lunes, 21 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo VIII de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO V I I I

Los primeros contratiempos

1

Lo ven junto a un arroyo de aguas transparentes que baja de las montañas y se pierde en la lejanía. Es un chico rubio, de menor estatura que Fidor, con un traje azul muy ceñido al cuerpo, que corretea sobre el agua sin hundirse, dando la sensación de que consigue aquel prodigio gracias al movimiento de los pies a una velocidad vertiginosa. Cedric cree que lleva en los pies algún artilugio para flotar, pero al acercarse comprueba su error. No lleva nada extraño en ninguna parte de su pequeño cuerpo. Es la rapidez del movimiento de pies y piernas lo que le impide hundirse. Cedric suelta una sonora carcajada, admirado por la habilidad de aquel pequeño personaje. El chico se asusta ante la aparición de los recién llegados y queda tan impresionado al ver a Cedric, al que toma por un ogro, que se le paralizan los pies y las piernas y se hunde en el agua hasta el cuello. Ab’Erana le tiende una rama, a la que se coge el personaje, tira de él y lo saca del agua. El agua del riachuelo está helada y el pequeño individuo tiembla tan aparatosamente, de frío y de miedo, que obliga a Fidor a acercarse a él y decirle que no se preocupe que nadie le causará daño alguno. Ambos pertenecen al Mundo de los Seres Diminutos y es más fácil la comprensión entre ellos. Lo secan con la manta de dormir y lo dejan envuelto en ella para quitarle el frío y el temblor, aunque el miedo no se le va del cuerpo.
Cedric lo coge con sus manazas y lo coloca sobre unas piedras, para tenerlo a mayor altura y poder hablar con él.
-No tiembles, pequeño, no te haremos daño –le dice cariñosamente, buscando su mejor sonrisa. –Somos amigos de los Seres Diminutos. Fíjate en este que nos acompaña.
Parece como si aquel personaje hubiese perdido el habla ante la impresión que le producen aquellos dos gigantes y solo le tranquiliza un poco el hecho de verlos en compañía de un elfo de su misma estatura o poco más
-¿Quién eres? –pregunta Ab’Erana, sonriendo, con intención de infundirle ánimos. –¿Cómo puedes andar sobre el agua sin hundirte? Nunca vi a nadie que lo hiciera. ¡Eres un genio! Yo lo intenté varias veces en la Laguna Verde del Bosque Maldito y siempre me di remojones.
-No suelo caerme nunca, pero al ver a... Creí que erais ogros o gigantes dispuestos a comerme de un bocado y me quedé paralizado –responde el chico con sinceridad.
-¿Quién eres? –insiste Ab’Erana.
-Soy el Vigilante del Arroyo. Camino sobre el agua porque muevo los pies con tal rapidez que no da tiempo a que se hundan. Además, peso muy poco como habrás comprobado al sacarme del agua. Es muy fácil lo que hago. Mi padre y mi abuelo me enseñaron a hacerlo desde pequeño y ahora no tengo ninguna dificultad.
-¿Eres un elfo? –pregunta Ab’Erana mirando alternativamente a Fidor y al chico, buscando diferencias o coincidencias entre ellos, e incluso con su propia oreja.
-No, no. Soy un duende y ahora me están enseñando a desaparecer.
-¿Y eso?
-Me enseña mi abuelo. Si él estuviese aquí ya habría desaparecido y no os habríais dado cuenta siquiera. Aunque está muy torpe debido a su avanzada edad, todavía es capaz de hacerlo. ¡Es buenísimo!
-¿Cuántos años tiene?
-Muchos. Dice que dejó de llevar el control al alcanzar los 213.
-¡Caramba! ¡Es magnífica esa habilidad de tu abuelo y el hecho de haber alcanzado tanta edad! –exclama Cedric, extrañado-. Así cuando estéis en peligro desaparecéis y nadie puede haceros daño, ¿no es eso?
-Más o menos. Pero yo aún no sé hacerlo bien. A veces me equivoco y hago el ridículo.
-Ya. Dime, ¿estamos ya en la Tierra de los Seres Diminutos? –pregunta Ab’Erana.
-No. Esta es Tierra de los Hombres, pero es muy raro que pase gente por aquí... Aunque ayer pasó un grupo montado a caballos. Los animales estuvieron bebiendo en el arroyo y pude verlos a mi antojo escondido entre los juncos. Al oír los cascos de los caballos me asusté y me escondí para que no me viesen. -¡Son enormes los hombres montados en los caballos!
-Qué haces aquí en el arroyo, ¿juegas con el agua? –pregunta Ab’Erana.
-¡No! Todos los ríos y arroyos importantes tienen su duende, ¿no lo sabes?
-Es la primera noticia que tengo –responde Ab’Erana, con sinceridad. -¿En qué consiste tu trabajo?
-Cuido de que las aguas se mantengan limpias. Me paso el día yendo de un lado a otro y cuando veo ramas o porquerías, las saco y las coloco en la ribera, amontonadas, para que el agua siempre se mantenga limpia y transparente. Luego recojo los residuos y los almaceno en algún lugar oculto y cuando se pudren sirven de abono para nuestro huerto.
-Sin duda haces un buen trabajo porque las aguas se mantienen muy claras. Veo las piedras del fondo con absoluta nitidez.
-¡Ah! Gracias. No es mérito mío. Nadie arroja nada al arroyo. Las cosas que caen son arrastradas por el viento. Bueno, a veces... los caballos de ayer dejaron el agua muy turbia y tardé en rato en dejarla en perfectas condiciones, como veis ahora.
-¿Estás ya más tranquilo? –pregunta Ab’Erana, sonriendo de nuevo, quitándole la manta de encima para ver si está seco.
-Sí, claro. Veo que no queréis hacerme ningún daño y eso me tranquiliza. ¿Quiénes sois vosotros, tan diferentes entre sí, y dónde vais por el Camino Olvidado, como le llamamos en casa a este sendero, por el que casi nunca pasa nadie?
-Dijiste antes que ayer pasaron hombres a caballo.
-Sí, once hombres a caballo que se acercaron al arroyo para que los animales bebieran y para recoger agua para ellos, pero salvo eso...
Cedric mantiene clavada la mirada en el duende, y está extasiado ante todos sus movimientos.
-¡No me mires así que me da miedo! –exclama el chico. –En realidad no sé muy bien lo que digo. Por aquí nunca pasa nadie, pero la poca gente que pasa respeta el arroyo. Me gustaría saber quiénes sois y adónde vais.
Fidor se apresura a responder y dice:
-Ya ves, somos tres amigos, de distintos tamaños y razas y con criterios diferentes. Ellos son humanos, uno parece un gigante, como ves; y yo, un elfo del País de los Elfos. Vivimos juntos desde hace mucho tiempo y buscamos algo para poner fin a una estúpida discusión en la que llevamos enfrascados desde hace cinco años, cuando Ab’Erana aún era un niño.
-Mucho tiempo es ese para discutir sobre una misma cosa. ¿Qué buscáis, por si puedo ayudaros? Sé poco pero quizá alguna de las historias que me cuenta mi abuelo os pueda ser de utilidad.
-El País del Arco Iris –responde Fidor con rapidez.
-¿El País del Arco Iris? –repite el duende, cambiando la expresión, pensando que pretenden burlarse de él. –Los hombres que pasaron ayer montados a caballo hablaron algo del País del Arco Iris y se rieron a carcajadas.
-Quizá ellos lo busquen también –aventura Fidor.
-¿Quieres tomarme el pelo?
-En absoluto. Ya sabes lo cabezotas que son los humanos. Dicen que debe estar situado en lo más recóndito de estas montañas, o por los alrededores. Hemos recorrido las Montañas Nevadas sin encontrar nada y ahora pretenden buscar por aquí. Yo nunca oí a nadie hablar de ese país. Es más, creo que no existe, pero ellos se han empeñado en buscarlo y ya sabes lo que se dice en la Tierra de los Seres Diminutos con respecto a la cabezonería de los humanos. Tienen la cabeza más dura que el pedernal y son difíciles de convencer.
-Tampoco yo oí nunca hablar de ese país que dices y ni siquiera mi abuelo que sabe historias de todo tipo me habló nunca de él.
-Estamos convencidos de que debe estar en medio de esas montañas –asegura Cedric, haciendo un significativo gesto con los labios. -El Arco Iris siempre se esconde por aquí, lo hemos visto muchas veces.
-Creo que el Arco Iris no vive en ninguna parte –aclara el duende, sonriendo. –Eso, al menos, es lo que me han contado en casa cuando pregunté por él. Mi abuelo sabe mucho de esas cosas y me ha dicho que es solo un fenómeno de la naturaleza.
-Alguien que estuvo en ese país en una ocasión nos dijo que allí todo es muy vistoso –insiste Ab’Erana. -Dijo que los campos son de colores y que la gente cruza de un lado a otro de las montañas por encima de los arcoiris, como si fuesen puentes; que los animales y los pájaros son de colores como el propio arcoiris y hablan unos con otros y que...
El duende se encoge de hombros y hace un rictus significativo con los labios, denotando ignorancia e incredulidad, y dice luego:
-Si es así como dices, me gustaría visitarlo alguna vez. Si pudiera, dejaría mi trabajo en el arroyo y me marcharía con vosotros. Es muy monótono estar siempre arroyo arriba y abajo, no poder salir de aquí y ver siempre las mismas cosas.
-Si llegamos a encontrar ese país, te informaremos a nuestro regreso y te daremos las explicaciones necesarias para que puedas ir a verlo tú también –promete Ab’Erana, sonriéndole.
-No es lo mismo ir solo. Además, no me dejaría mi padre y mucho menos mi abuelo. ¡Si los conoceré yo! ¿Me llevaríais vosotros si me autorizan en casa?
Los tres se miran, sorprendidos ante la pregunta del duende, que continúa diciendo:
-Con vosotros iría seguro. Nadie se atrevería a molestarme yendo con un gigante como ese –dice, señalando al abuelo Cedric- y con un medio gigante como tú –y señala a Ab’Erana.
-No creo que sea posible, hijo –aclara Cedric. –Llevamos ya mucho tiempo de búsqueda e ignoramos hasta cuando durará esta situación. Es mejor que lo dejes para otra oportunidad. Quizá cuando sepamos donde está ese país desconocido pasemos a recogerte y te llevemos nosotros mismos.
-¡Sería magnífico! Me habría gustado ir con vosotros ahora, pero... Acepto tu ofrecimiento. Cuando lo cuente en casa no me van a creer.
-¿Sabes qué hay detrás de esa parte de las montañas? –pregunta Ab’Erana, señalando hacia un lugar determinado.
-No. Nunca he ido por ahí. Solo sé que debe haber algo porque he observado que lo mismo que el día de hoy sigue al de ayer, y el de mañana seguirá al de hoy, detrás de una cosa siempre hay otra.
-Buena observación –admite Fidor. -Efectivamente las cosas se suceden unas a otras, pero lo que quiere saber mi amigo es lo que hay exactamente al otro lado de las montañas.
-No lo sé.
-¿Y sabes dónde termina este arroyo y si en algunas de sus riberas está el país que buscamos?
-Sí, claro, desemboca en el Lago de las Truchas.
-¿Hay truchas en ese lago? –pregunta Cedric, entusiasmado.
-Claro, de ahí su nombre. Pero os aseguro que ni en las riberas del río ni en los terrenos que lindan con el lago está el país que buscáis, puedo asegurarlo, ni existen esos puentes de arcoiris de los que habláis. Eso que buscáis, de existir, debe estar por otro lado.
-Has dicho antes Camino Olvidado, ¿tan poca gente pasa por aquí? –pregunta Fidor, insistiendo. –Hace muchos años que no pasamos por aquí y desconocemos...
-No es que se llame así. Es el nombre que le damos en casa debido a la poca gente que viene por aquí. Prácticamente nadie. Hacía mucho tiempo que nadie pasaba hasta ayer con los once jinetes y hoy vosotros. Bueno… hace varios días vi a cuatro soldados elfos, armados con espadas, aunque llevaban dirección contraria a la vuestra. Ellos iban hacia el lugar de donde venís vosotros. Tal vez los hayáis tropezado en el camino.
-¿Cuatro elfos? No hemos visto a nadie, salvo a los once jinetes que pasaron la noche en la misma cueva que nosotros, guareciéndonos todos de la lluvia –aclara Fidor. -¿Estás seguro de que eran cuatro soldados elfos?
-Completamente. Eran cuatro porque tuve la curiosidad de contarlos. Sé que eran soldados porque todos vestían del mismo modo, uniformes verdes, y espadas semejantes. Y sé que eran elfos porque sé distinguir perfectamente a un elfo de un silfo, de un gnomo, de un duende, de un trasgo y de un trolls, por ejemplo. Tengo un amigo silfo que viene a verme con cierta frecuencia.
-¿Hablaste con los elfos?
-Me preguntaron si había visto pasar a un elfo con un zurrón al hombro y una espada en una vaina roja. Les dije que no.
-Hacia donde fueron exactamente.
-Ya te lo he dicho, en dirección contraria a la vuestra. Hacia allá –dice el duende, señalando en la dirección por la que acaban de pasar los viajeros.
-¿Te dijeron a dónde iban o qué buscaban?
-Adonde iban no me lo dijeron. Qué buscaban, sí, ya te lo he dicho también, a un elfo con zurrón y espada en vaina roja. No fueron muy habladores. Además, no me gustó su aspecto, sobre todo del que parecía ser el jefe.
-¿Has vuelto a verlos?
-Por este camino desde luego no han regresado, o yo no los he visto, al menos. ¿Son amigos vuestros?
Cedric sonríe bonachonamente.
-Si ignoramos quienes son, ¿cómo vamos a saber si son amigos o enemigos, querido duendecillo?
-Claro. Si ignoráis quienes son es evidente que no podéis saber si son amigos, enemigos o desconocidos –repite el duende, afirmando con la cabeza. -¿Qué pregunta tan estúpida he hecho, verdad? Dice mi abuelo que, a veces, hago preguntas tontas e irreflexivas. Es que no me doy cuenta, soy muy distraído, ¿sabes?
-Todos hacemos preguntas de ese tipo alguna vez. ¿Cómo te llamas?
-Me dicen en casa Icorroyo, pero mi verdadero nombre es Ico, el del Arroyo.
-¿Dónde vives? No hemos visto ninguna casa por estos contornos. ¿O es que vives en alguna cueva o caverna junto al arroyo?
-No, no. Vivo en una casa de barro y cañas. Hay una cabaña al pie del manantial donde nace el arroyo en lo alto de la montaña y en ella vivimos mi abuelo, mi padre y yo. Mi abuela y mi madre ya murieron. Los tres somos duendes del Arroyo. Mi abuelo sale poco porque ya no puede mover los pies con rapidez y se hunde en el agua. Prácticamente no hace nada salvo ayudar a mi padre a cuidar del huerto, contemplar las montañas, ver el vuelo de los pájaros y de las mariposas desde su sillón de juncos y contarme historias de hombres; mi padre cuida el huerto y sale cuando yo estoy haciendo los deberes o buscando leña para la chimenea y yo… ya lo veis. No es mal trabajo, pero estoy aburrido de hacer lo mismo cada día.
-Todos los trabajos tienen el mismo problema, hijo –aclara Cedric con acento paternal. -El cansancio de hacer las mismas cosas a diario. La monotonía. Así es la vida para todos los seres vivos.
-Eso dice mi padre.
-Tiene razón. Así es la vida y así hay que aceptarla. Bueno, amigo, ha sido una satisfacción encontrarte y te agradecemos la información que nos has dado pero debemos continuar nuestra búsqueda –dice Fidor, sonriéndole amistosamente.
-También lo ha sido para mí. Al veros sentí un miedo tremendo, como jamás lo tuve antes, pero, como dicen mi padre y mi abuelo, “a veces, las apariencias engañan”. Habéis sido muy amables los tres y se ve que sois gente pacífica aunque el aspecto del hombre gigante impone mucho –responde, mirando a Cedric-. -Los elfos de días pasados no me gustaron nada. Se comportaron con mucha agresividad y me trataron muy mal. El jefe de ellos llegó a amenazarme. “Si descubro que me has mentido, volveré, te cortaré las orejas y te atravesaré el cuerpo con mi espada”, dijo, al marcharse.
-¿Por qué no lo dijiste antes? -pregunta Fidor, sonriendo.
-Ignoraba quiénes erais. Aunque aparento tranquilidad, el miedo lo tengo en el cuerpo todavía. Tú no me asustas, pero ellos sí. Estos dos gigantes que te acompañan y ese águila de ojos diferentes que no me quita ojo de encima me tienen muy nervioso. Sentí miedo al veros. Y todavía lo tengo.
-Ten la seguridad de que no tenemos intención de hacerte daño. Nuestra misión no es causar miedo a nadie. Somos así de grandotes porque todos los hombres somos iguales. Ya te dijimos antes cuál es nuestra búsqueda -aclara Ab’Erana, sonriendo.
-¿Dijeron algo más esos soldados? –insiste Fidor en sus preguntas, sin conseguir disimular su interés.
-Sí. Dijeron que si veía pasar a un elfo vestido de verde, con un morral a la espalda y una espada con vaina roja no le advirtiera nada porque querían darle una “agradable sorpresa”, dijo uno de ellos enfatizando las palabras, pero que sí debía informarles a ellos en qué dirección había pasado.
-¿Llegó a pasar el elfo del traje verde, el morral y la espada?
-No. Nadie pasó después de ellos hasta ayer cuando lo hicieron los once jinetes. Si vuelven y me preguntan, ¿puedo decirles que habéis pasado vosotros?
-Puedes hacer lo que quieras –responde Fidor, mirando a sus compañeros con cierta preocupación, mirada que advierte el duende y por ello se apresura a decir:
-No me importaría engañarlos porque se portaron muy mal conmigo. Sé que nunca podrán atraparme y me gustaría burlarme de ellos.
-Haz lo que quieras, hijo, pero con gente de esa calaña que dices lo mejor es mantener la boca cerrada –aconseja Cedric. –Te lo digo yo que soy viejo y tengo mucha experiencia de la vida, aunque no tanta como tu abuelo. Es más, creo que, si los ves de nuevo, lo que debes hacer es esconderte entre las piedras del arroyo o entre los juncos de la ribera, hasta que se hayan marchado. Si notan por las huellas, o saben por algún otro motivo que hemos pasado por aquí y no se lo dices, aunque no seamos quienes ellos buscan, es posible que intenten cumplir sus amenazas. La mala gente nunca se sabe cómo puede reaccionar.
-Creo que es un buen consejo –responde el duende, sonriendo. –Me esconderé si los veo de nuevo. Y le contaré a mi padre y a mi abuelo que os he visto y que quizá dentro de algunos días me llevéis a visitar el País del Arco Iris, si es que existe y lo encontráis.
El grupo se despide del duende y se aleja del arroyo adentrándose en lo más intrincado de las montañas.
-Sospecho que este camino debe ser conocido también por otros elfos. Si los cuatro que hablaron con Icorroyo provenían de esta dirección es evidente que lo harían por el que tú crees que es un camino conocido solo por ti y por el príncipe Ge’Dodet –aventura Cedric.
-Hace ya muchos años que el príncipe y yo descubrimos ese camino y es posible que lo haya encontrado alguien más. No lo sé. Lo que sucede, además, es que este camino por el que vamos ahora es un tramo común que hemos de atravesar. La bifurcación que seguiremos está un poco más adelante.
-Es posible que hayan salido a buscarte varios grupos armados en todas direcciones para abarcar mayor extensión y disponer de más posibilidades.
-Ya os dije que quizá estuvieran esperándonos por todos los caminos que conducen al país.
-Y parece que acertaste. Mauro no desea vernos en sus dominios, eso está claro –bromea Cedric. –Y es preocupante, aun disponiendo de la espada encantada, de mi bastón y del águila, aunque Ab’Erana crea lo contrario.
-Sin duda. Parece probable que los cuatro elfos que me atacaron llegaran por la ruta del oeste y estos que vio pasar el duende sean otros diferentes llegados por lugares distintos. Los que me atacaron eran soldados y estos que vio el duende, también, lo que demuestra que Mauro ha desplegado fuerzas por todas partes para encontrarme y asesinarme –admite Fidor. -Sospechaba que algo de esto podría ocurrir. Es el sistema de los dictadores. Eliminar a quienes no piensan como ellos.
-¿Por qué aceptaste la petición de mi padre? -pregunta Ab’Erana, deteniéndose y mirando al elfo a los ojos.
-No te entiendo del todo.
-¿Por qué aceptaste las peticiones que te hizo mi padre sabiendo el peligro que correrías?
-En la vida hay algo muy hermoso que se llama amistad. Tu padre fue y sigue siendo mi amigo y está en un gravísimo apuro. No haber accedido a su petición habría sido una indignidad por mi parte. Una traición a nuestra amistad. Creo que la conciencia no me habría dejado vivir tranquilo si no hubiese respondido positivamente a su llamada.
-Ya. Yo nunca tuve un amigo así. En realidad nunca tuve ningún tipo de amigos, ya lo sabes.
-Lo sé. Tu caso es muy especial. No tuviste amigos pero sí un abuelo que te cuidó como a un hijo y que al propio tiempo hizo de amigo.
-Eso es cierto, pero pienso que no es lo mismo.
-Es algo semejante a lo que has hecho tú. Sí, Ge’Dodet es tu padre, pero también es un desconocido para ti, y has confiado en su palabra escrita y en mí. Son sentimientos muy semejantes los tuyos y los míos. Creo que ambos adoptamos la decisión correcta en el momento necesario.
Al llegar a un determinado punto, el camino se bifurca. Fidor se detiene, se orienta, analiza detenidamente el tronco de un árbol hasta encontrar una señal grabada en él, y, finalmente, la señala y dice:
-¿Veis esta flecha grabada en el tronco? La hicimos Ge’Dodet y yo muchos años atrás. Es por aquí.
-Parece que empeora el camino. ¿Estaremos muy lejos del lago del que habló Ico? –pregunta Cedric, rascándose la barba.
-¿Por qué lo preguntas?
-Quizá Picocorvo pudiera conseguir una hermosa trucha en ese lago.
Ab’Erana mira a los ojos del águila y le transmite el encargo de su abuelo.
El águila se marcha volando y lo ven perderse en el firmamento.

2

-Tarda mucho Picocorvo –comenta Ab’Erana cuando ya ha transcurrido más de una hora.
-Es posible que no haya conseguido pescar nada o que no haya encontrado el lago –bromea Fidor. –Además, no es lo mismo para un águila, cazar que pescar.
-No creo que esa sea la causa. Picocorvo sabía que en el lago hay truchas y desde su altura el lago es fácilmente visible –aclara Cedric, algo amoscado por haber sido él quien propuso el cambio del menú de aquella noche.
Aún tarda Picocorvo un rato más en regresar. Aparece con una hermosa trucha colgada de las garras, que la deja caer junto a Cedric.
-¡Vaya! –exclama éste, sonriendo y mesándose la barba. – ¡Al fin esta noche cenaremos algo diferente a los conejos de días pasados! Dale las gracias a Picocorvo en mi nombre. Aunque parece que tu águila ha entendido quien es el caprichoso y por eso ha dejado la pieza junto a mí. Debe pesar sus buenas libras. Con esta pieza tendremos comida para todos.
Ab’Erana se comunica con el águila para transmitirle el agradecimiento del abuelo Cedric. El águila luego le mantiene la mirada fijamente y el chico se encara con él.
Hay un momento de silencio y expectación entre Fidor y Cedric mientras Ab’Erana y el águila se transmiten los pensamientos.
-¿Ocurre algo? –pregunta Fidor, con cierta impaciencia, temeroso de que se trate de malas noticias.
-Dice Picocorvo que ha visto cuatro elfos escondidos entre las piedras, cerca del camino por el que vamos a pasar.
-Esto quiere decir que han establecido vigías en todas las rutas posibles. Cabe la posibilidad de que hayan interrogado al príncipe Ge’Dodet o descubierto y detenido al carcelero y conozcan nuestras intenciones, -aventura Fidor.
-En ese caso creo que debemos ir al encuentro del enemigo. Descansemos esta noche y mañana al amanecer saldremos en dirección a esos picachos grises. Una vez localicemos a esos individuos, los rodearemos para evitar que puedan escapar, ocultarse en las montañas y huir. Los haremos prisioneros. No podemos estar dando vueltas y desviándonos del camino cada vez que tropecemos con un grupo de elfos. Si quieren guerra, la tendrán –dice Ab’Erana en tono amenazador. -Es mi criterio, no sé cuál será el vuestro.
-Buscaba evitar peleas prematuras y derramamiento de sangre, pero si ellos nos obligan a luchar, lucharemos con todas sus consecuencias.
-¡Bravo, Fidor! Estaba deseando oírte hablar de ese modo. ¿Estás convencido ya de que con buenas palabras no se resuelven ciertos problemas? Esta gente quiere guerra y viene dispuesta a matarte. ¡Hay que darles fuerte! Mañana daremos un escarmiento a esos desalmados –propone Ab’Erana, sacando la espada encantada que comienza a dar mandobles a diestro y siniestro ante la sorpresa del abuelo Cedric que se ve obligado a decir:
-¡Cuidado, hijo, que no somos nosotros los enemigos y esa espada parece alocada!
-¡Se mueve sola, abuelo! Yo me limito a tenerla empuñada.
-¡Verás que al final va a ser cierto también que la espada está encantada!
-¿Es que lo dudas, Cedric? –pregunta Fidor.
-Me cuesta entender las cosas fantásticas, aunque ya me voy acostumbrando a todo. Nunca creí en la existencia de Seres Diminutos hasta conocer a Ge’Dodet; siempre puse en duda las conversaciones de Ab’Erana con el águila; por supuesto, la existencia de una espada encantada que sabe luchar sola es algo que rebasa mi comprensión lógica; pero me rindo ante las evidencias. Reconozco mi error. A pesar de que tengo la cabeza muy dura me veo obligado a admitir todas esas realidades fantásticas.
-Magnífico, así pondremos fin a unas discusiones tontas. Pero la noche avanza y mañana quizá sea un día duro. Debemos descansar y estar preparados para la inminente pelea que nos aguarda –propone el elfo.
-Bien dicho. La noche está encima y debemos pensar en cenar y evitar que esos soldados vean el resplandor del fuego desde la distancia.
-Allí veo un lugar apropiado que puede servirnos para resguardarnos del frío de la noche y encender un fuego en su interior sin que puedan verlo desde fuera –argumenta Fidor señalando hacia una cueva cuya boca está casi cubierta por las ramas de unos arbustos y orientada en dirección contraria al lugar donde se encuentran los soldados elfos.
El anciano destripa la trucha y le introduce en su interior hierbas aromáticas que encuentra en los alrededores de la cueva, la atraviesa de cabeza a cola con una rama afilada, enciende una fogata, coloca unas piedras a guisa de trébedes y sobre ellas la trucha. Le indica a Ab’Erana que cubra la puerta de la cueva con la manta, para evitar que salga el resplandor del fuego y alguien pueda verlo en la oscuridad de la noche.
-Tiene muy buen aspecto –comenta Fidor, relamiéndose de gusto.
-No sé cómo habrá salido porque hace tiempo que no preparo una trucha de este tamaño, pero su aspecto es inmejorable. Yo, desde luego, voy a devorar mi parte. Los conejos me salen ya por las orejas.
La trucha está bien asada, tierna y jugosa y todos participan del banquete, incluido Picocorvo, al que, según comenta Ab’Erana, le gusta más el pescado asado que crudo.

3

A la mañana siguiente, al amanecer, el grupo se dispone a reanudar la marcha. Van al encuentro de los cuatro elfos avistados por el águila.
-Picocorvo, -dice Ab’Erana mirando fijamente al águila- vas a ir a ver dónde están los cuatro elfos que descubriste ayer. Cuando los divises vuelas sobre ellos haciendo círculos para que sepamos el lugar exacto donde se encuentran y cuando nos veas cerca bajas para que te dé nuevas instrucciones.
El águila se eleva majestuoso en el aire y se aleja en dirección a las montañas grises, pero de forma inmediata Ab’Erana lo ve hacer círculos a poca distancia del lugar donde han pernoctado.
-Parece que no tendremos que andar mucho para localizarlos. Los elfos debieron divisar el resplandor de la fogata de anoche y han debido acercarse a inspeccionar el terreno –dice Ab’Erana. -¡Están ahí cerca!
-¿Cómo lo sabes? –pregunta Cedric.
-Mira donde está Picocorvo. A menos de quinientas varas de aquí. Eso significa que los elfos sospechan algo y se han acercado. Ya sabemos que están ahí y no podrán sorprendernos. Debemos ir hacia allá. Cuando estemos cerca, Picocorvo bajará a recibir instrucciones.
-En marcha –ordena Fidor. –Todos estos obstáculos nos están retrasando el viaje, pero, a cambio, podremos obtener información. A alguno de ellos debemos atraparlo vivo.
-Yo iré delante y llevaré desenvainada la espada, así si lanzan alguna flecha o arma arrojadiza, no llegará a su destino. Confío en la eficacia de la espada, Fidor, si falla el encantamiento estaremos perdidos, salvo que entre en funcionamiento el bastón nudoso de mi abuelo.
-Si tienes la conciencia tranquila y no has hecho mal a nadie de forma consciente y canallesca, desde el otro día para acá, la espada será un aliado inmejorable, nadie podrá contigo –insiste Fidor.
-El hecho de haberla sacado de su vaina y luchar contra los elfos que te hirieron demuestra que mi conciencia está tranquila en todos los aspectos y que no he cometido ninguna vileza en mi vida. ¿No dijiste eso?
-Así es.
Caminan despacio y en el más absoluto silencio.
Picocorvo los ve acercarse y baja lanzándose en picado a tierra, como si hubiese visto una presa.
-Picocorvo, ¿cuántos son y qué hacen?
El águila y el chico se miran intensamente a los ojos.
-Dice Picocorvo que son cuatro, uno vigila y tres descansan.
-Entonces es posible que no sepan que estamos aquí. Quizá hayan cambiado de posición de forma casual –aventura Fidor.
-Es posible –responde Cedric. -El hecho de que tres descansen es señal evidente de que ignoran que nos encontramos a poca distancia de ellos. No sé por qué me temo que se les va a atragantar el descanso y la comida que hayan podido ingerir esta mañana.
-Al ver a un gigante de tu estatura hasta es posible que piensen que eres tú quien se los comerá a ellos –bromea Fidor, en voz baja.
-Nos acercaremos un poco más para comprobar que son elfos armados y cuando los tengamos rodeados le diré a Picocorvo que caiga sobre el vigilante y lo deje fuera de combate. Si los sorprendemos descansando no podrán reaccionar y todo resultará más fácil.
Se detienen junto a un viejo y frondoso roble, ocultándose tras el tronco. Cedric ayuda a Fidor a subir hasta una rama resistente que le sirva de observatorio.
-Son, efectivamente, elfos armados. Hay uno vigilando, bastante relajado por cierto, y otros tres que descansan, sentados y apoyados sobre el tronco de un árbol, aunque no parece que estén dormidos.
-Es el momento propicio para atacar.
-Cedric tiene razón –reconoce Fidor, que se dirige a Ab’Erana y le dice: -Dile al águila que actúe sobre el vigilante. Nosotros nos encargaremos de los otros tres.
-Picocorvo, ataca al elfo que vigila y procura que no tenga tiempo de gritar.
-En el momento en que veamos a Picocorvo caer en picado nos acercaremos al grupo para no darles tiempo a reaccionar –propone Cedric, sujetando fuertemente el bastón nudoso.
-Hay que procurar apresarlos vivos para poder interrogarlos –insiste Fidor. –Es importante para nosotros saber lo que ellos saben, y en qué situación se encuentra en estos momentos el príncipe Ge’Dodet.
-¡Picocorvo, adelante!
El águila se eleva en el aire de forma casi vertical, da un par de vueltas e inmediatamente se lanza en picado hacia el suelo. Cae sobre el vigilante como un rayo, con las garras por delante y lo golpea en la cabeza, pero no puede evitar que el elfo de un alarido espeluznante que alerta a sus compañeros. Picocorvo se lleva al elfo entre las garras y lo deja caer al suelo desde más de quince metros de altura. El pobre elfo queda muerto a pocos metros de sus compañeros que durante unos segundos no aciertan a reaccionar ante el imprevisto ataque del águila. Cuando se incorporan e intentan sacar sus armas para defenderse, ven ante ellos a Cedric enarbolando su bastón nudoso, que les amenaza con cara de pocos amigos, a Ab’Erana con una espada desenvainada, y a Fidor, desarmado, que les contempla con extremada frialdad.
-Si os comportáis bien podréis salvar la vida, si es que la estimáis en algo –amenaza Cedric con un vozarrón que hace temblar a los tres elfos.
-Y si intentáis alguna trastada seguiréis el mismo camino que vuestro compañero –dice Ab’Erana. –El águila está muy nervioso y será implacable con el que se mueva o intente huir.
Los tres elfos, sorprendidos y temblorosos, no apartan la vista del águila, ni del bastón del abuelo Cedric.
-Dejad las armas en el suelo –ordena Cedric.
Los tres elfos obedecen al comprender que no tienen ninguna posibilidad de salir airosos enfrentándose a los dos hombres y al águila.
-Hay que interrogarlos. Será mejor hacerlo por separado –propone Fidor. -¿Quién es el jefe del grupo?
Los tres, sin dudar un instante, señalan al elfo muerto.
-¿Cómo es que el jefe hacía guardia de vigilancia?
-La seguridad era misión de los cuatro –responde el de más edad de los apresados.
-Está bien, en ese caso, comenzaremos por ti que pareces más viejo –sigue diciendo Fidor, señalando a uno de ellos. –Cedric, ata a esos dos a un árbol mientras interrogamos a éste.
Cedric obedece las instrucciones de Fidor mientras Ab’Erana y los dos elfos se alejan unos metros para evitar que los otros dos oigan las respuestas del interrogado.
-¿Cómo te llamas? –pregunta Fidor, que se hace cargo del interrogatorio.
-Kunat, el Viejo. ¿No me conoces, Fidor? Muchas veces coincidimos tú y yo en lugares públicos y hablaste conmigo en varias ocasiones.
-¿Fuiste, acaso, soldado con el rey Dodet XII?
-Estuve en la última guerra contra los trolls, con el ejército del rey Dodet, cuando aún era un muchacho, y fui distinguido por el rey con una medalla debido a mi valentía y arrojo.
-¿Luchaste con el rey Dodet y ahora lo haces contra su propio hijo? ¿Y el juramento de fidelidad que prestaste? ¿De qué sirvieron tus juramentos? ¡Vamos, dilo! –exclama Fidor, exaltado e indignado.
-Sabes, como yo, que los soldados deben obedecer a quien manda en el país. Ahora manda Mauro, aunque mucha gente no lo quiera, y los soldados debemos obedecerlo. Lo que nadie te puede exigir es que te olvides de tus propios recuerdos. Mira, aún llevo al cuello la medalla del rey Dodet –dice, sacando a relucir una medalla oscurecida por el tiempo.
-No recuerdo haberte visto en mi vida, soldado –admite Fidor, mirando fijamente al elfo. –Te lo digo con absoluta sinceridad.
-¿No me recuerdas o no deseas reconocerme? –insiste el aludido.
-¡Te juro por mis antepasados que no te recuerdo! ¿Qué viniste a hacer a la Tierra de los Hombres? –inquiere Fidor, sin contestar al prisionero.
El elfo guarda silencio.
-Si no respondes a todas mis preguntas, este humano –señala a Ab’Erana- le ordenará al águila que haga contigo lo mismo que con tu jefe. –Tus cuatro compañeros del otro grupo me informaron que teníais órdenes de matarme.
-¿Dónde están los otros?
-Uno de ellos, llamado Bósor, habló y su propio jefe le lanzó un cuchillo para que no continuara informándonos. Murió en el acto. A los otros tres los mató el águila. Si no hablas, tú puedes ser el sexto en caer. Y morirás estúpidamente por defender a un rey al que todos llaman usurpador, vendido a los trolls, que está colaborando con ellos en la tarea de esclavizar a nuestro pueblo. ¡Eres un traidor que no mereces vivir! –sentencia Fidor, con los ojos centelleantes.
-Espera, Fidor. No me llames traidor porque no lo soy. Nunca traicioné a nadie, ya te lo he dicho. Sencillamente cumplo las órdenes que me dan.
Fidor mueve la cabeza y hace un extraño gesto de desprecio con la boca.
-¿Qué quieres saber? –pregunta Kunat.
-Todo lo que te preguntemos.
-Está bien. No deseo morir a manos del águila por defender a un rey al que todos llaman usurpador, como tú dices, que no goza de simpatías en el país y que a mí personalmente me resulta un indeseable, aunque esté a su servicio.
Los dos hombres y Fidor se miran, sorprendidos ante las inesperadas palabras del soldado.
-Es cierto lo que os digo. Mauro es un tirano y tú lo sabes mejor que yo, Fidor.
-¿Qué viniste a hacer a la Tierra de los Humanos? –insiste Fidor.
-Ya te lo dijeron los otros, ¿no? Teníamos instrucciones de apoderarnos de la espada del rey Dodet y de una carta que llevabas en el morral.
-Y también recibisteis la orden de matarme, ¿verdad? –grita Fidor, con evidente indignación.
-Sí, también.
-¿Quién dio esa orden?
-El rey Mauro en persona. Yo estaba presente. Dijo que eras un traidor a la monarquía y que debías morir.
-¿Cómo se enteró el rey Mauro de que yo había cogido la espada encantada y tenía una carta en el morral? Nadie lo sabía. Solo otro elfo y yo.
-El carcelero del príncipe Ge’Dodet fue detenido y torturado. Habló y lo contó todo.
-¿Cómo lo descubrieron?
-Parece ser que el jefe de carceleros, al ver al príncipe Dodet encadenado en la mazmorra, le dijo que deseaba ayudarle, el príncipe le pidió papel y pluma. Escribió dos cartas, una para ti y otra para un hijo desconocido que, al parecer, tiene el príncipe. El guardián te entregó ambas cartas. Pero tuvo la mala fortuna de que otro carcelero que ansiaba el puesto de jefe, vio el momento en que el príncipe entregaba las cartas al carcelero. Corrió a avisar al jefe superior de todos ellos y este se lo comunicó a un alto cargo llamado Inicut. Lo demás fue muy fácil.
-¡Maldición! –exclama Fidor. –Inicut fue también quien lo traicionó la primera vez. ¡Es un cochino traidor que merece la muerte!
-También lo traicionó en esta ocasión. Inicut comunicó lo ocurrido a Mauro y éste ordenó la detención del carcelero. Al enterarse de que habían robado la espada encantada supo que eras tú y de inmediato dio orden de que varios pelotones de los soldados mejor preparados del país salieran en tu busca, recuperaran la espada y la carta y procuraran averiguar dónde vive el hijo del príncipe. Él y tú debíais morir. Mauro dictó la condena de muerte en aquel mismo instante, en mi presencia.
-¿Qué ocurrió con el carcelero?
-Mauro se encargó personalmente de torturarlo y cuando consideró que ya le había informado lo necesario, lo atravesó con su propia espada, lo mató y ordenó que lo colgaran en un poste en la plaza pública para ejemplo de los demás. Mandó colocarle un letrero diciendo “así mueren los traidores”. Le expropió la vivienda y dejó a toda su familia en mitad de la calle con órdenes tajantes de que nadie les ayude bajo advertencia de sufrir la misma pena.
-¿Y el príncipe Ge’Dodet?
-Sigue en las mazmorras del palacio. Al menos cuando salimos de Varich continuaba allí. Ocupa la mazmorra de alta seguridad, y parece ser que está cargado de cadenas. Como castigo, Mauro ordenó que le redujeran la ración de comida y agua.
-¿Qué dijo el carcelero antes de morir?
-Reconoció haberte entregado dos cartas, una para ti con la orden de robar la espada del rey Dodet y llevársela al hijo del príncipe a la Tierra de los Hombres; y otra para su hijo. Alguien le recordó entonces a Mauro que durante la última guerra contra los trolls, llevaste a la princesa Erana con sus padres, estaba embarazada y debió dar a luz un hijo o una hija. Mauro se enfureció porque nadie le había informado antes de ese detalle y él lo ignoraba porque en aquella época vivía entre los trolls. De inmediato ordenó tu muerte y la del hijo o hija del príncipe, si es que vive. Teníamos instrucciones de interrogarte sobre ese asunto antes de matarte.
-Si Mauro tiene tanto miedo, ¿por qué no ha matado ya al príncipe Ge’Dodet?
-Cree que el príncipe puede ser más útil vivo que muerto. Es su rehén. Su garantía personal. Además, hay mucha gente en la corte que se sublevaría si lo hiciese. Son muchos todavía los partidarios del príncipe a quien todos recuerdan por su bondad y generosidad. La gente recuerda a la dinastía Dodet con cariño, pese al comportamiento ignominioso del rey Dodet XII, y, pese a ello, al compararla con Mauro éste no sale muy bien parado. Mauro es arbitrario, injusto y déspota. Es un rey malvado.
-¿Cómo hablas así de tu rey? ¿También piensas traicionarlo? –insiste Fidor, echando chispas por los ojos.
-¡Ya te dije antes que no soy un traidor, Fidor! –exclama el soldado, indignado ante las palabras de Fidor. -Mauro nunca será mi verdadero rey. Le sirvo simplemente porque soy un soldado y no sé hacer otra cosa. Yo juré fidelidad eterna al rey Dodet XII y a su dinastía y no puedo quebrantar mi juramento, prueba de ello es el recuerdo que aún mantengo del rey Dodet. Por eso te cuento todo esto. De no ser así sabes que jamás hablaría y preferiría la muerte antes que verme convertido en un traidor al rey. ¡Te juro que te digo la verdad, Fidor! ¡Si quieres matarme, mátame, pero no me llames traidor! Tú siempre fuiste un elfo justo como tu amigo el príncipe Ge’Dodet y no te hablo así para halagarte. Sabes que son ciertas mis palabras.
Fidor mira a Cedric y a Ab’Erana que mantiene la espada desenvainada.
Inesperadamente, Kunat, clava la mirada en la empuñadura de la espada, abre los ojos desmesuradamente y grita:
-¡Es la espada del rey Dodet!
-Sí, Kunat, es la espada encantada del rey Dodet –admite Ab’Erana.
-¿Eres tú el hijo desconocido del príncipe Ge’Dodet? –pregunta el soldado, emocionado.
Nadie le responde.
Una ráfaga de viento mueve los cabellos de Ab’Erana y deja al descubierto su oreja izquierda.
-Claro. No tengo dudas. El hecho de tener la espada desenvainada te delata. Nadie consiguió sacarla de la vaina y solo algún miembro de la dinastía Dodet puede hacerlo. Además, acabo de ver que tienes una oreja de elfo. ¡Tú eres el hijo del príncipe Ge’Dodet!
-Sí, Kunat, soy Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa Erana que estaba embarazada cuando Fidor la trajo a la Tierra de los Hombres –responde el chico paseando una mirada orgullosa y desafiante sobre su abuelo, Fidor y Kunat.
-¡Dicen las leyendas de nuestro pueblo que quien disponga de la espada encantada del rey Dodet y pueda sacarla de su funda será rey de los elfos! –casi grita Kunat, con gesto de sorpresa.
-Sí, Kunat, eso aseguran las leyendas de nuestro pueblo –repite Ab’Erana considerándose en aquel instante miembro del País de los Elfos. –Y así será. Yo tengo esta espada en las manos, soy su legítimo dueño, puedo usarla, y te garantizo que con ella derrocaré a Mauro y conquistaré el trono de los elfos para la dinastía Dodet, con la ayuda de Fidor, de mi abuelo, del águila y de todos aquellos elfos de buena voluntad que no estén conformes con la tiranía de Mauro.
El rostro de Kunat parece iluminarse y ver una salida a su situación.
-Príncipe, apelo a tu generosidad como futuro rey de nuestro país, y, en este momento, voluntariamente, te juro fidelidad eterna, como hice con tu abuelo y tu dinastía.
Kunat se arroja al suelo y hunde la cabeza en la tierra en señal de sumisión.
Ab’Erana, sorprendido, mira a Fidor, sin saber qué decisión adoptar.
-Príncipe, en virtud del juramento que acabo de hacer, prometo serte fiel hasta la muerte y dar mi vida por la tuya. Los soldados podemos tener nuestras opiniones personales pero estamos obligados a servir a quien ostenta el mando y nos paga, por ese motivo sirvo al rey actual. Mauro no es un buen rey y entregará nuestro país a los repugnantes trolls, como dice Fidor. El día que eso suceda todos nos convertiremos en esclavos de esos monstruos asquerosos y hasta es posible que los soldados nos veamos obligados a defenderlos. Y no deseo ese final para mí, para mi familia ni para mi pueblo.
-También juraste fidelidad al rey Mauro y a su dinastía –recuerda Fidor, sin fiarse demasiado de las palabras del soldado.
-El rey Dodet murió y nunca apareció un predestinado para mantener la dinastía. Todos los soldados del país fuimos obligados a jurar fidelidad al nuevo rey. ¡Tú lo sabes! Mauro no consiguió sacar la espada encantada de su vaina y pese a ello fue designado rey por imposición de Murtrolls, rey de los trolls, como tú también sabes. Entonces juramos fidelidad, bajo amenazas, pero tales juramentos no pueden ser válidos por faltar la libertad de la que siempre gozamos los elfos. ¡Un juramento impuesto no obliga a nada! Hoy lo hago voluntariamente. Juro que digo la verdad.
-Estás en la misma situación, Kunat. Tampoco hoy gozas de libertad. Te ves amenazado por nosotros y tú mismo dices que un juramento obligado carece de validez.
-No es lo mismo, príncipe. Mauro obligó a jurar. Tú no has pedido nada en ese sentido. No me siento amenazado de muerte porque sé que un príncipe de la dinastía Donet jamás mataría a un soldado indefenso y lo mismo pienso con respecto a Fidor.
-Pese a tus palabras hay pendiente sobre ti una amenaza que te puede obligar a hacer lo que no deseas. Tu juramento puede estar viciado.
-Si falto al juramento de fidelidad que acabo de hacer a tu persona y a tu dinastía concito a todas las fuerzas del mal a que caigan sobre mí y mis descendientes hasta aniquilarnos y dejarnos expuestos a las alimañas del desierto. Fidor sabe que ningún elfo juraría en tal sentido si no estuviese dispuesto a cumplir su juramento.
Ab’Erana mira a Fidor esperando alguna señal.
-Es cierto lo que dice. Pero también lo es que hay desalmados a quienes poco les importan sus juramentos. ¡Y él lo sabe! Ponte de pie, Kunat, responde a algunas preguntas y ya decidiremos qué hacer contigo.
Kunat antes de enderezarse intenta besar los pies de Ab’Erana pero éste lo impide, ayudándole a levantarse.
-Dinos por qué frontera podremos entrar más fácilmente en el país. Necesito saber si hay lugares especialmente vigilados para impedir nuestra entrada –pregunta Fidor.
-Todas las entradas al país están vigiladas con instrucciones de detenerte y matarte en cuanto pongas los pies en tierra elfa, o antes, si es posible. Con tal finalidad salieron varios pelotones. En todas las ciudades del país hay pasquines indicando que estás condenado a muerte, autorizando a cualquiera que te encuentre a ejecutar la sentencia indicando que el ejecutor será generosamente recompensado. Te será muy difícil entrar. Por la frontera del oeste, prácticamente imposible, hay un centenar de soldados vigilando el paso de la Gran Cascada. Los mejores arqueros del país están allí apostados aguardando tu aparición.
-¿Sería mejor por Jündika o Ubrüt?
Kunat hace un gesto extraño.
-No lo sé. Dependerá de cómo se hayan desarrollado los acontecimientos en los últimos días.
-¿Qué quieres decir?
-Hay rumores insistentes en Varich de que Mauro piensa invadir el País de los Silfos, ignoro exactamente si lo harán por Jündika o por Ubrüt. Sé que muchos de mis compañeros han sido enviados en los últimos días a ambas ciudades, sin razones aparentes. Tienen prohibido hablar con nadie, pero, ya sabes, entre nosotros hablamos a veces y nos contamos cosas..., aunque estén prohibidas. Siempre sucede así. Todos somos amigos y sabemos que las movilizaciones implican peligros y guerras y que podemos perder la vida. Vinieron a despedirse de mí. Sospecho que se prepara una invasión contra el País de los Silfos, y forzosamente debe ser por Jündika o por Ubrüt. De ser ciertas esas noticias, ninguna de las ciudades serían lugares propicios para pasar. Creo que ya existían esos rumores cuando tú estabas en Varich.
-Días antes de salir de allí oí esos comentarios aunque no les di crédito dadas las buenas relaciones que siempre hubo entre silfos y elfos y el hecho de no haber acaecido ningún problema con los silfos en los últimos tiempos.
-Según las noticias difundidas por el entorno del rey, los silfos han alterado los límites fronterizos, apoderándose de parte de nuestro territorio y lo que pretende Mauro es recuperarlo. La mayoría de la gente sospecha que eso es simplemente una artimaña para justificar la invasión.
-¡Paparruchas! –grita Fidor, imitando a Cedric. –Es imposible que los silfos hayan actuado de ese modo tan estúpido. ¿Para qué quieren los silfos un trozo de montaña inaccesible de los elfos cuando tienen al sur de su país tierras sin cultivar? Son argumentos engañabobos.
-Es cierto, pero así son las cosas. Tú sabes que hay mucha gente que cree todas las noticias y patrañas que emanan del entorno del rey aunque sean absurdas. Los elfos que desconozcan el lugar pueden creer las patrañas de Mauro. Tú y yo conocemos la configuración de ese terreno y sabemos que eso es imposible.
-Así es. ¿Qué contestas a mi pregunta, entonces?
-A mi parecer, entre pasar por la frontera de Jündika o por Ubrüt me inclinaría por la segunda.
-¿Hay menos vigilancia allí?
-Como sabes perfectamente, Jündika y Ubrüt están muy lejos de Varich, separadas por el Desierto de las Calaveras. Ambas ciudades están como aisladas del resto del país, y solo disponen habitualmente de una guarnición de cincuenta soldados mal armados que se encuentran totalmente integrados en la población. Sin embargo, muchos de mis camaradas comentaron que saldrían camino de Jündika y esto me hace suponer que en esta ciudad se producirá una concentración de fuerzas para atacar a los silfos por este lugar.
-Pensé que sería mejor Jündika que Ubrüt –insiste Fidor.
-De no existir movimientos de tropas sería así. Sabes, como yo, que Jündika siempre fue partidaria de la dinastía Dodet y es la única ciudad del país no visitada por Mauro. Allí el príncipe encontraría todos los apoyos necesarios, pero... No sé que habrá ocurrido durante mi ausencia. El plan previsto era, al parecer, atacar por Jündika pero ignoro si se llevará o no a la práctica. De no ser por Jündika, el ataque tendría que ser forzosamente por Ubrüt. No hay más alternativas. Son los dos únicos puntos fronterizos por los que podrían atravesar los ejércitos. Todo dependerá de las últimas noticias.
-¿No me engañas, Kunat? –pregunta el príncipe mirando fijamente al soldado.
-Estoy a tu servicio, príncipe. Te he jurado fidelidad eterna como hice con tu abuelo. Confía en mí y no te arrepentirás. Te conduciré, además, por los caminos más convenientes para entrar en el país, por un lugar u otro, sin que nadie nos descubra y te ayudaré con todas mis fuerzas a la recuperación del trono y a conseguir la libertad de tu padre. ¡Te juro que no te engaño! Sé que me dejarás vivo, que te deberé la vida y siempre estaré a tu servicio.
-Llévatelo, Cedric, átalo al árbol y trae a otro –ordena Fidor. –Tú eres el más apropiado para este trabajo. Ante ti nadie osará protestar.
Cedric asiente y se lleva al elfo cogido por el cuello de la camisa que viste.
-Suéltalo, abuelo. No es necesario llevarlo así ni atarlo a ningún árbol. Kunat me ha jurado fidelidad y debemos confiar en sus palabras. Además, Picocorvo estará pendiente de sus movimientos. Si intentara huir sería lo último que haría en su vida y veo que tiene mucho apego a ella.
Fidor asiente; Cedric deja a Kunat junto a un árbol y se dirige a recoger a otro de los prisioneros.
-¿Qué te parecen las muestras de sometimiento de este soldado, príncipe?
-Tú tienes más experiencia que yo. Eres tú quien debes opinar en primer lugar; una vez conozcamos tu opinión decidiremos entre los tres lo más conveniente. Así lo escribió mi padre, ¿no recuerdas?
-Es difícil saber si dice o no la verdad. Es cierto que en nuestro país el juramento de fidelidad eterna es determinante en muchos casos, pero también es evidente que muchos que juraron fidelidad al rey Dodet XII, después se la juraron al rey Mauro.
-Pudieron tener sus razones. Muerto el rey Dodet y sin nadie que reclamara la continuidad de la dinastía, la gente quedaba liberada de sus juramentos anteriores. Ignoraban si mi padre estaba vivo o muerto. Era una dinastía extinguida sin posibilidad de continuidad.
-Es cierto. Hay indicios para creer que dice la verdad. También es cierto que la mayoría de los elfos no están conformes con el comportamiento canallesco del rey y que los habitantes de Jündika nunca aceptaron la legalidad impuesta por Mauro. Y en cuanto a la invasión del País de los Silfos no me extrañaría que fuesen ciertas las noticias que nos ha facilitado. Ya se comentaba en Varich esa posibilidad pero nunca creí que los rumores llegaran a convertirse en realidad. Esperemos a oír qué dicen los otros dos antes de adoptar una decisión definitiva.
-El problema será qué haremos luego con ellos. O confiar y llevarlos con nosotros, o...
-¿O qué? –pregunta Fidor, desconcertado y sorprendido, temiendo lo peor.
-No lo sé. No me gustaría hacerles daño –responde Ab’Erana, como si hubiese adivinado los pensamientos de Fidor. –No cree que ni ti ni yo seamos capaces de cometer una villanía.
-Nunca pensé en nada semejante. -Aun sabiendo que tenían la orden de matarme jamás pensé en responder del mismo modo. ¡Yo no soy Mauro! De todos modos me inclino a pensar que este Kunat ha sido sincero.
-Particularmente pienso que podemos confiar en él.
Los dos elfos restantes llamados Ludok y Llovis, confirman las palabras del llamado Kunat; los dos también piden clemencia pero ninguno de ellos se ofrece a servir incondicionalmente al príncipe, ni a Fidor, quizás debido a su acusado nerviosismo porque no dejan de temblar durante el interrogatorio. Sin duda, los dos esperan ser condenados a morir.
-Hay que decidir qué hacemos con ellos –dice Fidor, dirigiéndose al príncipe, una vez finalizados los interrogatorios.
-Kunat parece un elfo sincero y creo que podemos confiar en él. No sé qué decir de los otros dos. Están muy asustados aunque también me inclino a creerlos y pienso que seguirán los pasos de Kunat. No tengo ninguna experiencia en este tipo de cosas.
-De lo que no cabe duda es de que están asustados. Tal vez estén pensando en este momento que estamos dictando su sentencia de muerte –asegura Fidor. –Están temblando. No le quitan la vista al águila, ni a Cedric que parece les impone mucho respeto. Deben considerarlo un ogro capaz de devorarlos de un bocado.
-¿Tan mal aspecto tengo? –pregunta Cedric.
-Imagínate si tropezaras en un momento dado de tu vida con un individuo dos o tres veces más voluminoso que tú, con una boca como una cueva y unas manos descomunales. ¿Qué pensarías? ¿No temblarías, acaso, como estos soldados o como Ico, el del Arroyo, cuando lo sacó Ab’Erana del agua?
-Tienes razón. Si tropezara con otro hombre tres veces mayor que yo, sin duda temblaría de miedo ante la posibilidad de que me aplastara de un manotazo, como a una mosca.
-Eso es exactamente lo que les ocurre a ellos. Tienen miedo de ti, de Ab’Erana, de Picocorvo, e incluso de mí. Sus vidas están en nuestras manos. Son conscientes de que si esta situación se hubiese planteado ante Mauro, sus cabezas ya habrían rodado por el suelo. Es el castigo habitual que impone ese malvado. Pese a las palabras de Kunat, no sé qué esperarán de nosotros. ¿Cuál es tu opinión, Cedric?
El aludido reflexiona durante unos momentos, se rasca la cabeza y dice:
-Tres elfos desarmados no podrán hacernos mucho daño. –Creo que debemos incorporarlos al grupo.
-¿Qué decides tú, príncipe?
-Si estoy llamado a ser rey de los elfos no debo comenzar condenando a nadie y muchos menos a soldados de mi país que me juran fidelidad y obediencia eterna y se humillan ante mí del modo a como lo ha hecho Kunat. Debo ser magnánimo y creer en ellos –dice Ab’Erana, encogiéndose de hombros, como justificando sus palabras. -¿Qué clase de rey sería si mis primeras decisiones fuesen condenar a morir a mis propios soldados? A morir o a otras penas diferentes, sin tener certeza absoluta de sus intenciones. Coincido con mi abuelo. Debemos confiar en ellos.
Fidor clava la mirada en el príncipe, asiente con un movimiento de cabeza y dice:
-Tu padre me ordenó ser tu consejero y mentor, pero compruebo que estás capacitado para desenvolverte por ti mismo. Tus palabras son sabias y acertadas. No debemos condenar a nadie sin estar absolutamente convencidos de su culpabilidad. De todos modos no estará de más advertirles que estaremos vigilantes y que Picocorvo no los perderá de vista, de día ni de noche, y sabe adivinar los pensamientos. Deberías hacerles una demostración de tu poder sobre el águila para acentuar su respeto y su miedo.
-Así lo haré. Los tres soldados irán desarmados aunque ellos mismos cargarán con sus armas. Mi abuelo atará con unas cuerdas las tres espadas de forma que no puedan soltarlas fácilmente.
Al exponer a los tres soldados la decisión adoptada, Kunat se arrodilla ante Ab’Erana, le agradece que le perdone la vida y le reitera el juramento de fidelidad eterna. Los otros dos soldados imitan al compañero en todos los sentidos y promesas.
-Antes de marcharnos debemos enterrar a vuestro compañero muerto. Aquél parece un buen lugar para cavar una tumba –dice Ab’Erana señalando un terreno de tierra suelta. -Le ordenaré a Picocorvo que abra un agujero en el suelo.
Los tres soldados se mantienen expectantes al ver cómo el príncipe ordena al águila que abra un hoyo en el suelo, traslade el cadáver y lo deposite en el agujero. Pero su sorpresa no tiene límites al ver a Picocorvo realizar todas las órdenes recibidas, con rigurosa exactitud.
-Cubridlo vosotros con tierra y colocarle unas piedras encima para que no se lo coman las alimañas –ordena Fidor.
-Picocorvo puede adivinar vuestros pensamientos –advierte Cedric. –Tened mucho cuidado con lo que pensáis y no hagáis ningún movimiento en falso. Es muy suspicaz el águila y una vez adopta una decisión la cumple hasta el final. ¡Mucho cuidado!
La comitiva se pone en marcha. Los soldados caminan delante pero a cada instante vuelven la cabeza para mirar al águila que tampoco les quita ojos de encima.

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