sábado, 17 de mayo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET - NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XIII de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO X I I I

El águila voló, vio y actuó


1

Desde las primeras horas de la mañana siguiente al apresamiento del general Calabrús, Picocorvo vigila el espacio aéreo del campamento elfo para impedir el vuelo de cualquier paloma mensajera que pretenda salir de él.
Dos jornadas más tarde, poco después del amanecer de un día nublado y oscuro, las tropas elfas, encabezadas por el grupo de trolls como punta de lanza o vanguardia, salen del campamento, avanzan con lentitud hacia el puesto fronterizo situado en tierras de los elfos y allí se detienen en espera de nuevas instrucciones. La maniobra prevista, y única posible, es atravesar la franja de Tierra de Nadie, alcanzar la frontera silfa, invadir el país enemigo en grandes avalanchas, y arrollarlo todo a su paso, en la seguridad de que los silfos serán incapaces de detener el avance destructor de los trolls.
La operación está a punto de comenzar.
El tiempo es el apropiado para los trolls porque el día está nublado y no luce el sol.
Avanzan en primer lugar los repugnantes trolls, sucios y mocosos, enarbolando sus garrotes claveteados, capaces de partir en dos a cualquier enemigo que se les ponga por delante; a continuación caminan los arqueros elfos con sus armas dispuestas para disparar sus andanadas de flechas mortíferas; tras ellos, las fuerzas de espadas y lanzas para rematar a los supervivientes que queden atrás y consolidar el territorio ocupado. En último lugar un grupo de elfos montados sobre pequeños caballos que desde un promontorio observan el movimiento de las tropas y dan las órdenes necesarias por medio de cuernos de caza, aunque sin intervenir directamente en la contienda. Este último y privilegiado grupo está formado por el rey Mauro, destacando sobre su brioso caballo negro, generales y consejeros igualmente a caballos.
En un momento determinado, un par de horas después del amanecer, suena un cuerno de caza y un soldado que se encuentra entre los jinetes suelta una paloma mensajera que lleva en una jaula. El ave revolotea sobre los combatientes para orientarse y rápidamente toma la dirección de la ciudad de Ubrüt.
Los soldados silfos, al oír el sonido del cuerno, se miran unos a otros pensando que la hora de la batalla está a punto de comenzar. Ya no habrá marcha atrás. En unos instantes la vida y la muerte comenzarán una lucha trágica por conseguir la hegemonía. Muchos silfos piensan que están más cerca de la muerte que de la vida, lo contrario de lo que piensa AbErana, que tiene seguridad en la victoria.
-¡Acaban de soltar la paloma! –grita alguien desde un observatorio en el puesto fronterizo de los silfos.
Calabrús dijo la verdad –murmura Fidor. –Quizá esta haya sido la única vez en su vida que este individuo no ha mentido.
-Picocorvo debe haberla visto, la atrapará en el momento preciso y no permitirá que llegue a su destino –profetiza AbErana con seguridad y aplomo.
-¿Y si no la alcanza? –pregunta alguien.
-No pienso en esa posibilidad –responde AbErana. –La cazará sin ninguna duda.
-¿Para qué quieres la paloma viva? –pregunta Cedric, extrañado ante aquella petición de su nieto que se está revelando como un auténtico estratega, como si desde pequeño hubiese sido preparado para misiones semejantes.
-Podríamos colocarle un mensaje diferente y soltarla. Lo llevaría a los soldados de Ubrüt con instrucciones de nuestro interés. Por ejemplo, la orden de regresar a Varich de inmediato y a marchas forzadas.
-¡Eso sería fantástico! –exclama Fidor, entusiasmado con la idea. – ¡El águila va a resultarnos providencial!
-De todos modos la situación es preocupante –comenta el rey Kirlog junto a ellos. –Quizá Picocorvo pueda evitar el ataque por Ubrüt, pero el problema lo tenemos aquí. Si los trolls atacan en tromba será muy difícil detenerlos. Tal vez imposible. Esos seres asquerosos no suelen seguir ninguna regla de conducta y solo obedecen sus propios instintos. Roban, violan y matan por el simple placer de hacerlo. Siempre actuaron de ese modo y ahora, impulsados por Mauro, serán peores aún. Si pisan suelo silfo serán implacables.
Cállese, majestad! Perdone que le hable así. No debe ser tan alarmista porque corremos el riesgo de que todos nos sintamos dominados por el pesimismo y el desánimo. No pierda la confianza, lo último que debemos perder en la vida es la esperanza –exclama Cedric, simulando indignación. -¡Los haremos huir como a ratas!
El rey, sorprendido ante aquella llamada de atención tan irrespetuosa, mira a todos los asistentes y finalmente asiente con la cabeza, admitiendo su error. Además, la estatura de Cedric le permite decir cuanto se le antoje sin que nadie se atreva a replicarle.
Durante la noche anterior, en la llamada Tierra de Nadie, amparados en la oscuridad, los soldados silfos con Cedric y AbErana a la cabeza, han ultimado trampas para hacer caer a los trolls en el interior de las varias zanjas abiertas en el suelo. Las zanjas están disimuladas hábilmente con matojos, tierra y arena; en el borde más cercano a la frontera silfa grandes pedruscos, en difícil equilibrio, dan a entender que están allí para servir de parapetos a los soldados silfos. Y muchos de ellos se sitúan en aquel lugar al amanecer, dejándose ver, para dar esa impresión al enemigo. Pero la misión de aquellos pedruscos y soldados es muy diferente.
El abuelo Cedric, provisto de una malla metálica construida a toda prisa por los artesanos silfos, se sitúa en la misma raya fronteriza silfa con su garrote de nudos en la mano, gritando con voz estentórea para amedrentar al enemigo, y, especialmente, esperando la inminente llegada de los trolls. Junto a él se encuentra el príncipe AbErana con la espada encantada en la mano derecha dando mandobles de un lado a otro a tal velocidad que ni el ojo humano ni el de elfos o silfos son capaces de seguir. El acero de la espada refulge con la débil claridad del día como si fuesen rayos diabólicos dispersados en todas direcciones que pretendiesen aniquilar a sus enemigos. Tras ellos dos, Fidor, armado con espada y algo más atrás un grupo de arqueros silfos con los arcos dispuestos para lanzar las fechas en cuanto les den la orden de lanzarlas. De todos modos, la punta de lanza de las fuerzas silfas son los soldados que permanecen ocultos detrás de los peñascos colocados junto a las zanjas disimuladas. Aquella es la vanguardia del ejército silfo organizada por Cedric, recordando sus tiempos de soldado del señor Latefund de Bad.
Kunat, Ludok y Llovis se ofrecen a AbErana para luchar contra los trolls. El príncipe duda, aunque al escuchar las protestas de los soldados, los coloca a su altura, provistos de lanzas y espadas para que puedan intervenir en la pelea contra los trolls especialmente.
-Os prohíbo luchar contra los elfos –ordena AbErana. –Son vuestros amigos y compañeros de toda la vida y no deseo que tengáis remordimientos de conciencia, vayáis a matar a algunos o resultéis muertos. ¡Es una orden!
Desde el lugar en que están los elfos a caballo suena de nuevo el cuerno de caza, por tres veces, y los trolls detenidos junto al paso fronterizo, avanzan a la carrera, gritando e insultando groseramente, dispuestos a llevarse por delante a todo aquel que tenga el atrevimiento de interponerse en su camino. Son moles de carne, con sus cabezas irregulares agachadas como si fuesen a embestir, con su correr tambaleante y emitiendo bufidos como algunos animales. En aquel momento comprende AbErana por qué siempre al referirse a los trolls los califican como repugnantes y asquerosos. Tienen un aspecto terrible en todos los sentidos, pero especialmente resultan repulsivos.
Los silfos habían colocado las noches anteriores algunos obstáculos de piedras y troncos en diversos lugares de la Tierra de Nadie, dejando únicamente expeditos caminos que conducen directamente hasta las zanjas disimuladas. Por estos caminos avanzan los trolls alocada y confiadamente, enarbolando sus palo claveteados, sin sospechar que van a caer en la trampa mortal ideada por los defensores en el llamado Plan Topo y con las ideas complementarias propuestas por Cedric y AbErana.
La confianza de los trolls en la victoria es absoluta, dados sus gritos y voceríos profiriendo todo tipo de amenazas contra los soldados silfos, mujeres, niños y ancianos. A juzgar por sus gritos es evidente que tienen instrucciones de no dejar títere con cabeza. Aquella avalancha presupone la destrucción total y absoluta de los enemigos.
AbErana, Cedric y Fidor permanecen inmóviles e impávidos en el lugar elegido, sin dar un paso atrás, al ver que los trolls solo llevan como armas de ataque sus palos con un clavo de hierro en la punta, sin llevar flechas ni lanzas que puedan alcanzarlos desde lejos. Están pendientes del avance y de cómo se acercan a las zanjas con rapidez. Gran parte de los trolls que van en primera línea, al pisar la falsa cubierta, caen al interior de las zanjas y las piedras situadas en el borde ruedan detrás de ellos, empujadas por los silfos escondidos, aplastando a los atacantes, en medio de alaridos de dolor y gritos de rabia.
Justo en aquel momento, Cedric y AbErana, se arrojan al suelo permitiendo que los arqueros silfos disparen sus flechas contra los trolls que han conseguido no caer en las zanjas y se mantienen de pie junto a ellas, sin atreverse a saltarlas. Son un blanco tan fácil que los trolls caen como conejos, viéndose obligados a retroceder, quedando muchos de ellos muertos o malheridos en el interior de las zanjas y en la llamada Tierra de Nadie.
AbErana se pone en pie y avanza hasta el borde de las zanjas de las que pretenden salir algunos trolls ilesos, para continuar la batalla, y comienza él solo un combate desigual con la espada encantada obligándolos a retroceder o poniéndolos fuera de combate.
Los arqueros elfos no se atreven a disparar por temor a herir a sus propios compañeros.
Muchos trolls pierden la vida en aquel primer intento de invasión. Los pocos ilesos, y una avanzadilla de elfos que corren tras ellos, con intención de infiltrarse y apoderarse de la Tierra de Nadie, retroceden sin orden ni concierto hasta la frontera elfa, y permanecen expectantes en un lugar cercano al promontorio ocupado por los jinetes. Los de a caballo muestran su sorpresa ante la tenaz e inesperada defensa preparada por los silfos, gesticulando, maldiciendo y gritándole a los soldados que reculan. La tropa de elfos, como embobada, admira los movimientos centelleantes de la espada encantada, como si estuviesen presenciando un espectáculo en el que ellos no fuesen los protagonistas sino simples espectadores. Los trolls, seres poco inteligentes, no alcanzan a comprender lo ocurrido en las zanjas y que un solo hombre pueda luchar y vencer a tal número de atacantes sin la ayuda de nadie. En realidad sí tiene ayuda. Los arqueros silfos se dedican a abatir a los trolls que pretenden salir de las zanjas por los lugares donde no está AbErana. Éste corre a todo lo largo de la zanja y golpea o pincha a los trolls que intentan salir de ella y consiguen eludir las flechas. Es un espectáculo grandioso ver a un solo hombre luchar a la vez contra varios trolls y vencerlos.
Cedric no se queda atrás y de cada bastonazo deja fuera de combate a un trolls, dejándolo descalabrado.
Alguien toca de nuevo el cuerno de caza, también por tres veces, y, desde el bando elfo, se eleva una voz poderosa gritando a los soldados que vuelvan a la carga.
En ese mismo instante, el príncipe AbErana cruza la zanja y avanza en dirección a la frontera elfa enarbolando su espada victoriosa, se sube sobre una peña cercana a la frontera enemiga para dejarse ver por los soldados elfos, y grita:
-¡Soldados elfos! Soy el príncipe AbErana de la dinastía Dodet, hijo del príncipe GeDodet, prisionero, por orden de Mauro el usurpador, en las mazmorras del palacio de Varich. Esta espada que tengo en las manos es la espada encantada del rey Dodet que he podido sacar de su vaina. ¡Soy el príncipe predestinado! ¡Mauro no consiguió sacar la espada de su vaina, es un usurpador y un servidor de los trolls! Ya habéis visto cómo he derrotado a los repugnantes y asquerosos trolls. Voy a recuperar el reino y a expulsar del país al malvado Mauro y a sus aliados, que piensan convertir a los elfos en sus esclavos. Estáis defendiendo a un tirano y traidor al pueblo elfo, vendido a los trolls. Entre unos y otros están arruinando el país. Se están apoderando de todas las riquezas. Guardad vuestras armas y regresar pacíficamente al campamento. Si así lo hacéis os perdonaré a todos y podréis seguir siendo soldados del rey. Estoy dispuesto a enfrentarme a Mauro sin la espada encantada, con una mano atada a la espalda, para evitar la muerte de muchos de vosotros. Si Mauro no se atreve a enfrentarse a mí será considerado un cobarde y deberá abandonar el país.
Los soldados, paralizados por la sorpresa y el arrojo del elfo-hombre, están atentos a sus palabras. Se miran unos a otros, sin saber qué hacer exactamente, esperando que alguien dé el primer paso en algún sentido.
Mauro ordena disparar una andanada de flechas contra AbErana. Casi nadie le obedece. Solo unas cuantas flechas salen del grupo de arqueros pero todas ellas son desviadas por la espada encantada en cuanto llegan a las proximidades del blanco.
-¡Veis, nadie podrá herirme mientras empuñe esta espada que todos conocéis muy bien!
Aquel alarde de seguridad enardece a muchos soldados que años antes habían luchado al lado del rey Dodet y jurado fidelidad a la dinastía.
Desde su atalaya, AbErana observa que sus palabras, escuchadas atentamente, hacen mella entre la soldadesca que siempre tuvo un temeroso respeto por la espada del rey Dodet, según comentarios de Fidor. Ve cómo se forman corrillos de soldados que comienzan a discutir con cierto acaloramiento, hasta con violencia en algún momento. Ve luego cómo algunos soldados enfundan las armas, dan la vuelta en dirección a Jündika y se detienen ante el rey, exhortándole a que luche contra el príncipe desconocido, en igualdad de condiciones. Es una rebelión más o menos silenciosa.
-Majestad –dice un soldado más atrevido, plantándose delante de Mauro-, tenéis la obligación de luchar contra ese grandullón que dice ser el príncipe AbErana. Dice que luchará con una sola mano para compensar su estatura y sin la espada encantada. No hacerlo sería una cobardía. Y nosotros no queremos ser mandados por un rey cobarde. ¡Debéis combatir contra él, majestad!
En aquel instante, Mauro, que escucha atónito la perorata del soldado, espolea rabiosamente el caballo, lo lanza contra el chico que cae al suelo y resulta pisoteado despiadadamente. Luego, el rey, arrebata la lanza a otro soldado cercano y la clava en la espalda del soldado pisoteado por el caballo, que queda inmóvil en el suelo. Lo acaba de matar en presencia de todo el ejército que está pendiente de lo ocurrido.
El comportamiento de Mauro al reaccionar de aquella forma tan violenta, inesperada y cruel, es, sin duda, uno de los mayores errores cometidos en su vida. Algunos de sus generales cierran los ojos, previendo las graves consecuencias de aquel acto tan cruel y miserable.
Se hace un silencio sepulcral entre las filas atacantes. Hay miradas indignadas y gestos amenazadores contra el propio rey Mauro, sus consejeros y militares de alto rango que le acompañan. Muchos soldados amenazan verbalmente al rey, a los dirigentes y consejeros, levantando sus armas en alto e insultándolos con palabras procaces.
Mauro, exaltado ante aquel inesperado revés, espolea el caballo, echándolo contra los soldados que protestan, que se ven obligados a apartarse para no ser pisoteados por el animal. Luego comienza a gritar llamándoles cobardes y traidores y ordenándoles que regresen al combate de inmediato. Hay unos momentos de incertidumbre hasta que finalmente, la mayoría, sin hacer caso de los gritos de Mauro, comienza un abucheo generalizado. El rey pierde el control de la situación y de su propia persona. Grita desaforadamente. Amenaza con matar a todo aquel que no obedezca sus órdenes. Se acentúa el abucheo. Aumentan los gritos de indignación ante el comportamiento del rey con el soldado que permanece inmóvil con la lanza clavada en el cuerpo, muerto sin duda, y el nerviosismo se apodera de todos los presentes. Algunos soldados, perdido el miedo, o indignados, rodean al rey, insultándolo, llamándole cobarde, asesino y usurpador.
-¡Fuera, fuera! –es el grito casi unánime.
-¡Hay que ahorcarlo! –grita un viejo soldado. –Ha matado a ese chico injustamente.
Mauro, enfurecido ante el cariz que toman los acontecimientos, comete otro gravísimo error al ordenar a los trolls supervivientes que ataquen a los elfos que le rodean con intención de apresarlo.
Los elfos, sorprendidos ante aquella orden, son incapaces de resistir el ataque de los trolls y muchos de ellos caen sin haber tenido tiempo de sacar las espadas de sus vainas. Otros que lo consiguen hacen frente a los asquerosos trolls, iniciándose una extraña batalla en la que combaten entre sí las huestes del mismo bando y en donde la balanza se va inclinando a favor de los trolls que, aunque en menor número, son mucho más fuertes. El grupo de soldados que inicialmente permaneció en silencio, o se mantuvo fiel al rey, cambia de criterio al ver cómo los trolls arrollan materialmente a sus compañeros elfos.
La pelea entre elfos y trolls se desarrolla en la misma raya fronteriza del País de los Elfos, invadiendo parte de la Tierra de Nadie.
AbErana, atento a lo que sucede en el bando contrario, indignado por lo que ven sus ojos y pensando que si actúa en defensa de los soldados elfos, su comportamiento será muy bien acogido, hará realzar su figura y beneficiará su misión, avanza hasta la misma frontera elfa y arremete contra los trolls por retaguardia. Cedric lo imita enarbolando su bastón de nudos, golpeando con él como si se tratara de aspas de un molino de viento. Los trolls, sorprendidos ante aquel ataque inesperado, se ven amenazados por dos flancos diferentes, vanguardia por los soldados elfos que se defienden y retaguardia, por aquel elfo-hombre que empuña la espada encantada del rey Dodet y por el gigante que le acompaña. El imprevisto ataque los desconcierta. Ab’Erana es un auténtico ciclón dando mandobles a diestro y siniestro de forma fulgurante y dejando fuera de combate a un trolls a cada golpe. La figura de Cedric, como un gigante entre pigmeos, descalabra a un trolls a cada bastonazo y nadie se atreve a acercarse a él.
Ante aquella ayuda inesperada y sorprendente, la batalla comienza a inclinarse a favor de los soldados elfos y muy pronto los pocos trolls que quedan, diezmados, huyen despavoridos ante el ímpetu arrollador de sus contrincantes, hasta desaparecer por completo del campo de batalla en el que sólo quedan los heridos y lisiados.
Ab’Erana y Cedric pasan a territorio elfo y allí permanecen durante unos minutos aclamados por los soldados que ven en él al único elfo capaz de expulsar del país al rey usurpador.
Mauro y sus acompañantes montados, al ver el cariz que toman los acontecimientos, incapaces de dominar a la tropa y de impedir el avance de sus enemigos, retroceden a uñas de caballos en dirección al campamento, mientras los soldados elfos les persiguen con sus gritos y abucheos. Solo algunos soldados fieles al rey corren tras él huyendo del campo de batalla.
El resto de tropas elfas, animadas por la euforia del momento, rotos inesperadamente los lazos que les unían a la monarquía de Mauro, dan rienda suelta a su odio hacia los trolls, aniquilando a los pocos que encuentran aún con vida.
La invasión que comenzó con espíritu de paseo militar de los elfos contra los silfos, termina en un descalabro monumental gracias a la astucia del joven Ab’Erana y de su abuelo y fundamentalmente gracias a la espada encantada, el bastón nudoso y la colaboración del águila.
Aquel es, sin duda, el día más nefasto de los soldados trolls desde la finalización de la guerra sostenida contra el rey Dodet, veinte años antes. Centenares de trolls pierden la vida aquella mañana. Las trampas, las flechas silfas, las armas de los propios elfos y la inestimable colaboración de Cedric y Ab’Erana, han realizado la proeza. Otros muchos desaparecen del lugar como si hubiesen sido tragados por la tierra y se desperdigan por las montañas circundantes en un intento de salvar la vida. También caen muchos elfos a manos de los trolls en virtud de la orden dada por Mauro. No hay bajas silfas, ni ningún elfo cae bajo las flechas de los defensores.
Ab’Erana pisa por primera vez en su vida la tierra que será su nuevo país. Su futuro reino. Siente un extraño estremecimiento recorrerle el cuerpo en el momento de hacerlo. Se arrodilla y besa la tierra. En aquel instante adquiere certeza absoluta de que se cumplirán los deseos de su padre. Como si estuviese escrito en su destino.
Los soldados, al verlo besar la tierra elfa, comienzan a corear su nombre y a aplaudir haciendo entrechocar espadas y lanzas.
El príncipe, encaramado a un peñasco y sin dejar de dar sablazos al aire, lanza un grito victorioso y seguidamente varios vivas a las tropas elfas y a la dinastía Dodet. Los gritos de la soldadesca aumentan y es aclamado y vitoreado por todos los presentes que le rodean, agradeciéndoles la defensa de sus vidas al arremeter contra la tiranía de los trolls.
Fidor se une a él. Algunos jefes elfos, al reconocerlo, elogian su arrojo y valentía al haberse enfrentado a Mauro y apoderarse de la espada encantada y todo son parabienes, convirtiéndose el reencuentro en una auténtica fiesta. Muchos oficiales y soldados se ofrecen al príncipe para ayudarle a recuperar el trono y la libertad de su padre. Las acusaciones de nepotismo e injusticias de todo tipo cometidas por Mauro son constantes y explícitas. Un oficial de alta graduación comenta que eran contrarios a aquella guerra pero que nada pudieron hacer para evitarla y que la muerte del soldado elfo pisoteado por el caballo y muerto a manos del rey fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de los soldados. A juzgar por las manifestaciones de los combatientes, el reinado de Mauro es de auténtico terror.
Ante el cariz que toman los acontecimientos y deseando aprovechar el momento propicio de euforia que reina entre la tropa, Fidor pide silencio a los soldados que les rodean y grita:
-Soldados: hoy es un momento histórico para nuestro país. Está entre nosotros un príncipe de la dinastía Dodet capaz de usar la espada encantada, como habéis visto y gracias a ella se ha conseguido la victoria. Aquellos que estén dispuestos a ayudar al príncipe Ab’Erana a recuperar el trono del país, deben situarse a mi derecha. Los partidarios del rey Mauro, a la izquierda. Nadie actuará contra ellos y serán libres para marchar adonde quieran e incluso seguir los pasos del usurpador.
Todos los soldados en bloque, apretujándose unos con otros, se colocan al lado derecho de Fidor y manifiestan explícitamente su deseo de luchar junto al príncipe, al que vitorean constantemente.
Ab’Erana se emociona tanto que abraza a muchos de ellos, asegurándoles que no olvidará jamás aquel gesto y que entre todos lograrán expulsar del país a los repugnantes trolls y al rey Mauro.
-¡El terror ha terminado en este país! –grita. –A partir de ahora la armonía debe reinar entre todos los elfos y entre nosotros y los silfos, como siempre fue a lo largo de la historia. ¡Viva la paz!
Kunat, el viejo, le pide a Cedric que lo suba sobre sus hombros y así lo hace el anciano. Desde la altura, grita el elfo:
-¡Compañeros! Todos me conocéis. Soy Kunat, apodado el viejo, con larga experiencia en el ejército. Fui enviado por Mauro con órdenes de matar a Fidor y al príncipe, caso de que existiera. El príncipe Ab’Erana me ha salvado la vida dos veces pese de saber que tenía instrucciones de matarlo. Le he jurado fidelidad eterna. Los que quieran seguir mi ejemplo deben hacerlo. ¡Viva el rey Ab’Erana!
Todos los soldados se arrodillan y besan la tierra al tiempo de hacer juramento de fidelidad al príncipe.
Ab’Erana se muerde los labios para no llorar de emoción.
Los habitantes de Jündika que desde las almenas de la muralla han sido testigos privilegiados de lo ocurrido, de la huída del rey Mauro y de los vítores al nuevo príncipe, envían emisarios poniéndose a su disposición. Luego abren las puertas de la ciudad y comienzan a salir gritando vítores a favor del príncipe de la dinastía Dodet.
Al otro lado de la Tierra de Nadie, los gritos de alegría y alborozo de las tropas silfas, son unánimes. La gente se da cuenta de que ya no habrá invasión del país y los gritos de alabanza hacia Ab’Erana, Cedric y Fidor se generalizan. El propio rey Kirlog II avanza decididamente por la Tierra de Nadie hacia el País de los Elfos, al encuentro de Ab’Erana. Lo abraza sin ningún tipo de protocolo y le agradece su intervención con las siguientes palabras:
-Querido príncipe. Mi pueblo y yo te agradecemos sinceramente lo que acabas de hacer por nosotros. De no haber sido por tu intervención, la de tu abuelo Cedric, la de Fidor, y la del águila amaestrada, los elfos mandados por Mauro se habrían apoderado de nuestro país y se habrían producido centenares de muertos en ambos bandos. Los silfos siempre te estaremos agradecidos y serás bien recibido entre los nuestros. Eres el artífice de la victoria. Esperamos que puedas recuperar el reino de tus antepasados y que la paz vuelva a reinar entre nuestros dos pueblos. Hago extensivo este sentimiento de gratitud a tu abuelo Cedric, y a Fidor. Espero que en próximas jornadas podamos ver al príncipe Ge’Dodet libre y recuperado de sus enfermedades, y al pueblo elfo liberado del malvado Mauro y de los asquerosos y repugnantes trolls. Y también doy las gracias a los soldados elfos que han sabido reencontrar el camino de la paz al mando del príncipe Ab’Erana. Es mi deseo, el de la reina y las princesas y el de todo nuestro pueblo. Nuestra única preocupación es lo que haya podido ocurrir en la frontera de Ubrüt y Grandollf. Ignoramos si la paloma mensajera consiguió llegar a su destino en cuyo caso se puede haber consumado la tragedia. Confiemos en tu águila. ¡Viva el príncipe Ab’Erana! ¡Vivan los elfos y los silfos!
Ab’Erana, con sus harapos y sudoroso, se siente como en una nube al verse aclamado por los ciudadanos de ambos países y se le saltan lágrimas de felicidad, pero no deja de recordar a su padre y responde:
-Gracias, majestad. Tengo total confianza en Picocorvo y sé que la paloma no ha llegado a su destino.
-Me tranquilizan tus palabras, príncipe, pero no estaré del todo tranquilo hasta ver aparecer a tu águila con la paloma entre sus garras.
-Llegará, majestad. Pero ahora lo que más nos importa es evitar que Mauro llegue a Varich y pueda atentar contra la vida de mi padre. Hemos de salir de inmediato en su persecución. Hay que evitar que pueda reorganizarse.
-Llevan caballos y más de una hora de ventaja. Será muy difícil alcanzarlos –señala un oficial elfo.
-Cierto, pero las águilas corren más que los caballos –musita Ab’Erana, enigmático. -Hemos de intentarlo al menos. –Estoy impaciente por el retraso de Picocorvo que ya debería estar de regreso.

2

Picocorvo que sobrevuela el campamento de Jündika a gran altura para evitar las flechas que puedan lanzarle las huestes del rey Mauro, oye el cuerno de caza y ve la salida de la paloma mensajera. Remonta el vuelo y la sigue durante un buen trecho para que su ataque no puedan verlo desde el campamento. La paloma vuela a gran velocidad. Intenta cogerla viva pero le es imposible. Cae sobre ella como un rayo y aunque intenta no dañarla con las uñas, el golpe es inevitable. Un choque tremendo dada la velocidad de cada uno. La paloma cae al suelo agonizante y Picocorvo se resiente del golpe recibido. La recoge y se dispone a regresar en busca de su amo. Se da cuenta de que algo le falla. Nota una ligera molestia en un ala que le impide volar con normalidad. Hace varios intentos y el dolor le obliga a detenerse. De todos modos la misión está cumplida al evitar que la paloma llegue a su destino. Tarda un rato en recuperarse pero finalmente le disminuye el dolor e inicia el camino de regreso.
Llega a la frontera de Jündika cuando ya ha finalizado la batalla, el rey Mauro huye del campamento en dirección al desierto de las Calaveras, acompañado por un grupo de jinetes y algunos soldados de a pie y muchos elfos salen de forma apretujada de la ciudad de Jündika.
Ab’Erana, Cedric, Fidor, la familia real silfa al completo y muchos elfos y silfos mezclados, se encuentran en la llamada Tierra de Nadie, celebrando el final de la contienda.
El águila se posa junto a Ab’Erana llevando entre sus garras la paloma muerta.
-Picocorvo ha cumplido su misión –dice Ab’Erana, acariciando la cabeza del águila para agradecerle los servicios prestados.
Seguidamente coge la paloma muerta y desenrolla el mensaje que lleva atado a una de las patas.
Lo lee en silencio y su rostro se torna lívido. Mira fijamente a todos los presentes, en especial a la reina Patra y a sus hijas, y mueve la cabeza sin alcanzar a comprender que un individuo como Mauro haya podido ser rey y tener ideas tan malvadas en la cabeza. Se aprecia fácilmente la indignación que le domina.
-¿Qué dice? –pregunta el rey, impaciente, rompiendo el silencio.
-Mauro es un miserable que no merece vivir –responde el príncipe, volviendo a mirar a todos los presentes. –Es un monstruo. Oíd lo que dice el mensaje:

“General Handdroit: Ha llegado el momento. Atraviesa la frontera de Ubrüt sin temor. La ciudad de Grandollf está desguarnecida. Arrásala sin dejar nada en pie y pasa a cuchillos a todos sus habitantes. Dejas una guarnición para que rematen a los supervivientes y toma la dirección de Morac. Arrásalo todo a tu paso. Quema cosechas y destruyes casas. Mata animales. No quiero ver ni un silfo vivo. Si consigues entrar en Morac antes que yo, el rey Kirlog debe morir decapitado y su cuerpo arrastrado por un caballo al galope. Su esposa y la hija mayor las entregas a tus soldados como botín de guerra y quiero viva y salva a la princesa Radia, para convertirla en mi esclava. El soldado que me la entregue será largamente recompensado.
Mauro, rey de los elfos”.

-¡Que horror! –suspira la reina Patra, palideciendo visiblemente y abrazando a sus hijas. – ¿Qué habría sido de nosotras si llega a vencer ese energúmeno?
-¡Es un malvado! –exclama Kirlog. –Debemos acabar con él antes de que llegue a Varich. Es capaz de ordenar la muerte de Ge’Dodet en venganza por el descalabro sufrido.
-Se me ocurre una idea –dice Fidor. –Hay que preparar urgentemente unos pergaminos como los arrojados sobre el campamento de Jündika, explicando lo ocurrido, hablando de la derrota de Mauro, de los soldados vitoreando a Ab’Erana como nuevo príncipe de la dinastía Dodet y pidiéndole a los soldados leales a la dinastía, y al pueblo llano, la custodia y la libertad del príncipe Ge’Dodet encerrado en las mazmorras del palacio. Y que Picocorvo las deje caer sobre Varich. Puede dar resultado como parece que lo dio en Jündika y en el campamento de Mauro.
-Es una idea excelente, Fidor –reconoce Ab’Erana. –La vida de mi padre está en peligro y hay que hacer todo cuanto esté en nuestras manos para salvarlo.
El rey Kirlog también se muestra de acuerdo y ordena al escribano que lleven de inmediato pergaminos y pluma para redactar la comunicación. El propio Fidor se encarga de escribir el texto que, una vez aprobado, se repite varias veces en otros tantos pergaminos.
-¿En qué dirección está la ciudad de Varich? –pregunta Ab’Erana.
Fidor le facilita todos los datos necesarios y el chico se enfrenta fijamente al águila.
-Picocorvo, el rey Mauro ha huido hacia Varich. Varich está en aquella dirección, a varias horas de vuelo de aquí –dice, señalando hacia el lugar indicado por Fidor. -Es ciudad amurallada con las casas pintadas de rojo y azul, dispone de cuatro puertas de entrada, cada una con dos torreones semejantes. No existe ninguna otra ciudad así en esa dirección. Vas a ir allí sin distraerte en el camino por ningún motivo y arrojarás estos pergaminos sobre la población para que conozcan lo ocurrido en la frontera de Jündika. Procura arrojarlos en algún lugar donde haya aglomeración de gente. Luego regresas hasta que tropieces con la comitiva del rey Mauro que irá camino de Varich. Van varios jinetes y algunos peones. No deben llegar a la ciudad. Entre los caballos sólo hay uno de color negro como la noche. El jinete del caballo negro es el rey Mauro. Si puedes, cae sobre él, atrápalo y tráelo, en todo caso ataca a los caballos, espántalos y dispérsalos. No permitas de ningún modo que Mauro o cualquiera de sus acompañantes puedan llegar a Varich. Nosotros iremos detrás a marchas forzadas. Vamos, Picocorvo, vete a cumplir esta misión. Es muy urgente. ¡Es la vida de mi padre la que está en juego!
Picocorvo, sin transmitirle al príncipe que no está en perfecto estado para realizar una misión semejante, con un vuelo de varias horas, sujeta las hojas de pergamino con las garras e inicia el vuelo.
-Majestad –dice Ab’Erana después de ver alejarse al águila. -¿No disponéis de algún caballo, aunque sea de raza enana para salir en persecución de Mauro? Ese canalla es tan enemigo mío como vuestro y debemos destruirlo. De no hacerlo así será un foco de problemas permanentes y ya sabemos lo que desea: su muerte y la esclavitud, o algo peor, para la reina y las princesas.
-Los silfos nunca tuvimos caballos, ni de gran alzada, ni enanos. No veo la posibilidad de prestarte ayuda en ese sentido. Pero es cierto lo que dices, Mauro es un elfo con malvadas intenciones que ha exteriorizado su maldad y personalidad en el mensaje que llevaba la paloma. Los silfos no estaremos tranquilos hasta la muerte de ese individuo y haremos todo lo necesario para conseguirlo.
-Las amenazas vertidas en la nota son canallescas –reconoce Cedric, moviendo la cabeza. –Me gustaría darle un bastonazo en las costillas a ese hijo de loba tuerta.
-Si no hay caballos iremos andando y corriendo. Procuraremos alcanzarlos como sea –continúa Ab’Erana, sin hacer caso de las palabras de su abuelo. -Será muy difícil conseguirlo pero debemos intentarlo. Espero que Picocorvo sepa cumplir esta misión tan bien como las anteriores. Si llega a espantarles los caballos se encontrarán en un aprieto en mitad del desierto y posiblemente podamos darles caza.
-¿Es posible que haya algún caballo en Jündika? -pregunta Cedric, extrañado ante la ausencia de caballos en una ciudad tan importante como aquella.
-Nunca los hubo –reconoce Fidor. –El rey Dodet XII jamás los tuvo. Esos caballos enanos que llevan Mauro y sus colaboradores fueron traídos por los trolls, ignoro de dónde los sacaron. Sin duda, robados en cualquier parte.
-Corriendo será imposible alcanzarlos –razona el rey.
Todos comienzan a hablar a la vez proponiendo soluciones, algunas posibles, otras, estrambóticas, irrealizables, o absurdas, sin que ninguna pueda resolver problema. Alguien dijo que el águila podría realizar varios viajes con un elfo o silfo colgado de sus patas pero nadie sale voluntario para ello, e incluso, el propio Ab’Erana se opone a tal medida por no ser una misión lógica ni razonable.
-Cada viaje solo podría llevar un soldado. Sería agotador para el águila y correríamos el riesgo de que fueran descubiertos por las huestes de Mauro que los irían eliminando en cuanto llegaran o incluso lanzándoles flechas porque el águila no podría volar muy alto con la carga. Esa no es solución. Lo único que digo es que no debemos perder más tiempo.
Ab’Erana pregunta si algunos soldados elfos y silfos se ofrecen voluntarios para correr con él detrás de los jinetes. Se ofrecen muchos. Y es en aquel instante cuando surge una voz dulce, pidiendo silencio.
-¡Un momento, por favor! -dice la princesa Radia, ruborizada, adelantándose unos pasos-. -Padre se me acaba de ocurrir una idea. Ignoro si será o no buena, pero…
-¿Qué idea, hija? –pregunta el rey Kirlog, extrañado ante las palabras de su hija que, dada su timidez, sabe que no le gusta hablar en público. –Vamos, habla, querida. ¿Qué idea se te ha ocurrido?
-Los avestruces amaestrados.
-¿Qué quieres que hagamos con ellos, querida? –pregunta el rey sin comprender lo que pretende insinuar su hija.
-Quizá pudieran ir algunos soldados a lomos de los avestruces. Nunca los hemos utilizados para trasladar a nadie a largas distancias pero sí para trayectos cortos, en nuestros paseos. Mi hermana y yo los hemos montado varias veces. Son fuertes y, sin duda, cada uno puede llevar un soldado sobre el lomo. ¡Dan unas zancadas enormes y corren tanto como los caballos!
-¿Avestruces amaestrados? –pregunta Ab’Erana con extrañeza, porque jamás ha oído aquella palabra en labios de su abuelo. -¿Qué son avestruces amaestrados?
Hay miradas de sorpresas entre unos y otros y finalmente es Fidor quien aclara que son enormes aves de largo pescuezo y grandes zancadas que pueden correr a velocidad semejante a la de los caballos.
-¡Claro! Lo que sucede es que esos avestruces enanos no podrán cargar con el príncipe ni con Cedric porque no son tan grandes como los avestruces de los humanos. No podrán con ellos –advierte el rey.
-Pero sí puedo ir yo con los soldados elfos o silfos que se han ofrecido voluntarios, -dice Fidor.
-Gracias, Fidor, tu buena voluntad te enaltece, pero ¿con qué medios te enfrentarías a Mauro y los suyos? ¿Solo con unos pocos soldados? Lo determinante es la espada encantada y el águila y no podrías contar con ellos.
-Si no disponemos de otros medios... ¿algo habrá que hacer, no? –pregunta Fidor.
-Cualquier sistema es bueno si da resultados positivos –puntualiza Cedric. -¿Dónde están esos avestruces? Necesito verlos a ver si se me ocurre alguna idea.
-En las inmediaciones de Morac. En una granja.
-¿Cuántos hay?
-Amaestrados, solo veinte –aclara la princesa Radia. –Son míos.
Ab’Erana la mira a los ojos y la princesa baja la vista, como avergonzada, y apenas oye las palabras de agradecimiento pronunciadas por el príncipe.
-No he visto aún esos avestruces pero se me acaba de ocurrir una idea –dice Cedric, pensativo, acaparando la atención de todos los presentes. –Si hay algún carro podríamos enganchar dos o tres avestruces de esos y utilizarlos como si fuesen mulas de tiro.
Los asistentes se quedan pasmados al oír la solución propuesta por Cedric. Es muy simple y a nadie se le ha ocurrido porque los silfos tampoco tienen mulas.
-No hay carros en Morac que puedan transportar seres humanos. Los hay pero son muy pequeños y tiran de ellos varios silfos para hacer algunos transportes –aclara el rey. -De todos modos ordenaré traer los veinte avestruces, con el permiso de la princesa Radia, y un carro.
Media hora más tarde están preparados los veinte avestruces, y un pequeño carro muy simple, con dos ruedas, una pequeña plataforma y dos varales donde se introduce un silfo para tirar o empujar de él.
Cedric pide que avisen a unos carpinteros. Ordena que sobre la plataforma del carro coloquen otra de mayor dimensión, con un pivote en el centro y laterales de poca altura, sobre la que pueda subirse Ab’Erana. En poco tiempo los artesanos cumplimentan el encargo y preparan un carro estrafalario y primitivo sobre el que pueda viajar Ab’Erana. Le enganchan dos avestruces, uno delante del otro, y sobre el primero de ellos sube un silfo conocedor de los avestruces que debe actuar como conductor del carromato.
-No sé si se estropeará en el camino con los traqueteos pero es posible que resista durante algún tiempo –arguye Cedric. -En esta ocasión no podré acompañarte, hijo, y bien que lo lamento, pero necesitaríamos un carro gigantesco y eso ya es mucho pedir. Para arrastrarme a mí necesitaríamos los veinte avestruces juntos. ¡Te deseo toda la suerte del mundo, Ab’Erana! ¡Y ten mucho cuidado!
Fidor, siete elfos y diez silfos voluntarios, de los más aguerridos de Morac, conocedores de las aves, suben a los avestruces y se disponen para la marcha. Provisiones y recipientes con agua quedan dispuestos en el carro al que sube el príncipe Ab’Erana que solo dispone de un simple palo o pivote vertical para sujetarse. En el momento de partir, grita Ab’Erana:
-Majestad, apresaremos a Mauro. Os agradeceré que deis cobijo a mi abuelo durante mi ausencia. Volveré a recogerlo y..., y a agradecerle a la princesa Radia su magnífica aportación de los avestruces. ¡Ha sido una idea genial!
La princesa enrojece aunque no llega a perder la sonrisa. Se siente satisfecha de que su idea haya tenido tan buena acogida por todos los presentes y especialmente por el joven príncipe Ab’Erana.
Fidor, siguiendo instrucciones de Ab’Erana, ordena a los mandos de los soldados el regreso inmediato de todo el contingente hacia Varich y destaca unos mensajeros a Ubrüt con órdenes para los soldados acantonados, de regresar también a la capital.
Cedric que se apercibe del enrojecimiento de la princesa, creyendo estar solo, musita en voz baja, medio canturreando:
-Esta chica es preciosa y tiene unas ideas fantásticas. No estaría mal una alianza matrimonial entre las tres razas, elfa, silfa y humana.
-No, no estaría nada mal –responde la reina Patra, situada junto a Cedric, que, casualmente, ha oído sus comentarios. –Hacen muy buena pareja. Ya sabemos que la madre de Ab’Erana fue humana y el padre elfo. El resultado de esa unión, el príncipe. He de reconocer que es un ejemplar magnífico, valiente, fuerte, guapo y arrogante. Bien vestido será irresistible para las chicas elfas y silfas.
-Y sobrado de inteligencia –puntualiza Cedric.
-Sin duda. Mi hija tendría un buen esposo. Sería una buena alianza, y evitaríamos la posibilidad de guerras en un futuro próximo.
-Majestad, ignoraba que estuvieseis tan cerca, de haberlo sabido no habría dicho nada.
-Se le olvidó mirar hacia abajo, Cedric.
-Efectivamente. Giré la cabeza, no vi a nadie... de mi estatura, y creí estar solo.
-Me alegra haberle oído. Me parecen muy acertadas sus palabras –responde la reina, sonriendo. –No tengo la menor duda de que ellos también han debido pensar en esa posibilidad. ¿No se ha dado cuenta de la mirada embobada de su nieto y del enrojecimiento de mi hija?
-No he perdido detalle, majestad.
-Tampoco yo, Cedric. El rey y yo nos sentiríamos muy satisfechos si sus pensamientos y los míos se convirtieran en realidad. ¿Algo tendremos que hacer, no le parece? –pregunta la reina sonriendo.
-¡En marcha! –grita Ab’Erana sin llegar a oír los comentarios de su abuelo ni de la reina.
-¡Eh, eh, un momento! –grita Cedric. – ¿Y yo, qué? No pienso permanecer aquí inactivo durante varios días mientras tú te juegas el pellejo en ese carromato contra Mauro y los suyos. Pienso ir con los soldados a Varich.
Fidor arruga el entrecejo y ello hace sospechar a Ab’Erana que la idea de su abuelo no es la más aconsejable.
-¿Es esa buena idea, Fidor? –pregunta el príncipe, con intención de no ser él quien desautorice a su abuelo.
-Creo que no lo es, príncipe. Tu situación no está consolidada aún. Una cosa es el griterío eufórico de los soldados en un momento determinado al ver cómo saliste a defenderlos, e incluso su juramento de fidelidad, y, otra, tu aceptación como rey por parte de la población. Siempre hay muchos intereses creados en la sociedad y es preciso actuar con extremada cautela. A ti te respetan y te temen como poseedor de la espada encantada porque eres un elfo-hombre. Con él puede ser diferente. Es tan solo un hombre. Creo preferible que Cedric permanezca aquí hasta tu regreso o hasta que la situación se haya consolidado.
-Fidor tiene razón. Cedric debe permanecer con nosotros hasta que todo se haya aclarado –ratifica el rey Kirlog. –Será nuestro huésped y recibirá las máximas atenciones y los honores que se merece.
Cedric hace un gesto de contrariedad pero finalmente comprende la prudencia de Fidor y del rey Kirlog. Acepta el consejo del primero y agradece la hospitalidad del segundo.
La comitiva de avestruces abandona el País de los Silfos, atraviesa la Tierra de Nadie, el antiguo campamento del rey Mauro en el que los soldados se preparan para el regreso a Varich, quedando sorprendidos al ver la extraña comitiva de avestruces, que se detiene para saludarlos y desearles buen regreso, detalle muy bien acogido por los soldados.
Especialmente emocionante resulta el saludo de los habitantes de Jündika que vitorean al príncipe Ab’Erana desde las murallas al verlo pasar sobre el carromato tirado por los avestruces. El príncipe se detiene un instante frente a la puerta de la ciudad, se pone de pie en el carro, enarbola la espada y grita a los elfos de las almenas:
-¡Ya sabéis quien soy! Os doy las gracias por haber cerrado a Mauro las puertas de la ciudad. Voy en busca de ese malvado y a mi regreso entraré en la ciudad para agradecer públicamente vuestra simpatía hacia la dinastía de los reyes Dodet. ¡Vida Jündika!
La gente comienza a aplaudirle y Ab’Erana da un abrazo al aire, como símbolo de un abrazo a todos los habitantes de la ciudad. Luego toma la dirección del Desierto de las Calaveras dispuesto a no descansar hasta haber atrapado al malvado Mauro.