viernes, 15 de febrero de 2008

LAS ALGARROBAS DEL SEÑOR MARQUÉS

LAS ALGARROBAS DEL SEÑOR MARQUÉS


El hecho que cuento a continuación, sucedió una vez y yo intervine en él. Fue uno de mis primeros auntos profesionales.

Fue en los primeros años de la década de los años sesenta.
La vida en aquella época no era como ahora, sino mucho más dura; la gente no se preocupaba en absoluto de la ecología sino de la subsistencia. Los sueldos eran bajos, miserables, y los que trabajaban apenas tenían para llegar al final de mes. Los que no tenían trabajo se las veían y deseaban para subsistir. Unos recibían ayudas a los familiares, otros pedían, y otros robaban, pequeñas cosas por lo general... Había que vivir.
Poco tiempo después de colegiarme como abogado allá por el año 1.962, me encomendaron un asunto del “turno de oficio” para defender a un hombre acusado de hurto. ¡De un hurto de algarrobas!
Recuerdo que el asunto se había instruido en el Juzgado de Instrucción de Ronda y al finalizar el periodo de instrucción del expediente lo enviaron a Málaga para la celebración del juicio oral en la Audiencia Provincial.
¡Un juicio oral con tres señores Magistrados por el hurto de tres kilos de algarrobas!
Recuerdo también que se trataba de un expediente con más de cien folios, no sé cuantos más, pero algunos más. En aquella época no había fotocopiadoras y había que copiar a máquina las partes de interés del expediente, el atestado de la Guardia Civil, las declaraciones de los intervinientes, los informes del Ayuntamiento y de las fuerzas del orden, la calificación del Ministerio Fiscal, en fin, cada cual copiaba lo que consideraba de mayor interés para la defensa encomendada.
Ciertamente cuando leí aquel expediente y conocí su contenido algo se rebeló en mi interior. ¿Cómo era posible que se pusiera en funcionamiento toda la maquinaria judicial porque un hombre había hurtado unas algarrobas que estaban caídas en el suelo en propiedad privada? Llegué, incluso, en mi ingenuidad de abogado principiante, a hacerme esta pregunta: “¿ésta es la ley? ¿Así actúa la Ley?
Era un hombre casado y con muchos hijos. Con anterioridad había sido condenado en dos ocasiones como autor de dos faltas de hurto. Cosas sin importancia, una vez había cogido algarrobas de una finca privada; y otra, patatas y lechugas, de un huerto, para darle de comer a sus hijos porque estaba en el paro y carecía de medios de subsistencia.
En aquella época cuando una persona había sido condenada como autora de faltas en dos ocasiones, si cometía una tercera, automáticamente la tercera falta se convertía en delito con el consiguiente agravamiento de la pena y creación de antecedentes penales. Así lo decía la Ley.
La verdad es que cuando terminé de estudiar el expediente no podía dar crédito a lo que acababa de leer. En una expresión más moderna diría que aquello era algo alucinante.
José se encontró un día en su casa sin tener nada que darle de comer a sus hijos. Vivía en una pequeña localidad de la serranía de Ronda; los Ayuntamientos en aquella época eran bastante pobres, no tenían como ahora el cobro de impuestos municipales desmesurados, ni disponían de esas subvenciones que llaman PER, ni se podían hacer muchas obras porque no había dinero, ni el urbanismo era lo que hoy porque a la gente no les había dado, como ahora, por tener casas de recreo en los pueblos para pasar los fines de semana, puentes y vacaciones estivales. Los pueblos eran pueblos como Dios manda; con su gente más o menos solidaria y orgullosa; con sus cabras con buena o mala leche; con sus burros y mulas en las calles, un par de coches de alquiler en la Plaza del Ayuntamiento, para desplazarse a la ciudad o a la cabecera de partido; el autobús desvencijado que nunca pasaba la ITV que hacía un viaje al día; y algunas tabernas con una cocina y unos servicios higiénicos de los que mejor no hablar, deplorables y desastrosos. Claro, a la gente no les había dado por tener segundas viviendas en los pueblos porque primero debían procurarse la primera en la ciudad; no había dinero para esas cosas, en general, porque los medios económicos eran más bien escasos en todos. Los sueldos eran pequeños y ya tenían suerte los que conseguían llegar a final de mes sin tener que pedir adelantos ni préstamos.
Pero José era más pobre todavía, mucho más que todas aquellas personas a las que el sueldo no les llegaba a fin de mes, porque carecía de él. Vivía en una casucha, en las afueras de la población, sin agua y sin luz, cerca de un arroyo que bajaba de las montañas cercanas, que le proporcionaba agua en el invierno y sequedad en verano. Su casa estaba junto al cauce del arroyo, según me contó la única vez que hablé con él.
No tenía absolutamente nada aquella mañana cuando los niños se levantaron de la colchoneta y pidieron el desayuno. En aquel momento le pasó por la imaginación volver a una finca cercana de la que ya había cogido en cierta ocasión unas algarrobas para dárselas de comer. La primera vez que fue a coger algarrobas tuvo la mala suerte de que lo detuvo la pareja de la Guardia Civil, que cumplía con su deber. Le llevaron al Juzgado y después de celebrarle un juicio de faltas, en el juzgado de Ronda, le impusieron una pequeña multa por hurto de algarrobas, multa que no pudo pagar, lógicamente. Hubo una segunda vez que lo cogieron con un saco de patatas y unas lechugas que había hurtado en una huerta, volvieron a celebrarle el juicio de faltas y lo condenaron a pagar otra pequeña multa que tampoco pagó. Pero en ambas ocasiones el papeleo apenas tuvo importancia porque él se limitó a ir al Juzgado a declarar y luego a comparecer el día del juicio de faltas. Ya José ni se acordaba de aquello. Pero los antecedentes estaban archivados y había información acreditativa de las dos condenas anteriores.
Y como los niños lloraban de hambre y al hombre eso de pedir por las casas o en la puerta de las iglesias no le parecía digno, decidió volver a aquella finca repleta de algarrobos cuyos frutos se caían todos los años al suelo y nadie se preocupaba de ellos, salvo los cerdos cuando el gañán los llevaba a comer por aquella parte de la finca. Además, la finca, todos lo sabían en el pueblo, era de un marqués, o de un duque, que vivía en Madrid y rara vez bajaba a su propiedad. ¡Qué podían importarle al marqués unas algarrobas más o menos!
Las algarrobas las utilizan en muchos lugares para engordar a los cerdos, pero en aquella época también las vendían en los quioscos y “puestecillos”, como golosinas o chucherías. Son sabrosas y dulces y deben tener mucho alimento cuando sirven para comida de animales. Recuerdo haberlas comprado como chucherías y comido, de pequeño, en más de una ocasión, cuando vivía en Osuna.
José salió aquella mañana muy temprano con una talega o bolsa de tela de las que en aquella época se usaban para el pan. Era un día hermoso con una luminosidad aparente.
Llegó el hombre a la cercanía de la finca, se escondió en un promontorio, junto a la linde, tras unos árboles para observar las inmediaciones y comprobar que estaba solo en aquella parte de la finca; llenó la talega de algarrobas, unas cogidas del árbol y otras de las caídas en el suelo y se dispuso a regresar al pueblo con su preciada carga, procurando caminar paralelo al camino, aprovechando los arbustos y evitar ser descubierto.
Tuvo la desgracia de tropezar con una pareja de la Guardia Civil, situada estratégicamente en un recodo del camino. Intentó esconderse detrás de una zarza, en vano, los dos tricornios se recortaron nítidamente en el cielo azul de la mañana y el miedo lo dejó paralizado.
El guardia de mayor edad era uno de los que lo habían detenido en las dos ocasiones anteriores. José soñaba con aquel guardia, y estaba en la creencia de que era una mala persona, que disfrutaba cada vez que lo prendía, que lo humillaba, que le hacía bajar la vista al suelo y le paralizaba la lengua.
-¿Qué llevas ahí, José?
-Unas... algarrobas. No hay nada que comer en mi casa y los niños se han levantado llorando de hambre.
-¿Otra vez algarrobas, hombre?
-¿Sabe usted lo que son los niños llorando cuando tienen hambre y no tener nada que darles?
-¡A callar, hombre! ¡Aquí solo hablo yo, tu te limitas a responder! ¿Entendido? ¿Es que pretendes justificar el robo?
José permaneció en silencio, temeroso. Pensó que era mejor callar que protestar.
-Abre la talega.
-¿De dónde son estas algarrobas?
-De la finca del marqués.
-La otra vez también eran de la finca del señor marqués. ¿Es que la tienes tomada con el pobre señor marqués?
-Estaban en el suelo.
-¿Y qué? ¿No sabes que luego se las comen los cerdos del señor marqués?
-¿Y los niños, qué? –preguntó José, incapaz de permanecer en silencio y arriesgando su propia integridad.
-No me contestes así que te doy una...
El otro guardia era más joven y comprensivo.
-Déjalo, hombre. Después de todo es una simple talega de algarrobas y si los niños tienen hambre... ¿Qué le pueden importar al marqués unas cuantas algarrobas? Vamos a dejarlo que se marche en paz y si lo cogemos de nuevo...
-¡Estás loco! Si lo dejáramos marchar el paquete sería para nosotros. Mañana no serían algarrobas, sería un cerdo o cualquiera sabe qué. Anda, vamos para el cuartel.
José pasó la noche en el calabozo del cuartel y los niños no comieron aquel día. A la mañana siguiente lo llevaron al Juzgado de Instrucción de Ronda.
El engranaje de la ley entró en funcionamiento: declaración ante el Juez de Instrucción que lo dejó en libertad después de practicar las diligencias de rigor; informe de antecedentes policiales, político-sociales y penales: no había participado en la guerra civil ni tenía antecedentes desfavorables en tal sentido contra el régimen, pero había sido condenado en dos ocasiones como autor de faltas por hurto; informe del Ayuntamiento diciendo que José estaba en el paro, que tenía cinco hijos pequeños y que las algarrobas iban a ser el alimento de aquel día. Eso constaba en el expediente desde el principio.
La Ley a veces es como una apisonadora sin conductor que no ve y no comprende nada pero que va machacando a todo aquel que se cruza en su camino. Es necesario que sea así, siempre se ha hablado de la frialdad de la Ley, pero debe haber excepciones. Los hombres, a veces, deben humanizarla. Y los únicos hombres que pueden hacer esas cosas son los fiscales y los jueces. Aquel expediente debió ser archivado porque se trataba de un auténtico estado de necesidad, algo previsto en la Ley. Pero no lo fue.
Un perito agrícola valoró las algarrobas. Su valor era una ridiculez. Una peseta con cincuenta céntimos el kilo. Como eran tres kilos, el valor total de lo hurtado ascendía a cuatro pesetas con cincuenta céntimos.
La Ley de Enjuiciamiento Criminal contiene un artículo que es el 109 que establece que hay que ofrecerle el procedimiento al perjudicado por si desea ejercitar las acciones civiles y penales contra el autor del delito. Se libró una comunicación a Madrid para ofrecerle el procedimiento al señor marqués.
Cuando el señor marqués recibió la citación judicial le pidió a su abogado que le acompañara al Juzgado y compareció el día indicado para declarar, sin saber el motivo. Le preguntaron si era propietario de una finca en la serranía de Ronda, en la provincia de Málaga, y dijo que sí.
-¿Y para qué me citan? –preguntó.
-En su finca se ha cometido un hurto y se le ofrece el procedimiento por si tiene algo que reclamar.
-¿En qué finca? Tengo más de una en la serranía de Ronda.
-En la finca X.
-Ya. En esa finca solo hay algarrobos. ¿Qué han hurtado?
-Tres kilos de algarrobas valorados en 4,50 pesetas, a razón de 1.50 pesetas el kilo.
No vi la expresión del señor marqués, obviamente, porque el hombre estaba declarando en Madrid, pero por la pregunta que le hizo al funcionario debió estar irritado:
-¿Por tres kilos de algarrobas me han hecho venir aquí, hacerme perder media mañana y aplazar un viaje a París? –otra persona que no hubiese sido marqués no se habría atrevido a preguntar esto así, pero en la vida y ante la Ley la realidad es que todos no somos iguales, hay unos más iguales que otros, sin duda. -¿Cree usted que vale la pena reclamar algo por tres kilos de algarrobas?
El funcionario debió encogerse de hombros, sin duda, y posiblemente diría que la Ley lo establece así y que no era cosa suya.
El expediente aumentaba de tamaño cada día hasta alcanzar más de cien folios: atestado de la guardia civil, declaraciones ante el Juzgado, informes de conducta de la guardia civil y de la policía local, informe de situación económica del procesado, emitido por el ayuntamiento, exhortos a Madrid para esto y para lo de más allá, solicitud de antecedentes penales, informes del fiscal, paso del expediente a la Audiencia, remisión al fiscal para calificación provisional y fijación del posible delito, escrito de conclusiones del fiscal y proposición de pruebas, petición de nombramiento de abogado y procurador del turno de oficio para encargarse de la defensa del procesado, entrega del expediente al abogado defensor para el trámite de calificación provisional y proposición de pruebas, en fin, lo que mucha gente llama “la Biblia en pastas”.
El fiscal solicitó una multa de 5.000 pesetas con arresto sustitutorio de 30 días. Era lo mínimo en aquella época para un delito de esa naturaleza. Y citación del señor marqués para el acto del juicio oral. Lógicamente el señor marqués no compareció.
Tres kilos de algarrobas para darle de comer a los hijos. Aquella situación entraba de lleno en lo que la Ley llama estado de necesidad.
La maquinaria legal es, a veces, como una trituradora o apisonadora, como dije antes. Parece que, a veces, nadie piensa con la cabeza, que todo se hace mecánicamente. Como si nadie tuviera iniciativa para tomar decisiones lógicas, razonables y justas.
Pensaba alegar como defensa de aquel hombre el estado de necesidad fundándome en el informe del ayuntamiento del pueblo serrano.
El día del juicio compareció el procesado. Estaba solo, -no tenía dinero para pagar el billete de autobús de la esposa que quería haberle acompañado-, y asustado. Era un pobre hombre, de unos cuarenta y cinco años, casi un viejo parecía, desarrapado, con barba de varios días, mirada huidiza y temerosa, que no podía creer que le pidieran una pena de 5.000 pesetas o treinta días de arresto por haber cogido del suelo de la finca del señor marqués que vivía en Madrid, tres kilos de algarrobas para dárselas de comer a sus hijos. Y me contó la conversación con los dos guardias y la intención de uno de ellos de dejarlo en libertad y algunos otros detalles de los que aquí escribo.
El señor marqués no compareció al acto del juicio, ni siquiera se preocupó de excusar su asistencia.
Se celebró la primera parte del juicio oral: el fiscal lo interrogó y llegó a la única conclusión posible: las algarrobas eran la comida para los hijos; yo llegué a la misma conclusión. Y en el trámite de conclusiones, cuando el fiscal debe concretar la pena que pide, ocurrió algo inesperado. El fiscal –hoy jubilado, llegó a ocupar un altísimo cargo en la magistratura del país, concretamente en el Tribunal Supremo-, retiró la acusación contra aquel hombre y le pidió perdón en nombre de la Administración de Justicia, alegando que por mucha que sea la frialdad de la Ley no era justo llevar las cosas hasta aquellos límites, por tres kilos de algarrobas destinados a darles de comer a unos niños hambrientos. Y dijo algo que me impactó en aquel momento. Dijo, “¿cómo es posible que el señor Juez de Instrucción de Ronda o el Fiscal que calificó provisionalmente estos hechos como delito no decidieran archivar este procedimiento? No veo ninguna justificación para mantener la acusación contra este hombre”.
Aquí acabó el juicio.
Al salir, me preguntó aquel hombre:
-¿Qué me va a pasar al fin? ¿De dónde voy a pagar yo las 5.000 pesetas si no tengo ni para el autobús de vuelta?
-¿No se ha enterado usted de nada de lo que ha dicho el señor que estaba sentado frente a mí? –le pregunté.
El hombre se encogió de hombros.
O estaba tan nervioso que no se enteró de nada de lo ocurrido o era el hombre un poco obtuso y me limité a decirle:
-Mire, márchese usted tranquilo que no le ha pasado nada, ni le va a pasar, por este asunto.
-¿Qué no me pasa nada? –preguntó el hombre, sin creérselo.
-No. El fiscal ha pedido que se archive el expediente y que no le pase a usted nada. Este asunto ya se ha terminado definitivamente. No tiene usted que pagar ni un céntimo.
-Me quita usted un peso de encima, pero digo yo, ¿y para esto han armado tanto follón?
En esta ocasión fui yo quien se encogió de hombros. ¿Cómo explicarle a aquel hombre lo inexplicable?

Sí, hice lo que está usted pensando en este momento. Lo que antiguamente hacíamos muchos abogados del turno de oficio. Le di al hombre dinero para el billete de autobús para regresar a su casa a la serranía de Ronda y que pudiera tomarse un bocadillo en el camino.
Así es la vida.

1 comentario:

CAROLINA LEDESMA ALBA dijo...

La administración siempre en su línea, anteponiendo la burocracia al sentido común...

Por lo que veo yo en la "administración educativa", tampoco es que hayamos mejorado mucho en estos años, jeje!