Cedric, el soldado, porque en su juventud fue un soldado aguerrido que participó en centenares de batallas al servicio del señor de aquellas tierras. Muchos años atrás, después de una violenta discusión con el conde Latefund de Bad, al negarse a cortarle las manos de un hachazo a un pobre ladronzuelo, huyó del castillo, se convirtió en cazador y se estableció en el llamado Bosque Maldito, rincón propiedad del conde, que raramente visitaba nadie, y adonde a nadie se le ocurriría buscarlo. Desde varios años atrás nadie suele verlo, ni baja a las aldeas más cercanas como antaño, y muchos creen que ha debido morir.
El águila, al oír pronunciar su nombre, como si entendiera las palabras del chico, aletea alegremente.
-¿Otra vez vas a decirme que el águila te habla, Ab’Erana? –pregunta el anciano arrugando el entrecejo, mirando al chico con severidad y moviendo la cabeza con preocupación, como si temiera que el chico estuviera perdiendo la sensatez que siempre le caracterizó. -¿No te aburre decir siempre la misma tontería?
-No, abuelo, no me aburre porque es verdad. Picocorvo no me habla con palabras, me habla con pensamientos. Te lo he dicho muchas veces. Desde el primer día que vino a vivir con nosotros hace ya unos meses, me transmite todo lo que desea y entiende todo lo que le digo.
-¡Hombre! ¿Es que alguien puede hablar con pensamientos? –pregunta el anciano, esbozando una sonrisa irónica y burlona. –Tú y yo nunca hemos hablado así, aunque a veces te adivine lo que estás pensando, o tú me lo adivines a mí. ¿Quieres decirme cómo puede un hombre normal hablar con un águila por medio de pensamientos? ¿Cuál es el pensamiento de un águila si puede saberse?
El chico se encoge de hombros denotando ignorancia.
-No sé cómo lo hacemos, abuelo. Yo le hablo con palabras y él me entiende, es lo único que puedo decirte. Él no puede hablar aunque sí me transmite sus pensamientos, entiendo lo que quiere decirme y acierto siempre. Te lo he dicho en infinidad de ocasiones y nunca me crees. Ni siquiera después de las demostraciones que te he hecho y que achacas a la casualidad. ¿No te parece demasiada casualidad que siempre acierte lo que te digo que me ha transmitido?
-¿Por qué sabes tú que aciertas siempre?
-¿No has visto su aleteo al decirte que lo llevo a cazar?
-Lo he visto aletear pero eso no significa que haya entendido tus palabras ni que se comunique contigo por medio de pensamientos. Pueden ser alucinaciones tuyas. Los pájaros aletean con frecuencia del mismo modo que tú te rascas la nariz, o la cabeza, cuando te pica.
-No son alucinaciones, abuelo. Me ha pedido que lo lleve a las tierras esteparias del norte para cazar algún conejo.
-¿Qué pasa, es que ya no le gustan los pájaros o los conejos del bosque?
-Dice que está cansado de pájaros y que le resulta muy difícil cazar animales por aquí. Se esconden rápidamente y no puede alcanzarlos debido al ramaje de los árboles y a las hojarascas del suelo. Además, dice que le agrada cambiar de comida de vez en cuando, igual que a nosotros.
-Los animales y las aves no tienen pensamientos de esa naturaleza, ni paladar como nosotros, ni don de palabras, ni, mucho menos, de pensamientos. Si hicieran todas esas cosas serían hombres o mujeres y no pájaros. Se mueven por instintos, no por razón. Ellos con comer tienen bastante. Si tuvieran pensamientos y pudiesen transmitirlos serían casi personas, ¿no lo entiendes? Es imposible lo que dices.
-¿Cómo sabes que es imposible? –protesta Ab’Erana, cansado de discutir sobre el mismo asunto con su abuelo, cada mañana. -¿Te lo ha dicho algún animal, o algún pájaro, alguna vez? ¿Es que hablaste con alguno de ellos? ¿Por qué las personas podemos tener pensamientos y los pájaros no?
-No me lo ha dicho nadie, hijo, son cosas que se saben de toda la vida. Sin que nadie te las diga. Me lo dicen la experiencia y la observación. El hombre tiene pensamientos, razona y puede exponer sus ideas por medio de palabras, como hacemos tú y yo cuando hablamos; los animales y las aves se mueven y actúan simplemente por instintos, eso es todo. A veces los perros y los caballos parecen entender pero también es obra del propio instinto de repetición. Nadie te creerá si vas diciendo por ahí que hablas con un águila. Te tomarán por loco y serás el hazmerreír de los demás, o lo que es peor aún, creerán que estás embrujado y...
-¿De quién seré el hazmerreír si no conozco a nadie, abuelo? ¿Quién pensará que estoy embrujado? Vivimos aquí tan apartados del mundo que... apenas recuerdo a nadie. Las últimas personas que vi fueron el buhonero que vino alguna vez con su hija a vendernos algo y que desde hace dos o tres años no aparecen por aquí porque seguramente él se haya muerto de viejo y ella se haya casado con algún chico de su aldea. Desde que murió mi abuela no he vuelto a ver a ningún otro ser humano.
-¿Es que yo no soy un ser humano? –protesta el anciano, aparentando enfado.
-Sabes muy bien lo que quiero decir.
-Es verdad, hijo, en eso tienes razón. Nadie viene nunca a este maldito bosque. Y si acaso viene por equivocación no llegamos a verlo. Hasta es posible que si alguien viene y nos ve se esconda para no tropezar con nosotros en la creencia de que podemos ser esos seres malignos como los que, según ellos, pueblan el bosque. Y como tampoco nosotros vamos a los pueblos...
-¿Por qué vivimos aquí, entonces, abuelo?
-Bueno... ¿Dónde quieres que vayamos? Aquí labramos el huerto, cazamos y pescamos lo suficiente para vivir, ¿no? ¿Has pasado hambre alguna vez o has carecido de techo donde cobijarte?
-No, pero vivir debe ser algo más que comer y tener un techo, ¿no? Mi abuela era una mujer y aquí no hay mujeres, por ejemplo. Vivir debe ser otra cosa diferente, abuelo. Hablar con otras personas, jugar, pasear, bailar, conocer a mujeres como la hija del buhonero, por ejemplo. Era guapa pero demasiado alta para mí.
-Hombre... Si no eres rico, o señor de castillos, la vida puede ser un infierno en cualquier lugar. O en guerras con los enemigos del señor, o recibiendo palos de todos los que estén por encima tuya, injustamente. Siempre sometidos a las decisiones arbitrarias del que manda. “Ve allí, haz esto, o aquello; lucha contra esos de enfrente que no te han hecho nada...” No, yo viví esa otra vida que tú anhelas y prefiero esta soledad, aunque no haya mujeres, ni podemos hablar con otras personas, ni bailar con chicas. Aquí somos libres, hijo, y no estamos sometidos a las arbitrariedades de nadie. Los que mandan suelen ser mala gente, ambiciosos y caprichosos y si estás casado y se les antoja tu esposa, te la arrebatan si les parece y te la devuelven al día siguiente, humillada y llorosa. Son unos miserables animales, aunque algunos pocos sean gente honorable.
-Alguna vez, al menos, podríamos ir a la aldea de las que me has hablado en ocasiones, donde conociste a mi abuela, por ejemplo.
-¿Aldeaolvidada? Yo te he dicho en varias ocasiones que la última vez que estuve allí tuve un altercado con el tabernero porque insultó a tu abuela y estuve en un tris de matarlo. No. No quiero trifulcas de ningún tipo. De momento no iremos a ninguna parte. Pero no cambies la conversación. Hablábamos de Picocorvo. Tú dices que habla con el pensamiento; y yo te digo que eso es imposible.
-Ya. No te lo puedo explicar de otra forma, abuelo, pero Picocorvo entiende mis palabras y yo le adivino lo que él quiere decirme. No puedo darte más detalles ni explicarte por qué sucede. No lo sé, desconozco las causas, pero lo cierto es que se producen.
Ab’Erana mira fijamente al águila y sus miradas se mantienen fijas y concentradas durante unos segundos. Luego le repite las palabras que acaba de pronunciar el abuelo Cedric y vuelven a permanecer concentrados.
-Dice Picocorvo que estás en un error, que él piensa y que prefiere cazar conejos en las Tierras Esteparias a cualquier otro animal. Dice que desde que lo traje ala cabaña nunca creíste en él, que lo tratas como a un simple pájaro, que no le demuestras afecto alguno, seguramente para evitar que mi cariño se comparta entre los dos. Dice que si esa es la causa que te impulsa a rechazarlo es puro egoísmo por tu parte.
Cedric lo mira y se rasca la cabeza metiendo la mano por debajo del gorro. Sabe que su nieto tiene razón y mentalmente reconoce que los pensamientos del águila son acertados, pero se muestra reacio a admitirlo. Mira al águila y a su nieto pero guarda silencio.
-No sé por qué sucederá esto, abuelo, pero es así. A veces pienso si será porque Picocorvo tiene los ojos diferentes a cualquier otra águila. Además, para que entienda bien mis palabras debo mencionar su nombre en primer lugar. Si le digo “haz esto, Picocorvo” no reacciona adecuadamente, lo hace pero todo puede salirle mal. En cambio, si le digo “Picocorvo, haz esto”, entonces lo hace bien. Siempre es así. Quizá sea porque al decirle su nombre preste más atención o se concentre mejor.
-¿Desde cuándo te comunicas con él así? –pregunta el abuelo por enésima vez.
-Te lo he dicho ya muchas veces, abuelo. O no me prestas atención, o no me crees, o esperas sorprenderme en una contradicción. Desde el momento en que lo recogí herido en mitad del camino. No sé qué ocurrió. Lo vi en el suelo, en el sendero, vi que no podía moverse. Recuerdo que al acercarme intentó picarme con agresividad, como si yo fuese su enemigo; cuando conseguí acariciarle la cabeza y hablarle, se tranquilizó, nos miramos intensamente a los ojos, comprendí que quería decirme algo y me transmitió sus pensamientos. Fue la primera vez. Debió comprender que quería ser su amigo cuando le dirigí palabras cariñosas para tranquilizarlo, porque ni siquiera me pasó por la imaginación que pudiese hablar con un ave como él. Me dijo entonces que había tenido una pelea con dos lobos, que recibió una dentellada de uno de ellos en una pata y cayó al suelo aunque de inmediato consiguió remontar el vuelo y alejarse del campo de batalla hasta que las fuerzas le abandonaron y cayó en el lugar donde lo encontré. Le curé las heridas y le entablillé la pata rota, tú me ayudaste, ¿recuerdas? Desde entonces, hace ya muchos días, hablamos a diario varias veces y sabes muy bien que nunca se separa de mí y hasta duerme junto a mi cama, como si se hubiese convertido en mi fiel servidor en agradecimiento por haberle curado o, quizá, salvado la vida.
-Pensé que al estar curado se marcharía, pero no fue así, eso es cierto. Parece que siente por ti un especial afecto, sin duda por haberle curado de su herida. Pero esas cosas suceden también con los perros. Curas a un perro herido o le das un trozo de pan a otro hambriento y lo tienes danzando a tu alrededor durante todo el día.
-Piensa que me debe la vida y asegura que jamás se separará de mi lado, siempre estará a mi servicio y cuidará de mí en todo instante para que no me ocurra nada. Eso me lo ha transmitido muchas veces.
-¡Paparruchas! Lo único que sé es que le hablas. No creo que te entienda ni que te transmita sus pensamientos, porque los pájaros no los tienen, al menos pensamientos como las personas. Nunca oí decir que las aves pudieran comunicarse o entenderse con las personas, o al revés, hijo. Ni con los pájaros ni con los animales. Las personas tienen pensamientos y los animales instintos, que, a veces, dan apariencia de pensamientos, pero solo eso. Nunca conocí a nadie que se comunicara con los pájaros.
-Sí, abuelo. Conoces a alguien.
-¿A quién? -pregunta el anciano con cierta sorpresa reflejada en la expresión y arrugando el entrecejo. –Que yo recuerde...
-Me conoces a mí, abuelo. Además, te he hecho varias demostraciones y pensé que ya estabas convencido del todo.
-Pues no lo estoy, fíjate. Creo que son simples casualidades o coincidencias. ¿Cómo voy a creer que una persona pueda hablar con un águila, hombre de Dios? ¡Es imposible! Se lo dices a cualquiera y te toma por loco.
-¡No son casualidades, abuelo! ¡Te lo juro!
-Está bien. No voy discutir contigo tan temprano y por un motivo tan absurdo. Solo digo que me resulta muy difícil creer esa historia que me parece una... ¡una paparruchada! ¡No me la creo! Aunque me hagas catorce demostraciones seguidas. ¿Adónde piensas llevarlo a cazar?
-Picocorvo prefiere ir a los espacios abiertos. He pensado llevarlo a la salida del bosque por el camino del norte. En esas tierras hay conejos y otros animales de su agrado. También a mi me gusta ir por ese lado.
-¿Por qué especialmente las tierras del norte? ¿No son idénticos todos los lugares de las Tierras Esteparias que rodean el bosque? ¿Las del Sur, por ejemplo?
-No, abuelo. Desde las Tierras Esteparias del Sur no se ve nada, solo el páramo, esa maldita tierra blanquecina, sembrada de peñascales y algunos arbustos dispersos, lo que tú llamas el horizonte. En cambio en las del Norte se ven las montañas que hay al fondo y la nieve que aparece en las cumbres.
-¿Te refieres a las Montañas Nevadas?
-Sí. Algún día iré hasta ellas, abuelo. No sé por qué me atraen esas montañas de forma especial. Siento en ocasiones como si voces desconocidas me llamaran a gritos desde allí, invitándome a ir, y, a veces, me veo obligado a dominar mis impulsos porque los deseos de correr hacia allá son irresistibles. Me parecen montañas mágicas en las que cualquier cosa, por fantástica que sea, es posible. Nunca he querido ir para no dejarte solo durante varias jornadas pero cualquier día... Estoy convencido de que no podré resistir a esas enigmáticas llamadas e iré; Picocorvo me acompañará y cuidará de mí.
-No se te ocurra hacerlo, Ab’Erana. ¡Te lo prohíbo terminantemente!
-¿Por qué, abuelo? –pregunta el chico, sorprendido ante aquella reacción tan brusca y tajante de su abuelo. –Llevaré el arco y las flechas y Picocorvo vendrá conmigo.
-Están lejos de aquí y son muy peligrosas –responde el anciano suavizando el tono de la voz. -No tienes experiencia para hacer viajes de ese tipo y, menos aún, por lugares desconocidos. No es lo mismo caminar por este bosque que lo conoces como la palma de la mano, que hacerlo por unas montañas desconocidas y peligrosas. Aunque te parezca lo mismo, no lo es.
-¿Has estado alguna vez en ellas para saber por qué son tan peligrosas?
-¡Claro que he estado! Soy muy viejo ya, hijo, y he tenido tiempo de sobra para recorrer todos estos contornos infinidad de veces. Es ahora cuando no salgo. Antes salía con frecuencia y estaba fuera de la casa durante algunos días. Era el mejor cazador de estos contornos. Ninguna de estas tierras tiene secretos para mí. Por eso lo sé. Hay precipicios cuyos fondos no llegas a ver desde arriba; animales salvajes, como osos, que te descuartizarían antes de abrir los ojos... En fin, peligros infinitos. Mientras yo tenga fuerzas para impedírtelo, no irás allí... solo. ¿Queda claro, jovencito?
-¿Por qué no, abuelo? Me encantaría ir. No te puedes imaginar los esfuerzos que hago cada día para no correr hacia allá.
-Prométeme que no irás –insiste el abuelo, sujetándole por un brazo y apretándole hasta hacerle daño.
El chico hace un mohín de disgusto y desagrado, consigue soltarse de la garra de su abuelo y finalmente lo promete.
-Eso está mejor. ¿Has desayunado ya?
-Claro, abuelo. Fue lo primero que hice esta mañana al levantarme.
-Entonces... Anda, vete ya y no tardes mucho en regresar.
-Me llevaré el arco y procuraré traer algo de caza. Picocorvo y yo dedicaremos la mañana a cazar. Intentaré volver antes del mediodía.
-Ten mucho cuidado. Llévate algo de comida en el morral por si te retrasas. ¡Y no se te ocurra ir a las montañas! –insiste el abuelo. ¡Me enfadaré mucho si lo haces!
-Siempre me adviertes lo mismo, abuelo. No quieres que vaya a las Montañas Nevadas por su lejanía y peligrosidad, ni que me aleje del bosque, ni... ¿Es que temes que pueda ocurrirme algo?
-El peligro está al acecho en cualquier parte y tú lo sabes perfectamente. Ya has tenido varios percances en estos años pasados. En el mismo bosque, cuando los lobos, ¿recuerdas? ¿Qué hubiese pasado si no llego a tiempo y los ahuyento con mi bastón nudoso? ¿Y qué, cuando te caíste en el agujero y no pudiste salir solo? Menos mal que me dio por buscarte por todo el bosque llamándote a voces... Nada importante, ¿eh? Cualquier día...
-Conozco todos los recovecos del bosque mejor que nadie. Sabes que no tiene secretos para mí, aunque alguna vez haya podido tener algún tropiezo sin importancia. Además, esas cosas que dices ocurrieron hace ya muchos años. Era yo un niño. Vivía mi abuela todavía y no tenía la ayuda de Picocorvo. Hoy no puede pasarme nada semejante.
-¿Tropiezos sin importancia caerte en un pozo y permanecer allí gritando durante toda la noche? ¿Tropiezos sin importancia verte atacado por varios lobos hambrientos que si tardo un poco más en llegar te habrían descuartizado?
-Bueno, tampoco fue para tanto. Son dos excepciones. Si hoy me sucediera algo tengo la seguridad de que Picocorvo me ayudaría o vendría a avisarte. ¡Me considero el amo del bosque, abuelo! –grita Ab’Erana, sonriendo. –Aunque sea de ese Latefund de Bad del que tanto hablas.
-No es solo el bosque, hijo. También las tierras esteparias e inhóspitas que nos rodean son peligrosas. Mucho más de lo que te imaginas. Y peor aún las Montañas Nevadas. Hazme caso. Procura no salir del bosque.
-¿Por qué te preocupas tanto por mí? Soy ya un hombre, ¿no?
-¿Quién se va a preocupar de ti, si no lo hago yo? Tengo que preocuparme de ti porque soy tu abuelo y te he criado desde que naciste, y tú debes cuidar de mí porque eres mi nieto. Solo nos tenemos uno al otro. Así de sencillo. Tú y yo nos necesitamos recíprocamente. Si a ti te sucediera algo me quedaría solo y... y me moriría de pena y de soledad en este maldito bosque, o me iría de él; y al revés, si algo grave me sucediera a mí, no sé qué ocurriría contigo. ¿No lo comprendes?
Ab’Erana hace un extraño encogimiento de hombros y su abuelo aprovecha para continuar:
-Conozco la maldad que anida en el corazón de los hombres y de otros seres enigmáticos que deberían interesarse por tu persona y que... Cualquier día... Bueno... –El abuelo deja las frases sin acabar pero Ab’Erana sabe advertir su significado. -De ahí mi preocupación, ¿sabes, hijo?
-Ignoraba que seres enigmáticos debieran interesarse por mí, abuelo. ¿Quiénes son? ¿Cómo son? ¿Por qué deberían interesarse por mí? Quiero saberlo. Nunca en mi vida vi seres enigmáticos en el bosque. Ni siquiera sé como son, si andan, si reptan, si vuelan, si caminan sobre los árboles... No sé nada de ellos, abuelo. ¿Qué son seres enigmáticos?
-Otro día responderé a tus preguntas. ¿No dices que el águila está hambriento? ¡Hala, vete ya! Pero no olvides estos consejos: ¡ándate con cuidado y no dejes de mirar a tu alrededor! Vamos, vete ya, creo que Picocorvo te lo agradecerá. Parece que se está poniendo nervioso.
-Me dejas preocupado, abuelo. ¿Quiénes son esos seres enigmáticos que desean mi mal, y por qué? –insiste el chico, con tozudez, sin moverse del sitio que ocupa.
-No he dicho eso, hijo. He dicho simplemente que deberían interesarse por ti, no que deseen tu mal.
-Sí, pero me adviertes que debo tener cuidado y vigilar mi entorno. Si me dices que tenga cuidado, que esté atento a lo que suceda a mi alrededor y que hay gente que se interesa por mí, deduzco que puede ser con intención de dañarme o de secuestrarme. ¿Es que sabes algo que no quieres revelarme?
-Ab’Erana, hijo, hace muchos años, cuando tú aún no habías nacido, sucedieron ciertas cosas importantes que nunca te he revelado y... No sé si habrá llegado ya la hora de que las conozcas. Nunca sabemos cuando es el momento apropiado para decir las cosas. No sé si debí decírtelo antes, o si es hoy el momento adecuado. No lo sé.
-¿Te refieres a promesas que hiciste a la persona que me dejó en una canastilla en la puerta de la cabaña?
El hombre clava en el chico una mirada entristecida y no responde.
-Soy mayor, abuelo. Si es algo que me afecta directamente, debes contármelo. Estoy preparado para todo. Sea lo que sea. Bueno o malo. A lo largo de estos años pasados me has enseñado todas las cosas que sabes y, además, a ser fuerte, a dominar mis sentimientos, a no deprimirme ante las situaciones adversas... Sabes que estoy preparado para cualquier noticia o eventualidad... por grave que sea. ¿Es que acaso soy hijo bastardo del señor Latefund de Bad, y por eso vivimos aquí, apartados del mundo, porque mi padre no desea que interfiera en sus planes? -aventura el chico.
Cedric suelta una carcajada.
-¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante locura? Latefund de Bad, ese viejo cascarrabias no pinta nada en este asunto... ni creo que tenga hijos bastardos. Es, o era, hombre de moralidad intachable.
-¿Por qué no me lo cuentas, entonces?
-Lo pensaré durante tu ausencia. Vete ahora y procura conseguir alguna caza para nosotros. La despensa está casi vacía. Quizá a tu regreso te diga algo. Como bien dices, ya eres un hombre, quizá haya llegado el momento de hablar y nos veamos obligados tú y yo a realizar un viaje a las Montañas Nevadas que tanto te atraen. No pienso decir en este momento ni una palabra más. Anda, vete.
-¡Abuelo, por favor!
-¡Ni una palabra más hasta que vuelvas! Déjame pensarlo con tranquilidad. Son noticias que pueden trastocar nuestras vidas por completo y he de meditarlo con detenimiento.

3
Ab’Erana abandona la cabaña, muy preocupado por las veladas revelaciones que acaba de hacerle su abuelo.
Camina con seguridad por el sendero que cruza la laguna verde, y se aleja de la cabaña con Picocorvo sobre el hombro.
El águila endereza el cuello y la cabeza ante cualquier ruido producido por animales salvajes o por el aleteo de los pájaros que saltan de un árbol a otro removiendo las ramas. Cualquier ruido lo alerta y especialmente muestra su nerviosismo ante el aullido de los lobos esteparios cuyos ecos llegan desde la lejanía hasta lo más intrincado del bosque. El chico le acaricia la cabeza y le habla suavemente para infundirle tranquilidad.