sábado, 3 de mayo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET - NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XI de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)


CAPITULO X I

Jündika, ciudad elfa

1

La ciudad de Jündika está rodeada por una muralla de piedras de tres metros de altura, circunvalada a su vez por un foso de dos metros de profundidad y tres de ancho. Para seres diminutos como elfos y silfos la muralla es prácticamente inaccesible. Es, sin duda, la mejor ciudad amurallada existente en el país de los elfos, y en numerosas ocasiones en que fue asediada por invasiones ocurridas varios siglos antes, jamás pudo ser conquistada.
Las amenazas de invasión del País de los Silfos, vienen rumoreándose desde varios años atrás, prácticamente desde el comienzo del reinado del usurpador Mauro, pero jamás se produjo ni llegaron los hechos a la situación de aquellos momentos históricos. La desaparición de la espada encantada del rey Dodet, “robada por Fidor al pueblo elfo”, según versión del rey, y los rumores sobre la existencia de un príncipe de la dinastía Dodet, hacen resurgir esperanzas en la comunidad elfa sobre la posibilidad de que el desconocido miembro de la dinastía Dodet, pretenda recuperar el trono. Al comenzar aquellos rumores, mucha gente recordó que cuando la princesa Erana regresó a la Tierra de los Hombres, iba embarazada. Los elfos de más edad y mejor memoria piensan que debe existir un príncipe o princesa de unos dieciocho o diecinueve años de edad, que, sin duda, tiene derechos al trono del país.
Uno de los consejeros de Mauro, ante la insistencia de los rumores y el hecho de la desaparición de la espada encantada, advierte al rey sobre la conveniencia de buscar algún argumento para distraer la atención de la población, en tanto se localiza al desconocido príncipe o princesa.
Días antes, Murtrolls habla con Mauro y le da a conocer detalles concretos de su idea de construcción de un imperio que estará formado por los tres países limítrofes, el de los Trolls, el de los Elfos y el de los Silfos. Le dice que está madurando la idea y que cuando lo tenga todo decidido será el momento de actuar. Es en ese momento cuando Mauro piensa seriamente en la posibilidad de llevar a efectos la invasión del país vecino. Piensa que una guerra será la mayor preocupación para los elfos porque casi todas las familias se verán implicadas y se olvidarán de la existencia del príncipe o princesa desconocidos, y, al propio tiempo, podrá prestarle un buen servicio a su mentor, el rey Murtrolls, facilitándole sus ansias expansionistas. Con toda seguridad le agradecerá la presentación en bandeja de plata del país vecino. Hay otra razón. Alguien del entorno de Mauro le ha comentado la existencia de una princesa silfa llamada Radia, hija del rey Kirlog I, de una belleza sin igual y que en caso de conseguir desposarla, el reino de los silfos caería en su poder como fruta madura. Desde entonces la idea de aquella princesa desconocida va tomando forma en la mente retorcida de Mauro, que, poco después, la pide en matrimonio al rey Kirlog II. Previa consulta con su hija, Kirlog contesta que la princesa es muy joven aún y no accede a contraer matrimonio con un elfo que le triplica la edad. Los gritos de Mauro ante aquella negativa llegan a los lugares más alejados del reino. Amenaza a Kirlog II y a la familia real silfa con males sin fin y, fiel a su forma de actuar, piensa que lo mejor es apoderarse de la princesa por la fuerza. La invasión del país le servirá para congraciarse con el rey Murtrolls y el rapto de la princesa supondrá la satisfacción de un vehemente deseo personal. Solo dos o tres colaboradores conocen estos pensamientos íntimos de Mauro. Pero los tentáculos de Murtrolls llegan a todas partes.
La mayoría de los consejeros desconocen los verdaderos sentimientos de Mauro. Tampoco están al corriente de sus conversaciones con el rey Murtrolls. En el entorno del rey se corre la voz por los servicios de información que los silfos han alterado la frontera e invadido el territorio elfo y hay que expulsarlos. Para ello lo mejor es invadir el país y darles un escarmiento que no olviden jamás.
En sus conversaciones privadas, casi todos los consejeros se muestran contrarios con aquella decisión que consideran descabellada, pero, como siempre sucede en supuestos semejantes, nadie se opone de forma directa. Tienen miedo a las represalias de Mauro, terribles cuando alguien intenta contradecirle. Hay comentarios más o menos claros, pero solo eso y nunca llegan a conocimiento del rey. Comienzan los preparativos y en muy pocos días grandes contingentes de soldados salen de Varich y de otras ciudades del norte, y oficialmente todos ellos ponen rumbo a Jündika con intención de acampar en la ciudad y en sus alrededores, aunque no todos llegan a su destino. En un punto determinado, el contingente de soldados se divide en dos partes, una sigue hacia Jündika y la otra toma un rumbo desconocido que solo conoce el jefe que la manda.
Tres días después de la salida del contingente principal de tropas, el rey Mauro en persona abandona Varich, la capital del reino, al frente de un reducido grupo de soldados elfos y otro más numeroso de soldados trolls, enviados por el rey Murtrolls para colaborar en la invasión. La misión de estos últimos, participar en la invasión y, en parte, garantizar el resultado de la operación, dada la creencia generalizada de que los trolls son invencibles. La expedición real atraviesa el Desierto de las Calaveras y alcanza los alrededores de Jündika cuando el grueso de las tropas ya se ha asentado en un campamento en los alrededores de la ciudad. Se destaca un pelotón de soldados al mando del prestigioso general Calabrús que debe entrar previamente en la ciudad para rendir honores militares al rey Mauro.
El plan previsto, organizado desde Varich, es el de ocupar Jündika, hospedarse el rey y los altos dignatarios en los diferentes palacios de la ciudad y buscar el acomodo de la tropa en los lugares previstos por el delegado real, en las afueras del recinto amurallado, en una explanada existente entre la ciudad y la frontera. El delegado real dicta un bando dando las instrucciones precisas para que la acampada de la soldadesca se desarrolle sin incidente alguno, prohibiendo la entrada de soldados en la ciudad.
Pero la ciudad de Jündika que nunca fue partidaria del rey Mauro, ve en aquel planteamiento un ataque directo a su soberanía. Al tener conocimiento la población de las pretensiones del rey se producen manifestaciones violentas contra aquella decisión adoptada en secreto, sin el consentimiento previo de los habitantes de la ciudad que en ningún momento son consultados. Los habitantes de Jündika no quieren la guerra contra los silfos ni quieren ver al rey en su ciudad.
Al llegar el general y el pelotón de soldados a una de las puertas de Jündika, encuentran el puente levadizo bajado y una segunda puerta cerrada. Nadie responde a las llamadas. Cuando mayor es el desconcierto de los recién llegados, se abre una rendija y sale por ella un personaje tembloroso y pálido como un muerto. Es el delegado real. Avanza unos pasos en dirección al jefe que manda las tropas. A su espalda queda el puente, las murallas y mucha gente armada mirando desde las almenas, guardando un inquietante silencio.
-Las puertas de la ciudad están cerradas, general –dice el delegado real, con un encogimiento de hombros, demostrando su impotencia. –La gente se ha apoderado de las armas, han detenido a los soldados de la guarnición y están dispuestos a morir antes que permitir la entrada del rey Mauro y los soldados en la ciudad. Especialmente al tener conocimiento de que hay trolls entre los soldados del rey se han encrespado los ánimos. No quieren ni verlos.
-¿Qué? –pregunta el general con el rostro congestionado y descompuesto. -¡Esto es inaudito! ¡Inconcebible! ¡Informaré de inmediato al rey! Me temo que ordene la destrucción de la ciudad y la muerte de todos los ciudadanos rebeldes.
-He hecho todo lo posible por disuadirlos, general. He amenazado con las mayores desgracias para la ciudad, con un nuevo aumento de impuestos, con la ejecución de los cabecillas... Ha sido imposible convencerles.
-Mauro se pondrá furioso cuando lo sepa y veo peligrar tu cabeza, delegado. ¿Cómo has permitido la rebelión de la población y el apoderamiento de las armas?
-Tú sabes como yo que esta ciudad siempre fue partidaria de la dinastía Dodet y enemiga del rey Mauro. Aquí corren rumores sobre la existencia de un príncipe de esa dinastía, desconocido para todos, que aseguran recuperará el trono para la familia Dodet y están encantados con tal posibilidad.
-¿De dónde ha salido esa burda historia? ¡Es una majadería! –grita el general Calabrús, indignado, en un intento de desmentir una noticia por todos conocida.
-Alguien vino de Varich y comentó lo ocurrido con el carcelero del príncipe Ge’Dodet. Mucha gente ignoraba qué había ocurrido con el príncipe. Creían que había muerto junto a su padre y ahora, al saber que vive y que está preso en las mazmorras de Mauro desde hace varios años, la noticia ha exaltado los ánimos de sus partidarios y han contagiado a los indiferentes. Además, se habla de una carta que Ge’Dodet ha enviado a su hijo junto con la espada encantada del rey Dodet, a través de un amigo llamado Fidor. Se han encrespado los ánimos de los partidarios de la dinastía Dodet y este es el resultado. No quieren abrir las puertas de la ciudad al rey Mauro, al que llaman usurpador. Aún hay mucha gente que recuerda que la esposa del príncipe Ge’Dodet, humana de la Tierra de los Hombres, estaba embarazada cuando salió del país. Tú la recordarás como yo. Se llamaba Erana.
-¡Claro que la recuerdo! Pero eso sucedió hace veinte años y nunca se oyó hablar de ella ni de ningún hijo del príncipe.
-Parece ser que existe. Es raro que no conozcas esos rumores cuando precisamente provienen de Varich.
-Bueno... Algo he oído decir, pero en el entorno de Mauro nadie se atreve a hablar de ese tema. Es tabú. Y te aconsejo que no lo hagas porque es asunto que irrita especialmente al rey. Cuéntame con todo detalle qué ambiente se respira en Jündika.
El delegado real hace al general una exposición detallada de la situación, cargando las tintas para justificar su comportamiento.
-Está bien, espera aquí. Procuraré calmar al rey, aunque no respondo de cual pueda ser su reacción. Sabes que te aprecio por ser pariente de mi esposa y que fui yo precisamente quien gestionó tu nombramiento y no deseo tu mal. Si me ves regresar y en un momento determinado alzo la mano, huye al interior de la ciudad, porque será señal inequívoca de que traigo malas noticias para ti. Para tu cabeza. Pero no comentes esta advertencia con nadie porque podría costarme la mía.
El delegado real asiente y le da las gracias. Está intensamente demacrado.
Cuando el general Calabrús le da la noticia al rey Mauro, éste pierde el color y monta en cólera. Luego nota cómo la sangre le sube a la cabeza y le irrita de tal manera que pierde el control por completo. Es una noticia demasiado grave para un rey que se sostiene en el poder gracias a una inusitada violencia. Grita, vocifera, amenaza y ordena que ahorquen al delegado real colgándolo de un árbol frente a la puerta de la ciudad para ejemplo y advertencia de la población y comuniquen los heraldos que al finalizar la invasión del País de los Silfos atacará la ciudad hasta destruirla, pasando a cuchillo a todos sus habitantes.
Uno de sus generales le pide tranquilidad, con estas palabras:
-Majestad, debéis moderaos. El enemigo puede tener espías y saber lo que ocurre con los habitantes de Jündika. Pretenderá aprovecharse de la situación. Debemos aparentar que existe una completa normalidad. La explanada existente entre la ciudad y el puesto fronterizo, donde ya se encuentran estacionadas las tropas, es un lugar propicio para montar el campamento de vuestra majestad, es necesario comportarse con absoluta normalidad por el bien de todos. Una vez finalizada la campaña contra los silfos será el momento de ajustarles las cuentas a los habitantes de Jündika y hacerles tragar su osadía. Todos sabemos que en Jündika son partidarios de la dinastía Dodet pero nunca pensé que llegasen a esta situación de rebelión declarada.
-¿Y el delegado real? ¿Qué ha hecho ese imbécil para permitir llegar a esta situación sin informarnos? –grita el rey.
El general Calabrús habla y dice:
-Se ha visto desbordado por los acontecimientos, majestad. Al parecer vino alguien desde Varich e informó de lo ocurrido con el carcelero y las cartas que Ge’Dodet entregó al traidor Fidor. Parece ser que ese fue el fulminante de la rebelión. La gente ocupa las almenas de las murallas gritando contra la monarquía que representa vuestra majestad y pidiendo la libertad de Ge’Dodet. Según el delegado real toda la población de Jündika está en la calle manifestándose contra la prisión del príncipe, contra la invasión de los silfos, amigos de toda la vida, y aseguran, además, que los silfos no han ocupado ni un metro de terreno de territorio elfos. La situación es muy grave. Es prácticamente imposible entrar en Jündika en estos momentos.
Mauro se encoleriza contra los ciudadanos de Jündika que, una vez más, se oponen a él. Aquella situación la achaca a la intervención de los silfos y su decisión de arrasar el país vecino se acentúa con el paso de las horas.
-Calabrús, encárgate de que ahorquen al delegado real, como he dicho, para ejemplo de los demás. -¡Quiero verlo colgado de un árbol antes de abandonar este lugar! ¡Ahora mismo!
El aludido asiente y regresa a las puertas de la ciudad donde le espera tembloroso el delegado real pendiente de las manos del general. Inesperadamente, Calabrús levanta la mano derecha para ordenar algo a los soldados que le acompañan, momento que aprovecha el delegado real para retroceder, cruzar el puente y acercarse al segundo portón de entrada a la ciudad.
-¡Detened al delegado y ahorcarlo! –grita Calabrús cuando el delegado corre en dirección a la puerta de la ciudad. -Es una orden del rey para que sirva de ejemplo a los ciudadanos de Jündika y sepan el final que les espera por su desobediencia.
El delegado real tropieza y cae sobre el puente a menos de un metro del portón y en el mismo instante aparecen en las almenas numerosos elfos armados con arcos y flechas apuntando a los soldados del general Calabrús.
-Si tocáis a ese elfo, moriréis todos –advierte el cabecilla desde la almena. -¡Abridle las puertas al delegado!
El aludido, a gatas, alcanza los portalones y desaparece a través de la rendija de la puerta.
Mauro, al ver lo sucedido, monta en cólera contra el general Calabrús y amenaza desaforadamente pero nada puede hacer en aquel momento.
Ante aquel nuevo revés, y siguiendo los consejos de sus generales, el rey decide establecer su campamento fuera del recinto amurallado, en la explanada existente entre la ciudad y el puesto fronterizo.
La tienda de campaña de Mauro se sitúa en el centro del campamento. Alrededor se encuentran los pabellones de los soldados elfos y en la parte exterior, más cercana a la raya fronteriza, las tiendas ocupadas por los trolls, siempre dispuestos a ser los primeros en el combate y a la utilización de la guerra sucia, como seres miserables, repugnantes y asquerosos que son. En realidad no se aprecian signos de camaradería entre elfos y trolls y aquellos soportan a éstos por pura conveniencia y porque forman una guardia pretoriana del rey.
En el campamento, dominada la soldadesca elfa por el nerviosismo y el temor natural previo a las batallas, todos son preparativos. Los soldados revisan sus arcos y flechas, de mala gana; afilan sus espadas; preparan sus cotas de mallas; gritan y maldicen desaforadamente contra todo cuanto se interpone ante ellos; se oye el entrechocar de espadas de aquellos que se entrenan para el combate; en fin, un maremagnun de fácil interpretación. ¡La guerra! No obstante, la alegría brilla por su ausencia porque muchos saben que morirán sin saber por qué. Da la impresión de un malestar generalizado por parte de los soldados elfos. Como si aquellos elfos no desearan la guerra contra los silfos, y mucho menos que disfrutaran con unos aliados tan feroces como los trolls. Sin duda consideran que los silfos siempre fueron aliados y amigos, y los trolls, enemigos irreconciliables, aunque en aquel momento se hayan cambiado las tornas por decisión unipersonal del rey Mauro.
Los trolls se limitan a permanecer recostados en el suelo o contra las piedras, dominados por una indolencia absoluta, abrazados a sus garrotes de pinchos, como si fuesen sus novias o esposas. Estos individuos, aunque llevan espadas al cinto prefieren el garrote con un clavo en la punta cuando se trata de luchas de la naturaleza que se avecina.
Buena parte de los soldados esperan temerosos la orden de entrar en combate, que según comentarios se producirá de un momento a otro, pero también, y, al mismo tiempo, muchos de ellos tienen la esperanza de que la orden fatal no llegue a producirse, especialmente los soldados casados y con hijos; otros desean la rendición de los silfos a la vista del poderoso ejército elfo, para evitar la guerra, y entrar a saco en el país vecino, sin peligro alguno. Y casi todos se preguntan por el motivo de aquella guerra que carece de razones objetivas que la justifiquen, que más bien supone un empeño personal del rey en apoderarse de la princesa Radia y parte del territorio vecino, conscientes de que los silfos no han invadido ningún terreno ajeno. Y en medio de aquel maremagnun de noticias, los insistentes rumores de la existencia de un príncipe de la dinastía Dodet que puede manejar la espada encantada del rey Dodet, corre como un río desbordado y preocupa a los soldados de mayor edad que conocieron la eficacia de esa espada.

2

Los militares de alta graduación del País de los Silfos informan al príncipe Ab’Erana, a Cedric y a Fidor sobre las medidas adoptadas para la defensa de la frontera y el hecho significativo de que los habitantes de Jündika han cerrado las puertas de la ciudad al ejército elfo. Esta noticia enardece a Ab’Erana y a Fidor por el significado simbólico que puede tener para sus proyectos. Es una demostración palmaria de que, llegado el momento crucial, los habitantes de Jündika estarán de su parte y podrá contar con ellos para la reconquista del trono.
Los generales les muestran luego una zanja construida tres años antes a unos cincuenta metros del puesto fronterizo silfo, en la llamada Tierra de Nadie, que las autoridades del país prepararon en otra ocasión en que hubo amenazas de Mauro contra ellos. Cedric aconseja que una cuadrilla de operarios se introduzca en la zanja para profundizarla un poco más. Lo hacen aprovechando la oscuridad de la noche para sacar la tierra, y tanto él como Ab’Erana se ofrece a colaborar en la excavación, si les entregan una pala de mayor tamaño que las usadas por los silfos, lo que no es posible, aunque sí colaboran en sacar las tierras de las zanjas lo que hace avanzar los trabajos considerablemente. Cedric hace algunas observaciones para una mayor eficacia y especialmente decide colocar en el mismo borde de la zanja, por el lado más cercano a la frontera silfa, una serie de peñascos voluminosos que él mismo coloca durante la noche para evitar que los enemigos puedan observar los preparativos de la defensa.
Aquella noche hay una frenética actividad en la frontera silfa y en la llamada Tierra de Nadie más cercana a dicha frontera, amparados en la oscuridad y silencio, siendo la colaboración prestada por los dos hombres de enorme eficacia dada su fuerza física, infinitamente superior a la desarrollada por los diminutos silfos.
Durante todo el día siguiente continúa la actividad en el interior de la zanja, mientras Ab’Erana y Cedric se mueven constantemente de un lado a otro por la Tierra de Nadie, para que los enemigos puedan verlos desde el lado de Jündika. En algún momento, Cedric avanza hasta el centro de la explanada neutral levanta el bastón nudoso y amenaza a los que se encuentran en el lado de los elfos con intención de impresionarles y hacerles desistir de la invasión.
-¡Ay de quien intente llegar aquí y se ponga al alcance de mi bastón! –grita a toda voz. -¡No dejaré títere con cabeza! ¡Mauro el usurpador no olvidará su derrota mientras viva!
Aquella noche el rey Kirlog II, pese a la preocupación que embarga a la familia real y a todo el pueblo, decide invitar a una cena a los huéspedes que tan febrilmente han estado trajinando durante la noche anterior y todo el día en los preparativos para la defensa de la ciudad.
Una simple cena, sin etiquetas ni protocolos, algo que habría resultado inadmisible a los ojos de los ciudadanos, ante la inminencia de la guerra. El rey da a aquella cena un pomposo nombre muy significativo y descarnado, quizá para que la gente no se llame a engaño: “comida de trabajo y despedida de los que, sin duda, morirán y dejarán de estar entre nosotros, quizá yo mismo y mi propia familia”. Asiste a la cena buena parte de la población, concretamente todos los que caben en la plaza, pese al intenso frío reinante. Se encienden hogueras para combatir el frío; se reparten fiambres y bebidas calientes. No hay alegría y sí caras tristes y despedidas sutiles porque la mayoría está de acuerdo con las palabras pronunciadas por el rey de que aquella es una cena de despedidas. Quizá sea el último acto de ocio y recreo que pueden celebrar en su vida muchos de ellos ante la tormenta que se avecina y mentalmente piensan que pueden perder la vida en aquella batalla provocada de forma injusta por un rey malvado y miserable.
Asiste a la cena la familia real al completo, compuesta por el rey Kirlog II, su esposa Patra, y sus dos hijas, Quiva, la mayor, y Radia, la pequeña, ésta de una belleza inigualable y de altura desproporcionada para su raza, que sobrepasa la cabeza al resto de los silfos asistentes.
Ab’Erana queda deslumbrado al ver a Radia, por su belleza y simpatía, por su altura que le llega al hombro y su agradable conversación durante largo rato sin ningún tipo de protocolo. Hay desde el primer instante una corriente de simpatía recíproca entre ambos jóvenes, sentados a la mesa uno junto al otro, como si alguien hubiese querido forzar el destino de alguna forma. En realidad es la primera vez en su vida que Ab’Erana mantiene una conversación con una chica joven y hermosa y queda vivamente impresionado. En aquel momento, su odio hacia el rey Mauro se acrecienta al imaginarlo poniendo sus manos sobre la princesa.
Durante la cena llega un emisario desde la frontera y entrega a Kirlog II un mensaje. El rey lo lee en silencio ante la expectación de los asistentes más cercanos que, por la expresión del monarca, se aperciben de la gravedad de la situación. Luego, el rey, abandona la mesa y convoca a una reunión urgente a varios miembros de su corte, y, además, a Fidor, Ab’Erana y Cedric, sus nuevo aliados. Al estar todos reunidos, Kirlog entrega el mensaje a uno de sus colaboradores para que lo lea en voz alta.

-“Del rey de los elfos, Mauro I, al rey de los silfos, Kirlog II.
“Majestad, soldados de vuestro país han ocupado, en un acto reprobable, parte del territorio elfo sobre las montañas fronterizas, sin duda por orden de vuestra majestad, en una maniobra provocadora. También hemos tenido noticias de la colaboración que los silfos han prestado al traidor Fidor para que procediera al robo de la llamada “espada encantada” expuesta en la Torre Siniestra en la ciudad de Varich y en los actos de enemistad contra mi monarquía influyendo en la gente de Jündika a favor de la extinguida dinastía Dodet. Ni mi pueblo ni yo podemos consentir semejantes atropellos. Le conmino a que de forma inmediata aleje de la frontera sus tropas a fin de que pueda atravesar el ejército elfo y ocupar la parte usurpada, y entregue al traidor Fidor, si es que se encuentra en su país. De no hacerlo así, los soldados elfos, en cualquier momento, entraran a saco en el País de los Silfos, arrasando cuanto encuentren a su paso y vuestra majestad será el único responsable de lo que suceda.
Únicamente estaría dispuesto a retrasar la invasión si me entregáis como rehén a vuestra hija, la princesa Radia, en garantía de la devolución de los terrenos usurpados, la entrega del traidor Fidor, y un bando de reconocimiento de culpa por vuestra injusta intervención en la ciudad de Jündika.
Mauro I, rey de los elfos”.

-¡Está loco!
-No, majestad, no está loco. Ese individuo es un tramposo y un degenerado –advierte Fidor.
-Señores -grita Kirlog II, enfurecido. -Los silfos no hemos ocupado jamás territorio elfo, ni hemos prestado ayuda a Fidor para apoderarse de la espada encantada del rey Dodet, ni hemos influido en la población de Jündika en ningún sentido; y él lo sabe perfectamente. Sin embargo, tiene la desfachatez de pedirme que le entregue a mi propia hija como rehén. Pretendió desposarla y al recibir la negativa de mi hija y mía, pretende apoderarse de ella con malas artes, como un malhechor cualquiera. ¡Es un canalla!
-Es la forma de justificar una invasión injusta ante el pueblo elfo y los demás países del entorno –puntualiza Fidor. –Podrá decir que intentó evitar la guerra y que la intransigencia de los silfos le obligó a ello sin especificar que su planteamiento es falso y sus condiciones inaceptables.
-¿Qué haremos, Majestad? –pregunta un silfo que por su apariencia debe ocupar un alto cargo militar en el reino.
-¿Qué haremos? ¡Defender nuestro país, general! Si cedemos a los deseos de Mauro y nos retiramos de la frontera, entrarán a saco y arrasarán la ciudad sin miramiento alguno. Es un miserable. Nos defendamos o no, el final será idéntico. Él ha tramado su plan y desea llevarlo a efecto. Ya conocemos la forma de actuar de los trolls. Con esa gentuza no valen rendiciones ni compromisos. Son demonios que no respetan absolutamente nada. Así fue siempre a lo largo de la historia. Si vamos a morir al menos hagámoslo con dignidad. Nos defenderemos hasta la muerte. Además de nuestras fuerzas, contamos con la ayuda inestimable del príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, que tiene en su poder la célebre espada encantada del rey Dodet, y también con la ayuda de su abuelo Cedric, capaz de luchar contra cincuenta elfos a la vez.
-Organizaremos la defensa del país –dice el general. –Según nuestro servicio de información todas las fuerzas del rey Mauro están concentradas en las inmediaciones de Jündika, lo que viene a significar que será por ahí por donde se produzca el ataque. De inmediato ordenaré poner en alerta el llamado Plan Topo.
-Haz lo que sea necesario, general. No quiero soldados elfos, ni mucho menos trolls, pisando nuestra tierra. Si llegan a entrar tengo la seguridad de que será una auténtica catástrofe para nuestro pueblo. Para todos. Arrasarán todo lo que encuentren a su paso. Casas y vidas. No quiero ni pensarlo siquiera.
Kirlog hace una pausa, apesadumbrado, se pasa las manos por el rostro, permanece unos minutos en silencio ante las miradas expectantes de sus acompañantes y luego, fijando su atención en Ab’Erana, le dice:
-Príncipe Ab’Erana. Ya has oído la pretensión de Mauro con respecto a mi hija Radia. ¡Es un miserable! Tú, con la espada encantada del rey Dodet, tienes todas las posibilidades de salir airoso y continuar vivo aun en caso de la catástrofe general que se cierne sobre mi pueblo. Voy a hacerte una petición que es al mismo tiempo súplica de un esposo y padre acongojado. A ti te encomiendo la vida y seguridad de la reina y de las princesas. ¡Júrame que las defenderás con todas tus fuerzas!
Se produce un silencio impresionante ante aquella petición y todas las miradas se concentran en Ab’Erana. El joven piensa que en pocos días un príncipe apresado y un rey atemorizado le echan una pesada carga sobre la espalda que ignora si podrá soportar.
-Las defenderé hasta morir si es preciso, majestad –promete Ab’Erana sacando la espada de su vaina y elevándola hacia el cielo. -¡Lo juro sobre la espada de mis antepasados!
-Gracias, príncipe. Confío en tu palabra y sé que lo harás si llega ese momento. Vamos. Debemos estar preparados para lo peor.
-¿Cuál es ese Plan Topo, exactamente? –pregunta Ab’Erana.
-Son las zanjas disimuladas que se profundizaron ayer y anoche a lo largo de la frontera, que, pensamos, dificultarán el paso de los invasores. Exactamente donde Cedric y tú colocasteis las piedras y los espinos para esconder tras ellas a nuestros soldados –aclara el general. -Entre nosotros le llamamos Plan Topo.
-Nuestra frontera con los elfos nos favorece –continúa diciendo el rey, en un intento de auto convencerse. -Salvo por los pasos de montañas es imposible entrar al país. Es un terreno tremendamente escabroso que imposibilita la marcha de un ejército. Tendrán forzosamente que atravesar la Tierra de Nadie o intentarlo por Ubrüt. Si lo intentan por esta última frontera lo conseguirán sin esfuerzo alguno porque Grandollf no está preparada para rechazar a los invasores.
-Todo parece indicar que lo intentarán por Jündika, único punto en el que han concentrado sus fuerzas. Según nuestras informaciones no hay movimientos de tropas en la otra frontera, o, al menos, no se han detectado por nuestro servicio de información –comenta uno de los generales.
-Bueno –dice Cedric, rascándose la cabeza-. Esas piedras no están allí colocadas para que se oculten tras ellas los soldados silfos sino para empujarlas cuando los trolls hayan caído en las zanjas y machacarlos.
-¡Magnífico! ¿Cómo no lo dijiste antes, Cedric? –pregunta el rey.
-Era una sorpresa de última hora.
-Muy bien. De todos modos no debemos dejar sin respuesta esta nota. De hacerlo, Mauro pensará que acatamos sus órdenes o que nos sentimos asustados. Escribano, -ordena el rey en un momento de decisión-, escribe un mensaje para el rey Mauro con el texto que voy a dictarte:

“Del rey de los silfos, Kirlog II, al miserable rey de los elfos, Mauro, también conocido como ‘el usurpador’.
“Sabed que nunca el pueblo silfo invadió territorio de los países colindantes. Tampoco lo hizo esta vez con el País de los Elfos, pueblo amigo y respetado de toda la vida mientras reinó la honorable dinastía Dodet. Tampoco prestó ningún tipo de ayuda a Fidor ni promovió la rebelión silenciosa de los habitantes de Jündika contra nadie.
“Tanto mi pueblo como su rey tenemos el sentimiento de que al acusarnos solo buscáis una excusa burda para invadir nuestro país.
“Estamos preparados para rechazar la invasión si llega a producirse. Quiero advertiros que contamos con la inestimable ayuda del príncipe Ab’Erana, hijo del príncipe Ge’Dodet, armado con la espada encantada del rey Dodet, y su abuelo Cedric, capaz de luchar contra cincuenta elfos, o veinte trolls, a la vez, y vencerlos, y la estrecha colaboración de Fidor, a quien no pensamos entregar.
“No encuentro palabras adecuadas para responder a la miserable petición de rehén sobre mi propia hija. ¡No tenéis dignidad ni vergüenza! Sois un individuo miserable y asqueroso.
“Mi pueblo y yo os requerimos para que desistáis de vuestro empeño antes de que corra la sangre de nuestros soldados.
Kirlog II, rey de los silfos”.

-¿Es aconsejable decirle a Mauro quienes somos? –pregunta Cedric.
-Creo que sí. Además, os han visto cada vez que salisteis a la Tierra de Nadie y deben sospechar vuestra identidad –responde el rey.
-Cuando se corra la voz de la presencia del príncipe en las filas silfas, muchos soldados desertarán y le darán la espalda a Mauro como, al parecer, han hecho los habitantes de Jündika.
-Imagino que las autoridades ocultarán a los soldados el contenido de esta nota para que desconozcan la presencia del príncipe Ab’Erana, –comenta uno de los militares.
–Parece obvio que así sea. Esa noticia puede ser perjudicial para ellos –aclara otro.
-¿No habría forma de acercarse al centro de la Tierra de Nadie y gritar que el príncipe Ab’Erana con la espada encantada del rey Dodet está con nosotros? –pregunta el rey.
-Si alguien pudiese dejar hojas informativas en la frontera y en las calles de Jündika para que todos sepan que el hijo del príncipe Ge’Dodet, armado con la espada encantada, está dispuesto a luchar contra Mauro para impedir la invasión de nuestro país y tratar de recuperar el trono de los elfos, sería un golpe magistral y tal vez definitivo para que ese loco desista de su idea –comenta uno de los consejeros del rey.
-Es cierto. El país está muy descontento con el rey Mauro. Si la gente ve la posibilidad de librarse de él, quizá presten ayuda para la restauración de la antigua monarquía –dice otro de aquellos personajes.
-Esa maniobra informativa quizá pudiese evitar la guerra –aventura Fidor, mirando fijamente a Ab’Erana.
-Será imposible enviar a ningún soldado al territorio enemigo y menos aún a Jündika, quizá algunas flechas con mensajes pudiese ser una solución –apunta alguien.
-Bien, más adelante trataremos de ese asunto. Ahora, si estáis de acuerdo con la respuesta al mensaje de Mauro, de inmediato saldrá un mensajero para llevarlo a la frontera y entregarlo a los soldados enemigos. ¿Qué decís?
-¿No será contraproducente provocarlo, llamándole usurpador y miserable asqueroso, en la situación en que nos encontramos? –pregunta otro de los asistentes.
-Quizá lo sea, pero conviene demostrarle que no tenemos miedo –reconoce el rey Kirlog. –Además, esos apelativos le ofuscarán y es posible que cometa errores. De todos modos él debe tener ya decidido invadirnos sea cual sea nuestra respuesta. ¿Hay alguna objeción más?
-No es ninguna objeción, majestad, pero ¿no sería preferible enviar el mensaje al amanecer? De hacerlo ahora podrían atacar durante la noche y...
-Tienes razón. Enviaremos el mensaje al amanecer cuando tengamos a nuestros soldados en orden de combate. Lo que sí haremos ahora mismo es informar al pueblo de la decisión adoptada y le pediremos que esté preparado porque la guerra puede desencadenarse en cualquier momento si Mauro persiste en su idea, de lo que no tengo la menor duda. Daremos por finalizada la cena, le diremos a los soldados que se concentren en la frontera y que el resto de la población se recluya en sus casas y tenga las armas al alcance de la mano. Ya celebraremos más adelante el triunfo final –dice Kirlog II, intentando transmitir a los demás una euforia de la que internamente carece. –Tengo la seguridad de que, con las ayudas de última hora, venceremos.


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