sábado, 2 de febrero de 2008

EL PINO VERDE DE MI CASA

Hasta hace un par de años vivi en una casa con un pequeño jardín en el que crecieron varios árboles. Había una higuera, un limonero y un ciruelo. También había un pino que lo planté con mis propias manos.
En las tardes de verano, sentado en la terraza, mientras escuchaba el canto de la chicharra en los montes cercanos, lo vi crecer un poco cada día hasta que se hizo enorme. Un señor Pino. Los pájaros se detenían en él. Daba una enorme sombra en el jardín. Vivimos juntos durante varios años.
Una de aquellas tardes decidí escribirle algo para el recuerdo. Son los versos que siguen a continuación:

El pino verde de mi casa:

Nació cuando nacieron
algunos de mis hijos;
creció ante nuestros ojos,
sin mayor atención,
con riego de la lluvia en el invierno,
en el verano, con riego de aspersor
y con calor del sol.

Con el paso del tiempo,
creció con tronco poderoso
y pródigo en ramajes.

En los primeros años de su vida
lo veíamos crecer
desde el ventanal de nuestro dormitorio.

Crecía de día en día;
crecía de mes en mes;
crecía de año en año,
y un día nos dimos cuenta
de que aquel arbolillo,
plantado con cariño,
se nos había hecho “un hombre
entre las manos,
casi sin darnos cuenta.

Se nos había hecho un pino
poderoso y alegre,
tan verde como un bosque,
tapando la visión de la ventana.
Moviéndose como un barco velero
que se mueve en la mar,
al vaivén de las olas,
sin avanzar jamás.
Llamando la atención los días de viento.
Llorando sin cesar los días de lluvia.
Mirando con temor a las tormentas
por miedo a cualquier rayo.

Fue lugar preferido
de tórtolas y pájaros
que vienen cada día
a jugar al jardín.
Y en él se paran;
y saltan;
y juegan;
y cantan y se asustan...
Como si el pino fuera
un teatro para pájaros;
como si el árbol fuera
un bloque de viviendas alquiladas
por tiempos momentáneos;
como si el árbol fuera
un pueblo acogedor,
un lugar de refugio,
donde nadie es extraño
y hay lugar para todos.

El árbol vivo.
El árbol Pino Verde.
El hermoso Pino Verde,
de tronco poderoso
y pródigo en ramajes.

Crecía día a día;
crecía de mes en mes;
crecía de año en año...
y todos en la casa lo veíamos crecer.
Generoso sin límites,
todos cabían en él
Y en verano daba pródiga sombra.

Debía tener ocultas
numerosas raíces,
enorme raigambre subterránea
para poder mantener erecto
el tronco poderoso y el ramaje
donde conviven las tórtolas y pájaros
en perfecta armonía...

En el suelo de césped
asoman sus raíces
para ver lo que ocurre sobre tierra.
Y a veces se esconden... asustadas.

Un día se secó.
Dejó de ser todo lo que era.
Un teatro para pájaros.
Viviendas alquiladas.
Un pueblo acogedor.

Así es la vida.
Un día, poder y gloria.
Mañana... como el árbol,
la vida se seca y se diluye.
La vida ya no es vida.
Cuando la vida deja de ser vida
el final es un simple recuerdo.
El recuerdo
del Pino Verde de mi casa.

miércoles, 30 de enero de 2008

EL RECONOCIMIENTO

Sé que en los tres días de vida del blog MAÑANA SERÁ OTRO DÍA, se han producido más de setenta entradas, sin contar las mías y esto me ha sorprendido gratamente porque no lo esperaba. Pero me gustaría que las personas que se asoman a él dejen constancia, aunque sea un "buenas tardes" o "buenos días", o "lo he leído y me ha gustado, o no", algo que me sirva de indicativo.
Hoy voy a incluir aquí otro relato del libro llamado RELATOS. Lo llamo

EL RECONOCIMIENTO.
Camina lentamente por la acera. Casualmente ve a una mujer de avanzada edad salir de una entidad bancaria. Sin saber por qué, se fija en ella; quizá lo haga porque le llama la atención el comportamiento de la mujer: la ve detenerse en la puerta del banco, mirar con desconfianza a un lado y otro de la acera solitaria, colocarse el bolso en bandolera y apretarlo contra el pecho, antes de abandonar el edificio. Piensa que el comportamiento de aquella mujer es una especie de provocación para los delincuentes, porque todos sus movimientos delatan a voces que lleva algo de valor en el interior del bolso. Durante unos metros caminan casi juntas, como si aquella mujer buscase la compañía de otra persona de buena apariencia, pero ella se detiene ante el escaparate de una zapatería y la mujer continúa su marcha calle adelante. Se recrea en la contemplación de unos zapatos de su agrado y se promete que si encuentra trabajo pronto y continúan allí, los comprará.
En aquella acera solo hay bancos y oficinas a excepción de la zapatería. La acera de enfrente, en cambio, es la de los comercios y en la que se aglomera la gente.
Cuando más abstraída está contemplando el par de zapatos, oye un grito desgarrador y vuelve la cabeza con rapidez.
Ve a un hombre que tira violentamente del bolso que la mujer lleva colgado en bandolera y ve también cómo ella se defiende afanosamente. Ve el rostro descompuesto, o desencajado, del ladrón, que, sin duda, no esperaba aquella resistencia tan tenaz; y ve cómo, finalmente, el delincuente arrastra a la pobre mujer por el suelo durante varios metros, mientras ella chilla y patalea hasta que su cabeza choca en un golpe seco contra la base de una farola del alumbrado público y allí acaban instantáneamente su resistencia y sus gritos desgarradores. Y se ve a sí misma corriendo por la acera solitaria en dirección a la víctima y gritando “ladrón, ladrón”.
Los hechos suceden a menos de cuarenta metros de distancia del escaparate de la zapatería. Pide ayuda mientras corre pero no puede hacer nada por la víctima. Se detiene en seco al observar cómo la cabeza de la pobre mujer sangra abundantemente. Fue un golpe seco e intenso y a sus oídos llegó el ruido de algo al romperse. Grita a la gente que camina por la otra acera y que permanecen inmóviles contemplando la escena desde lejos, sin atreverse a intervenir ni a reaccionar en ningún sentido.
Está histérica, presa de un ataque de nervios.
Todo ha sucedido en cuestión de segundos y lo ha visto perfectamente, hasta en los detalles. Y toda la escena anterior se le queda grabada en la mente. Recuerda haber visto a la mujer salir de la entidad bancaria con un bolso colgado a la bandolera, fuertemente apretado contra el pecho. Ve al agresor perfectamente. Es un hombre de mediana estatura, mal encarado, con expresión de mala persona. Sin afeitar de varios días, pelo negro y ensortijado, extraña y llamativa nariz y ojos intensamente negros y vivos. Iba a cara descubierta; vestía jersey gris, vaqueros azules y deportivas blancas; aparentaba unos treinta y cinco años, o quizás algunos menos y la barba incipiente le hiciera parecer mayor.
Permanece inmóvil a unos dos metros de la víctima, con los ojos desorbitados, sin atreverse a tocarla porque desde el primer momento tiene la sensación de que aquella mujer debe estar muerta, o malherida, dada la aparatosidad del golpe recibido en la cabeza y su inmovilidad.
Es la primera vez en su vida que presencia algo semejante. Está aterrada y temblorosa. Alguien acaba de matar, o de herir gravemente, a una persona ante sus propios ojos y ella ha visto al agresor. Quizá aquel hombre no tuviera intención de matar a su víctima y solo pretendiera arrebatarle el bolso con el dinero que llevara dentro, pero lo cierto es que la mujer parece estar muerta.
Hace mentalmente un análisis fugaz de los hechos. Tiene la conciencia tranquila frente a la sociedad y a ella misma. Cree que ha actuado correctamente; corriendo en ayuda de la mujer y gritando en solicitud de ayuda a la gente que caminaba por la acera opuesta, que contemplaban lo ocurrido como meros espectadores de una obra teatral, o quizás paralizados de horror igual que ella y sin saber cómo reaccionar. O asustados, la gente se asusta ante hechos semejantes, por temor a que el agresor pueda ir armado y les descerraje un disparo, que con individuos capaces de llegar a situaciones como aquella nunca se sabe cual pueda ser su reacción. La realidad es que nadie hizo nada en ayuda de la pobre mujer. Quizá también porque todo sucedió en unos segundos y por aquella acera solo caminaban la víctima y ella.
El hombre consigue arrebatarle el bolso a la víctima y llevárselo; pero antes de doblar la esquina, cruza la mirada con ella, una mirada intensa, canallesca y amenazadora, - se coloca el dedo índice de la mano derecha en los labios como indicándole que guarde silencio y le apunta luego con el mismo dedo índice como si se tratara de una pistola-, que ella, temblorosa, consigue mantener sin dar muestra alguna de debilidad ni miedo, y seguidamente aquel hombre se pierde corriendo por la primera calle transversal.
La mujer queda en el suelo, inmóvil, encogida, mientras una mancha de sangre se va extendiendo entre la cabeza y el soporte de la farola.
Y allí está ella, junto a la víctima, mirándola con ojos desorbitados, histérica, nerviosa y con enormes deseos de chillar.
Un hombre joven, sorteando entre los vehículos, cruza la calle corriendo; dice ser médico, se inclina sobre la mujer, le pone el dedo en el cuello, le mira los ojos, se vuelve y le dice que aquella mujer está muerta y que nadie la mueva hasta la llegada del juez. Asiente mecánicamente, sin comprender por qué le dice aquellas palabras a ella, como si fuera persona interesada, cuando en realidad es una espectadora más del grupo, alguien que ha gritado y corrido. Solo eso. Ni siquiera conoce a aquella mujer. Permanece inmóvil y paralizada. Su único signo de vida es un sudor frío que le recorre por todo el cuerpo y mantiene su frente perlada.
Algunos coches se detienen para curiosear. Al instante comienza un concierto de pitidos de los vehículos que circulan más atrás que ignoran la causa de la retención. Poco a poco la circulación se reanuda con normalidad, como si nada hubiese ocurrido. Solo observan los conductores más curiosos que hay un grupo de personas en la acera y que una mujer permanece tendida junto a una farola.
Se arremolina la gente y un hombre que debe de ser empleado de banco dice que aquella mujer acababa de salir de su oficina con dinero y que él se ha asomado al oír los gritos de alguien, pensando que pudiera ser ella.
Se le acerca una chica que le indica que es periodista, le pregunta si ha llegado a ver al agresor y si podría reconocerlo; y maquinalmente le dice que lo ha presenciado todo y que si lo viera tal vez pudiera reconocerlo “porque tiene una nariz muy extraña y llamativa”; y repite luego:
-Sí, creo que podría reconocerlo. Tiene cara de mala persona. El pelo rizado y los ojos muy brillantes e intensos.
-¿Has sentido miedo? -insiste la periodista, tuteándola.
-¿Miedo? Me apuntó con el dedo índice como si fuera una pistola. Quizá si hubiera llevado un arma de fuego me habría disparado aquí mismo, no lo sé. Sí, claro, he sentido miedo, muchísimo miedo, pero no se lo he demostrado.
Llega un coche de la policía, apartan a la periodista y comienzan a interrogar a los presentes. El hombre del banco aclara, sin que nadie le pregunte, que la víctima acababa de extraer de su cartilla seis mil euros; y luego la señala a ella como la mujer que debió ver todo lo ocurrido porque estaba en la misma acera muy cerca de la víctima cuando él salió del banco.
Fue incapaz de negarlo. Es cierto lo que dice aquel hombre; y, además, está tan traumatizada y temblorosa, tan paralizada de terror, que no se encuentra en condiciones de razonar ni de pensar en las consecuencias que aquel hecho pueda acarrearle. Lo mismo le ocurrió con la periodista. Vive con su propia tragedia a cuestas y en aquel momento, sin ningún tipo de participación activa, se ve involucrada en un hecho grave que le ha costado la vida a una persona y que pone en peligro la suya propia.
Hay un tiempo de obligada espera, pero la palidez de su rostro va aumentando con el paso de los minutos.
Alguien se le acerca con una copa de coñac y aunque jamás toma tal tipo de bebida, la ingiere de un trago en un intento de recuperarse. Le da un ataque de tos y se le saltan las lágrimas.
Llega un grupo de personas que dicen ser "el Juzgado de Guardia" a la vez que una ambulancia, y pocos minutos después unos enfermeros introducen a la mujer muerta en el vehículo.
Se siente como un maniquí, llevada de un lado a otro, sin darle tiempo a pensar. Preguntas por un lado, por otro, señalada por los demás como si fuera la protagonista de una película de terror. Frases a su alrededor. "Sí, esta mujer lo vio porque estaba justamente detrás". "Yo la oí chillar desde la otra acera, volví la cabeza y vi que estaba a pocos metros"; "yo no pude hacer nada porque me encontraba en la otra acera y había muchos coches en la calzada...” Cada cual habla a su antojo, diciendo sus propias mentiras, procurando ocultar sus miedos; quizás pensando en los problemas que crea el hecho de ser testigo de algo tan terrible y brutal como la muerte de una persona de forma traumática, por defender lo suyo, porque todos debieron ver lo ocurrido igual que ella y nadie se movió para prestar ayuda a la pobre mujer. Aquellos comportamientos fueron la reacción cobarde de toda una sociedad ante la presencia de un delincuente que ni siquiera iba armado... aparentemente.
La ambulancia se aleja haciendo sonar la sirena y en el suelo queda una mancha de sangre junto a la base de la farola.
Comisaría. Interrogatorios. Declaraciones. Fotografías... Le muestran multitud de fotografías de individuos malencarados y agresivos en dos o tres posiciones, de frente, de perfil hacia la derecha y hacia la izquierda, pero no identifica al individuo del tirón del bolso. No encuentra a nadie que tenga una nariz tan extraña como la de aquel hombre. No sabe explicar en qué consiste la rareza, solo que es una nariz extraña, anormal, de punta voluminosa, poco corriente. Así se lo dice a la policía y con los datos que facilita, alguien dibuja un rostro robot, con varios tipos de nariz, que le muestran; y en el que ella señala algunos detalles o correcciones hasta conseguir una imagen con una cierta semejanza a la del criminal.
Le dicen que puede marcharse y que ya la citarán del Juzgado para prestar nueva declaración.
En el periódico local, sección de sucesos, al relatar los hechos aparece su foto y su nombre como el de la persona que vio al asaltante y "que es capaz de reconocerlo en cuanto lo vea"; y otras aclaraciones que no recuerda haber hecho y maldice a la periodista que publicó la noticia por las graves consecuencias que pueda acarrearle aquella imprudencia. Y por más que se devana los sesos no consigue recordar el momento en que la fotografiaron.
No es que ella desee inhibirse en un caso tan grave como aquel; desde el primer momento es consciente de que su colaboración puede aportar datos que permitan la detención del delincuente, y está dispuesta a colaborar, pero hubiera deseado hacerlo sin llamar la atención, sin que nadie le dijera al criminal quien es ella y lo que sabe o puede aportar.
Ya está señalada. Y señalada especialmente, mediante una fotografía que casualmente ha salido perfecta y nítida, a pesar de ser muy poco fotogénica.
Nadie conoce al homicida, pero el homicida sí debe conocerla a ella “gracias a la intervención de dos imbéciles, la periodista y ella”. Y teme que pueda ocurrir lo mismo que en algunas películas americanas en las que el testigo presencial se ve sometido a un auténtico calvario por parte de los asesinos para impedirle declarar, con riesgo, incluso, de la propia vida. Ese es su temor.
Lleva tres noches sin poder dormir. Y si se queda dormida enseguida se despierta atemorizada y comienza a dar vueltas en la cama completamente alterada y asustada. Incluso cree advertir en sueños que grita y que sus propios gritos la despiertan.
Vive sola en un apartamento.
Durante varios días se recluye en su casa para no dejarse ver. Solo sale a primeras horas de la mañana a comprar lo necesario, poco, incluso ha perdido el apetito.
Cada vez que suena el timbre de la puerta se sobresalta y estremece. La mirilla es su observatorio.
Recibe la visita de amigas que intentan tranquilizarla y que la invitan a sus casas durante unos días, pero no acepta. Cree estar en peligro y no desea que sus amigas corran el mismo riesgo.
Las llamadas de teléfono la hacen temblar al mismo ritmo que el repiqueteo del timbre. Piensa que pueda ser el homicida o alguien en su nombre para amenazarla; cuando comprueba la identidad del comunicante, se tranquiliza.
Varios días después de los hechos llaman a la puerta y a través de la mirilla ve a un empleado de telégrafos. Le entrega un telegrama del juzgado citándola para dos días más tarde.
Nuevas preguntas y vuelta a repetir todo lo declarado en Comisaría. Insiste en que todo lo declaró ya con anterioridad a la policía y le dicen que es necesario repetirlo y que tal vez pueda recordar algún detalle que se le pasara por alto la primera vez. Lo responde todo con los más insignificantes detalles que recuerda y en total coincidencia con la versión facilitada a la Policía.
-¿Conocía usted al hombre del tirón? Quiero decir que si lo había visto antes alguna vez por aquel sector -le pregunta el juez.
-No señor. Lo vi aquel día por primera vez y preferiría no haberlo hecho, como ya puede imaginar –responde, forzando una sonrisa. -Además, aquel no es mi sector. Fue casual mi paso por aquella calle. Precisamente venía de una entrevista de trabajo.
-En estos casos todos los ciudadanos están obligados a colaborar con la justicia -advierte el juez. -¿Reconocería usted a aquel hombre si volviera a verlo?
Se encoge de hombros:
-No lo sé con seguridad. Estaba tan nerviosa que... Si lo viera igual que aquel día, vestido de la misma forma, posiblemente sí. Desde luego lo que sí recuerdo es que tiene una nariz muy difícil de olvidar.
-Dijo usted a la periodista que lo reconocería, sin duda. ¿Iba a cara descubierta?
-Mire, señor juez, no sé en realidad lo que dije entonces, ni por qué lo dije. Creo que sí lo dije, aunque comprenderá que en aquel momento estaba paralizada de terror, traumatizada, pero de todos modos creo que si lo viera como aquel día... Sí, sí, iba a cara descubierta. Le vi los ojos perfectamente y la barba de varios días. No tengo dudas en eso. No intentó ocultar el rostro en ningún momento. Antes de huir me miró intensamente a los ojos y me apuntó con el dedo, como si se tratara de una pistola, después de indicarme que guardara silencio llevándose un dedo a los labios.
-¿Le habló, entonces?
-No. Solo se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios pidiendo silencio y luego me apuntó con ese mismo dedo, como si fuera una pistola. El dedo índice apuntándome y el pulgar hacia arriba. Estábamos a unos quince o veinte metros de distancia, más o menos.
-¿Recuerda usted de donde salió aquel hombre? Quiero decir si antes de ocurrir el hecho lo vio salir del banco o caminar por la acera detrás de usted, o...
-No lo sé. Cuando la mujer salió del banco recuerdo que miró a ambos lados de la calle y no debió ver a nadie sospechoso cuando se echó a la acera. Yo no vi a nadie desde luego.
-Tal vez haya que avisarle de nuevo si ese individuo llega a ser detenido. Su reconocimiento sería muy importante. Otros testigos facilitaron ciertos datos coincidentes con los suyos, pero parece ser que la persona que estuvo más cerca de ese individuo fue usted. ¿Cree que la intención de aquel individuo fuera la de matar a la señora?
-Creo que no. Pienso que solo quería robarle el bolso y al resistirse ella... El hombre estaba demudado y pálido.
-¿Vio usted si llevaba algún tipo de arma, una pistola, una navaja, un punzón...?
-No vi nada de eso. En las manos no lo llevaba, desde luego. Pienso que no debía llevar nada. De haber llevado una pistola quizá me hubiese disparado para evitar testigos presenciales. Esto es una suposición.
-Es posible.
-Estoy muy asustada y temo que me pueda suceder algo malo.
-No se preocupe. Si tuviera que reconocerlo él no podría verla.
-Pero luego en el momento del juicio... ¿Sabe usted que mi foto apareció días pasados en el periódico como la persona que vio al individuo y que sería capaz de reconocerlo?
El juez se encoge de hombros y dice sin mucho convencimiento:
-La policía se preocupará de que a usted no le suceda nada. Pero hay diligencias que no podemos evitarlas. Los ciudadanos tienen la obligación de colaborar en este tipo de cosas. Días pasados la víctima fue aquella señora, pero otro día cualquiera puede tocarle a usted, o a mí. Las personas honorables tienen la obligación de colaborar en el descubrimiento de los hechos delictivos, si no llegará un momento en que la delincuencia lo invadirá todo y se hará la dueña de las calles. Con respecto a la aparición de su fotografía en el periódico es algo que nadie pudo prever, sin duda una periodista inexperta que debió pensar que era la noticia de su vida.
-Sí, en eso estoy de acuerdo con usted, pero el riesgo lo corro solamente yo.
El juez se encoge de hombros esta vez.
-Si es necesario daré orden para que la sometan a vigilancia. Si se siente amenazada por alguien no dude en ponerlo en conocimiento del juzgado o de la policía. Se adoptarán las medidas necesarias al caso.
Terminada la diligencia judicial, firma su declaración y abandona el local del juzgado; va nerviosa, mirando a un lado y otro, temiendo encontrarse en todas partes con aquel hombre de extraña nariz, ojos negros y pelo ensortijado, el hombre que no se aparta de su imaginación en ningún momento, ni de día ni de noche, como si se tratara de un amante.
***

Está sin trabajo, cobra el desempleo y no tiene nada que hacer durante el día. Esto es mucho peor porque dispone de toda la jornada para pensar. El trabajo le haría olvidar lo ocurrido; pero lleva ya unos meses sin hacer nada y la escena de la mujer arrastrada, la mirada intensa y agresiva de aquel hombre y el dedo apuntándole como si se tratara del cañón de una pistola, no se borran de su imaginación.
El paso de los días sin que suceda nada nuevo comienza a tranquilizarla. Reanuda su vida normal. Sus salidas por la mañana, a las compras habituales, y, algunas tardes, con las amigas. Aunque le insisten, no se atreve a ir al cine ante el temor de que en la oscuridad puedan asestarle una puñalada por la espalda.
Veinte días más tarde lee en la primera plana del periódico local que han detenido a un hombre como presunto autor del robo y muerte de la "mujer del bolso y la farola", como todos llaman al caso. Al parecer le han intervenido en su poder algunos objetos que la víctima llevaba en el bolso, especialmente dos tarjetas de crédito. Toda la tranquilidad de los días anteriores se derrumba como castillo de arena.
El mismo día en que aparece la noticia en el periódico, al regresar al apartamento, mira en el buzón de correos como cada día y encuentra un sobre sucio y con su nombre mal escrito. Lo abre. Solo hay un papel con la siguiente frase: "Cuidado con lo que declaras. Sabemos quién eres y dónde vives". Observa que el sobre no tiene sello de correos, lo que indica que alguien lo ha dejado allí personalmente, lo que demuestra que conocen su dirección y, sin duda, también a ella, como dice el papel.
Se echa a temblar.
No ve a ningún vecino para preguntarle si ha visto a alguien depositar una carta en su buzón.
Sube al apartamento. El teléfono suena insistentemente. Lo coge y una voz de mujer la insulta y amenaza de muerte si declara en el asunto de la mujer del bolso y la farola. "¡No sabes nada ni recuerdas nada!", dice aquella mujer desconocida y grosera, como despedida de su retahíla de insultos. Cuelga, respira profundamente, y llama a la policía para denunciar lo ocurrido. Le indican que comparezca de inmediato en Comisaría y se opone. No se atreve a salir sola y de noche en aquellas condiciones. Le comenta al policía el ofrecimiento que le hizo el juez de ponerle una vigilancia y le indican que no se mueva de la casa y espere la llegada de unos agentes.
Cuando llaman a la puerta comienza a temblar como un azogado y, sin contestar, observa por la mirilla, temerosa de que se trate de alguien relacionado con el criminal.
Son dos agentes de uniforme.
La acompañan a la Comisaría y formula la denuncia por el anónimo y la llamada recibida.
-Precisamente íbamos a avisarle mañana. ¿Quiere ver estas fotos de nuevo? -pregunta finalmente el comisario. -Tómese el tiempo que necesite. Mírelas con el mayor detenimiento posible.
Ve una serie de individuos de mala catadura pero todos tienen la nariz normal.
Se detiene durante unos segundos en una foto en la que aparece un hombre con el pelo ensortijado y los ojos negros aunque los rasgos de la nariz parecen perfectos. Continua el análisis y al llegar al final del álbum vuelve a la foto del hombre del pelo ensortijado y permanece contemplándola durante unos minutos.
-¿Puede ser ese, acaso? -pregunta el comisario.
-El pelo y los ojos parecen idénticos pero desde luego la nariz no se parece en absoluto. Creo que esta foto no la vi la otra vez.
-No lo sé. No estaba yo aquí el día que usted vino.
Tiene una corazonada y pregunta:
-¿Es este el hombre que han detenido, verdad?
El comisario no responde a su pregunta; cierra el álbum de fotos y se limita a decirle:
-Espere aquí un momento.
Espera más de media hora y finalmente la hacen pasar a una habitación oscura.
-Ahora, a través de ese cristal verá usted aparecer varios hombres. Mírelos bien y dígame si alguno de ellos puede ser el hombre que arrebató el bolso a la mujer y le causó la muerte. Puede hablar con absoluta tranquilidad y tomarse el tiempo que necesite. Ellos no pueden vernos ni oírnos -advierte el comisario para tranquilizarla.
Se enciende una luz y ve al otro lado de la pared de cristal un pasillo y una puerta por la que aparecen varios hombres. Cinco. Uno alto y rubio. En segundo lugar el hombre de la fotografía que acaba de ver un momento antes, según cree advertir. Luego otro hombre moreno, con bigote y cabello lacio. Los dos restantes presentan rasgos muy acusados, uno lleva melena y otro barba profusa.
Pasea la mirada por todos ellos y se detiene en el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros.
-El segundo de ellos empezando por mi izquierda, creo que es el hombre de la fotografía que acabo de ver.
-¿Es ese el hombre que robó el bolso? -pregunta el policía.
-Este tiene la nariz perfectamente trazada y aquel tenía una nariz extraña... como porruda. ¿Es posible que se haya hecho una operación de cirugía estética en estos días pasados?
-No tiene ninguna cicatriz en la nariz, ni creo posible que en tan pocos días haya podido hacerse nada así. Eso, además, vale mucho dinero.
-El pelo es parecido, diría que casi idéntico, y los ojos... son negros, pero no tienen el brillo que tenían los de aquel hombre. Tal vez porque los momentos no son iguales. Aquel fue un momento intenso, el hombre debía estar irritado por el desarrollo de los hechos y... Lleva vaqueros y deportivas, como aquel hombre, pero eso los lleva hoy cualquiera.
-¿Qué dice, entonces?
-No lo sé. Tengo serias dudas. Ya les dije que tenía la nariz extraña, no sé qué exactamente pero no era una nariz normal y la de este sí la es.
-Está bien.
Salen de la habitación y dos inspectores la acompañan a su casa. Estacionan en doble fila. Un se queda en el vehículo y el otro la acompaña hasta el piso y se cerciora de que no hay nadie en él.
-Nos quedaremos un rato ahí abajo. Estaremos en el interior del coche pero no perderemos de vista su ventana. Si observa algo anormal llámenos inmediatamente o encienda y apague la luz repetidas veces -le dice el inspector antes de salir.
Y vuelve a quedarse sola.
Aquel hombre del pelo ensortijado y los ojos negros podría ser perfectamente el agresor. Es de la misma estatura; viste vaqueros y zapatillas deportivas, el pelo y los ojos muy semejantes, pero la nariz... no es la misma.
No puede acusar a un hombre sin tener absoluta certeza de su identidad, eso lo tiene claro. Si se equivoca, su error podría ser trágico. Ha oído decir muchas veces que es preferible dejar de condenar a un culpable que condenar a un inocente y ella está de acuerdo con esa teoría.
Claro que a aquel hombre de pelo ensortijado, según el periódico, le han intervenido en su poder dos tarjetas de crédito de la víctima y otros objetos que no detallan y estos ya son unos indicios violentos de culpabilidad. Y si a ello se une el contenido del anónimo y la llamada telefónica de aquella noche... Quizá todo encaje. Sin duda, aquel individuo debe tener un cómplice, una mujer, que pudo ser la que depositara la carta en el buzón y la llamara por teléfono, quizá desde la cabina de la calle cuando la viera entrar en el edificio.
Con tales pensamientos se queda dormida.
***

Vuelven a citarla al Juzgado para realizar una nueva rueda de reconocimiento.
Aparecen siete hombres. Tres de ellos visten vaqueros y zapatillas deportivas. Todos de características diferentes. Hay dos con el cabello ensortijado y ojos negros. Los otros no presentan ningún parecido con el agresor.
-¿Puede reconocer en alguno de esos hombres al individuo que robó y mató a la señora del bolso? - pregunta el juez.
-Dije en comisaría que no. Ese del jersey verde y vaqueros azules ya lo vi allí y dije entonces que con otra nariz pudiera ser, pero... ese chico tiene una nariz completamente normal.
-Está segura de que no es.
-Segura no estoy de nada, señor juez. Presenta semejanzas en el pelo y en los ojos y puede ser de la misma estatura y quizá de la misma edad, pero este está afeitado y la nariz es completamente diferente. No puedo decir otra cosa. No quiero correr el riesgo de equivocarme. Si tuviera seguridad, a pesar de las amenazas, puede estar seguro de que lo reconocería, pero...
-Está bien. Aquí no queremos forzarla a nada. Usted diga simplemente lo que considere oportuno.
-No puedo asegurar que lo sea ni que no lo sea.
***

En realidad muchas noches ve en sueños a la pobre mujer arrastrada por el suelo y pataleando. Ve también el charco de sangre que se agranda como un globo hinchado y explota en un momento determinado, manchándola de sangre y se ve a sí misma gritar horrorizada. Ve al hombre que tira del bolso de aquella mujer y se fija en sus ojos y en su extraña nariz. Lo ve como si estuviera en la realidad. Puede ser aquel hombre de la comisaría y del juzgado. El pelo es igual al del hombre de sus sueños; los ojos son idénticos. Y se incorpora en la cama más de una noche, aterrorizada, a consecuencia de aquella visión tan indeseada.
Toda aquella situación le resulta una verdadera pesadilla. Se debate en un mar de confusiones. No sabe dónde quedarse. No sabe adónde ir. No sabe qué hacer.
No ha vuelto a recibir ningún anónimo amenazador y esto la tranquiliza. Quienquiera que sea el autor de las amenazas sabe que no se ha producido el reconocimiento y esto debe haberle tranquilizado.
***

Dos días más tarde una vecina la llama para que le ayude a vestir al niño para una fiesta de disfraces en el colegio. Su amiga saca todos los preparativos necesarios para un disfraz de payaso y en aquel preciso instante tiene una idea. Algo que no se le ha ocurrido antes a ella, ni a la policía, ni al juez, o, al menos, a ella no le han dicho nada.
-Perdona, chica -dice a su amiga- he olvidado algo y tengo que salir. No sé si podré volver a tiempo de ayudarte. Es una emergencia. No me puedo entretener. Lo siento.
-Pero, oye...
Antes de que la amiga tenga tiempo de preguntar, abandona la casa corriendo y sale a la calle como desorientada. Se detiene en seco y permanece pensativa, como recordando algo. Luego, decididamente, toma una dirección.
Se detiene ante un establecimiento anticuado que tiene sobre la puerta un rótulo que indica así: "Hijo de J. Martínez. Disfraces".
Entra y solicita ver toda la gama que tengan de narices postizas.
Le muestran numerosas narices y finalmente elige tres de ellas.
Duda entre ir a la Comisaría o al Juzgado y finalmente decide visitar al Juez, dice quien es y la hacen pasar.
-¿Me recuerda usted? -pregunta.
-Claro. Usted es la señorita del reconocimiento de presos del otro día. ¿Tiene algo nuevo que decir? ¿Ha recordado algo que no hubiera manifestado anteriormente?
-No sé si estas cosas se hacen o no así. Creo que lo he descubierto, pero no quiero que se sepa que he sido yo quien ha propiciado esta situación.
-No la entiendo.
-No quiero que conste que he venido voluntariamente a decir lo que le voy a referir. Debe constar que he comparecido porque usted me ha citado. Como si todo fuera cosa de usted o de la policía.
-No hay ningún problema en eso, puedo citarla ahora mismo para formularle ciertas preguntas. A ver, dígame.
Decide correr el riesgo.
-Creo que aquel hombre llevaba una nariz postiza como alguna de estas - y coloca sobre la mesa las tres narices que acaba de comprar en la tienda.
-¿Está segura?
-Creo que sí. ¿Podría ver otra vez a esos hombres y que tres de ellos se coloquen estas narices postizas? Ésta en concreto deberá colocársela el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros.
El juez hace una pequeña señal con un bolígrafo en la nariz indicada por la chica.
-¿Ha perdido el miedo que tenía?
-No, señor, estoy muerta de miedo, pero sé que si este asunto no llega a averiguarse no podré dormir tranquila el resto de mi vida. En realidad en todo instante tuve conciencia de que debía colaborar si no esta gentuza se hará la dueña de las calles como usted me dijo días pasados. Creo que el culpable puede ser el hombre del pelo ensortijado y ojos negros que vi el otro día, pero no podré asegurarlo hasta verlo con esa nariz. Ya le dije que tenía una nariz muy extraña y en realidad no he visto nunca a nadie que pueda tener una nariz como aquella. Esta mañana, disfrazando al niño de una vecina, al ver la nariz postiza, me vino la idea.
-Está bien. Ordenaré que traigan nuevamente a ese hombre. Venga por aquí pasado mañana a las doce. Las narices las dejaremos en este cajón bajo llave. Y en cuanto a su deseo... no se preocupe. Le enviaremos hoy mismo un telegrama citándola para que comparezca pasado mañana para nueva rueda de reconocimiento.
Vuelve dos días más tarde.
Realizan de nuevo la diligencia de reconocimiento.
Ve a siete hombres a través del cristal y tres de ellos llevan colocada una nariz postiza.
Se fija detenidamente en el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros y no tiene dudas. Además, el hombre lleva barba de varios días, como el día del crimen, y este detalle le sirve de orientación. Aquella es la nariz extraña que tanto le llamó la atención. Y aquel día los ojos del delincuente brillan de ira, al comprender quizá que su juego ha sido descubierto. Y el delincuente, sospechando que ella lo está viendo en aquel momento, voluntaria o involuntariamente, pero en acto estúpido y absurdo, apunta hacia el cristal con el dedo índice, como si se tratara de una pistola.
-¡Es él!
-¿Cuál exactamente? -pregunta el juez.
-Justo el que está en el centro. Tiene tres a un lado y tres al otro. Es el que ha hecho el gesto de simular un disparo con el dedo. Exactamente como hizo aquel día. Es un imbécil, además, por repetir ahora ese mismo gesto.
-¿No tiene ninguna duda?
-Ninguna. Esa es la nariz que vi y hoy sus ojos brillan como aquel día. Además, la amenaza del dedo... Estoy segurísima de que es él.
-Gracias, señorita. Este reconocimiento confirma nuestras sospechas. Es él. Ese hombre escondía en su casa otros objetos del bolso de la víctima y cierta cantidad de dinero. Dice que encontró un bolso en la calle con todas las cosas en su interior, aunque asegura que no había dinero, pero esos son los argumento de que suelen valerse este tipo de personas para exculparse, algo lógico. Gracias a usted ya no tenemos duda alguna.
-Según la policía, entre las cosas encontradas en el domicilio de este individuo, había una nariz postiza, pero, en realidad, nadie la tomó en cuenta -informa un funcionario.
-Esta nariz y la otra intervenida por la policía las aportaremos como elementos de prueba -aclara el fiscal, presente en el acto de reconocimiento. -Conviene tener todas las pruebas necesarias.
-Para su tranquilidad le diré que la compañera de ese hombre ha sido detenida también. Un primer examen de la escritura del anónimo que usted recibió coincide con su letra. Hay que esperar no obstante un informe detallado de los servicios de la policía especializados en caligrafía.
-¿Quiere decir eso que pueda estar tranquila durante unos meses al menos? -pregunta sonriendo.
-Parece que ha recobrado usted el ánimo, ¿eh?
Atraviesa los pasillos del juzgado pisando fuerte, con la conciencia tranquila por haber hecho lo que debía. Y da un resoplido de satisfacción al llegar a la calle. Mira en ambas direcciones y ve mucha gente caminando de un lado a otro.
El día es hermoso.
Mientras camina calle arriba piensa en la pobre mujer muerta. Para ella todo terminó. Pero el equilibrio social exige el castigo del culpable y ella ha colaborado activamente en que aquél se produzca. Ha hecho algo más de lo puramente razonable.
-Cada cual debe estar en su sitio - murmura en voz alta.
Decide que aquella noche irá al cine con las amigas y procurará dormir a pierna suelta.
A partir de aquel instante solo debe preocuparse de encontrar trabajo.

martes, 29 de enero de 2008

CONTRADICCIONES SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO

Desde que el señor Al Gore, personaje de los EEUU comenzó a dar conferencias relacionadas con el cambio climático parece que el principal problema del mundo mundial es este. El Gobierno español. Las Autonomías. Los Ayuntamientos... todo el mundo preocupado por el problema. ¡Tragedia inminente! Como si de aquí a unos años el mundo en el que vivimos se fuera al garete. El agua invadirá la Tierra, desaparecerán playas y urbanizaciones bajo las aguas porque estas se adentrarán muchos metros destrozándolo todo y todas esas tragedias que nos cuentan aquí y allá, con más o menos fundamentos. Unos lo auguran para distraer la atención del personal y otros, quizá, creyéndolo. No sé si serán ciertas o no todas esas noticias. A lo peor, sí. A lo mejor, no. Ni lo defiendo, ni lo discuto. Sinceramente, lo ignoro.

Yo que tengo ya mis años a cuesta vengo observando que cada invierno en Málaga hace menos frío que el anterior, y el mismo calor en el verano. Pero personalmente no tengo elementos de juicio válidos para afirmar una cosa ni la contraria. En estas cuestiones de la atmósfera y del clima me valgo de los remedios de siempre. Si salgo a la calle y me mojo es que está lloviendo... o alguien regando las macetas a deshora; si sudo, es que hace calor; si tirito, hace frío, y, claro, mirando el termómetro, el barómetro y el hombre o la mujer del tiempo de las televisiones... por si aciertan alguna vez.

Pero he aquí que leo en el Diario Expansión.com del pasado día 28 de enero la siguiente noticia:

"Glaciación solar:científicos rusos hablan de un acusado descenso de la actividad solar previsto para mediados del siglo, lo que podría suponer un enfriamiento de la Tierra, frente a las teorías del cambio climático". Lo dice el principal Observatorio Astronómico ruso que pienso debe ser un Organismo de absoluta garantía porque esta gente sabe mucho de cuestiones espaciales.

¿Qué es esto?

¿Es una noticia de los rusos para llevarle la contraria a los americanos?

¿Es una noticia fundada en elementos científicos y objetivos?

¿Es que quieren volvernos locos entre unos y otros con noticias contradictorias?

¿Qué hacer ante este tipo de noticias?

¡Qué dilema!

¿Saben qué decisión tomo en este instante?

Si salgo a la calle y llueve, abrir el paraguas.

Si salgo y tengo frío, liarme en la bufanda y abrigarme.

Si salgo y tengo calor, refrescarme y buscar un lugar con aire acondicionado.

Si hace viento huracanado, pelarme al cero, para que no se me enrede el pelo.

Si nievan hermosos copos de nieve, quedarme en casa o irme a esquiar.

Vamos, haré lo que siempre ha hecho todo el mundo.

De todo esto lo único que tengo claro es una cosa. Estoy segurísimo de que no llegaré a mediados del siglo. La edad no perdona.

lunes, 28 de enero de 2008

EL TRASPLANTE

Decir que uno es escritor aficionado y no demostrarlo es como decir que es torero y ser incapaz de ponerse delante de un toro. Por ello, para demostrar lo que digo, voy a copiar un relato contenido en uno de mis libros titulado RELATOS, en el que se contienen breves historias sobre los más variados temas.



He elegido el titulado EL TRASPLANTE y agradeceré comentarios.

EL TRASPLANTE

Está sentada en una silla metálica al pie de una cama. Mantiene la mano izquierda sobre la cabeza de una niña a la que acaricia amorosamente, echándole los cabellos hacia atrás para dejarle la frente despejada.
La mujer de la silla es joven y agraciada, con enormes ojos negros, tristes y apagados; su aspecto general es deplorable, como si estuviese destrozada, como si hubiese pasado varias noches sin dormir, como si fuese una mujer abandonada de su propio cuidado, como si la preocupación le encogiese el corazón y el alma, llevándola hasta el límite de la resistencia humana. Está demacrada y macilenta. Ojerosa y triste. Con signos evidentes de haber llorado mucho durante las últimas horas, o los últimos días, hasta quedarse sin lágrimas, seca de tanto llorar. Es su aspecto la expresión viva de la derrota, de la impotencia, de la desesperanza.
En la cama hay una niña de cuatro o cinco años, con palidez de cera en el rostro y completamente inmóvil. Estática. Como si no tuviese fuerzas para mover los brazos, ni para abrir los ojos, ni para mover la cabeza, ni para mirar, ni casi para respirar. Es también la expresión de la derrota de la vida vista desde otro ángulo.
La mujer mantienen la mano sobre la cabeza de la niña y no cesa de acariciarla.
La habitación es fría y descarnada, una frialdad que cala hasta la médula de los huesos. Frialdad en la decoración y en el ambiente. Cama, mesilla de noche, silla metálica y una especie de butacón articulado en uno de los rincones; ni un solo cuadro adorna las paredes. Asepsia absoluta en todos los sentidos. Y frialdad.
Las habitaciones de los hospitales resultan agobiantes y demasiado tristes para la situación anímica de las personas que esperan; incluso de las personas que sufren. Son todas iguales. Cuatro paredes descarnadas en las que el enfermo jamás encuentra alivio o distracción y solo le dejan la posibilidad de pensar en su propia tragedia. Quizá unos cuadros alegres distrajeran la atención del enfermo y de sus familiares y le permitieran a unos y otros distraer la mente. Quizá. No lo sé. Tampoco se sabe si es mejor que las paredes estén descarnadas y frías. Tal vez sea mejor así cuando así están. Pero si una niña enferma tuviera la posibilidad de contemplar cuadros o dibujos originales y alegres colgados en la pared quizá tuviese una distracción adicional y sirviera para alegrarle el ánimo.
La niña tiene el corazón muy débil, unos latidos apenas perceptibles, casi sin ritmo, a punto de extinguirse, a punto de detenerse definitivamente dejándola abandonada al iniciar el camino de la vida; la niña está a punto de morir. Cinco años de vida de un niño es como un abrir y cerrar de ojos. Es como estar en la vida sin estar. Es como empezar a entrar en la vida y no poder dar el paso definitivo para integrarse en ella. Es como pasar sin dejar huellas, salvo en sus allegados, claro. Es casi como la sombra que se refleja momentáneamente a causa de un fogonazo. En un símil grosero la niña es como un coche recién salido de fábrica al que le falla el motor y deben abandonarlo por inútil o colocarle otro motor nuevo porque el primitivo no tiene posibilidad de reparación.
La niña necesita un corazón nuevo. Y un corazón de ser humano no se puede comprar legalmente en una casa de recambios, ni en ninguna otra parte.
-Lo más que podrá resistir será una semana, -dijeron los médicos-, y si en ese plazo no aparece un donante... rece usted, señora, invocando un milagro, porque la medicina ya no puede hacer nada más por ella.
No dijeron qué sucedería si no llegaba a aparecer el donante y tampoco ocurría el milagro, pero aquellos puntos suspensivos demostraban la impotencia de la medicina y de los médicos, y eran más que elocuentes.
El dilema es muy sencillo: o trasplante de corazón o muerte segura, esta es la realidad, porque eso de los milagros, en estos tiempos de tanta incredulidad religiosa y desconfianza generalizada, es poco menos que una quimera. Y más para ellos. (¿Qué va a rezar ella si lleva varios años sin hacerlo?).
-En las condiciones en que está la niña la única posibilidad es un trasplante, repitieron los médicos hasta la saciedad.
Han transcurrido ya cuatro días de aquel plazo de siete que dijeron los cirujanos. A veces los días transcurren con una lentitud aplastante cuando el reloj debería ir más a prisa; a veces pasan con una rapidez endiablada cuando el reloj debería ir más lento. Como si la mano de la muerte estuviera moviendo hacia delante las manillas del reloj para acelerar el momento de coger su presa. Es triste ver a una niña morir y no tener la posibilidad de evitarlo, especialmente para sus padres.
La mujer de enormes ojos negros, tristes y apagados, de aspecto deplorable, es la madre de la niña y está destrozada. No sabe qué hacer para conseguir un corazón para su hija.
¿Qué se puede hacer en un caso así?
¿Cómo puede obtenerse un corazón para una niña de cinco años, que lo necesita, si nadie lo ofrece o lo dona?
Es terrible ver que el plazo se agota, que pasan los días y las noches con una rapidez de vértigo y que el problema carece de solución, porque esa solución no está en manos de nadie conocido a quien se le pueda hacer presión de ningún tipo.
Lo terrible del problema es que quien únicamente puede ofrecer el corazón de un niño para un trasplante es alguien que acaba de perder a su propio hijo.
¿Qué aconseja el sentido común en supuestos semejantes salvo buscar y esperar ansiosamente?
Es uno de esos casos de egoísmo descarnado y miserable, pero al mismo tiempo completamente humano y lógico. Es esperar que se produzca la desgracia ajena para obtener alguna satisfacción personal o familiar. En definitiva, alargar la vida, ganarle la partida a la muerte.
Con dinero se puede comprar casi todo, los alimentos más caros del mundo, las bebidas más sofisticadas, las obras de arte más famosas, pero... ¿cómo se puede conseguir legalmente el corazón de un niño recién fallecido para implantarlo en otro niño que está a punto de morir y que lo necesita? Un corazón así se da o no se da, se dona o no se dona, pero, ¿quien es capaz de vender el corazón de un hijo muerto para dárselo a otro niño que va a morir, para evitar que muera?
Todo es posible e imaginable en estos días de materialismo insultante, y el padre de la niña, hombre acostumbrado a comprarlo todo con dinero, -cosas materiales y conciencias, es un especulador sin escrúpulos-, ha hecho el ofrecimiento a través de la prensa. Está dispuesto a pagar lo que sea necesario por un corazón para su hija. Su esposa se indignó, le dijo que aquello había sido un tremendo error y en realidad así fue. Hay gente que todo lo quiere resolver con dinero, sin comprender que en la vida el dinero no lo es todo aunque ellos todo lo consigan con él. Mucha gente lo comentó y lo criticó. Hay gente capaz de vender cualquier cosa, pero vender un trozo de muerte de un hijo para vida de otro, resulta un trago muy difícil de digerir en personas normales.
No cabe otro camino sino esperar.
-No hay otro camino, señora. Su marido ha cometido un error. Las cosas no se deben hacer de ese modo, le dijo alguien en el hospital.
Ella lo sabe, pero no puede cambiar la forma de ser de su marido. Cada uno es como es desde que nace hasta que muere y él siempre fue así de expeditivo, una persona sin sensibilidad.
Esperar. No hay otro camino. Pero la espera es un acercamiento peligroso hacia la muerte. Para ella, la espera es como si la muerte estuviera extendiendo con lentitud pero de forma inexorable su manto negro sobre la habitación, sobre la cama blanca en la que reposa inmóvil la niña de corazón enfermo.
-Los médicos no suelen ser infalibles, mujer -le dijo alguien cuando solo llevaban dos días del plazo fatídico. -Dicen siete días para no correr el riesgo de dar unos plazos mayores y que luego se adelanten los acontecimientos y..., ya entiendes. Ellos dicen un plazo corto como precaución, pero luego... se equivocan, como todo el mundo. Dijeron siete días, pero también podrían ser veinte. O un mes. O medio año. O un año. Eso no se sabe nunca. Anda, no desesperes que ya verás cómo alguien... siempre hay alguien que se apiada de las personas que están en una situación como la tuya y la de tu hija. Es como si quisieran arrebatarles a la muerte ese trozo de víscera del muerto para dársela a otro y que pueda seguir viviendo y saber ellos que un trozo de su propio hijo continúa vivo o permitiendo a otro que viva. Quizá piensen que es como si el propio hijo no muriese del todo, no lo sé porque no he vivido nunca esa experiencia.
-Sí, pero han transcurrido ya cuatro días y sabemos de algunos niños que han fallecido en ese tiempo, incluso en este mismo hospital y... ¡Nadie se ha apiadado de mi niña!
-Es una monería la chiquilla. Con los ojos cerrados, como si estuviese dormida, y esa palidez de la carita, parece una figura de porcelana, o de cera. Pero es que tu marido es un animal y ha metido la pata, y perdona que te lo diga. ¡Mira que ofrecer dinero por el corazón de otro niño! Hay que ser burro. Los comentarios de mucha gente que he oído, incluso en el hospital, son terribles. ¡Qué lástima que ocurran estas cosas con un ser que está empezando a vivir!
-¡Más buena es el angelito! Ni una protesta, ni un llanto, ni un mal gesto, nada de nada. Como si comprendiera su gravedad y estuviera expectante a ver qué pasa con su vida. No sé si se dará cuenta de que puede tener los días contados. A veces, cuando se habla delante de ella, en voz baja, claro, cuando parece que está dormida, la veo entreabrir los ojos disimuladamente y ... se me parte el corazón. ¡Dios mío, sería terrible que supiera que puede morir de un momento a otro! ¡Y sin poder hacer nada más por ella!
-¡Tan pequeña y sufriendo tanto! La vida es injusta muchas veces. Cada vez que un niño pequeño está enfermo de esta forma pienso que es uno de los actos más injustos del mundo.Lo de tu marido, perdona que te lo diga, es impresentable.
-¿Qué quieres que te diga? Él es así, ya lo sabes, y no podemos cambiarlo ahora. Cree que en la vida todo puede conseguirse con dinero y eso no es así del todo. Para él los sentimientos cuentan muy poco. Sé que metió la pata pero la cosa ya no tiene arreglo. Lo que pasa es que si alguien dona un corazón para mi niña algunos pensarán que hemos pagado.
***
Sufría desde poco después de nacer.
Siempre tuvo dificultades para todo, para cualquier cosa, para moverse, para correr, para jugar... Se cansaba enseguida. Cuando se agotaba se encogía de hombros y se sentaba en cualquier sitio, en el suelo, en un escalón, sobre una piedra, en silencio, sin decir nada, seguramente para no amargar a los demás, o para evitar que la compadecieran, cualquiera sabe la causa. Y se distraía viendo a los otros niños, o a sus hermanos, correr, jugar y saltar. Miraba. ¿Qué podría pensar mientras veía jugar a sus hermanos y a sus amigos de forma incansable? ¡Cualquiera se adentra en la mente imprevisible y enigmática de un niño!
Cuando el médico diagnosticó insuficiencia cardiaca aguda, todos en la casa se echaron a morir. Primero los padres. Luego todos los demás, los abuelos, los hermanos, los tíos, los amigos... Y la palabra morir comenzó a revolotear por todos los rincones de la casa y de las casas de los más allegados. En voz baja. Y todos comenzaron a morir un poco cada día. La niña por el avance incontenible del mal. Los padres, atenazados por la intensidad del dolor y por la impotencia al comprobar el empeoramiento galopante y el debilitamiento de ritmo de aquel corazón enfermo que se iba extinguiendo poco a poco, sin poder hacer nada para evitarlo. Los hermanos, sin saber con exactitud lo que sucedía, viendo que su hermana no podía jugar con ellos y que su aspecto se deterioraba visiblemente, no llegaban a comprender el motivo de aquella pasividad. Los familiares participando intensamente de la tragedia sin poder ayudar en nada salvo en los lamentos y en los rezos.
Es la tercera de tres hermanos que apenas se llevan un año. El mayor tiene siete años, la segunda seis y ella entre cuatro y cinco.
La noticia apareció en el Diario local: Una niña de cuatro años de nuestra ciudad necesita urgentemente un corazón nuevo para sobrevivir. Si no se encuentra en el plazo de cinco días, puede morir. Así de crudo fue el titular. Y mucho más dramático el contenido del artículo. La cuestión se agravaba al decirse en el diario que una niña que necesitaba unos pulmones sanos había fallecido en el mismo hospital, unos meses antes, al no recibir la donación salvadora. Y en aquel artículo, el periodista, narraba la historia de la niña, que, a sus cuatro años, próximo a cumplir el quinto, apenas sabía lo que era jugar, correr o saltar...
Fue la madre quien gestionó aparecer en la televisión autonómica para pedir un corazón. El padre, aparte su rudeza, estaba en un estado deplorable, con el ánimo por los suelos; la depresión se había apoderado de él viendo como la vida de su hija pequeña se iba extinguiendo poco a poco y que su dinero no le servía para resolver el problema satisfactoriamente.
En la televisión apareció solamente la madre y junto a su imagen, por obra de la técnica, en un recuadro, la imagen de la niña, con su color macilento y su inmovilidad preocupante, por expreso deseo de los padres.
-Soy Beatriz Cáceres. Mi hija de cuatro años necesita un corazón urgentemente.
“Los médicos le han dado siete días de vida y ya llevamos tres consumidos.
“Pido a todos aquellos que hayan tenido la desgracia de perder a un hijo o a una hija y que saben del dolor mejor que nadie, que se apiaden de mi hija y le donen el corazón del fallecido, si fuese posible. A un niño muerto de nada le sirve ya su propio corazón y en cambio podría servir para que mi hija continúe viviendo. Sería como vencer en parte a la muerte porque un trozo del cuerpo de ese niño continuaría viviendo en el cuerpo de mi hija y ella también podría continuar con vida con esa ayuda. De no ser así mi hija morirá.
“En la vida nunca sabemos lo que podremos necesitar unos de otros y tal vez algún día nosotros mismos podamos ayudar a otras personas. Tanto mi marido como yo hemos hecho donación de nuestros órganos por si pudieran servir a otros a nuestra muerte.
“Si están en posibilidad de ayudar, y quieren hacerlo, solo tienen que llamar por teléfono al Hospital Materno Infantil, a la Policía, a la Radio, o a la Televisión, donde sea, e inmediatamente un equipo médico del hospital se desplazará para hacerse cargo del corazón, o harán como se actúe en estos casos.
“¡Lo pido por lo que más quieran en el mundo!
“¡Es tan chiquita mi niña!"
Beatriz Cáceres no pudo evitar el llanto ante las cámaras de la televisión.
***

El padre entra en la habitación arrastrando los pies, le pregunta a su esposa si hay alguna noticia, alguna novedad.
Está como ausente, con la mirada ida y fija en ninguna parte, con aspecto descuidado, barba de varios días y enormes ojeras amoratadas.
Ella mueve la cabeza y se muerde el labio inferior. Ya no tienen palabras que decirse.
-Anda, quédate aquí un rato con ella, voy a ir a la capilla a rezar un poco. Dijo el médico que solo cabe un trasplante o un milagro. Pero... ¡Tengo a Dios tan olvidado!
-¿Crees de verdad que los rezos sirven para algo? ¿Crees de verdad que los rezos han podido mover el mundo alguna vez?
La pregunta irrita a la mujer en aquel instante.
-¿Has conseguido tú alguna solución a pesar del dinero y de todos tus conocimientos? No sé exactamente qué poder tengan los rezos porque eso es muy difícil saberlo, pero después de habernos fallado todo, Dios es mi última esperanza.
La mujer abandona la habitación y el ruido de sus pisadas queda flotando en el pasillo durante unos segundos interminables.
La Capilla está solitaria y sumida en una penumbra casi absoluta, iluminada tan solo por la luz anaranjada que penetra por una ventana de vidriera con predominio del color rojo y por la luz de una lamparilla mortecina situada en el altar mayor, junto al Sagrario.
Se arrodilla en el primer banco y permanece con el rostro oculto entre las manos, quizá pensando en las palabras de su oración.
Quien no está acostumbrado a orar ni a pedir la mediación divina, cuando recurre a este trance suele encontrar dificultades y todo dependerá de la confianza y de la fe que tenga en su plegaria. Beatriz Cáceres, en aquel momento de su existencia, con todos los caminos de la vida cerrados, con el tiempo apremiando, con intenso dolor en el alma y en el corazón al ver la situación desesperada de su hija, piensa en Dios como el único camino posible para resolver el problema de la niña. Piensa como debe hacerlo un náufrago que encuentra el madero cuando está a punto de sumergirse.
-Señor, -dice en voz alta, y su voz de escalofrío suena con nitidez en medio del silencio y soledad de la capilla-, soy yo, Beatriz Cáceres, y Tú apenas me conoces o me habrás olvidado ya, porque hace muchos años que no visito tu casa. Antes, cuando estaba soltera, iba a verte todos los domingos y días de precepto, al menos, pero desde que me casé estoy apartada de Ti; mi marido no es hombre de iglesias, ni de fe, y me he ido abandonando. Y no es que él me lo prohibiera, pero se sonreía con una suficiencia que... Fui débil, pero fue una decisión voluntaria la mía. Y hoy, al cabo de los años, vengo a verte porque te necesito. ¿Qué egoísmo, verdad? Hoy, cuando no sé ya adonde recurrir, vuelvo hacia Ti mis ojos. Perdona mi egoísmo, pero cuando todos los caminos se cierran acude una al último rayo de esperanza que le queda. ¡Y Tú, Señor, eres mi última esperanza! ¡Me diste una hija, no me la quites ahora cuando está comenzando a vivir! ¡No quiero que me pongas a prueba, como a Abraham, Señor! Porque no es a mí a quien pones sino a ella que nada sabe aún de la vida. ¡Es tan pequeña! Dicen los médicos que solamente hay dos caminos, el del milagro, que parece que no se lleva mucho en nuestro tiempo, y el del trasplante que es poco menos que otro verdadero milagro. Yo únicamente quiero que se salve, el camino me es lo mismo. Necesitamos un corazón, Señor, un corazón como el suyo. No voy a pedir que muera otro niño para salvar a mi hija, sería una petición monstruosa y egoísta y no merecería tu ayuda; ni me atrevería siquiera a mirarme a un espejo si lo hiciera, pero si algún otro niño muere por alguna causa irreversible, Tú que todo lo puedes, mueve el corazón de sus padres para que se apiaden de mi niña. ¡Es tan débil y necesita tanta ayuda!
Durante unos minutos permanece hincada de rodillas llorando en silencio.
Luego se dirige hacia la puerta de la capilla sin apercibirse de la presencia de otra mujer que permanece sentada en el banco de atrás, en zona más oscura. Sí ve, en cambio, a un hombre que le parece un anciano, sentado en el último banco de la capilla, apoyado sobre un bastón, o un paraguas, que la mira fijamente al salir.
En la habitación las cosas continúan exactamente igual.
-¿Ha dicho algo? ¿Se ha movido?
El marido niega con un movimiento de cabeza.
-Sigue exactamente igual que la dejaste. Cuando una niña está como la nuestra no podemos estar esperando un milagro, Beatriz. Esas cosas sucedían en otros tiempos, si es que sucedieron alguna vez. Hoy únicamente podemos confiar en la ciencia, en la técnica y en que alguien quiera ofrecernos un corazón.
-¡Déjame! -grita en voz baja, indignada con las palabras de su marido que intentan apartarla de su única y última esperanza. -Tú nunca creíste en Dios, ni en nada, porque en tu casa siempre os vanagloriabais de ser ateos, como si eso fuera un signo de gloria; pero yo hasta que me casé contigo viví en el temor de Dios y por eso insistí en que nos casáramos por la Iglesia. Y hoy, aunque apartada de Él, quizá por tu culpa, sigo pensando que Dios es nuestra última esperanza.
El hombre se encoge de hombros y acaricia delicadamente los cabellos de su esposa.
-Perdona, no he querido herir tus sentimientos religiosos y menos ahora que debemos estar más unidos que nunca. Nunca te he prohibido nada en ese sentido. No creo en esas cosas, pero nunca me ha importado que creas tú. Voy a salir un rato, estaré en el pasillo, o, ahí fuera, en el jardín. Esta habitación me deprime, me agobia, como si me impidiera respirar normalmente.
Beatriz permanece sola en la habitación y se da a sus meditaciones, a su vida anterior, a su época del colegio, con aquella relación intensa con las monjas con las que se educó; con sus visitas mañaneras a la capilla del colegio, con sus coros, con sus primeros viernes de mes, con el mes de mayo y las invocaciones a la Virgen María... Y luego todo aquello lo olvidó porque su marido se reía de ella, abiertamente, o con sonrisas irónicas o sarcásticas. Dejó de frecuentar la Iglesia. Y ahora, cuando todas las puertas se cierran a su paso de violentos portazos, cuando el túnel es tan largo y oscuro que no vislumbra la claridad, el único rayo de esperanza es el camino hacia Dios.
***

Los médicos finalizan la intervención agotados.
El jefe del equipo sale al pasillo con el rostro sudoroso y se dirige al grupo de personas que aguarda en la puerta de la sala de espera, nerviosos y anhelantes.
-¿Cómo está?, -pregunta una mujer, con expresión angustiada.
-Mal. Muy mal. Hemos hecho lo humanamente posible pero tiene el cuerpo destrozado. Politraumatismo generalizado y especialmente la fractura de la base del cráneo... Está muy mal. Lo extraño es que esté vivo aún, pero los niños reaccionan de forma totalmente incomprensible muchas veces y nunca se sabe lo que puede ocurrir. Hay que tener esperanza. Las próximas cuarenta y ocho horas van a ser decisivas.
-¡Maldito sea el motorista que lo atropelló! -exclama alguien.
-Las cosas pasan y hay que aceptarlas como vienen -responde el médico. -Ese motorista también se debate ahora mismo entre la vida y la muerte, según me han informado. Me comentaron que el niño se escapó de las manos de la hermana e intentó cruzar la calle en el momento en que la moto...
-Sí, se me escapó, pero no se debe ir por una calle como esa a más de cien kilómetros por hora, ¿no? -protesta una chica muy joven, con lágrimas en los ojos y explotando en un llanto convulsivo e incontrolado porque había sido a ella a quien el niño se le había escapado de las manos cuando se dirigían al supermercado.
-Perdona, hija, yo no vi el accidente, comento lo que han dicho otras personas. A los médicos lo que nos importa es la vida humana, y no vamos a discutir ahora quien fue el culpable del accidente, esas cosas son los jueces quienes deben decidirlo. A los médicos nos importa saber que ha habido un accidente y que un hombre y un niño están luchando contra la muerte. No nos interesa ninguna otra cosa.
-¿Cree usted que vivirá, doctor?
-No lo sé. Debemos tener confianza. Ya les he dicho que si consigue superar las próximas cuarenta y ocho horas hay posibilidades de que viva. Los niños tienen una vitalidad tremenda. Y tampoco podemos saber ahora si quedará o no en condiciones normales, caso de que consiga vivir. Hay que esperar.
-¿Quiere usted decir que podría quedarse inválido o cojito o... o en una silla de ruedas, acaso?
El médico asiente.
-Nada es descartable, señora. Cualquier cosa puede ocurrir.
La mujer se abraza a su marido y ambos a la chica que llora desconsoladamente.
***

-Hay un niño en este hospital que está muy mal, Beatriz -le dice una enfermera-. Lo atropelló una moto y no parece que tenga muchas posibilidades de vivir, según han comentado por ahí. ¡Pobrecito!
-¡Dios mío! Cómo estarán sus padres ahora. Sin duda como estamos nosotros.
-¿Cómo es el niño? ¿De qué edad, quiero decir?
-¡Pedro! ¿Otra vez vas a meter la pata? ¡Cállate y no sigas hablando! ¿Cómo puedes preguntar eso? ¿No piensas en los padres de ese niño? ¿O es que crees que los otros padres no tienen sentimientos como nosotros?
-Es un niño pequeño. Poco más o menos como su hija -aclara la enfermera. -Pero no parece que estén dispuestos a donar los órganos, si fallece el angelito. Alguien ha debido insinuárselo a los padres y se han puesto como fieras, dicen. Yo no estaba presente. La gente no está predispuesta a las donaciones.
Beatriz oculta el rostro entre las manos.
Quedan solamente dos días del plazo de siete señalado por el médico.
-¿Sentimientos? ¡Ya lo ves! No quieren darle el corazón a nuestra hija. ¿De qué sentimientos me hablas? La gente hoy no tiene sentimientos -dice el marido de Beatriz. –En la vida cada uno va a lo suyo y poco le importan los demás. Tú eres de las que creen que todo el mundo es bueno y eso no es así, cada uno va a lo suyo y es como es, unos con sentimientos y otros sin ellos. Y así es la vida.
-Nosotros pensábamos igual que esa familia antes de vernos afectados por esta situación. Tú nunca quisiste ser donante de órganos y tampoco fue nunca cosa de mi agrado. Ahora vemos las cosas de otro modo porque el problema gravita sobre nosotros.
-¡Maldita sea! ¿Serán capaces de dejar que muera nuestra niña y que su hijo, si se muere, se lleve el corazón a la tumba?
-¡Cállate, Pedro, por favor! Quédate aquí. Tengo que ir a rezar de nuevo. ¡Dios no puede dejarnos abandonados!
-Sí, mujer, vete a rezar, y reza lo mejor que sepas porque ya... ya no nos quedan muchas esperanzas. Cuando esta gente que conoce perfectamente el problema de nuestra hija no hace nada sabiendo que es posible que su hijo se muera, ya me dirás qué podemos esperar de los demás.
Lo dice con seriedad, quizá pensando que es la única posibilidad, aunque a él le cueste un tremendo esfuerzo creerlo.
Beatriz entra en la capilla.
Y vuelve a hincarse de rodillas en el primer banco y a hundir el rostro entre las manos para llorar en silencio.
Y vuelve a elevar su plegaria en voz alta en la creencia de que está sola, repitiendo casi las mismas palabras del día anterior. Y recurre a la Virgen de las Angustias “tú que pasaste por el mismo trance que yo estoy pasando ahora” y a todas las vírgenes de su devoción, sin olvidar a la patrona de su antiguo colegio a la que tantas veces había rezado.
Vuelve la cabeza cuando alguien le coloca una mano en el hombro.
-¿Quiere usted que recemos juntas? Yo no sé rezar, mire. Ayer la vi a usted aquí mismo y la escuché decirle a Dios cosas que yo no sabría decirle jamás, porque nunca fui a una iglesia. Me crié en el campo y allí... ya sabe. Y hoy no sé dónde acudir. Mi niño está muy mal según el médico y estamos esperando que pasen cuarenta y ocho horas de la operación para ver qué rumbo toman los acontecimientos. Déjeme que rece con usted y que repita sus mismas palabras.
Beatriz asiente y comienzan a rezar conjuntamente.
La terrible paradoja es que mientras una de aquellas mujeres reza para que su hijo no muera, la otra lo hace para encontrar un corazón, y, quizá en lo más hondo de su alma, tenga la esperanza de que el corazón de aquel niño pueda salvar la vida de su hija.
Pero las dos mujeres están tan atribuladas que no deben apercibirse claramente de la situación tan contradictoria en que se encuentran.
***

La noche del sexto día del plazo de la hija de Beatriz coincide con el segundo día después de la intervención quirúrgica del niño atropellado por la motocicleta.
Beatriz está nerviosa y agresiva y únicamente consigue dominar sus impulsos cuando se encuentra sentada junto a la cama de su hija y le coge la mano y se la acaricia con exquisito cuidado.
-Mamá, ¿cuando nos vamos a ir a casa? -pregunta la niña con un hilo de voz.
-Ya mismo, hija, ya mismo –responde Beatriz, mordiéndose el labio inferior para no estallar en llanto.
-Es que estoy cansada de estar aquí, mamá. Estoy cansada de todo. Estoy cansada de estar en la cama. Quiero irme a casa.
-Todos lo queremos, hija, pero estás malita y mientras no te pongas bien tendremos que quedarnos aquí.
¿Cómo puede decirle a la niña que si no aparece un donante de forma inmediata no tendrá ya oportunidad de ir a su casa ni a ninguna otra parte?
¿Qué entenderá su hija por morir?
Le suelta la mano y sale apresuradamente de la habitación para estallar en el pasillo en un llanto convulsivo y desgarrado.
***

A primera hora de la mañana del séptimo día, Beatriz, que ha pasado toda la noche en vela vigilando el sueño de su hija, en la creencia de que el plazo señalado por el médico será fatal, se acerca una vez más a la capilla.
Encuentra en ella a la madre del niño atropellado, hincada de rodillas en el mismo banco que se habían colocado los días anteriores.
En silencio se aprietan las manos.
-¿Cómo está su hija?
-Muy mal. Parece como si su vida se fuera extinguiendo por momentos. ¿Y su hijo?
-Dice el médico que se salvará.
Beatriz aprieta intensamente las manos de la otra mujer.
-Me alegro mucho porque usted está sufriendo tanto como yo. Le diré una cosa. He rezado porque su hijo se salve.
-¿De verdad ha rezado por la vida de mi hijo y se alegra de que no muera?
-Con toda mi alma. ¿Qué había pensado usted?
-¿Sabe una cosa, Beatriz? Mi marido y yo habíamos decidido finalmente donarle a su hija el corazón de nuestro niño si hubiese fallecido. Al llegar aquí alguien nos planteó esa posibilidad y nos negamos con todas nuestras fuerzas, pero ahora, después de conocerla a usted, después de comprobar lo que está sufriendo y después de haber visto a su hija... y ahora, después de saber que usted ha rezado por mi hijo...
La mujer rompe a llorar.
-Gracias de todos modos por su intención. Cada uno ha de mirar por lo suyo, pero no a cualquier precio. Por un lado llegué a pensar en que si su hijo moría habría alguna posibilidad de que donaran su corazón, pero, al mismo tiempo, nunca olvidé que usted está atravesando un camino de espinas como el mío, ...como el nuestro.
-Quiera Dios que alguien...
La mujer sale corriendo de la capilla, llorando convulsivamente.
***

El plazo de siete días hace tres que transcurrió.
La hija de Beatriz está realmente en los últimos momentos de su corta existencia. Beatriz apenas se separa de ella y ya ni siquiera le quedan lágrimas que derramar.
Es cerca del mediodía cuando la enfermera entra corriendo en la habitación y se abraza a ella atropelladamente.
-Beatriz, acaban de llamar de un hospital de Logroño. Los padres de una niña de siete años, muerta en accidente de tráfico, han donan todos sus órganos y el corazón será para su hija. Están preparando un helicóptero con un equipo de médicos y estarán aquí dentro de unas horas. Los médicos ya están haciendo los preparativos para la intervención.
-¿Cuándo han llamado?
-Hace unos minutos. Es una niña que ha muerto en un accidente de tráfico. El médico ha ordenado que se prepare todo lo necesario y en cuanto llegue el helicóptero se realizará la operación. ¡Dios mío, qué contenta estoy y estamos todos en el hospital! Es que ustedes ya son algo nuestro y estamos sufriendo mucho por esta situación; casi tanto como ustedes. ¡Qué angustias, Beatriz! Cada vez que entramos en la habitación y la encontramos a usted junto a la niña... se nos parte el alma.
-¡Dios mío, Dios mío! Cuando ya no lo esperábamos... Esto,... esto es un milagro.
-Ande, vaya a llamar a su marido, el pobre, a su manera, también lo está pasando muy mal. Yo me quedaré aquí vigilando a la niña.
Pedro está en los jardines que rodean el hospital, sentado en un banco, con la cabeza apoyada entre las manos, quizá esperando que alguien le comunique que todo ha terminado, porque no tiene fuerzas para estar frente a su hija y verla morir. Cada vez que le coge las manos a la niña el llanto le obliga a salir de la habitación. La ve muy mal y solo espera que alguien se le acerque en silencio, le coloque una mano en el hombro y le exprese su pesar. La idea no se le va de la cabeza. Ha perdido toda esperanza. Cree que su hija va a morir de un momento a otro y es incapaz de permanecer a su lado. ¿Es miedo? No sabe lo que es. Solo sabe que no puede soportar ver cómo la vida de un ser tan indefenso se extingue poco a poco.
Ve a Beatriz que se acerca corriendo hacia él y es incapaz de contener las lágrimas.
-¿Ya? -pregunta aterrado, y al ver la expresión luminosa del rostro de su esposa, vuelve a preguntar: -¿Es que hay alguna noticia?
-Pedro, un helicóptero trae un corazón para la niña. Viene desde Logroño. Es de una niña muerta en un accidente de tráfico. Sus padres han donado todos sus órganos y el corazón será para ella. ¿Será posible este milagro cuando ya estaba todo perdido? ¡Dios mío, qué contenta estoy! Anda, vete para dentro; que te vea, le das la mano y le dices que ya mismo nos iremos a casa. Y no vayas a llorar delante de ella, yo voy a pasar por la capilla un momento. No tengo más remedio que darle gracias a Dios. Esto es un milagro, Pedro, aunque tu te rías de esas cosas.
Beatriz se dirige hacia el interior para ir a la capilla mientras su marido permanece inmóvil viéndola alejarse.
Inesperadamente, Pedro echa a correr detrás de su esposa.
-Espera, Beatriz,... voy a ir contigo y estaré junto a ti mientras rezas, desde luego esto es algo que... no sé cómo explicarlo.
Se dirigen cogidos de la mano hacia la capilla con los ojos brillantes de alegría.
Lo peor ya ha pasado.
El sol brilla para ellos aquel día con más intensidad que nunca.
***

Beatriz, sentada en un banco del parque, espera la llegada de su marido, y contempla emocionada cómo sus tres hijos corren alegremente detrás de las palomas, intentando inútilmente alcanzarlas.
Y se le saltan las lágrimas, por enésima vez, como cada día, al ver a su hija pequeña corretear detrás de los hermanos mayores, sin dar muestras de cansancio.
Para la niña ha comenzado una nueva vida. Piensa Beatriz que es como si hubiese nacido de nuevo".
En próximos días incluiré en el blog otros relatos del mismo libro.







domingo, 27 de enero de 2008

ALGO SOBRE PROMESAS ELECTORALES

Hoy, 27 de enero de 2.008 comienzo un blog al que se me ha ocurrido llamar "Mañana será otro día", porque cada día es diferente del anterior y distinto del siguiente.

Y voy a aprovechar para comentar una promesa electoral que ha hecho el señor ZP en las últimas horas, como una réplica a otra promesa realizada por el señor Rajoy sobre cuestiones económicas. Rajoy prometió bajar los impuestos y concederle a las mujeres trabajadoras una reducción de 1.000 €, lo que me parece muy bien -todo lo que sea pagar menos me parece muy bien- pero, claro, me pregunto, si estamos buscando la igualdad total entre hombres y mujeres, ¿por qué una reducción a las mujeres y no a los hombres? ¿No somos todos iguales ante la Ley? ¿No es eso discriminación feminista aunque las señoras afectadas no estén de acuerdo con mi razonamiento?

Claro. De inmediato, el señor ZP, don Pepiño Blanco y todo el grupo socialista se pone a pensar a ver cómo pueden desvirtuar las ofertas del señor Rajoy y se les ocurre esto de los 400 € en manos a cada contribuyente. Pues muy bien también. Pero me imagino que esto último debe tener trampas. Se dice tan solo que se entregarán 400 € per capita a cada contribuyente, pero no nos dicen la letra pequeña. Luego será si la declaración no pasa de tal límite, si tiene usted los ojos azules como mi abuelo, o si tiene usted menos trajes que la señora Vicepresidenta. Y es natural, si usted no tiene los ojos azules y tiene más trajes que la señora Vicepresidenta -¡Dios mío, si levantará la cabeza Pilar Miró, la que le armaron por cuatro trajes de nada!-, ¿para qué puñetas quiere usted 400 €? ¿Acaso para medio traje?

Estas cosas de las elecciones están muy bien porque es la única vez que los ciudadanos pueden sacarle algo a los políticos, aunque sean embustes, repetidos una y otra vez y hasta enelecciones diferentes. Pueden sacarle promesas... incumplidas; dineros, que no dan; carreteras que no construyen a su debido tiempo; cosas así, y luego, si no cumplen, como es lo habitual, puede uno sacarles los colores, aunque algunos están tan acostumbrados a no decir la verdad ni a cumplir sus promesas que pueden representar en el rostro todos los colores del arco iris, sin inmutarse.

¿Qué cosas veremos de aquí al 9 de marzo?

¿Qué nos ofrecerán ahora?

Ofrecerá el señor Rajoy 600 € y seguidamente el señor Zapatero 800 y así hasta... ¿o nos darán morcilla, que es lo más probable?

Y digo yo, si ahora ofrece el señor Zapatero 400 € per capita ¿quiere decir que antes nos los cobraron de más y van a reintegrarlos, o qué?

A los políticos no hay quien los entienda. Sobre todo cuando tiran con pólvora del rey.