miércoles, 2 de abril de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo III de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual
Delegación de Cultura de Málaga.Nº de registro:200699900568150)


CAPÍTULO I I I

Fidor y la espada encantada del rey Dodet

1

Durante toda la tarde el herido se muestra sumamente nervioso e inquieto. En algún momento, durante las primeras horas de la noche, comienza a delirar sin que Cedric y Ab’Erana consigan descifrar sus ininteligibles peroratas. Solo entienden palabras sueltas e inconexas, como trolls, Mauro, soldados, Valle Fértil, mazmorras, morral, espada, Cedric, resultándoles imposible entender frases coherentes. Al comprobar que avanza la noche sin que el herido recupere el conocimiento, deciden establecer turnos de vigilancia. Uno de los dos permanecerá junto a la cama en la que descansa el herido, por si reacciona o empeora su situación, mientras el otro intentará dormir. Dejan encendido un candil que ilumine débilmente la habitación y les permita observar constantemente al herido.
Al amanecer, con las primeras luces del nuevo día que entran débilmente por la ventana, el elfo abre los ojos y mira a su alrededor. Una extraña agitación se produce en él al extrañar el lugar donde se encuentra. La luz que entra por la ventana es muy débil y la llama oscilante del candil apenas alumbra ya. Recorre la habitación incorporándose ligeramente. Ve una mesa con unas cacerolas y recipientes sobre el tablero; una chimenea ennegrecida que desprende un ligero resplandor; un arcón de madera y unos taburetes. Parpadea ligeramente y se sorprende al ver frente a él a un joven desconocido que duerme sentado en una banqueta, con la cabeza apoyada contra la pared. Siente miedo. No reconoce aquella estancia. Desde luego es consciente de estar en el País de los Hombres por las enormes dimensiones de la habitación y del camastro en el que está tendido. Da la vuelta dificultosamente y ve acostado en otra cama, junto a la suya, a un hombre con barba que se cubre con una manta aunque mantiene la cabeza descubierta. De inmediato se le ilumina el rostro, respira profundamente y esboza una sonrisa de tranquilidad. Acaba de reconocer a Cedric, el padre de la princesa Erana. Fija su atención luego en un pequeño arco y flechas que cuelgan junto a la chimenea y una sonrisa de satisfacción aparece en su rostro. Respira profundamente como si se hubiese quitado un peso de encima. En aquel momento comprende que la misión que le han encomendado está a punto de ser cumplida: ha llegado a su destino superando todas las dificultades, librándose de una muerte segura, sin saber cómo.
Transcurren varios minutos hasta que el joven que descansa en la banqueta abre los ojos, sobresaltado, al oír el movimiento del herido en la cama y un ligero carraspeo. De un salto abandona el asiento y queda de pie junto a la cama. Ve al elfo con los ojos abiertos, se miran fijamente durante unos segundos interminables. El chico le sonríe amistosamente y llama al hombre que descansa en la cama de al lado, que se incorpora con rapidez.
-¡Cuánto me alegra verte, Cedric! –exclama el elfo con un hilo de voz, al ver al viejo cazador junto a la cama. -Creí estar en poder de mis enemigos.
-No temas nada. Estás entre amigos. Ya lo ves.
-¿Quién me trajo aquí, Cedric? No sé si he vivido unos momentos terribles o simplemente los he soñado debido a la fiebre. Tengo la cabeza como si me fuese a explotar.
Cedric le pone la mano sobre la frente y comprueba que está ardiendo. En silencio, se acerca a la mesa, saca un trapo mojado de un recipiente de barro que hay sobre ella, lo estruja un poco y lo coloca en la cabeza del elfo.
El agua está helada debido al frío de la noche y el elfo se estremece al notar la frialdad en la frente.
-Pronto notarás alivio. El frío del paño mojado te hará bajar la temperatura.
-Gracias, Cedric. ¿Quién me trajo aquí? –insiste el elfo.
-Ab’Erana. Te encontró en las Tierras Esteparias y Ventosas del Norte, a la entrada del bosque, según me explicó. Estabas herido en el costado. Al curarte me pareció herida de navaja o espada.
-Tuve una pelea con un grupo de elfos que me persiguen para darme muerte y resulté herido. Conseguí huir amparado en la oscuridad de la noche y... Me disponía a esconderme en el bosque cuando vi un hombre con un arco con intención de dispararme una flecha. Ignoraba quien era y no quise darme a conocer por temor a que se tratara de algún cómplice de mis perseguidores o algún cazador desconocido. Me agaché cuanto pude y... Ya no sé si mis recuerdos son reales o fruto de la fiebre. Creo que un pajarraco me cogió por la espalda y me llevó volando a alguna parte. Fue horrible. Sentí sus garras clavarse en mi cuerpo y... Debí perder el conocimiento. Creí que no podría cumplir la misión que me ha sido encomendada.
-Ya pasó todo. Estás vivo de auténtico milagro. Fue el águila de Ab’Erana quien te atacó. Debió pensar que se trataba de una presa apetitosa. De no ser por el chico el águila te habría destrozado y quizá devorado allí mismo.
El elfo mira a Ab’Erana, fuerza una sonrisa y le hace un gesto amistoso y extraño a la vez. Le tiende las manos y al tener la del chico entre las suyas diminutas, la besa respetuosamente, ante la mirada atónita de Cedric y de su nieto.
-¿Qué haces? –exclama el chico, retirando la mano con rapidez, extrañado ante el comportamiento del elfo.
-Es un signo de sumisión y obediencia, además de agradecimiento por haberme salvado la vida.
Cedric y Ab’Erana se miran en silencio sin llegar a comprender del todo, aunque ninguno de ellos formula pregunta alguna.
-¿Dónde están mi morral y la espada? –pregunta el elfo, incorporándose ligeramente, recorriendo la habitación con la mirada. Una mirada angustiosa y cargada de preocupación.
-No llevabas nada encima cuando te encontré –aclara el chico.
-¡Maldición! Es muy importante recuperar el morral y la espada. ¡Absolutamente necesario! Necesito volver al lugar en que me encontraste y recuperar ambas cosas... si aún están allí. Y si no están... Debo encontrarlos aunque tenga que salir en busca de los elfos que me atacaron. Con vuestra ayuda, claro.
-No puedes moverte ahora, Fador. ¿Adónde vas a ir con el estado febril que tienes? Y, además, las heridas...
-No me llamo Fador, Cedric. Mi nombre es Fidor.
-Perdona. Lo había olvidado. Hace ya tanto tiempo... Más de quince años que nos vimos la última vez, ¿recuerdas?
-¡Claro que lo recuerdo! En aquella ocasión le traje a Ab’Erana el arco y las flechas que veo colgados junto a la chimenea. Nada de eso importa ahora. Ya hablaremos más tarde de esas y de otras muchas cosas. Lo importante es encontrar el morral y la espada.
-Creo que hay otras cosas más urgentes de las que hablar –dice Ab’Erana que solo ansía tener noticias y saber por qué su padre le tuvo abandonado durante toda su vida pasada. –El morral y la espada por los que preguntas estarán donde tú los dejaras. Si se los han llevado han tenido tiempo de hacerlo y desaparecer.
-Lo único importante en este momento es...
-Habla, Fidor –dice Cedric, interrumpiéndolo. –Contéstale a mi nieto. Necesita saber. Está impaciente por conocer ciertos detalles de su vida. Tenemos la obligación de facilitarle una información detallada que yo no quise darle nunca. ¿Dónde y cómo está el príncipe Ge’Dodet? –pregunta Cedric con cierto temblor en la voz, mirando furtivamente a su nieto. –Creo que es lo que más le interesa saber a mi nieto en este instante. ¿Por qué el príncipe Ge’Dodet no vino nunca a verlo?
Ab’Erana asiente, revestido de una impresionante seriedad, ansioso, además, por conocer la respuesta del elfo.
-Vamos a perder un tiempo precioso, pero... Está bien. Responderé a vuestras preguntas. Si el príncipe Ge’Dodet no vino en todos los años pasados no fue por propia voluntad. Está preso. Los acontecimientos no se desarrollaron de la forma prevista. Han sido años muy duros para mi pueblo y especialmente para el príncipe. El rey Dodet XII murió en una de las batallas contra los trolls. El príncipe, Ge’Dodet, fue apresado y lo retuvieron sus enemigos. Fue prisionero de los trolls durante quince años. Mientras, los trolls se adueñaron de parte de nuestro país y designaron un nuevo rey títere que rige el destino de los elfos desde hace diecisiete años, de forma despótica e injusta, y al dictado de las órdenes de Murtrolls, rey de los trolls. El nuevo rey es un elfo renegado, criado entre los trolls y a su servicio. Es un individuo despreciable y odiado por la mayoría de los elfos. El príncipe Ge’Dodet consiguió escapar de los trolls, después de mil peripecias, pero al llegar al País de los Elfos con intención de recuperar sus derechos y el trono, fue traicionado por uno de sus mejores amigos, y hecho prisionero por el nuevo rey. Lo mantienen encerrado en una mazmorra de alta seguridad en el palacio real. Debía ser nuestro rey y llamarse Dodet XIII.
-¿Preso durante tantos años? ¿Nunca dispuso de un período de libertad para venir a verme? –inquiere el joven, con extrañeza.
-Nunca. Tu padre vino a verte cuando aún estabas recién nacido de pocos meses. Supo que la princesa Erana había muerto y aquella fue una tragedia insalvable para él. Estaba muy enamorado de ella. Tu padre volvió a la guerra y poco después fue apresado por los trolls. Desde entonces nunca ha gozado de libertad.
-¿Cómo es que vienes tú ahora, al cabo de tantos años? –pregunta Cedric, mostrando la misma extrañeza que su nieto.
-Recientemente cambiaron al jefe de carceleros, y resultó que el designado para el cargo había sido protegido del rey Dodet XII y conocía al príncipe desde su nacimiento, aunque ese detalle lo ignoraban las nuevas autoridades del país. Gracias a él tengo noticias del príncipe y estoy aquí cumpliendo sus deseos. Tu padre me pidió que me apoderase de la espada del rey Dodet y te la entregara personalmente, junto con una carta que hay en el morral. Quiere que vayas a recuperar el trono. Está enfermo pero su mayor deseo es abrazarte y que tú seas el rey de los elfos. Por favor, Cedric, hay que recuperar inmediatamente el morral y la espada. Es muy importante. Los individuos que me hirieron, soldados del nuevo rey, no deben encontrar ninguna de ambas cosas o todos estaremos perdidos. El príncipe en primer lugar y el carcelero por haberle ayudado. Mis perseguidores me atacaron anoche y es posible que esta mañana encuentren...
-No fue anoche, Fidor. Debió ser la otra noche antes. Ab’Erana te encontró ayer a primeras horas de la mañana. Llevas ahí acostado un día completo.
-¿Un día aquí?
-Sí, Fidor, un día. Tus enemigos han tenido tiempo de sobra para encontrar el morral y la espada y desaparecer del Mundo de los Hombres. Nada pueden ya importar unos minutos más o menos. Anda, continúa.
-Bien, como ya dije, al verme atacado, intenté defenderme sacando la espada del rey Dodet pero fue imposible, no salió de su vaina. Uno de los soldados me hirió en el costado de una cuchillada, y, aun herido, conseguí huir y despistarlos escondiéndome entre los matorrales, amparado en la oscuridad de la noche. Estuve toda la noche perdido, vagando de un lado a otro y aterido de frío. En algún momento debí quedarme dormido o perder el sentido, no lo sé. Recuerdo que me desperté al amanecer y procedí a esconder el morral y la espada que aún llevaba encima, en un hoyo que hice en el suelo, cavando con las manos, junto a unos arbustos y una piedra plana, negra, de grandes dimensiones, para evitar que mis perseguidores me los encontraran encima. Poco después vi a un hombre con un arco, intenté ocultarme y en ese mismo instante algo cayó sobre mí como un rayo. Al verme elevado vi que era un pajarraco enorme de color negro y debí perder el conocimiento.
-Yo iré a buscar ese morral y esa espada oxidada –dice Ab’Erana, con decisión.
-¿Espada oxidada? –pregunta Fidor, arrugando el entrecejo, sorprendido ante la deducción del chico. -¿Por qué dices eso?
-Eres tú quien lo has dicho. No pudiste sacar la espada de su vaina.
Fidor sonríe enigmático.
-Es una espada encantada –aclara el elfo.
Cedric esboza una sonrisa. Recuerda la historia de Ab’Erana con respecto al águila y exclama:
-¿Es que queréis volverme loco entre los dos?
-No te extrañes, Cedric. Es la espada encantada del rey Dodet. Ella y el morral deben estar en un lugar cercano a donde me cogió el águila, en un círculo de quince o veinte metros, no más.
-Ahora mismo salgo para allá.
-Espera, te acompañaré –dice Fidor tratando de incorporarse del camastro, quitándose la toalla humedecida que lleva sobre la cabeza. –Puede ser peligroso ir solo. Si los partidarios del rey no han encontrado aún la espada y la carta, deben estar buscándolos y son individuos muy peligrosos. Saben que si no cumplen las órdenes del usurpador tienen los días contados.
Fidor se sienta en la cama y la habitación comienza a darle vueltas. Se encuentra totalmente aturdido y mareado y es incapaz de ponerse en pie. Se muerde los labios con desesperación.
-¡No puedo moverme! –grita. -No puedo acompañarte. ¡Maldita sea! Por favor, apresúrate, y ten mucho cuidado, príncipe.
Ab’Erana queda paralizado al oírse llamar de aquel modo.
Conoce la existencia de los príncipes por las historias que le contaba su abuelo cuando él era pequeño, y le encantaban. Pensó siempre que los príncipes eran unos seres superiores, hermosos y valientes, revestidos de bondades sin límites, que siempre se casaban con princesas lindas y hacendosas, como sucedía en todos los cuentos. Sospecha que al ser hijo de un príncipe, es un príncipe, pero nunca pensó que alguien pudiese llamarle así. Al oír al elfo, abre los ojos sorprendido y mira a su abuelo que se limita a hacerle un gesto con los hombros.
-¿Qué has dicho? –pregunta con voz entrecortada.
-Te he llamado príncipe porque eso eres. Ya te enterarás. Ahora, corre, no pierdas más tiempo. Si alguien llega a encontrar la espada y la carta que hay en el morral, estaremos perdidos. Se agravaría la situación de tu padre, causaría la muerte al carcelero, si llegan a encontrar esa carta, y posiblemente tú y yo también estaríamos en peligro.
-¿Tanto importa una espada oxidada, aunque esté encantada? –insiste el chico, extrañado ante el enorme interés que Fidor demuestra por una simple espada que no puede salir de su vaina.
-Importa mucho, príncipe.
-¿Qué le sucede? -indaga Ab’Erana desde la puerta de la habitación cuando ya se dispone a salir. -¿Tiene alguna particularidad para que demuestres tanto interés por ella, cuando ni siquiera fuiste capaz de sacarla de su vaina? ¿Es que tiene la empuñadura de oro y diamantes, acaso?
-Ya te contaré su historia en otro momento. Solo te diré que es la espada del rey Dodet I y está encantada. Sabe luchar sola cuando la coge el predestinado. Según tu padre tú debes ser el predestinado. Si alguien te ataca debes cogerla por la empuñadura, saldrá sola de su vaina, luchará sola mientras la tengas empuñada, crecerá lo necesario en cada momento, y nadie conseguirá vencerte, ni herirte siquiera, porque cualquier tipo de arma que se acerque a tu cuerpo será desviada.
-Gracias por la aclaración, Fidor, pero pudiste explicármelo antes. Luego hablaremos de la espada y de los deseos de mi padre.
-Vete. No pierdas más tiempo.
-¡Picocorvo, vamos! –grita el chico en el momento de abandonar la habitación, cogiendo un bastón como arma de defensa.
El águila salta sobre el hombro del chico y ambos desaparecen por los caminos y vericuetos del bosque.

2

Ab’Erana corre como un gamo en dirección a las tierras llanas del norte. La noticia de la existencia de una espada encantada le ha entusiasmado, por la novedad de poder tener en sus manos un arma de tal naturaleza y por comprobar si efectivamente es él un predestinado, como creen su padre y Fidor. Pero, ¿un predestinado de qué? ¿Para qué? Ese detalle no lo ha explicado el elfo.
Picocorvo vuela sobre él y en muchos momentos se ve obligado a volar sobre los árboles siguiendo el curso del sendero.
Ab’Erana abandona los caminos habituales que suele seguir para llegar a las tierras esteparias. Sigue algunos atajos dificultosos. Recibe ramalazos de ramas colgantes que le dificultan el paso. Salta por lugares inverosímiles. Se ve obligado a ahuyentar a un par de lobos viejos que le cortan el paso, gracias al palo defensivo que porta y a los ataques de Picocorvo, hasta que, finalmente, llega a los confines del bosque. Se sube a un árbol y mira hacia las tierras esteparias, hasta donde alcanza su vista, por si ve a los enemigos de Fidor. No ve a nadie. Baja del árbol lentamente. Mira fijamente a los ojos del águila y le cuenta lo sucedido. Picocorvo vuela en un círculo de un kilómetro buscando a los elfos. Ab’Erana se encuentra solo en mitad de la estepa rodeado de un impresionante silencio, roto tan solo por el ulular del viento. Al fondo ve las Montañas Nevadas pero en aquel momento no percibe llamadas silenciosas como en anteriores ocasiones.
Está nervioso. La llegada de Fidor ha alterado por completo su estado habitual de despreocupación por todas las cuestiones relacionadas con su propia vida. Ha trastocado su sistema de vida habitual. Le ha creado nuevas preocupaciones e inquietudes. Se plantea preguntas que antes ni por asomo imaginó. Ahora quiere saber. Necesita saber. Y multitud de preguntas se le agolpan en la mente. Parpadea y vuelve a la realidad.
Busca por los alrededores durante unos minutos, de forma minuciosa, aunque infructuosa. Picocorvo descubre unas manchas oscuras en el suelo y Ab’Erana deduce que son de la sangre de Fidor. Reanuda la búsqueda de una piedra plana de color negro por todo el entorno. Mira fijamente a los ojos de Picocorvo y le pide que vuele a baja altura a ver si la encuentra. El águila obedece y él lo sigue con la vista. Lo ve detenerse en un lugar determinado y corre hacia él. Picocorvo está subido sobre una enorme piedra negra relativamente plana. Es un lugar tupido semi cubierto de matorrales. Busca por los alrededores de la piedra y a un par de metros de distancia cree advertir una superficie removida. Se estremece al pensar que los enemigos de Fidor hayan encontrado lo que él busca y se lo hayan llevado.
-Picocorvo, escarba aquí. Con tus garras y pico lo harás antes que yo –ordena, con cierto nerviosismo.
El águila comienza a escarbar la tierra con el pico y las uñas y al instante deja al descubierto unos objetos.
Ab’Erana remata la tarea con las manos y encuentra lo que busca. Allí están el morral y la espada. El morral, atado con una cuerda. Lo abre y encuentra varias cosas en su interior y entre ellas un rollo de pergamino de pequeño tamaño, que no se atreve a desenrollar. La espada, oculta en el interior de una vaina roja. Tiene la empuñadura dorada, muy llamativa, y es de pequeño tamaño, sin que su hoja sobrepase dos cuartas y media de su mano. Piensa que es apropiada para un elfo pero muy pequeña para un hombre. La coge por la empuñadura y comprueba, sorprendido, que sale de la vaina sin que tenga que realizar ningún movimiento ni esfuerzo. La mantiene apretada hasta que sale por completo y refleja en su afilada hoja los rayos del sol de la mañana. Aquella espada no pesa absolutamente nada. Es como una pluma y su contacto transmite una extraña sensación de poderío que el chico aprecia de forma inmediata. Lanza un grito de guerra y da varios mandobles al aire. Luego la introduce en la vaina, se la pone en la cintura sujeta a la correa de los pantalones, y se dispone a regresar a la cabaña, pensando por qué Fidor no consiguió extraer la espada de la vaina cuando él la ha sacado sin ninguna dificultad. Desde luego no está oxidada porque su hoja refleja los rayos de sol de forma fulgurante.
-Picocorvo, vamos –ordena el chico dirigiéndose hacia el bosque.
El águila corre por el suelo persiguiendo a un reptil escondido entre matorrales y piedras, se aleja y se pierde de vista sin hacer caso de las palabras de su dueño.

3

Antes de alcanzar los primeros árboles del bosque, aparecen ante Ab’Erana cuatro elfos que empuñan sendas espadas, del mismo tamaño que la que él acaba de encontrar y lleva colgada a la cintura. Los cuatro visten iguales por lo que deduce que deben ser soldados de uniforme.
Se miran recíprocamente, estudiándose unos a otros.
Ab’Erana ve en sus rostros verdosos y brillantes la decisión de atacarle y observa cómo se van separando lentamente hasta dejarlo en el interior de un círculo sin escapatoria posible. Le acorralan por los cuatro costados. Deduce de inmediato que deben ser los enemigos de Fidor, los que intentaron matarle, y piensa que aquellos individuos no tendrán ninguna compasión con él. No siente miedo porque les dobla en estatura y dispone de una espada que, según Fidor, está encantada y sabe luchar sola, y del bastón que lleva bajo el brazo, del que sí conoce su eficacia porque es un experto utilizándolo. Aquellos individuos le llegan poco más arriba de la cintura pero están fuertemente armados y dispuestos a atacarle a la vez por cuatro lados diferentes lo que hará muy dificultosa la defensa.
-¡Suelta ese morral y esa espada si quieres conservar la vida! –grita uno de los elfos, con una extraña voz, muy ronca, impropia de aquel cuerpo tan pequeño, adelantándose un paso al resto de sus compañeros, apuntando a Ab’Erana con la espada que empuña que se queda a menos de tres metros de distancia de su cuerpo. -¡Tira ese bastón al suelo!
-¿Por qué no vienes tú a quitármelo? –pregunta, sorprendido por la orden del elfo.
-Obedece. No deseamos tener problemas con los hombres. Separa el brazo y déjalo caer, será mejor para todos. Haz lo mismo con la espada y el morral.
Ab’Erana mueve la cabeza de un lado a otro.
-¿Quiénes sois vosotros? –pregunta luego, mirándolos con extrañeza, con espíritu crítico, comprobando que son semejantes a Fidor y que tienen las orejas puntiagudas, como la suya derecha. –Nunca vi gente tan pequeña como vosotros jugando a batallitas con armas de verdad. ¿Sois enanos, o duendes del bosque, o seres malignos, o... qué diablos sois?
-No estás en condiciones de preguntar ni hacer comentarios jocosos, grandullón. Solo queremos la espada que cuelga de tu cintura y el morral que cargas al hombro. Déjalos en el suelo, márchate y no te compliques la vida. Esta historia no va contigo. No deseamos tener problemas con los hombres, salvo que nos obligues a ello.
-¿Por qué he de soltarlos? –pregunta el chico, visiblemente enfadado. -¿Cómo tenéis el atrevimiento de llegar a un país que no es el vuestro y darme instrucciones a mi que soy de aquí para que haga lo que no deseo hacer?
-Son nuestros.
-¡Eres un embustero! Ningunas de estas cosas son vuestras.
-¡Pertenecen a nuestro pueblo! –grita otro de los elfos, indignado, moviendo la espada de forma amenazadora.
-¡Los he encontrado yo! Las cosas pertenecen a quien primero las encuentra.
-Estás en un error, muchacho de hombre. Las cosas suelen tener un dueño, y, si se pierden, el dueño tiene derecho a recuperarlas. De quien sea. Por las buenas... o por las malas.
-¡Qué miedo! –exclama Ab’Erana en plan burlón. -Sé que no son vuestras. Sois unos embusteros.
-¿Qué sabes tú, ignorante campesino?
-¡Claro que lo sé! Me ha informado Fidor. Ambas cosas le pertenecen a un príncipe elfo llamado Ge’Dodet.
Los cuatro elfos se miran extrañados y sorprendidos ante las palabras de aquel intruso.
-¿Cómo sabes eso? –pregunta uno de ellos.
-Me lo ha dicho Fidor. Sé que sois esbirros de un rey malvado llamado Mauro, el usurpador del trono de los elfos –grita el chico, imprudentemente, porque aquellas palabras le convierten en enemigo declarado de aquellos elfos desconocidos.
-¿Está vivo Fidor?
-Claro que está vivo; y a salvo. Lo curé yo mismo.
-Es a él a quien queremos. Llévanos hasta donde esté y respetaremos tu vida. Solo nos interesan él, el morral que llevas al hombro y la espada que cuelga de tu cintura.
-Vamos, dejar de hablar de una vez y no darle más explicaciones a este estúpido –ordena uno de los elfos atacantes que parece ser el jefe del grupo. –Esa espada es del pueblo elfo y el morral lleva documentos de interés para la monarquía de nuestro país. Si no sueltas ambas cosas de inmediato, te mataremos. Ya encontraremos a Fidor, el traidor. Debe estar en el interior del bosque. Daremos una batida hasta localizarlo y acabaremos con él y con todos los que se opongan a ello. Debe estar herido porque yo mismo le clavé la espada en el costado y creí que estaría muerto.
-¿Vas a matarme tú? –pregunta Ab’Erana, en tono burlón, mirando al elfo que acaba de amenazarle. -Soy mucho más fuerte que tú y que los cuatro juntos. No podréis conmigo. De una patada puedo enviarte a la copa de un árbol.
-¡Eres un imbécil! Somos cuatro contra ti y estás desarmado –dice el elfo.
-¿Desarmado? Tengo esta espada en mi poder y el palo con el que puedo dejarte lisiado –aclara el chico, señalando sus armas.
-El palo no te servirá con nosotros y tampoco podrás sacar la espada de su vaina. No te servirá de nada. Fidor lo intentó y no pudo. Nadie ha podido sacar esa espada de su vaina desde que murió el rey Dodet XII.
-Tampoco estoy solo –advierte el chico que acaba de ver a Picocorvo situado detrás de uno de los elfos.
-¿Ah, no? –pregunta otro de ellos mirando alrededor. –No veo a nadie que pueda ayudarte.
-¡Picocorvo, estos elfos quieren matarme! ¡Atácales! –grita el chico al tiempo de coger la empuñadura de la espada, justo en el momento en que los elfos miran a un lado y otro esperando ver aparecer a alguna otra persona que hubiese permanecido escondida, sin percatarse del águila que está a pocos metros cubierto por los matorrales.
Ab’Erana ase la empuñadura de la espada y ésta sale de su vaina sin efectuar ningún esfuerzo, mientras los elfos cambian la actitud agresiva mantenida hasta aquel momento por otra de incomprensión, sorpresa y perplejidad. No pueden creer lo que ven sus ojos. Aquel chico, sin esfuerzo aparente, ha desenfundado la espada encantada, algo que nadie ha conseguido hacer desde la muerte del rey Dodet XII, ocurrida veinte años antes.
Inesperadamente Picocorvo se lanza sobre el elfo más cercano al muchacho y comienza a atacarlo con las garras y el pico, con tal fiereza que le obliga a soltar la espada, llevarse las manos al rostro en un intento desesperado de cubrirse y evitar los picotazos, arañazos y desgarros de las uñas del águila. El elfo comienza a chillar y se aleja corriendo del campo de batalla desapareciendo de la vista de los contendientes.
La espada se mueve peligrosamente en la mano de Ab’Erana, con unos mandobles al aire tan vertiginosos que es imposible seguir la trayectoria de la hoja de acero con la vista. Pero Ab’Erana se sorprende aún más, al ver cómo la hoja de la espada aumenta de tamaño hasta convertirse en el doble de larga.
-Vamos. Venid. ¿No queríais la espada y el morral? ¿O es que ya no os interesan estas cosas?
-¿Quién eres tú que has conseguido extraer de la vaina la espada del rey Dodet? –pregunta el elfo que parece jefe del grupo, dominando su miedo.
-Muy pronto lo sabrás.
Una ráfaga de viento estepario agita el pelo de Ab’Erana y le deja al descubierto la oreja izquierda.
-¡Miradle la oreja! –grita otro de los elfos.
-¿Quién eres que tienes una oreja como las nuestras? –interroga otro de los elfos, bajando su arma y temblando visiblemente.
-Debe ser el elfo-hombre, el hijo del príncipe Ge’Dodet y de la princesa humana –aclara el más viejo de los atacantes. -Por eso la espada del rey Dodet le obedece. ¡Es el predestinado! ¡Estamos perdidos! Huyamos. El rey Mauro nos recompensará por facilitarle esta noticia y decirle donde vive el hijo del príncipe Ge’Dodet.
Los tres elfos guardan sus espadas y huyen sin ningún pudor en dirección a las Montañas Nevadas.
Ab’Erana, admirado ante la eficacia de aquella espada mágica, aun sin conocer con detalle la situación en el país de su padre, comprende que aquellos elfos no deben regresar a su lugar de origen para evitar que puedan informar al rey usurpador sobre su identidad y lugar donde reside y ordena a Picocorvo que los ataque.
El águila vuela a gran altura e inesperadamente cae en picado sobre uno de los elfos que huye, lo coge con sus poderosas garras y lo eleva varios metros del suelo para dejarlo caer de forma inesperada e implacable. El pobre elfo queda inmóvil sobre la tierra, sin que Ab’Erana pueda saber si muerto del susto o del golpe.
Los otros dos, al ver lo sucedido, se detienen de inmediato, arrojan las espadas al suelo y piden clemencia. Uno de ellos tiembla visiblemente.
El atacado por Picocorvo en primer lugar, desaparecido del campo de batalla, debe permanecer escondido entre los matorrales, o en algún agujero, en espera de que finalice la pelea o llegue la noche, para intentar huir.
Ab’Erana llega hasta los dos elfos. Su espada no cesa de dar mandobles al aire atemorizando a los agresores. Uno de los elfos, a duras penas, mantiene la compostura, pero el otro está tembloroso y a él se dirige Ab’Erana, esperando conseguir alguna información de interés, ante la amenaza de la espada y del águila.
-¿Qué buscáis en el País de los Hombres?
-Ya te lo dijimos. Solo queremos la espada del rey Dodet y la carta que hay en ese morral –responde el soldado, señalando la bolsa que Ab’Erana lleva colgada en bandolera, sin dejar de observar al águila.
-¡No hables! –grita el otro. –Te mataré si lo haces.
-¡Cállate de una vez o serás tú quien mueras! –grita Ab’Erana dirigiéndose al jefe del grupo, amenazándole con la espada encantada. Luego, se dirige al elfo interrogado: -Tú, habla o el águila hará contigo lo mismo que con tu compañero.
-¿Qué quieres saber?
-¿Quién os envía?
La espada encantada realiza unos movimientos zigzagueantes ante el elfo tembloroso, con intención de que se asuste aún más.
-El rey Mauro. Si no le llevamos la carta y la espada ordenará cortarnos la cabeza. Mauro es implacable con los que no cumplen sus órdenes.
-También lo soy yo. ¿Cómo sabíais que Fidor llevaba una carta en el morral?
-Eso no lo sé. La orden la dio el rey Mauro a este y a otro que está en otro pelotón buscando a Fidor por otra parte. A mi solo me dijeron que matásemos a Fidor, cogiéramos la carta del morral y la espada encantada del rey Dodet y se la entregásemos al propio rey Mauro en persona.
-¿Dónde mantienen encerrado al príncipe Ge’Dodet?
-Está en las mazmorras del palacio real. No lo he visto nunca. Ni siquiera le conozco, pero en mi casa siempre le tuvieron mucho respeto. Mi padre fue soldado del rey Dodet XII y juró fidelidad eterna a la dinastía Dodet.
-¿Así respetas tú el juramento de tu padre? –pregunta el chico, indignado, acercándole la espada al pecho.
El soldado se encoge de hombros sin atinar a responder. Está nervioso. El miedo que siente es infinito ante aquel hombre que para él es un gigante y aquella espada que le apunta al pecho.
-¿Está vivo el príncipe?
-Creo que sí. No quieren matarlo por temor a una revuelta popular. Hay mucha gente que sospecha que el príncipe Ge’Dodet está preso por orden del rey Mauro. Si lo matan es posible que haya una guerra entre los partidarios de uno y otro bando. De todos modos, dicen que el príncipe está muy enfermo y que no tardará mucho en morir. Parece que tiene los días contados. El rey Mauro piensa que con su muerte se extinguirá la dinastía de los reyes Dodet y no tendrá nada que temer.
-¿Hablan de mí en el país? –pregunta Ab’Erana, interesado.
-No mucho, aunque últimamente hay ciertos rumores sobre un hijo o una hija del príncipe Ge’Dodet y de la princesa humana.
-¡Cállate de una vez, charlatán! –ordena el jefe del grupo. -¡Eres un maldito traidor!
-¡No quiero que me mate ese pajarraco! –chilla el elfo, señalando al águila que, colocado en el hombro de Ab’Erana, no le quita la vista de encima. -¡Me da mucho miedo ese pajarraco de ojos de colores y ese pico tan curvo que tiene! ¡Dile a tu águila que no me mire así o no hablaré más!
Ab’Erana ordena a Picocorvo que no mire al elfo con fijeza, pero que no pierda de vista los movimientos de ninguno de los dos.
-Eres un traidor. Si salimos de esta, te mataré –amenaza el jefe. –O te denunciaré al rey Mauro para que te corten la cabeza.
La espada de Ab’Erana hace unos movimientos que cortan el aire a pocos centímetros del elfo a quien el chico ordena guardar silencio so pena de cortarle las orejas.
-¿Qué ocurre en el país? -¡Vamos, habla de una vez o también te las cortaré a ti!
-Te informaré de todo cuanto quieras, no por miedo, sino porque en mi familia todos somos partidarios de la dinastía Dodet.
-¿Por qué querías matar a Fidor, entonces?
-Me eligieron para el pelotón y no pude negarme. De haber manifestado la causa de mi negativa, Mauro habría ordenado que me cortaran la cabeza en el acto. Es lo que le hacen a los que no cumplen sus órdenes. Hay un clima de terror insoportable en el país.
-¿Cómo te llamas? –pregunta Ab’Erana, suavizando el gesto.
-Bósor, como mi padre y como mi abuelo.
-Está bien, Bósor, cuéntame algo sobre lo que sucede en el país.
-Todo está muy mal. No hay trabajo porque la mayoría de los puestos lo copan los trolls. Son ellos los que administran el país y vamos hacia la ruina y el abismo, como dice mi padre. Allí ahora mandan los asquerosos trolls, con el consentimiento del rey Mauro que les permite todos los desmanes. Las elfas no se atreven a salir solas de sus casas porque los trolls abusan de ellas y nadie hace nada por evitarlo. Los trolls roban y nadie les castiga. El rey es un pelele en manos de los trolls y, además, un malvado que no respeta absolutamente nada tampoco, si se encapricha de una elfa cualquiera ordena llevarla a su palacio; si un anciano se cruza en su camino y no lo reverencia, ordena darle diez latigazos; si algo se le antoja, lo coge sin respetar el derecho de los demás. ¡Nada merece respeto para él! Entre él y los trolls se están apoderando de las riquezas del país. Dicen algunos que Mauro piensa esclavizar a los elfos cuando llegue el momento propicio. No sé si será verdad, pero esos son los rumores que corren por el país.
-¿Es Mauro un trolls? –pregunta Ab’Erana, extrañado ante las palabras del soldado.
-No, no. Es un elfo. Pero vivió durante mucho tiempo acogido por los trolls y ha asumido su filosofía sobre la vida. Se comporta como un trolls.
-Explícame eso.
-Es una curiosa historia que él mismo cuenta a menudo. Parece que un matrimonio de elfos que vivía en el Valle Fértil, con un hijo pequeño, caminaba en cierta ocasión, hace ya muchos años, por uno de los límites del Valle cuando tuvo la mala fortuna de encontrar en el camino a un grupo de trolls que habían entrado en el País de los Elfos, para quemar casas y cosechas. Era su sistema. Mataron al matrimonio y cuando se disponían a matar al pequeño, una trolls sin hijos se apiadó de él, lo recogió y lo crió como se crían los trolls. Aquel niño es Mauro. Hoy es un títere de los trolls y es Murtrolls quien lo maneja todo.
-¿Quién es Murtrolls?
-Es el rey de los trolls. Él es quien manda en nuestro país y solo se hace lo que él ordena. Lo que sucede es que, a veces, Mauro, para congraciarse con Murtrolls suele ir mucho más lejos en su conducta miserable.
-¿Quiere la gente a Mauro?
-No. Casi nadie lo quiere. Solo los que viven a su alrededor y participan de sus latrocinios y fechorías. La gente lo soporta porque es el rey y tiene la fuerza. Mucha gente lo desprecia porque fue designado rey sin cumplir la prueba de la espada. Nunca consiguió sacar la espada encantada del rey Dodet de su vaina y pese a ello fue nombrado rey por imposición de Murtrolls. Por ese motivo le llaman el usurpador. La mayoría de la gente lo odia aunque nadie se atreve a luchar contra él.
-¿Quiénes son exactamente los trolls? –pregunta el chico, recordando las palabras de su abuelo cuando le dijo que su padre estuvo en lucha contra los trollos o algo semejante.
-Son... Son unos individuos repugnantes, miserables y asquerosos. No se lavan nunca, les cuelgan los mocos de la nariz y no se limpian o lo hacen pasándose la mano. Son falsos. No puede uno fiarse de ellos. Son malos. Son...
El soldado desvía la vista de Ab’Erana y mira a su jefe en el momento de verlo elevar los brazos. Ab’Erana ve al elfo con los brazos en alto a la altura de la cabeza y vuelve la mirada hacia Bósor.
Inesperadamente, el jefe del grupo se lleva la mano derecha hacia atrás y saca de la parte trasera del cuello un cuchillo de pequeñas dimensiones que lo lanza con maestría clavándolo en el pecho de su compañero. El elfo mira a su jefe con los ojos desorbitados mientras cae al suelo, y puede oír las palabras de su agresor: “así mueren los traidores”. El jefe, entre tanto, echa a correr en busca de la salvación, mirando a todos lados para defenderse del posible ataque de Picocorvo.
-¡Picocorvo, es tuyo! –grita Ab’Erana, azuzando a la rapaz.
Ab’Erana se inclina junto al moribundo Bósor y le pasa la mano por el cuello, incorporándolo levemente. Ve cómo un hilo de sangre le aparece por la comisura de los labios y comprende que está herido de muerte.
-Espera, Bósor, te llevaré a la cabaña para que te cure mi abuelo, igual que hizo con Fidor.
El soldado lo mira con desesperación, sabiendo que la vida se le escapa por aquella herida del pecho, le sujeta el brazo y le dice con un hilo de voz:
-Si vas alguna vez a Varich, busca a mi padre y dile que...
-¿Qué quieres que le diga?
-Dile que... aquello fue solo para que me aceptaran. Dile que... estoy arrepentido.
El herido exhala el último suspiro en los brazos de Ab’Erana, sin poder aclarar qué deseaba transmitir a su padre.
A Ab’Erana se le saltan las lágrimas y se muerde el labio inferior, en un gesto característico.
Entretanto, el águila cae sobre el jefe de los elfos antes de que pueda defenderse, lo coge por los hombros con ambas garras y se eleva con él sobrevolando el bosque.
Ab’Erana abre un agujero en el suelo valiéndose de la espada de uno de los soldados y entierra el cadáver de Bósor, cubriéndolo con piedras para evitar que pueda ser devorado por las alimañas del desierto.
Permanece en el lugar de los hechos durante un buen rato buscando al elfo atacado por Picocorvo en primer lugar, consciente de que ninguno de aquellos elfos debe regresar a su país, pero la búsqueda resulta infructuosa. Mira alrededor y no ve a nadie, ni siquiera a Picocorvo con su presa.
En aquel momento comienza a nevar.
Ante la posibilidad de que una copiosa nevada le sorprenda en el camino, decide regresar a la cabaña con el morral y la espada del rey Dodet, considerando cumplida su misión.

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