viernes, 28 de marzo de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET-NOVELA

Aunque no dispongo de noticias del interés que haya producido esta idea, -salvo un comentario de Yoli, que le agradezco- transcribo a continuación el Capítulo II de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150.


CAPÍTULO I I

Una extraña presa y una historia

1

Ab’Erana llega al límite norte del bosque. Al acabar el arbolado se extiende ante él el páramo de tierras blanquecinas e inhóspitas, ligeramente ondulado, cubierto de matorrales y arbustos espinosos, sembrado de piedras y pedruscos irregulares. Un terreno típicamente estepario. Ni un solo árbol. Ni un manchón de verdor. Ni una casa. Ningún signo de vida humana se vislumbra en todo el lugar que abarca la vista. Ni siquiera de vida animal. Un terreno improductivo y de aspecto desagradable y deprimente. Una soledad casi opresiva que le encoge el ánimo. Solo un viento helado que proviene del norte sopla con fuerzas y parece dar un signo de vida a aquella soledad muerta; un viento que corta el aliento y le hace estremecer.
A lo lejos, al norte, se elevan unas montañas cuyas cumbres blanqueadas por las nieves invernales resaltan sobre el fondo del firmamento, o así parece en la distancia. Al oeste ve un frente de nubes negruzcas, presagio de tormenta en el bosque al anochecer. Lo sabe de otras ocasiones y decide regresar pronto para evitar que la tormenta le sorprenda en el camino.
-Picocorvo, -dice el muchacho, mirando intensamente a los ojos de la rapaz-, ya hemos llegado. Aquí debe haber conejos. Da una vuelta y trata de cazarlos. Conejos, o lo que sea. Lo que caces me lo traes para que lo vea. ¡No se te ocurra comer nada sin que yo lo examine primero! Por aquí hay serpientes venenosas, alimañas, que pueden envenenarte. ¡Cuidado con los lobos! Y no tardes demasiado. Mira aquellas nubes del fondo. Esta tarde tendremos tormentas y debemos regresar pronto.
El águila sostiene fija la mirada del chico mientras le habla, como si efectivamente entendiera el significado de sus palabras; luego se concentra y vuela a las alturas haciendo círculos y planeando con los extremos de las alas hacia arriba dejándose llevar por las corrientes del aire helado que soplan y que en las alturas debe ser más frío aún. Ab’Erana lo ve dar varias vueltas sobre la vertical donde se encuentra, como despidiéndose de él. Luego lo ve alejarse en dirección a las Montañas Nevadas que se vislumbran en el horizonte, hasta desaparecer de su vista.
En aquel instante Ab’Erana envidia la libertad del águila que puede ir a las montañas, o a cualquier otra parte, sin ninguna prohibición, como el viento, o como las nubes que llegan por el oeste, lo que él desea hacer ardientemente y no le permite su abuelo. Se recuesta sobre el tronco de uno de los últimos árboles del bosque y mira hacia las montañas. Permanece ensimismado durante unos minutos y echa a volar la imaginación pensando qué misterios habrá en aquellos montes lejanos a los que su abuelo no lo deja ir solo.
¿Por qué siente aquel deseo tan vehemente de ir hasta aquellas montañas desconocidas que le atraen con llamadas enigmáticas?
¿De dónde provienen aquellas voces silenciosas e insistentes que le incitan a ir hacia allá?
¿Qué relación puede tener él con las montañas, si es que tiene algunas?
¿Quién le llamará de ese modo?
¿Quién puede conocerle para llamarle así, por su propio nombre? “¡Ab’Erana, Ab’Erana, ayúdame!” Es la frase habitual que cree escuchar en su imaginación, de forma casi constante y permanente, durante día y noche, cuando tiene la mente en blanco y no hace nada en concreto que concentre su atención.
Es consciente de que cada vez se le hace más difícil resistir la atracción de aquellas voces desconocidas y enigmáticas que resuenan en su cabeza de muchas formas diferentes, pero resaltando con nitidez su nombre: “¡Ab’Erana!” “Y la petición de ayuda”. No son llamadas de alguien que se encuentra en peligro y llama a cualquiera, no son gritos a voleo por si alguien los oye. Le llaman a él expresamente, por su propio nombre, y le piden ayuda.
¿Por qué no puede él ser como el águila y alcanzar aquellas montañas para descifrar el misterio de aquellas voces?
Durante unos segundos permanece con la mirada perdida en el infinito. Las voces, casi gritos, resuenan en aquel momento en sus oídos, incitándole a correr, a ir a alguna parte que ignora cuál es, a ir no sabe dónde. Mantiene una lucha interior que le obliga a apretar los puños y a abandonar el tronco del árbol. Está decidido a ir, a correr hacia las montañas y averiguar el enigma, y cuando se dispone a obedecer las llamadas del subconsciente, de aquellas voces desconocidas, surge de repente la prohibición de su abuelo y su promesa de obedecerle, que pueden más que la tentación. Mueve la cabeza y se relaja dejándose caer de nuevo sobre el tronco del árbol.
El ruido de un enorme lagarto que cruza frente a él, a menos de dos metros, le hace dar un respingo y volver a la realidad.
Abandona el tronco del árbol definitivamente y reanuda la marcha lentamente por el límite del bosque, sin salir a terreno abierto, con intención de seguir a rajatabla los consejos de su abuelo y ocultarse ante cualquier eventualidad, presa propicia, o enemigo, que descubra por los alrededores. Ante él, la estepa inhóspita e interminable en la que se pierde la vista, permanece inalterable. Es imposible que pueda venir ningún peligro de aquella parte.
Camina pensativo y distraído. Las palabras de su abuelo le han dejado profundamente preocupado. Apenas se concentra en la caza. Solo tiene miradas para las montañas y a su alrededor por si surge algún peligro de los que le advierte su abuelo, que él ni siquiera puede imaginar. No ve nada. Levanta la mirada en busca de Picocorvo y no lo ve tampoco.
¿Por qué su abuelo le habrá dicho aquellas palabras tan enigmáticas y sorprendentes?
¿Qué promesas habría hecho su abuelo hace muchos años, y a quién, si viven solos, sus padres son desconocidos, carece de familia y no se tratan con nadie?
¿Qué quiso decirle su abuelo sobre la posibilidad de hacer ambos un viaje a las Montañas Nevadas, y para qué?
¿Es que las llamadas, acaso, provienen de allí y su abuelo lo sabe, porque las escucha también?
Si es así, su abuelo debe saber quien grita. Si lo sabe, ¿por qué no se lo dice?
Camina con ojo avizor y el arco dispuesto para disparar, sabiendo que las piezas saltan y desaparecen de la vista en un santiamén.
A unos doscientos metros de distancia del lugar en que se encuentra ve algo moverse junto a unos matorrales. No sabe qué es exactamente. Se acerca sigilosamente, ocultándose tras los arbustos y árboles del final del bosque. Está a menos de cincuenta metros de la presa. Avanza unos pasos más y se dispone a disparar. A tal distancia es imposible fallar, dada su habilidad con el arco. Lo tensa lentamente y mantiene la respiración. Su abuelo le tiene advertido que no debe disparar jamás sin ver la presa. No desea matar a un animal que no pueda aprovechar luego como alimento, ni disparar sin ver por si se trata de una persona, algo imposible en aquel páramo.
De pronto ve cómo Picocorvo se lanza en picado sobre la misma presa que él acaba de descubrir. Ve cómo el águila apresa entre sus poderosas garras el lomo de la presa e intenta elevarse con ella dificultosamente, como si llevara un peso excesivo. Aguza la vista y queda paralizado por el horror que le produce la visión. Le parece que la presa es un niño que patalea entre las garras de la rapaz. Rápidamente emite un peculiar silbido y el águila se acerca al lugar donde él se encuentra, posándose a menos de un metro de distancia, sin soltar la presa que está en el suelo y él sobre ella.
Ab’Erana queda sin habla, sorprendido, al ver que la presa no es exactamente un niño sino un extraño hombrecillo vestido de verde que ni siquiera mide noventa centímetros de estatura.
-¡Picocorvo, quieto! ¡Suéltalo! –ordena de inmediato, con voz potente y temblorosa.
El águila le devuelve una mirada altanera y orgullosa, casi agresiva, por primera vez desde que se conocen; al fin vuelve la cabeza hacia el otro lado, aunque sin llegar a soltar la presa. El chico le pasa la mano por la cabeza para tranquilizarlo y le dirige palabras susurrantes. La rapaz baja la cabeza, como avergonzada, afloja las garras y suelta al hombrecillo que queda inmóvil en el suelo. Picocorvo, sin estar dispuesto a perder su presa, permanece junto a ella mirando a su amo con evidente sorpresa porque nunca antes han sucedido las cosas de aquel modo. Ab’Erana le acaricia nuevamente la cabeza con suavidad y le habla con dulzura. No desea arrebatarle la presa de forma violenta sino de forma convincente. Es la forma habitual de tranquilizarlo. El águila aletea y da unos pasos separándose del hombrecillo que permanece tendido en el suelo, inmóvil. La retirada del águila hace comprender a Ab’Erana que su amigo acepta sus razones.
-Picocorvo, ve a cazar de nuevo. Lo que has cazado no es una presa para ti, es un enano, creo. Quizá el abuelo Cedric sepa quien es o haya visto en alguna ocasión seres como este y pueda darme alguna explicación. –Lo has dejado malherido y está inconsciente. ¡Vamos, vete! Caza algo rápidamente y vuelve. Voy a regresar de inmediato a la cabaña a ver si el abuelo Cedric me ayuda a curarlo.
Permanecen mirándose fijamente y después de unos segundos, el chico responde:
-No sé quien es. Nunca vi nadie así. Te digo que parece un hombre pequeño, o un enano. No lo he visto en mi vida. Lo único que sé es que no es presa para ti.
El águila levanta el vuelo y se aleja.
Ab’Erana se inclina sobre el hombrecillo y se dispone a abrirle la camisa verde que viste. En el mismo instante, su mirada se clava en las orejas del herido. Su sorpresa no tiene límites. ¡Aquel individuo tiene las orejas exactamente igual que una de las suyas! Le analiza el rostro detenidamente, su ligero color pálido verdoso, la extraña nariz, el destello luminoso de su piel, pero especialmente le atraen las orejas. Sin saber por qué se lleva la mano izquierda a su oreja del mismo lado. Pasa la yema de los dedos por el borde. ¡Su oreja es idéntica a la de aquel hombrecillo! Permanece pensativo durante unos segundos. El individuo está inconsciente, y, al parecer, malherido. Su expresión y configuración son de hombre pero su tamaño es mucho menor que el de un hombre. Casi la mitad que su abuelo, o menos aún. Ni siquiera debe alcanzar una vara de estatura, según el cálculo mental que realiza en cuestión de segundos. Le desabrocha la casaca verde que viste y ve que tiene en la espalda y en los costados varias heridas sangrantes, recientes, producidas por las garras del águila, y también descubre, sorprendido, otra herida en el costado izquierdo producida, al parecer, por una cuchillada, con sangre reseca en los bordes. Limpia las heridas con agua de la cantimplora, saca un extraño emplasto del morral con el que cubre los desgarros y cuando finaliza la cura aparece el águila con un conejo entre las garras.
Coge al hombrecillo entre los brazos y regresa apresuradamente a la cabaña, sin ningún contratiempo. Llega pasado el mediodía porque la carga, aunque poco pesada, le obliga a descansar durante unos minutos, en varias ocasiones, sin que el herido recobre el conocimiento.
Cedric labra el huerto de hortalizas provisto de un escardillo con el que remueve la tierra y arranca las malas hierbas. Alza la cabeza al oír ruido de pisadas, extrañado ante el rápido regreso de su nieto.
-¿Quién anda ahí? –pregunta, incorporándose, sin abandonar el escardillo, ni moverse del sitio.
-Soy yo, abuelo.
-Has vuelto muy pronto. ¿Has conseguido alguna pieza?
-No lo sé. Mira lo que ha cazado Picocorvo. Solo tú podrás decirme lo que es.
-¿Algún cervatillo, acaso?
-No, no es un animal. No sé lo que es, abuelo. Es como un hombre muy pequeño. Parece un... un enano de los cuentos que me contabas cuando era pequeño. Nunca vi nadie así.
Cedric arroja el escardillo al suelo y echa a correr hacia la cabaña, presa de extraña agitación, al tiempo de pronunciar exclamaciones ininteligibles. Ab’Erana no recuerda haber visto a su abuelo en aquel estado de nerviosismo en ningún momento de su vida. Está tan nervioso que no atina a nada. Corre hacia la casa. Vuelve al encuentro con su nieto. Maldice. Piensa que quizá se haya producido lo que lleva varios años aguardando. Al ver al hombrecito que Ab’Erana lleva en los brazos, le mira el rostro con detenimiento y el suyo se torna intensamente pálido, se muerde el labio inferior, abre los ojos hasta la desorbitación, mira a su nieto con la mirada extraviada y le ordena con un tono de voz que el chico no ha oído jamás:
-¡Vamos, corre! Entra en la cabaña y déjalo sobre una cama. ¿Está muerto, herido, o solo inconsciente?
Es una pregunta angustiosa, al tiempo de acercarse de nuevo a ver el rostro del personaje y comprobar si respira o no. Luego hace un gesto de contrariedad y suelta un exabrupto, algo que no ha hecho nunca delante de su nieto.
-Tiene desgarrada la espalda y los costados, abuelo. Le he puesto un emplasto de hierbas en las heridas. He pensado que quizá tú... ¿Qué es? ¿Quién es, abuelo? ¿Cómo puede haber hombres tan pequeños? Mucho más que yo, incluso.
-¿Qué ha ocurrido exactamente? ¡Vamos, hombre, habla y deja de pensar ahora! Ya responderé a tus preguntas en otro momento. ¿Qué ha sucedido?
Ab’Erana le explica lo ocurrido con toda suerte de detalles mientras el anciano mueve la cabeza con preocupación, murmurando nuevamente palabras ininteligibles que el chico es incapaz de descifrar a pesar de que pone en ello todo su empeño y atención. Por su mente pasa la idea de que aquel individuo puede tener alguna relación con él porque sus orejas son idénticas a la suya izquierda. Tiene intención de interrogar a su abuelo seriamente pero decide no hacerlo en aquel momento, al verlo tan preocupado y nervioso.
-Cuando el águila cayó sobre él, este... hombrecito, o lo que sea, estaba ya herido, ¿sabes? Parece que alguien le dio una cuchillada en un costado. Esta herida de aquí no se la produjo Picocorvo –aclara el chico quitándole el emplasto y señalando la herida del costado, en su afán de defender sutilmente la intervención del águila.
-Ya lo veo. Está claro que esa herida en concreto no la produjeron las garras de tu águila. Son de una cuchillada, o de un navajazo. Se aprecia claramente. Pon agua a hervir en un recipiente y echa en su interior un puñado de hojas curativas. Vamos a ver qué podemos hacer por él. ¡Vaya contrariedad, hombre! Al cabo de tantos años... ¿Qué habrá venido a hacer este... este renacuajo, aquí ahora?
-¿Lo conoces, abuelo?
Cedric se limita a mirarlo en silencio, a encogerse de hombros, a mover la cabeza con preocupación y a balbucear palabras que Ab’Erana no llega a entender tampoco en esta ocasión. Ignora si su abuelo está tan nervioso que no acierta a pronunciar las palabras con claridad o es que no desea que lo entienda.
-¿Qué es, abuelo? Es demasiado pequeño para ser un hombre, ¿verdad? Le has llamado renacuajo, ¿es que se llaman renacuajos estos individuos?
El abuelo no responde.
-¿Es un enano de los cuentos, o es un renacuajo? –insiste Ab’Erana.
Cedric se mantiene en silencio. Mientras espera que el agua hierva, se limita a abrazarlo, pasarle la mano por la cabeza y removerle el cabello, como si temiera que aquella visita pudiese alterar los sentimientos, el ritmo de vida que ambos llevan desde muchos años antes, o quizá algo peor, que su propio nieto decida abandonar el bosque.
-¿Quién es? -insiste el chico, soltándose del abrazo de su abuelo y mirándolo con cierto descaro. -¡Tiene las dos orejas iguales que una de las mías! – grita. -¿Lo ves? ¿Qué significa eso? ¿Por qué este renacuajo y yo tenemos las orejas iguales?
-¿Crees que estoy ciego? –responde el anciano, desabrido, comprendiendo que ya no puede retrasar más tiempo el dar explicaciones a su nieto. -¡No es ningún renacuajo!
-Lo conoces y no quieres decirme quien es, ¿verdad, abuelo?
-¿Por qué piensas que lo conozco?
-Has dicho, “al cabo de tantos años... ¿Qué habrá venido a hacer este renacuajo, aquí ahora? Y acabas de decir que no es un renacuajo” Eso significa que lo conoces y te extraña que haya venido precisamente ahora. ¿Es él quien trajo la canastilla que encontraste en la puerta de la cabaña, en la que estaba yo?
-Es un razonamiento muy lógico el tuyo. Me agrada que pienses... cuando hay que pensar. No, él no te trajo de ninguna forma.
-¿Quién es entonces? Dímelo, por favor.
-No hagas más preguntas y trae el agua caliente con un trapo limpio. Ya tendremos tiempo de hablar largo y tendido cuando lo hayamos curado. Es una historia que no te puedo contar a retazos, a trozos, quiero decir. Necesitaré tiempo para contártelo todo de un tirón. Tiempo y sosiego. No tendré más remedio que hacerlo ante la inesperada aparición de este elfo.
-¿Elfo? ¿Qué es un elfo?
-¡Cállate y no me atosigues ni me pongas más nervioso de lo que ya estoy, hombre! ¡Te explicaré todo lo que quieras cuando lo hayamos curado!
Cedric enciende varios candiles buscando la máxima iluminación en la cabaña para ver mejor las heridas del hombrecillo. Durante unos segundos lo reconoce en silencio, como abstraído, como si al mismo tiempo de analizar las heridas estuviese recordando algunos acontecimientos pasados. No cesa de mover la cabeza con evidente preocupación y la palidez continúa enseñoreada de su barbudo rostro. Luego coloca una mano en la frente del herido para comprobarle la temperatura y le toma el pulso. Nota que el herido tiene una fiebre elevada.
Ab’Erana, en silencio, acerca una cacerola con agua caliente, con hierbas hervidas flotando en su interior, y un trozo de toalla seca y limpia que deja sobre la rústica mesa de la cabaña situada junto a una cama.
-Coge otro trapo y humedécelo con agua fría. Se lo colocaremos en la cabeza a ver si le baja la fiebre.
-¿Y el agua caliente con las hierbas? –pregunta el chico.
-También. El trapo mojado en agua fría se lo colocaremos en la cabeza para que le baje la fiebre. El agua caliente con las hierbas hervidas, servirá para curarle las heridas. Luego me das la venda que hay en el cajón de la cómoda –ordena el abuelo mientras limpia las heridas con sumo cuidado y le coloca al elfo un emplasto de las extrañas yerbas curativas que hay en la cacerola, después de escurrirlas convenientemente.
Ab’Erana obedece en silencio las instrucciones de su abuelo.
Cedric le coloca al herido el paño frío sobre la cabeza y le venda el cuerpo con la larga venda que le entrega su nieto.
-Ahora es mejor que lo dejemos descansar. Hemos hecho lo que hemos podido, y lo mejor posible. A partir de ahora será su propia naturaleza la encargada de colaborar. Ha debido perder mucha sangre y lo encuentro débil. Fíjate en la palidez de su rostro verdoso. Parece de cera. Además, si se apercibió del ataque de tu águila es posible que esté más muerto de miedo que de las heridas.
-Dijiste antes que es un elfo. ¿Qué es un elfo? ¿Es, acaso, un hombre de raza pequeña? Nunca vi un hombre así. Es más pequeño que yo y con orejas tan extrañas como la mía del lado izquierdo.
-No, Ab’Erana, no es una raza de hombres pequeños, exactamente.
-¿Qué es, entonces?
-Ya te lo dije antes. Es un elfo.
-¿Pero, que es un elfo? –pregunta el chico con extrañeza, como si aquella palabra la hubiese escuchado aquella tarde por primera vez en su vida. -Nunca me hablaste de ellos.
-Bueno, quizá tengas razón, no lo recuerdo. Verás, un elfo es... Es un individuo como este que ves aquí –responde el anciano sin saber qué decir exactamente. –Es algo así como un duende o diablillo, algo así. Tampoco yo lo sé muy bien. O quizá sea una raza de hombres muy pequeños que no suelen verse por nuestras tierras. No lo sé, hijo. No son seres humanos pero hacen las mismas cosas que nosotros. Comen, beben, duermen, se casan, tienen hijos, hacen la guerra contra otros pueblos semejantes a ellos... y mueren como nosotros aunque, según dicen, pueden vivir muchos más años que los humanos.
-¿Por qué tiene la piel tan pálida y ligeramente verdosa, abuelo?
-Es su forma de ser natural. Lo mismo que tú tienes la piel blanca,… bueno, entre blanca y verdosa, ellos la tienen ligeramente verdosa y dentro de su palidez con un brillo especial. Como este.
-¿Por qué sabes esas cosas?
-Bueno... En cierta ocasión tuve tratos con ellos y pude apreciarlo. Recuerdo que todos tenían la piel pálida, con una tonalidad ligeramente verdosa y brillante, como la de este...
-¿Qué tipo de tratos?
-¿Es que pretendes interrogarme ahora sobre mi vida pasada?
-No es interrogarte, abuelo. Solo quiero saber cosas que me llaman la atención y nunca quisiste explicarme. Por ejemplo, ¿por qué tengo una oreja como las de este elfo? ¿Es que yo soy un elfo?
-Es parte de la historia que te contaré.
-¿Se refiere a este elfo o a mí?
-Sí, se refiere a él y a otros, pero es él quien deberá explicar ciertos detalles que ignoro. También se refiere a ti. ¡Pero no sé la historia completa! Él tendrá que explicarnos muchas cosas cuando recupere el conocimiento.
-¿Se curará?
-Espero que sí. Son heridas superficiales aunque deben ser dolorosas. La más preocupante de todas es la del costado. Por suerte no es demasiado profunda. Dejémoslo descansar y tal vez esta noche, o mañana, recupere el conocimiento y podamos hablar con él largo y tendido. En tantos años transcurridos han podido suceder muchas cosas –musita Cedric, pensativo.
-¿Sabes entonces quien es, verdad? –insiste Ab’Erana una vez más, volviendo la cabeza para mirar al herido.
Cedric guarda silencio durante unos segundos, como si pretendiera recordar algo sucedido mucho tiempo atrás. Ab’Erana se mantiene expectante, esperando alguna aclaración de su abuelo, que finalmente asiente con un movimiento de cabeza, busca una sonrisa que, sin duda, no le apetece esbozar, y aclara:
-Sí, hijo, sé quien es.
Al pronunciar aquella frase, Cedric suspira profundamente, se encoge de hombros con impotencia y abre los brazos como si no supiese dar más explicaciones.
-No he visto nunca elfos en el bosque, abuelo.
-¡Claro que no! Si te digo que no suelen verse por nuestras tierras quiero decir que no viven aquí, ni vienen para nada. No es fácil ir de un lado a otro con la cantidad de salteadores de caminos que hay por estos mundos.
-¿Cómo lo conociste si nunca vino por aquí?
-¡No tergiverses mis palabras! No suelen venir por aquí pero este sí vino alguna vez y... bueno, lo conocí y basta. Hace ya tantos años que casi no recuerdo –miente Cedric con descaro ante la mirada inquisitiva de su nieto.
¿Dónde viven?
-Viven... No lo sé con seguridad. En algunos bosques fantásticos, en el país de los cuentos, en el interior de los volcanes, en... en los lugares más ocultos de las Montañas Nevadas, en lugares extraños donde los hombres no consiguen entrar jamás. La realidad es que... tampoco recuerdo exactamente donde viven, ¿sabes? Y el caso es que debería saberlo. Lo que sí se es que viven en ciudades pequeñas, como de miniaturas, con calles y casas pequeñas, salvo los palacios que son casas muy grandes, que tienen sus reyes, sus soldados, en fin, todo exactamente igual que ocurre en el mundo de los hombres, pero en pequeño. ¿Ves cómo de pequeño es este elfo? Imagínate una ciudad o un pueblo, apropiados para su estatura, casas pequeñas en las que viven gentes como él. ¿Entiendes?
-¿Nunca han vivido en nuestro bosque? –pregunta el chico, extrañado.
-No, nunca, que yo sepa. En este bosque solo vivimos tú y yo, conejos, pájaros, y algunas alimañas. Aquí ni siquiera viene su propietario, el señor Latefund de Bad a recorrer sus posesiones. La gente piensa que este bosque está maldito y no se atreven a entrar en él, pero es mentira, no lo está. Aquí nunca ocurre nada de importancia, tú lo sabes –aclara Cedric intentando cambiar el sentido de la conversación.
-¿Por qué conoces tú a este elfo si nunca ha vivido aquí? –insiste Ab’Erana, sin caer en la trampa verbal tendida por su abuelo.
Cedric se rasca la cabeza con preocupación, mosqueado ante la insistencia del muchacho.
-Ya te he dicho que vino una vez, o dos veces, o tres, no recuerdo bien, pero hace ya tantos años que... ¿Es que vas a interrogarme sobre todo lo que se te ocurra? –pregunta luego, no muy decidido a dar explicaciones a su nieto. –He podido conocerlo en otro lugar diferente, ¿no? Los elfos viven en su país y ese lugar está... –Cedric vuelve a rascarse la cabeza, indeciso. –Bueno, ese lugar está en alguna parte que no consigo recordar.
-Si no lo puedes recordar es porque estuviste allí alguna vez y lo has olvidado, ¿no?
-Bueno... Sí, recuerdo que estuve una vez, pero... No recuerdo nada de aquel viaje. Se me ha borrado de la mente.
-¿A qué fuiste?
Cedric lanza un bufido ante la insistencia de su nieto. Luego lo mira con severidad y guarda silencio.
Ab’Erana da un paseo por la habitación e inesperadamente se detiene delante de su abuelo y le pregunta:
-¿A qué habrá venido este elfo a nuestro bosque, después de tantos años?
-No lo sé, hijo. ¿Dónde lo encontraste exactamente?
-Lo vi en el límite del bosque con las Tierras Esteparias del Norte, junto a unos arbustos y matorrales. A lo lejos me pareció un animal porque caminaba encorvado o agachado. Pensé que era un zorro. Estaba esperando a ver qué era exactamente para no disparar al tuntún cuando Picocorvo cayó sobre él y...
-¡Por los colmillos de siete jabalís! Menos mal que no le disparaste y llegaste a tiempo de salvarlo de las garras de tu águila. Hubiese sido una tragedia irreparable que Picocorvo, o tú, lo hubieseis matado.
-¿Vas a decirme de una vez quien es este elfo, abuelo? –insiste Ab’Erana, enfadado, comprendiendo que su abuelo conoce perfectamente la identidad de aquel personaje y no tiene intención de revelársela, al menos en aquel momento y de ahí que vaya derivando la conversación hacia caminos absurdos.

2

Cedric lo coge del brazo, lo lleva fuera de la cabaña y lo invita a que se siente en uno de los bancos de madera del porche.
Comienza a anochecer en el bosque, el frío es intenso y la humedad cala a los huesos.
-Es una historia muy extraña, hijo, tan fantástica como la tuya cuando dices que te comunicas con el águila. Solo que esta historia es real y tuvo consecuencias evidentes y palpables.
-¿Qué consecuencias?
-¡Tú! ¿No lo entiendes, hombre?
-¿Yo?
-Claro. Estás un poco torpe esta tarde, ¿eh? Verás... No sé por donde comenzar. Lo primero que quiero hacer es pedirte perdón y decirte que has vivido engañado durante todos los años de tu vida. Y tu abuela y yo somos los únicos culpables. No te trajo nadie a nuestra cabaña en una canastilla.
-¿Sabes, entonces, quienes son mis padres? –pregunta el chico, envarándose, mirando a su abuelo con evidente reprobación.
-Sí, tu padre y tu madre.
-¿Por qué me lo ocultasteis?
-Creímos que era lo mejor para ti. Quizá nos equivocamos, no lo sé. Tú juzgarás ahora. Ocurrió esta historia hace veinte años. En aquella época vivíamos tu abuela y yo en una cabaña situada en este mismo bosque, muy cerca de las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte. A menos de doscientos metros de la estepa. Seguramente por el mismo sitio donde encontraste al elfo esta mañana. Aún quedan allí algunos restos de la cabaña que fue nuestra vivienda.
-Los he visto muchas veces y sé que en un tiempo mi abuela y tú vivisteis allí. Me lo dijiste en varias ocasiones.
-Cierto. Allí vivimos durante varios años antes que aquí. Yo, en mi juventud, fui soldado como ya te conté muchas veces. Me buscaban por mi estatura y por mi fuerza descomunal capaz de partir una vaca de un bastonazo. Cierto día, el señor del castillo me eligió como verdugo para cortarle las manos a un chiquillo de doce años porque había cometido un robo de pequeña escala, si hubiese sido un robo importante lo habrían colgado. Me negué a hacerlo y concité sobre mí todas las malas pulgas de aquel señor que no era mala persona. Se llamaba, o se llama, ignoro si estará vivo aún, aunque no lo creo, Latefund de Bad, dueño de este bosque y de todas estas tierras, pueblos y aldeas que hay en más de cien kilómetros a la redonda. Lo recuerdo perfectamente. Era medianamente alto y con barba. Los ojos le chispeaban cuando se enfadaba, algo que le ocurría con demasiada frecuencia. Él estaba en el rellano de una escalera y yo en el patio junto a un par de soldados que sostenían al chaval que pataleaba como no te puedes ni imaginar. Era un demonio y tenía malas entrañas aquel muchacho, disfrutaba haciendo sufrir a los animales, daba patadas a los perros y a los gatos. Era malo. Pero me pareció demasiado castigo cortarle las manos por un pequeño robo en la cocina, no recuerdo qué exactamente, unos huevos o un queso. Le dije al señor Latefund que no estaba dispuesto a hacerlo y se enfureció. Me amenazó con azotarme y aquello colmó el vaso de mi paciencia. Libré al muchacho de los dos soldados que lo retenían y cuando intentaron retenerme me vi obligado a golpearles y conseguí llegar hasta el portón del castillo. Huí de allí y llevé al chico conmigo. La gente me tenía miedo y nadie nos persiguió. Unos días más tarde aquel bastardo ladronzuelo huyó de mi lado durante la noche y me robó las cuatro cosas que había salvado. Se llevó hasta mi espada. Solo me dejó la ropa que llevaba puesta y un arco y flechas que él no podía manejar. Era un mal nacido y habrá terminado sus días colgado del torreón de algún castillo o de un árbol cualquiera. Ese tipo de gente siempre acaba mal.
-¿Después de salvarle las manos te robó? –pregunta Ab’Erana, con expresión incrédula.
-Así es la vida a veces, hijo. Era un pobre diablo llamado... Thür. Sí, creo que era Thür. Y le llamaban Thür, el Sucio porque sentía pavor al agua. Aún recuerdo su nombre y también que fue un queso lo que robó de la cocina del castillo.
-¿Por robar un queso le iban a cortar las manos?
-Las cosas de la vida, hijo. Era una ley dictada por el propio conde o por alguno de sus antecesores. El que manda suele dictar las leyes que le convienen, aunque sean injustas.
-Una ley desproporcionada, ¿no, abuelo?
-Así me lo pareció a mí. Asqueado de la vida por haber defendido a aquel señor injusto y al ladrón desagradecido, decidí retirarme a un lugar solitario, apartado por completo de los conflictos que se inventan algunos hombres, estúpidamente, por prepotencia, por ambición, o, sencillamente, por considerar que la razón siempre está de su parte y no querer dar el brazo a torcer. Encontré este bosque solitario y aquí me afinqué, dedicado a la caza, sin ser molestado por nadie. Este bosque está apartado de todos los caminos y nadie suele venir por aquí como bien sabes. En uno de los viajes que hice para vender las pieles, llegué a un pueblucho, Aldeaolvidada le llaman, y allí conocí a tu abuela. No era ella de estas tierras y carecía de familia. Trabajaba en una taberna donde la trataban muy mal, la tenían como a una esclava trabajando desde el amanecer hasta la noche a cambio de la comida. Le expliqué que vivía solo en el bosque, le dije que era muy hermosa, que la tendría como a una reina si estaba dispuesta a seguirme y casarse conmigo. Tuve una pelea con el tabernero que no deseaba que se fuese y me quedé con las ganas de machacarle las costillas a un hijo de aquel bastardo que insultaba a tu abuela con proposiciones deshonestas. Tenía unos ojos preciosos aquella muchacha. Aborrecía tanto la vida que llevaba que me siguió. Nos casamos en una ermita que encontramos en mitad del campo. Creo que ya no existe. Recuerdo que el ermitaño era muy viejo y con barba larguísima. Nos echó las bendiciones. Debió morir hace muchos años porque apenas podía mantenerse erguido. Vinimos los dos al bosque y durante unos días lo dediqué a ampliar la cabaña con una nueva habitación. Tu abuela me llegaba por aquí –dice Cedric, señalándose algo más abajo del hombro. Era muy guapa, tenía los ojos azules como el cielo y el cabello rubio como el sol, ¿la recuerdas, verdad?
Ab’Erana asiente con un movimiento de cabeza.
-Cuando tú la conociste ya no estaba como antes. Las mujeres y los hombres nos deterioramos con el paso del tiempo. Ellas más que nosotros. La caza y la pesca de peces de la laguna fue nuestro medio de subsistencia, y unas legumbres y hortalizas que sembrábamos en algunos claros del bosque. En cada estación bajábamos a la aldea a cambiar pieles por alimentos, aunque otras veces subía un buhonero, se llevaba las pieles y a cambio nos dejaba artículos de primera necesidad.
-¿Qué cazabas? ¿Es que había animales salvajes por aquí, en aquella época?
-Bueno... Eran pieles de lobos, de zorros, de serpientes, piezas pequeñas todas ellas. Éramos felices aquí. Vivíamos tranquilos y sin conflictos porque a este bosque nunca venía nadie. Como ahora.
-Todo eso me lo has contado ya infinidad de veces, abuelo. Tu pelea en el castillo de Latefund me gusta oírtela contar, pero la sé de memoria. Y lo mismo la historia de cómo conociste a mi abuela que en realidad no era mi abuela.
-Ya sé que la sabes, hijo. Te la repito para ambientar lo que te voy a contar a continuación. La verdadera historia de tu vida. La que tu abuela y yo te contamos no sucedió nunca.
El rostro de Ab’Erana adquiere una extraña expresión al oír las palabras de su abuelo.
-¿Es mentira todo lo que me contasteis mi abuela y tú? –pregunta el chico denotando una absoluta decepción.
-Hombre, todo no. Pero en lo fundamental, en lo referente a ti, quiero decir, te engañamos. Sí, te engañamos, no pongas esa cara. Lo hicimos con toda la buena fe del mundo.
-¿Por qué? –vuelve a preguntar el chico, como afligido, sin comprender los motivos que pudiesen haber tenido sus abuelos para comportarse con él de forma tan inhumana.
-No me interrumpas y deja que te cuente las cosas a mi manera, ¿de acuerdo? Cuando oigas la historia completa lo comprenderás mejor. Ya no habrá más mentiras. ¿Ves mi estatura? Soy lo que se dice un hombre gigantesco y para algunos tontos, poco menos que un ogro. Tu abuela ya te he señalado cómo era. Ni al hombro me llegaba. Tenía una estatura más o menos normal entre las mujeres. Pero... misterios de la naturaleza. Tuvimos una hija que nació muy pequeña, y con el transcurso del tiempo apenas creció. Era enanita. Con dieciséis años apenas alcanzaba un metro de altura.
-Nunca me dijiste que hubieseis tenido una hija. ¿Fue mi madre?
-¡No me interrumpas más, hombre! Todo llegará en su momento. No me lo pongas más difícil. Era muy pequeña. No tenía ningún tipo de deformidad como sucede con algunos enanos que presentan desproporciones acusadas, cabezas voluminosas, piernas y brazos cortos, etc. No, nada de eso, no tenía ningún defecto. Todos sus miembros estaban proporcionados con relación a su estatura. Era una muñeca. Preciosa como la Luna llena asomando entre los árboles. Delgada como los juncos que viven junto a la laguna. Risueña como las flores en primavera. Nerviosa como las lagartijas. Rubia como el oro, se recogía el cabello en una cola como la de los caballos y saltaba por los árboles como una ardilla. Se subía a los árboles mucho mejor que tú lo haces ahora. Era tan ágil como nunca vi a nadie. Solía decirle, ¿dónde está mi ardillita? No crecía. Tu abuela y yo pensamos que quizá al desarrollarse como mujer diese un estirón y creciera un poco. Nos equivocamos. No sucedió así. Asumimos la realidad con resignación, pero aquello supuso para nosotros una verdadera tragedia. No era una chica bajita, que lo habríamos asumido, era enanita, pero perfectamente conformada como te digo. Muy graciosa en aquellos años y con aquella edad, pero pensamos qué ocurriría cuando fuese mayor o faltásemos nosotros. Jamás encontraría un hombre que quisiera casarse con ella y al no tener medios de fortuna la imaginamos viviendo de la caridad en la puerta de las iglesias o sirviendo de distracción a gente sin escrúpulos que la exhibiera por las plazas de los pueblos como a un bicho raro. Un día llegó a casa sofocada diciendo que había visto en el bosque a un chico tan pequeño como ella que saltaba por los árboles exactamente igual que ella, como las ardillas, nos dijo, repitiendo la frase que yo solía decirle. Cuando le preguntamos por la identidad de su amigo nos dijo que era un chico extraño que tenía las orejas puntiagudas como los duendes de los bosques. Aquello nos sorprendió y preocupó. Al día siguiente dijo que iba a coger margaritas y tu abuela y yo la seguimos al interior del bosque y vimos al chico. Era rubio y risueño, con el rostro verdoso y brillante, de buena presencia, de su misma estatura, más o menos, con ropas de buena calidad, y efectivamente tenía unas extrañas orejas grandes y puntiagudas. Llevaba un traje verde como el de este elfo y calzaba unos zapatos verdes también, con las puntas hacia arriba. Desde luego no tenía aspecto de pordiosero ni de vagabundo, al contrario, tenía mucho empaque y seguridad. Estuvieron viéndose durante varios días. Cierta mañana mi hija trajo al chico a casa y hablamos con él. Era muy simpático y educado. Parecía un caballero. Nos dijo que vivía en un país al otro lado de las Montañas Blancas, que están más allá de las Montañas Nevadas que son las que se ven desde las Tierras Esteparias del Norte; que se había perdido y que casualmente había llegado al bosque. Para nada mencionó la palabra elfo. Le dimos de comer, lo invitamos a quedarse unos días con nosotros y le dije que le ayudaría a encontrar el camino para que pudiese regresar a su país. Solo se quedó en nuestra cabaña aquella noche y decidió marcharse al día siguiente. Dos meses más tarde este elfo herido que has traído hoy, acompañado de otro, vino al bosque y ambos hablaron con nuestra hija aunque tu abuela y yo no llegamos a verlos. Dos meses después de aquellas entrevistas se presentó en nuestra cabaña este elfo con un grupo de individuos como él, que dijeron ser elfos. Eran ocho o diez. Uno de ellos, el que parecía de mayor rango por sus ricos ropajes, dijo que era el chambelán del rey Dodet XII, que venía a solicitar la mano de nuestra hija Erana para el hijo del rey, que era precisamente el chico que saltaba como las ardillas y al que invitamos sin saber quien era. Imagínate la sorpresa y cómo nos quedamos tu abuela y yo. Aquello parecía una historia de cuentos de hadas. Ante lo sorprendente de aquella petición, le pedimos a los elfos un plazo para recapacitar, lo consultamos con nuestra hija y ella aceptó encantada, porque estaba enamorada del pequeño elfo que conoció en el bosque, sin saber que era un príncipe. Finalmente dimos nuestra conformidad.
-¿Se llamaba Erana tu hija?
-Sí. Ese era su nombre.
-¿Soy yo hijo de ella, entonces, verdad?
Cedric se enjuga las lágrimas y asiente con un movimiento de cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Se produce un prolongado silencio.
-¿Por qué nunca me contaste esa historia ni me dijiste quién fue mi madre? Ni siquiera su nombre pronunciaste nunca. ¿Por qué? –pregunta el chico con un enorme desencanto en la voz. -¿Es que cometió alguna indignidad?
-¡No! Era un ángel. Buena, cariñosa, honesta, servicial... Solo tenía virtudes.
-¿Por qué, entonces?
-Por temor a tener que contarte la historia completa, hijo. ¿Cómo explicarte que...? ¡Bah, bah! –exclama Cedric secándose las lágrimas con los dedos. -Te hubiese creado problemas y mi única intención fue siempre que no los tuvieses.
-¿Llegaron a casarse tu hija y el príncipe elfo?
-¡Claro que se casaron!
-¿Dónde se casaron, aquí o en el país de los elfos?
-Allí.
-¿Fuiste a la boda?
-¡Claro que fuimos a la boda! No íbamos a dejar a nuestra hija sola en un país extraño y con costumbres diferentes...
-Cuéntame cómo fue. Parecerías un gigante en medio de aquella gente tan pequeña, ¿no?
Cedric se mantiene pensativo durante unos segundos.
-Verás, hijo, sé que fuimos a la boda pero... ¿quieres creer que no recuerdo ningún detalle de ella? Como si ese episodio de mi vida se me hubiese olvidado por completo.
-No te creo, abuelo. ¿Cómo es que te acuerdas de tu estancia en el castillo del señor Latefund de Bad y no recuerdas la boda de tu hija que fue mucho después y más importante?
-¡Te juro que no recuerdo nada de aquel viaje!
Cedric vuelve a guardar silencio, arruga el entrecejo intentando recordar. Finalmente hace un gesto de incomprensión y se encoge de hombros.
-Te digo la verdad, hijo. No recuerdo nada de aquello. Lo que sí sé con seguridad es que se casaron y que nuestra hija Erana se convirtió en princesa de la noche a la mañana.
-¿Entonces, es mi padre el príncipe elfo que se casó con tu hija? –dice el chico, con voz temblorosa y emocionada.
-¡Claro! ¿Quién iba a ser, si no? Pero no me interrumpas más, por favor. Deja que te cuente las cosas a mi manera y por su orden –pide Cedric, respirando profundamente, como si le costara un esfuerzo tremendo contar aquella historia.
-¿Pero... qué ocurrió, abuelo?
-Fuimos al País de los Elfos. Nuestra hija se casó con el príncipe Ge´Dodet y se convirtió en la princesa Erana. Al poco tiempo regresó. Estaba embarazada.
-¿Cómo que regresó? ¿Es que la abandonó mi padre estando embarazada? –salta el chico, transformándosele la expresión del rostro y adquiriendo una terrible dureza.
-No, no, hijo, qué disparate estás diciendo. ¿Cómo iba tu padre a abandonarla si estaba locamente enamorado de ella?
-¿Entonces, por qué volvió aquí en lugar de continuar en el palacio donde debía vivir, y, además, estando embarazada?
-Si no dejas de preguntar e interrumpirme no te diré una palabra más. ¿De acuerdo? Los elfos estaban en guerra con otro pueblo y tu padre tuvo que ir a esa guerra. Tu madre se sintió sola y decidió venirse al bosque con nosotros hasta que tu padre volviese de la guerra. Las cosas se complicaron y... –Cedric saca un pañuelo y se seca los ojos-. ¡Estaba tan ilusionada con el hijo que esperaba! Pero, cosas de la vida. ¡Una tragedia! Al nacer tú, murió ella. Ni siquiera llegó a conocerte. Era muy joven. Aún no había cumplido los dieciocho años y estaba en la flor de la vida. Su muerte fue un golpe tremendo para tu abuela y para mí. El mundo se nos vino encima. Menos mal que quedaste tú, una alegría para nosotros porque eras una parte de ella. Te pusimos de nombre Cedric, como yo. Cuando tu padre vino a recogeros a ella y a ti, en la creencia de que tu madre estaba viva, y supo lo ocurrido, creyó morir. Fue un golpe terrible para él. Nos dijo que debías llamarte Ab’Erana y como era tu padre y lo hacía en recuerdo de nuestra propia hija... accedimos a cambiarte el nombre. Ab’Erana, en su país, quiere decir hijo de Erana.
-Entonces... ¿Mi padre es un elfo?
-Tienes la mente un poco obtusa esta tarde, ¿eh? Ya te lo he dicho. Eres hijo legítimo de un príncipe elfo llamado Ge’Dodet y de mi hija Erana.
-¿Vino mi padre a verme alguna otra vez, después de esa primera, cuando me cambió el nombre?
-No, nunca más volvió. Solo vino en aquella ocasión, pero de eso hace ya muchos años. Estabas recién nacido. Pocos meses tenías tan solo.
-¿Cómo es que no vino nunca más? ¿Es que me repudió, acaso?
-Lo ignoro, hijo.
-¿Pensaría que no era hijo suyo?
-No creo que fuese esa la causa. Curiosamente naciste con una oreja de humano y otra de elfo. No cabe duda alguna de que eres su hijo. Tienes rasgos humanos por parte de tu madre y de elfos, por tu padre. Un cierto brillo verdoso en el rostro, signo característico de los elfos, y una oreja de elfo. No cabe la menor duda. Además, él te consideró su hijo y te impuso el nombre que llevas.
El chico permanece pensativo durante unos segundos y luego pregunta:
-Entonces... ¿Por eso has querido que lleve siempre el pelo largo y no permitías que me lo cortara?
-¿Qué quieres decir? –pregunta el abuelo, arrugando el entrecejo, deduciendo claramente el significado de la pregunta formulada por su nieto.
-¿He llevado el pelo largo para ocultar la oreja de elfo, verdad?
Cedric se encoge de hombros como justificando su comportamiento.
-Si la gente te hubiese visto esa extraña oreja que tienes, habría preguntado y... No te puedes imaginar cómo es la gente cuando descubre algo así, quiero decir alguna diferencia de ese tipo. Los chiquillos se hubiesen burlado de ti, los mayores habrían dicho que eras un monstruo, otros que un brujo... Y como algunas autoridades, especialmente religiosas, ven mal ese tipo de cosas... Cualquiera sabe lo que habría sucedido. Hay mucha superstición entre la gente y cabía la posibilidad de que incluso alguien nos acusara de brujerías o de estar endemoniados y pidiera tu condena a la hoguera o a cortarte la oreja escandalosa.
-¿Por eso vivimos en lo más intrincado del bosque? ¿Para que nadie pueda ver mi extraña oreja?
Cedric asiente.
-Fue tu padre quien me lo pidió. Él mismo buscó este lugar y me aconsejó que construyera esta cabaña en la que vivimos. Sabía lo ocurrido con tu madre en su país y no deseaba que tú padecieras aquella misma incomprensión por parte de unos y otros. Se hizo por tu bien.
-¿Qué le ocurrió a mi madre en el país de mi padre? ¿Cómo es que no estaba mi padre con ella cuando nací? –insiste el chico, como si aquel dato le interesara especialmente.
-Te lo he dicho ya. Tu madre murió y no sé cuál pudo ser la causa. Muchas mujeres mueren al dar a luz y le tocó a ella. Aquí no había preparativos, ni comadronas, fue tu abuela quien le prestó ayuda pero tuvo una hemorragia y... En cuanto a por qué tu padre no estaba con ella... bueno, según tu propia madre nos contó, tu padre tuvo que marcharse a una guerra junto a tu otro abuelo y ella se quedó en el palacio real del País de los Elfos. Sufría allí sola y decidió regresar al bosque con nosotros. No me interrumpas más que es precisamente lo que iba a explicarte ahora.
-Por eso también dicen las leyendas del bosque que unos seres diminutos raptaban a las mujeres, ¿verdad? –interrumpe por segunda vez Ab’Erana, haciendo caso omiso de la advertencia de su abuelo.
-Pudiera ser. En realidad, en el caso de tu madre no hubo ningún rapto. Erana se casó con el príncipe elfo y se marchó a vivir con él, voluntariamente, y fueron felices hasta que ocurrió la tragedia y...
-¿Por qué estoy aquí en este bosque, viviendo en soledad contigo, en lugar de vivir en un palacio si mi padre es rey o hijo del rey y yo soy... un príncipe? ¿Por qué estamos aquí, abuelo?
-¿Me dejarás que te cuente la historia de una maldita vez y por su orden? –grita Cedric, aparentando enfado, sin acertar a dar una respuesta convincente a su nieto.
-Se me vienen muchas preguntas a la cabeza, abuelo, y desearía que me respondieses a todas.
-Está bien, responderé a todo lo que quieras, pero déjame acabar la historia a mi manera, ¿de acuerdo? Cuando Erana llegó al país de los elfos, muchas elfas tuvieron envidia de ella por su simpatía, por su belleza, por su gracia, por su ternura... y comenzaron a hacerle la vida imposible hasta el punto de decidir regresar con nosotros. Tu padre le pidió que se quedara con él y ella accedió porque él estaba allí para defenderla. Pero tu padre tuvo que salir a guerrear contra otros extraños individuos del Mundo de los Seres Diminutos, llamados... no recuerdo cómo me dijo, quizá fueran trollos, o trullos, algo así. Aquella gente quería apoderarse de parte del territorio de los elfos, y estos tuvieron que ir a defender sus fronteras. Tu padre tuvo que marcharse a la guerra. La vida de tu madre se hizo insoportable en la corte de los elfos sin la presencia de su marido. El rey también estaba en la guerra y la reina, tu abuela, era una elfa que siempre estaba enferma, o decía estarlo, aquejada de dolores inexistentes y melancolías profundas, que apenas se ocupaba de nada salvo de tomar hierbas medicinales que le recomendaban los médicos y los físicos. Erana estaba sola y relegada; las elfas la humillaban constantemente y sin piedad, burlándose de sus orejas redondeadas. La guerra entre los elfos y sus enemigos se hizo interminable y llegó un momento en que a Erana la vida en palacio le resultó insoportable. Le pidió a un amigo de tu padre que la trajera con nosotros y así lo hizo. Tu madre estaba embarazada y al poco tiempo naciste tú. Cuando tu padre regresó de la guerra se enteró de lo sucedido y montó en cólera contra todos. Vino aquí de inmediato con intención de recogeros a los dos, a ti y a ella, y regresar a su país. Llegó demasiado tarde. Tu madre había muerto y tú estabas recién nacido. Tenías pocos meses, tres o cuatro tan solo.
-¿Por qué no me llevó mi padre con él?
-¡Qué tontería estás diciendo! ¡Estaban en guerra! Ni él lo propuso ni yo lo hubiese consentido. La guerra entre los elfos y sus enemigos no había finalizado todavía. Tu padre había regresado del campo de batalla solo para ver a tu madre y conocerte. Se encontró con la triste noticia de su muerte. El pobre quedó abatido, destrozado. Estuvo varios días con nosotros, lloró sin consuelo y también jugó mucho contigo. Decidimos que lo mejor era que te quedaras aquí, con tu abuela y conmigo. Él no podía llevarte al campo de batalla y temía que pudiese ocurrirte algo durante su ausencia si te dejaba en el palacio al cuidado de alguien.
-¿Es mi padre el elfo herido? –pregunta Ab’Erana, con manifiesto temblor y emoción en la voz.
-¿No te enteras de lo que te cuento, o es que estás alelado? ¡Cómo va a ser tu padre! ¿No te he dicho antes que este elfo vino en nombre de tu abuelo a pedir la mano de nuestra hija? ¿Es que no estás atento a lo que te digo, o es que el nerviosismo te deja desconcentrado? Este elfo es tan solo un buen amigo de tu padre, precisamente el que acompañó a tu madre en su regreso al bosque. Creo recordar que su nombre es Fador o Fedor, o… algo así. Después de tantos años se me ha olvidado el nombre, ¿sabes?
-¿Tienes idea de por qué ha venido ahora?
-No, hijo. ¿Cómo voy a saberlo? Cuando se recupere hablará y saldremos de dudas.
-¿Esperabas que vinieran los elfos alguna vez en busca mía? –inquiere el chico mirando intensamente a su abuelo. –Dime la verdad, abuelo.
-Siempre lo pensé así. Tu padre dijo que en cuanto finalizara la guerra vendría a recogerte porque tú, con el tiempo, llegarías a ser rey de los elfos. Ignoro los motivos de por qué no vino nunca más. Quizá se casara con una elfina o elfa, o como quiera que se llamen allí las mujeres, o... quizá muriera en la batalla. No lo sé. Todo esto son suposiciones mías. Lo que te acabo de contar es la verdadera historia de tu vida. Ahora tendremos que esperar hasta que Fador, o como quiera que se llame este individuo, pueda hablar y podamos conocer el final.
-¿Has mantenido conversaciones con algunos elfos durante estos años pasados, abuelo? ¿Nunca tuviste noticias de mi padre en tantos años?
-En dos ocasiones tan solo. Siempre vino este elfo. La primera vez fue al cumplirse el año de tu nacimiento, para saber cómo estabas. La segunda cuando cumpliste los tres años. En aquella ocasión trajo el arco y las flechas que cuelgan junto a la chimenea y con el que tanto jugaste durante tus primeros años de vida. Con ese arco aprendiste a disparar flechas.
-¿Cómo es que no vino mi padre en tanto tiempo?
-¡No lo sé, hijo!
-¿Qué te dijo este Fador las dos veces que vino, con respecto a la ausencia de mi padre?
-Dijo que tu padre tenía graves problemas en su país que le imposibilitaban desplazarse.
-¿Qué problemas?
-No aclaró nada más.
-¿No le preguntaste?
-¡No, no le pregunté! –casi chilla Cedric. -Verás, yo no tenía ningún interés en que te fueses con ellos, ¿comprendes? Habría preferido que este elfo no hubiese aparecido nunca por aquí. ¡Nunca! Cualquiera sabe qué ocurrirá a partir de ahora. La llegada de este elfo puede trastocar nuestro sistema de vida.
-Ya. Me dijiste que el arco y las flechas los habías hecho tú.
-Sí, eso te dije. Lo recuerdo perfectamente. Fue una mentira más. No lo hice yo, fue el elfo que está en la cama quien, al parecer, lo hizo, no sé si por encargo de tu padre o por decisión propia.
-¿Por qué tantos secretos, abuelo?
-No habrías llegado a entender la realidad. Eras muy pequeño entonces. Habrías preguntado y... Las cosas se hacen a veces y ni siquiera sabe uno por qué las hace, ¿entiendes? ¡Un momento! Creo que Fador ha dicho algo.
-No he oído nada.
-O se ha removido en la cama, o ha hablado. He oído un ruido. Vamos.
-Espera, abuelo. ¿Quieres decirme antes dónde está enterrada mi madre?
-Claro, hijo. ¿Recuerdas dónde enterramos a tu abuela?
-Sí, hemos ido allí varias veces.
-¿No recuerdas haber visto junto a su tumba otra con una piedra blanca con el nombre de “nuestra ardillita”, ya casi borrado?
-Sí. Siempre me dijiste esas mismas palabras. “Aquí reposan los restos de nuestra ardillita”. ¿Te referías a mi madre, entonces?
-Sí, hijo. Allí está tu madre. Al principio en aquella piedra estaba escrito su nombre, Erana. Cuando decidimos ocultarte la verdad yo mismo cambié el nombre. Borré Erana y escribí ardillita.
-Me dijiste que era el lugar en el que enterraste una ardilla amaestrada que siempre estaba alrededor de mi abuela y que murió cuando yo era muy pequeño.
-Sí, eso te dije, y era verdad. Erana, nuestra ardillita siempre estaba alrededor de tu abuela.
-He vivido en un engaño permanente, ¿verdad?
Cedric se encoge de hombros y asiente. Está a punto de llorar.
Luego los dos hombres corren al interior de la cabaña.
El elfo continúa inconsciente y se remueve con nerviosismo sobre el camastro, dando gritos, posiblemente debido a la fiebre.


1 comentario:

Yoli dijo...

Bueno parece que no se anima mucha gente a dar comentarios, a mi me está encantando la novela, pero creo que el motivo de que no haya comentarios es porque se hace un poco largo al tener que leerlo en la pantalla y molestan los ojillos. Quizás la solución sea colgar fracmentos mas pequeños, en vez de capítulos completos, partirlos en dos subcapítulos. por lo demás a mi la historia me gusta bastante y ahora entiendo a Álvaro que se lo leyera en tan poco tiempo. Saludos Yolanda