sábado, 21 de junio de 2008

LA ESPADA ENCANTADA DEL REY ODET- NOVELA

Transcribo a continuación el Capítulo XVIII de la novela LA ESPADA ENCANTADA DEL REY DODET, primera parte: AB' ERANA.
Inscrita en la Oficina Territorial de Propiedad Intelectual Delegación de Cultura de Málaga. Nº de registro:200699900568150)

CAPÍTULO X V I I I

La Ciudad Perdida

1

Tanto Fidor como los consejeros consultados coinciden con las apreciaciones de Ge’Dodet de que Cedric no debe acompañar al rey en su viaje por el país y sí permanecer en la ciudad junto a Fidor. Alguien propone y así se acepta que Cedric organice la ampliación del palacio real con una estancia de puertas y techos más altos donde puedan reunirse el rey y su abuelo y un departamento en el que éste pueda vivir holgadamente.

Ab’Erana, acompañado por varios consejeros y militares de alta graduación, viaja por todo el territorio elfos con intención de conocer la opinión de los habitantes del país. Lleva con él a Picocorvo, al que todos los elfos miran con admiración y manifiesto temor. Hace un recorrido por todos los rincones del país en una marcha maratoniana, visitando ciudades y aldeas, subiendo y bajando montañas, cruzando ríos, atravesando valles, etcétera. Habla personalmente con la gente de todas las clases sociales. Conoce sus problemas. Pasa al interior de las casas. Se entera de sus esperanzas y necesidades. Adopta medidas para promover el bienestar de los grupos más desamparados. Se entristece en algunos momentos y la alegría se refleja en su rostro en otros. Acepta todos los actos de homenaje que le ofrecen sin demostrar en ningún momento temor ni preocupación. Siempre tiene a la mano la espada encantada del rey Dodet que se ve obligado a sacar de su vaina en cada visita para demostrar palmariamente que puede hacerlo sin esfuerzo alguno y que es el predestinado de la dinastía Dodet. Y en muchas ocasiones se ve obligado a mostrar las cualidades del águila que siempre lleva sobre el hombro y le acompaña a todas partes. Tanto para él como para sus acompañantes, el viaje se convierte en un completo éxito. El joven rey se siente arropado en todo instante por la totalidad de la población que le aclama por dondequiera que pasa. La alegría de los elfos llega al paroxismo al comprometerse el rey en todas sus intervenciones a bajar radicalmente los impuestos establecidos por Mauro, en cuanto regrese a Varich. También anuncia que aquellos que no dispongan de bienes no pagarán absolutamente nada e incluso podrán recibir ayudas de las arcas reales.

Además, llega a la conclusión de que el primer deseo del pueblo elfo es, sin duda, la expulsión de los trolls que ocupan cargos importantes, algunos desde muchos años atrás, privando de esos puestos a los propios elfos; en segundo lugar la recuperación del Valle Fértil de manos de los trolls; y en tercero, la reducción de los impuestos.

A su regreso a Varich, Ab’Erana informa a su padre del resultado del viaje, le refiere las experiencias adquiridas, las impresiones recibidas en cada una de las poblaciones visitadas y de cuales son, a su juicio, los deseos principales del pueblo elfo.

Su padre, a su vez, le hace entrega de un mapa detallado sobre la Ciudad Perdida en el que aparecen los accesos a las galerías subterráneas conocidos por el profesor Tartiers.

En esos días el soldado Kunat le comunica que a la puerta del salón real está el padre del soldado Bósor. Lo hace pasar de inmediato. Es un elfo de edad avanzada, de muy baja estatura, y por sus vestidos Ab’Erana deduce que debe ser pobre como las ratas. El elfo mira al rey con temor. Ignora el motivo de su presencia allí.

-¿Qué quieres de mí? –pregunta con un hilo de voz. –No he hecho nada malo ni fui partidario de Mauro.

-¿Dónde vives? –pregunta Ab’Erana buscando una sonrisa bondadosa, para infundir ánimos al visitante.

-En los arrabales.

-¿De qué vives?

El elfo se encoge de hombros y guarda silencio.

-¿No tienes trabajo?

El elfo mueve la cabeza de un lado a otro.

-¿A qué te dedicabas cuando trabajabas?

-Jardinero.

-Tengo entendido que siempre fuiste leal partidario de la dinastía Dodet, ¿es cierto?

-Fui soldado con el rey Dodet XII y en una ocasión el rey me salvo la vida con su espada encantada. Le juré fidelidad eterna. A él y a su dinastía. No quise jurársela a Mauro y fui desposeído de todos mis bienes y menos mal que no decidió cortarme la cabeza.

-¿Tienes hijos?

-Dos. Uno vive conmigo. El pequeño, llamado Bósor, como yo, se alistó como soldado de Mauro en contra de mi voluntad. Para aceptarlo, Mauro le pidió que renegase de mí y así lo hizo. Ignoro si está vivo o muerto. Supe que fue a una misión y que no ha regresado. Nadie me sabe dar razón de él.

Ab’Erana-Dodet XIII se acerca al elfo, le echa un brazo por los hombros y lo aprieta cariñosamente ante la sorpresa del visitante.

-Lamento ser yo quien te de la mala noticia, Bósor. Tu hijo murió a manos de uno de sus compañeros. Me contaba cosas relacionadas con el país y con Mauro. Me dijo que tú eras partidario de la dinastía Dodet, igual que toda tu familia. El jefe de su pelotón le gritó que no hablara más pero él no hizo caso. En un descuido, le arrojó un cuchillo y se lo clavó en el pecho. No pude evitarlo. Me dispuse a llevarlo con mi abuelo para que lo curara. Me miró con desesperación, sabiendo que la vida se le escapaba por aquella herida del pecho, me sujetó el brazo y me dijo con un hilo de voz: -“Si vas alguna vez a Varich, busca a mi padre y dile que...” “¿Qué quieres que le diga?” -le pregunté. “Dile que... aquello fue solo para que me aceptaran. Dile que... estoy arrepentido”. Exhaló el último suspiro en mis brazos. Lo enterré y cubrí su tumba con piedras para evitar que fuese devorado por las alimañas. Por eso estás aquí. Le pedí a Kunat que te buscara para darte la noticia personalmente. No pudo decirme qué deseaba que te dijera.

El pobre elfo se echa a llorar y entre sollozos, musita:

-Le dije en una ocasión “algún día te arrepentirás de servir a Mauro”. No me equivoqué.

-Habló muy mal de Mauro, se mostró partidario de la dinastía Donet y tuvo recuerdos para ti en los instantes finales de su vida.

-Te agradezco que me lo hayas dicho. Es una tranquilidad para mí saberlo, aunque me invade la tristeza al conocer su muerte.

-Vuelve mañana con tu hijo mayor. Pregunta por Fidor. Él tendrá instrucciones mías para ayudarte –dice Ab’Erana, al ver la desolación y el aspecto del elfo.

-Te lo agradezco infinito. Mi esposa está enferma y no sé dónde acudir.

-Mañana se resolverán tus problemas. Vete ahora y no le comuniques nada a ella. Si le dices que su hijo ha muerto, posiblemente empeore. Espera ahí fuera. Avisaré al físico para que la visite y pueda curarse.

Bósor se arroja al suelo y comienza a besarle los pies, mientras Ab’Erana se apresura a levantarlo y decirle:

-¡No hagas eso! Ningún elfo debe humillarse de esa forma. Bésame la mano si quieres demostrarme respeto.

El elfo abandona el salón real sin poder contener el llanto.

2

Aquel mismo día, con el asesoramiento de Fidor y el consejero de los impuestos, dicta un bando con dos puntos: el primero, una reducción considerable de impuestos para todos los ciudadanos del país. El segundo, una invitación a todos los trolls residentes en territorio elfo que ocupen cargos públicos o privados, para abandonar el país en el plazo de quince días, llevando solo sus pertenencias personales, con advertencia de ser expulsados de forma inminente y drástica, si no obedecen la invitación que afecta a todos, sin excepción alguna.

Poco después de conocerse el bando se producen en Varich manifestaciones espontáneas y multitudinarias de apoyo a las normas dictadas por el nuevo rey. Los elfos aplauden las dos disposiciones. Más la segunda que la primera. Ven en aquella decisión real la posibilidad de librarse definitivamente de la influencia, cada día más acusada, de los trolls, que, en ocasiones y dada su prepotencia natural, avasallan a los elfos en su propia tierra, sin alcanzar a comprender que desde la caída de Mauro su estancia en el país tiene los días contados.

Muchos trolls que llevan varios años viviendo en el país y ocupan altos cargos de la administración por designación personal del rey Mauro, protestan airados asegurando que están integrados en la sociedad elfa y no desean regresar a su país bajo ningún concepto. No obstante las protestas, conociendo los trolls afectados por la orden del nuevo rey que el príncipe Ge’Dodet permaneció más de quince años encerrado en las mazmorras del rey Murtrolls y que éste ha sostenido en el poder al rey Mauro, temen las represalias que previsiblemente puedan producirse. Muchos trolls llorando, abandonan el país por sus propios medios. Buscan refugio en el Valle Fértil, con el consiguiente quebranto de los trolls residentes en el valle, que ven llegar a varios centenares de compatriotas con el deseo de ser instalados allí o en las cuevas y cavernas, lugares a los que ya no están acostumbrados. Y, además, con el temor de que el nuevo rey desencadene una guerra para recuperar el territorio que los trolls arrebataron a los elfos veinte años antes, después de la muerte del rey Dodet XII.

Tras el éxodo de los trolls hacia el Valle Fértil, Ab’Erana, parte en dirección al Desierto de las Calaveras. Le acompañan un grupo de cincuenta soldados elegidos por el propio Fidor, un guía y dos rastreadores especializados en terrenos desérticos. La comitiva monta los caballos de las cuadras de Mauro, salvo Ab’Erana que ocupa la carroza arrastrada por cuatro caballos. Habría sido más rápido y operativo para él ir a caballo, pero comprende que los caballos enanos no pueden soportar su peso. En aquel momento se arrepiente de no haber aceptado, los dos caballos que le ofreció Latefund de Bad en el momento de la despedida, uno para él y otro para su abuelo.

Picocorvo forma parte del grupo y realiza, de vez en cuando, vuelos de observación y vigilancia, lo que les permite viajar con absoluta tranquilidad, en la seguridad de que nadie podrá sorprenderlos.

Ab’Erana tiene certeza de que Mauro y sus acompañantes no deben estar ya en la Ciudad Perdida, si es que fueron a ella alguna vez, pero desea explorar las galerías subterráneas y comprobar si estuvieron allí ocultos, y en tal caso, saber qué camino tomaron, como le dijo su padre.

La expedición va pertrechada con alimentos y agua para varios días de marcha a través del desierto. La idea de Dodet XIII es la de apresar a Mauro y ponerlo a buen recaudo para evitar que un individuo de tal catadura moral pueda originar problemas en el futuro. Y caso de no encontrarlo, saber dónde ha ido.

El guía conduce la expedición sin ninguna duda ni titubeos hacia la Ciudad Perdida. Cerca de dos jornadas tardan en alcanzar la meta. Al encontrarse los expedicionarios en los alrededores de los restos arqueológicos, Picocorvo reconoce el terreno comprobando que no hay peligro alguno entre las dunas y matorrales.

Ab’Erana se sorprende al llegar a los restos de aquella ciudad desconocida, que, al parecer, en su momento, fue la capital del reino de los elfos y un emporio de riquezas. Pensaba encontrar una auténtica ciudad abandonada, con calles y casas, mejor o peor conservadas, pero se sorprende al comprobar que solo hay unos restos inapreciables, que, desde luego, no evocan las ruinas de ninguna ciudad importante. Solo un torreón achatado muy deteriorado por el paso del tiempo y las agresiones de los elementos de la naturaleza; algunas paredes enhiestas, y trozos de tejados de pizarra blanquecina de algún edificio irreconocible que en otros tiempos pudieron haber sido viviendas. Unos restos arqueológicos demasiado pobres y de imprecisa antigüedad. Aquello, en realidad, es un montículo de arenas que parece ocultar algo y lo único que sobresale son los restos indicados, quizá para conocimiento exacto del lugar.

No hay ningún signo que indique existencia de vida, ni de haberla habido en muchos años. Rodean el montículo buscando los accesos a las galerías subterráneas, sin encontrar nada, ni siquiera huellas recientes de animales o elfos. Extienden el mapa y por más que buscan las entradas a las galerías, no consiguen localizarlas. La arena del desierto lo invade todo. Le explica el guía que las arenas se mueven de un lado a otro a impulso del viento que sopla con inusitada fuerza, modificando constantemente el aspecto y configuración del terreno. Solo el torreón puede servir de indicativo.

El guía con el mapa facilitado por Ge’Dodet y los rastreadores intensifican la búsqueda de los accesos, ayudados por los soldados, por Picocorvo y por el propio rey. Un soldado avisa que ha encontrado la huella de un casco de caballo junto a un talud. Analizan el entorno y únicamente encuentran la indicada huella. Es como si hubiesen borrado todas las huellas y una hubiese quedado intacta para dar fe del paso de caballerías por aquel lugar. En el que consideran un lugar propicio, excavan sin dificultad y localizan una puerta corredera que se abre al empujarla. La puerta da acceso a una rampa que desemboca en un pasillo de suelo arenoso. Está todo tan oscuro que son necesarias antorchas para iluminar los corredores húmedos, fríos y silenciosos.

-Cuatro soldados permanecerán junto a la puerta para evitar que pueda cerrarse, así dispondremos de aire en el interior. Veinte soldados que permanezcan de vigilancia en los alrededores, al cuidado de la carroza, con un cuerno de caza para avisar en caso de peligro. El resto que me siga –ordena Ab’Erana, empuñando la espada encantada. -Los rastreadores irán en primer lugar para evitar que los demás podamos destruir las huellas con nuestras pisadas.

Se adentran en el laberinto de galerías oscuras y húmedas y los rastreadores, gracias a lo arenoso del suelo confirman al fin que por allí han pasado recientemente caballos y elfos porque se aprecian con absoluta nitidez sus huellas, así como excrementos de los animales y de los propios elfos.

-Por los restos que se aprecian debieron permanecer aquí varios días -dice uno de los rastreadores. –Hay muchos excrementos.

-¿Para qué construirían estas galerías subterráneas los antiguos ocupantes de la ciudad? –pregunta Ab’Erana a uno de los rastreadores.

-Posiblemente con intención de ocultarse en caso de apuro. Tal vez fueran cercados alguna vez y... Quizá hicieran las galerías posteriormente por si en otra ocasión se veían en situación semejante tener un lugar o refugio donde ocultarse o poder salir al exterior y escapar del cerco. O quizá también por estas galerías se podía espiar lo que ocurría en determinados lugares de la ciudad –responde el aludido.

-Algo así como sucede todavía en la Torre Siniestra, en Varich –tercia un soldado.

-¿Cómo sabes que hay galerías o pasajes como estos en la Torre Siniestra? –pregunta Ab’Erana, con cierta extrañeza, al recordar que Fidor le dijo que aquellos pasadizos sólo los conocían él, Inicut y su padre.

-Cuando desapareció la espada encantada, los soldados que vigilaban la torre juraron que nadie había entrado por la puerta. Fue un elfo llamado Inicut quien informó a Mauro de la existencia de pasadizos secretos que solo conocían él, Fidor y el príncipe Ge’Dodet. Recorrieron los pasadizos y encontraron huellas recientes que todos pensaron eran de Fidor.

Ab’Erana piensa que nuevamente Inicut se cruza en su camino como autor de una nueva traición y que debe hacer todo lo posible para castigarlo.

Continúan avanzando por las galerías y después de varias vueltas y revueltas a través de los oscuros pasillos laberínticos, de encontrar restos de animales, incluso un esqueleto de elfo, u otro ser diminuto, deteriorado por el paso de los años, llegan hasta una plaza o confluencia de cuatro pasillos, donde el hedor resulta insoportable. Buscan la causa y encuentran los restos putrefactos de un elfo, al parecer, de avanzada edad y con ricos vestidos.

-Para oler de este modo este individuo debe llevar muerto poco tiempo -aventura alguien.

-Podría ser una nueva víctima de Mauro –tercia Ab’Erana. -¿Alguien sabe quien era este elfo?

El otro rastreador, cubriéndose la nariz para evitar el insoportable hedor, se acerca al cadáver y, sin tocarlo con las manos, lo analiza concienzudamente.

-Parece que tiene una herida en el pecho a juzgar por la mancha de sangre reseca que hay en la ropa. Tiene el rostro tan desfigurado que resulta imposible reconocerlo.

-¡Mira ahí al lado! –grita un soldado, inclinándose junto al cadáver. –Parece que hay algo escrito en el suelo.

Todos se acercan a mirar y comprueban que, efectivamente, hay varias palabras, de difícil lectura, garabateadas en el suelo arenoso, junto al cadáver.

-Acercad las antorchas -ordena Ab’Erana, inclinándose también junto al cadáver. –Cuidad que nadie pise lo escrito.

Hay unas letras escritas, al parecer con mano temblorosa, quizá con un dedo, sobre el suelo arenoso, que dicen lo siguiente:

“Mauro me ha herido al acusarlo de habernos llevado a la derrota e intentar traicionar al p... elfo. Se di...e al Valle F. Es un trolls. Vengadme”.

Ab’Erana se incorpora y pasea la mirada por los presentes moviendo la cabeza, apesadumbrado.

-¿Nadie conoce a este elfo? Por sus ropajes debió ser alguien importante que acompañaba a Mauro. Algún consejero, quizá.

-Tiene el rostro completamente desfigurado –responde alguien.

-Por su traje y atributos parece ser efectivamente uno de sus consejeros principales.

-¡Claro! Ese medallón con un sol que lleva al cuello es signo exclusivo de los consejeros del rey. Lo decidió el propio Mauro que últimamente quería que le llamasen “rey Sol”. Decidió que todos los consejeros llevasen un medallón con el sol para tenerlo presente en todo instante al tomar decisiones –comenta el jefe de la tropa.

-Últimamente estaba como endiosado –señala otro de los soldados. –A veces parecía como si hubiese perdido la razón.

Ab’Erana recuerda entonces que cuando Picocorvo secuestró al astrólogo Arag, llevaba colgado un medallón exactamente igual que aquel.

Con la punta de la espada, desprende el medallón del cadáver y al tenerlo en la mano, mira el reverso por simple curiosidad y comprueba que hay palabras grabadas con letras mayúsculas. Acerca el medallón a la llama de una de las antorchas y lee: TRAFALD.

-¿Qué cosa o quién es Trafald? –pregunta Ab’Erana.

-Era el consejero principal de Mauro. El único que podía llamarle por su nombre y según rumores nunca fue partidario de la guerra contra los silfos según comentaban en voz baja sus propios colaboradores.

-¿Era soldado?

-No. Era un elfo prestigioso y sabio con ideas muy avanzadas en todos los campos, incluso en el de las guerras. Había inventado unos artilugios para lanzar piedras contra las ciudades sitiadas y para construir puentes sobre ríos con troncos flotantes.

-Al parecer a este pobre inventor se le ocurrió culpar a Mauro del desastre de la guerra y pagó cara su osadía, pese a ser un concejero influyente.

-Menos mal que no ordenó cortarle la cabeza. Parece que murió de una cuchillada que debió darle el propio Mauro. Posiblemente lo hirió y lo dejó aquí abandonado hasta su muerte.

-¿Podemos enterrarlo, majestad? –pregunta uno de los soldados de más edad. –Su espíritu no abandonará estas galerías mientras esté en estas condiciones.

-Sí, claro. Cavad un agujero en el suelo y lo enterraremos aquí mismo. Liberaremos su espíritu y de paso evitaremos el mal olor.

Finalizada la operación del enterramiento del antiguo consejero, sin ningún rito especial, solo el de empujar sus restos al agujero excavado junto al cadáver, continúan la búsqueda. Las huellas, confundidas, van de un lado a otro, como si Mauro y sus acompañantes desconocieran el camino exacto y se hubiesen visto obligados a hacer y deshacer el mismo recorrido varias veces. Finalmente encuentran huellas en una sola dirección hacia la que resulta ser una salida. Otra puerta corredera semejante a la primera les conduce al exterior. Allí desaparecen las huellas de los caballos y los elfos, como si alguien las hubiese borrado intencionadamente, como sucedió a la entrada; las del interior aparecen visibles y perfectamente marcadas, como si nadie se hubiese preocupado de hacerlas desaparecer, en la seguridad de que nadie conseguiría entrar en aquellas galerías subterráneas.

La salida está en el lado opuesto al lugar de entrada, a más de un kilómetro de distancia. Aun cuando alguien se había preocupado de borrar las huellas del exterior, los rastreadores consiguen descubrirlas a pocos metros de distancia y seguirlas durante un buen trecho hasta llegar un momento en que se pierden por completo.

-Hay una parte en las cercanías de la salida que se aprecia fueron borradas intencionadamente, pero en el último tramo la desaparición se produce de forma natural debido a la propia arena del desierto.

Es Picocorvo en una de sus salidas de inspección quien advierte a Ab’Erana de la existencia de excrementos de caballos que aparecen entre las piedras a varios centenares de metros de la salida de la Ciudad Perdida.

-Parece que se dirigen hacia el Valle Fértil, o, al menos, las señales apuntan en esa dirección –señala el rastreador.

-La salida debió producirse hace varios días y todo hace pensar que la expedición debe estar ya en su destino o muy cerca de él, dondequiera que fuesen.

-Sin duda al Valle Fértil –razona Ab’Erana-. Trafald lo escribió claramente.

¿Conduce este camino al Valle?

-No exactamente, pero sí a las montañas que le rodean. Quiero decir que desde aquí no hay ningún camino de entrada al valle como no sea escalando la montaña.

-¿Es posible seguir esas huellas o señales?

-Con cierta dificultad, sí.

-Vamos a intentarlo. Quiero saber exactamente si Trafald estaba o no en lo cierto. Si no podemos detenerlos, saber, al menos, donde están, pero antes debemos anotar en el mapa las dos puertas que hemos encontrado, la de entrada y la de salida que no sabemos si coinciden o no con las que aparecen señaladas.

Regresan a la Ciudad Perdida y el guía se encarga de hacer las anotaciones en el mapa antes de que Ab’Erana decida reiniciar la marcha.

-Es muy tarde ya, majestad. Difícilmente veremos las huellas con la poca luz que queda –comenta uno de los rastreadores.

-De acuerdo. Pasaremos la noche en el interior de las galerías subterráneas y mañana al amanecer reanudaremos la búsqueda. Estableced un turno de guardia.

Ab’Erana mira fijamente a los ojos del águila y le encomienda su propia seguridad durante la noche.

3

A la mañana siguiente, con la claridad del nuevo día y el sol todavía sin aparecer por el horizonte, la comitiva se pone en marcha. Caminan en primer lugar los rastreadores y el guía, y detrás los soldados a caballo y la carroza de Ab’Erana tirada por cuatro caballos. El joven monarca reconoce la incomodidad de su transporte por aquellos caminos pero reconoce no poder montar ninguno de aquellos pequeños caballos, dado su peso.

Los rastreadores se ven obligados a desmontar en numerosas ocasiones porque las huellas desaparecen a trechos debido a los movimientos de la arena del desierto. En varias ocasiones, el grueso del grupo se detiene hasta que los rastreadores encuentran las huellas que les indican el camino a seguir. Estas dificultades desaparecen al abandonar el desierto y llegar a un terreno diferente en el que las huellas de las cabalgaduras se aprecian con cierta nitidez, lo que les permite avanzar con rapidez. Dos jornadas tardan en alcanzar las estribaciones de las montañas tras las que se encuentra el Valle Fértil, lugar desconocido para el nuevo rey y para muchos de los elfos que le acompañan. Llega un momento en que resulta imposible continuar con la carroza y los caballos dadas las dificultades del terreno, y deciden prescindir de ellos.

-Debe existir otro camino –comenta uno de los rastreadores. –O han debido hacer lo mismo que nosotros. Dejar los caballos y seguir a pie.

-Dejaremos bajo estos árboles nuestros caballos y la carroza. Los soldados permanecerán aquí acampados. Solo diez, los rastreadores y el guía, vendrán conmigo. Subiremos hasta las crestas de las montañas y veremos qué hay al otro lado.

-Es un terreno peligroso, majestad –advierte uno de los soldados.

-Ya lo supongo. Si ellos han subido por ahí, también lo haremos nosotros que somos más jóvenes –responde Ab’Erana, sonriendo.

-¿Qué haremos al llegar arriba, majestad? –pregunta el jefe de la tropa. -¿Atacaremos de alguna forma, si es necesario, o solo observaremos?

-¿Por qué lo preguntas?

-Depende de lo que vayamos a hacer llevaremos unas armas u otras. Si vamos a atacar llevaremos los arcos. Si solo vamos a observar llevaremos solo la espada y podremos movernos con más facilidad.

-Solo observaremos. Quiero hacerme una idea exacta de cómo es ese valle. Sería una locura atacar a los trolls con las pocas fuerzas que llevamos y en un lugar como este. Aunque a mí no puedan causarme daño, a los demás os machacarían. No debemos poner en peligro la vida de nadie.

El jefe asiente con satisfacción.

-¡Mirad allí! Hay varios caballos pastando –grita un soldado. -Y entre ellos está el caballo negro del rey Mauro, cojeando. Parece que no hay nadie a su cuidado, al menos no se ve a nadie.

-Entonces no cabe duda de que han debido hacer a pie el resto del camino y subir por estas montañas, salvo que existe algún paso oculto.

-Nunca se habló de él –admite uno de los rastreadores.

Ab’Erana le pide a Picocorvo que sobrevuele el lugar donde están los caballos pastando y compruebe si hay algún peligro. El águila inicia el vuelo ante el asombro de los soldados y regresa a los pocos minutos informando al rey que no ha visto a nadie por los alrededores.

-Que un grupo de soldados vaya por esos caballos mientras nosotros subimos a lo alto de la montaña. De todos modos que lleven cuidado. Es posible que sea una trampa o que en cualquier momento envíen a alguien a recogerlos.

Ab’Erana vuelve a mirar fijamente a Picocorvo y le dice:

-Picocorvo, sobrevuela las montañas sin adentrarte en el Valle Fértil que está al otro lado. Mauro y su comitiva ya te conocen y no conviene que te vean. Dime si hay enemigos apostados entre las piedras del camino a la cumbre.

El águila inicia el vuelo y en unos segundos desaparece de la vista.

Ab’Erana y el grupo de escaladores comienza lentamente la ascensión a la cima de las montañas con grandes esfuerzos y dificultades dado lo agreste del terreno. La última parte del recorrido presenta un extraño aspecto. Se trata de piedras resbaladizas de color blanco, semejantes al mármol, que reflejan los rayos del sol hasta deslumbrar y molestar profundamente en los ojos.

-Hay que tener mucho cuidado con los reflejos del sol –advierte uno de los rastreadores. –Son Piedras Cegadoras.

-¿Qué puede ocurrir exactamente? –pregunta Ab’Erana, aunque por el nombre deduce cuáles pueden ser las consecuencias.

-Podemos quedar ciegos si miramos esas piedras directamente en el momento de reflejarse el sol en ellas –advierte el rastreador.

-¿Piedras Cegadoras? –repite Ab’Erana, pensativo observando aquellas láminas de piedras blancas, comprobando que se trata de unas láminas muy finas adheridas unas a otras, como láminas de pizarra de color intensamente blanco.

Una extraña idea pasa por su imaginación, como un fugaz chispazo, y la almacena en el subconsciente con intención de recordarla en otro momento e intentar ponerla en práctica, si es posible.

Los rastreadores son los primeros en alcanzar la cima y hacen señales a Ab’Erana para que se acerque hasta un determinado lugar desde el que se domina el Valle Fértil en toda su extensión. En contraste con el terreno casi desértico que acaban de atravesar, en el valle, el verdor abunda por todas partes. Hay pequeños bosquecillos, prados, un río caudaloso con varios puentes que separa el valle de las montañas que se ven al fondo. Varios arroyos y riachuelos confluyen en el río. El lugar es hermoso y fértil, pero por todas partes se aprecia falta de cuidado, terrenos sin cultivar cubiertos de hierbas silvestres, y algunos rebaños de animales. En el valle se elevan varias aldeas y desde la altura de las montañas se ven figuras moverse de un lado a otro. Pero especialmente se ve un palacio con cuatro torreones puntiagudos, uno en cada esquina del edificio, rodeado de unos jardines bien cuidados y por otros edificios de menor entidad, también importantes. Numerosos soldados vigilan los alrededores de los edificios.

-Parece que hay movimiento alrededor de aquellos edificios. ¿Qué son? –pregunta Ab’Erana, sospechando que pueda tratarse del palacio del rey Murtrolls.

-El edificio principal es el palacio del rey Murtrolls. Todos esos que andan por ahí abajo son trolls. Deben ser soldados. La gente del pueblo continúa viviendo en las cuevas y cavernas del otro lado del río. En el Valle solo viven el rey, sus consejeros, los altos personajes de su corte y buen número de soldados que habitan las aldeas.

-¿Hay elfos viviendo en el Valle?

-Algunos... muy pocos, como esclavos. Precisamente los jardineros del palacio son elfos. De no ser así, aquello estaría tan abandonado como el resto del Valle.

-¿Qué ocurrió con los elfos que habitaban el Valle antes de que los trolls se apoderaran de él? –pregunta Ab’Erana.

-El rey Murtrolls proclamó una campaña llamada “caza del maldito elfo”, contra todos aquellos elfos que los trolls encontraran en su camino. Hubo una carnicería con centenares o miles de elfos muertos. Otros consiguieron huir y llegar a Varich y a otros núcleos de población. Algunos fueron apresados como esclavos. En el Valle, muchos de ellos dejaron la vida, sus casas y enseres. Desde entonces esas casas y enseres los utilizan los soldados trolls que se han adueñado de todo.

-Vuestra majestad ha sido muy generoso con los trolls que vivían en nuestro país. Les ha dado la posibilidad de marcharse y salvar la vida. Ellos no lo hicieron así.

-¿Cómo permitió Mauro tal atropello? –pregunta Ab’Erana, indignado. -¿Cómo no ordenó un comportamiento de reciprocidad, declarando “la caza del maldito trolls”?

-Al ocurrir aquellos hechos Mauro aún no era rey. Lo que escribió el consejero Trafald en la galería subterránea de la Ciudad Perdida, es cierto. Mauro siempre se comportó como un auténtico trolls. Tiene aspecto físico de elfo, pero sus pensamientos son de trolls. ¿Cómo iba a ordenar nada contra los trolls si él mismo tiene espíritu de trolls y posteriormente fue designado rey por orden de Murtrolls al conocer su odio hacia los elfos?

-Nadie me habló nunca de esas matanzas en el Valle Fértil. De haberlo sabido quizá mi decisión con respecto a los trolls que habitan en nuestro país hubiese sido diferente.

-La gente quiere olvidar. Necesita olvidar –responde el soldado.

-¿Cuál era el territorio trolls antes de apoderarse del Valle Fértil? ¿Se ve desde aquí?

El rastreador señala unas extrañas montañas de color gris con manchas negras, al otro lado del valle y de los puentes que cruzan el caudaloso río.

-Allí al fondo. En aquellas montañas oscuras. Los agujeros negros que se ven son las cuevas de los trolls. El límite entre las montañas de los trolls y el Valle Fértil lo marca el río –dice el rastreador señalando hacia un lugar determinado. -La mayoría de los trolls continúa viviendo en las cuevas. El rey Murtrolls mandó construir un palacio en el Valle Fértil y se fue a vivir a él y lo mismo hicieron muchos de sus consejeros y otros personajes influyentes de su corte. Solo viven ellos y muchos soldados, el resto de la población continúa ocupando las cavernas.

-El día que consigamos expulsarlos del Valle será un gran acontecimiento para los elfos y deberíamos conmemorarlo cada año con grandes fiestas. Es la mejor tierra de todo el territorio elfo y una espina que todo elfo de buena voluntad tiene clavada en el corazón –comenta un soldado de más edad que los restantes.

-¿Conociste el Valle cuando aún era nuestro? –pregunta Ab’Erana.

-Sí, majestad. Era un vergel en tiempos del rey Dodet, y ahora, salvo la parte del palacio que parece bien cuidada, el abandono es total. ¡Mire cómo está todo!

Ab’Erana mira al soldado que acaba de hablar.

-¿Conociste a mi abuelo?

-Entré muy joven en el ejército y era el encargado del cuerno de avisos. Estaba muy cerca de él cuando lo mataron y salvé la vida de auténtica casualidad. Me hirieron en el ataque que nos hicieron a traición. Al morir el rey Dodet se organizó una desbandada. Los trolls andaban de un lado a otro rematando a los heridos. Me mantuve tan inmóvil que debieron pensar que estaba muerto. Luego, amparado en la oscuridad de la noche, conseguí huir a través de estas montañas. Aún no me explico cómo estoy vivo. Muy pocos conseguimos salvar la vida. Fue una matanza espantosa. Desde entonces tengo pesadillas y los gritos de los heridos me despiertan de noche.

-¿Qué ocurrió exactamente aquella noche, lo recuerdas?

-No lo olvidaré nunca. Fue horrible. Estaba todo muy tranquilo. Durante el día ni siquiera hubo escaramuzas y todo hacía presagiar una noche tranquila. Yo estaba en las inmediaciones de la tienda del rey con el cuerno colgado en bandolera por si había que ordenar alguna llamada. El rey Dodet estaba con una elfa que a nadie le inspiraba confianza. Era bellísima y la amante del rey. Inesperadamente aparecieron los trolls blandiendo sus troncos claveteados y otros armados con lanzas, dando unos alaridos espantosos. Por varios puntos se elevaron enormes llamaradas y la gente corría de un lado a otro sin saber qué ocurría exactamente. El campamento se convirtió en un hervidero. Yo corrí hacia la tienda del rey Dodet y a pocos metros de la puerta recibí una herida en un costado y caí al suelo. Vi al rey asomar a la puerta de su tienda intentando sacar la espada encantada de su vaina, sin conseguirlo. Un lancero trolls le atravesó el pecho con su lanza.

-¿Cómo era mi abuelo?

-Fue un elfo fantástico y un gran rey. Solo que..., cometió un error que le costó la vida y llevó al país a la ruina.

-Conozco la historia –aclara Ab’Erana para evitar al soldado tener que dar explicaciones.

-No sé si la conocerá completa, majestad, pero...

-¿Qué quieres decir?

-Escuché unas palabras aquella noche que me juré no repetir jamás pero que me queman los labios.

-¿Qué escuchaste?

-Juré olvidar aquello y no contarlo nunca.

-¿Ni siquiera a tu rey, soldado?

-Son terribles, majestad, -dice el soldado mirando a los compañeros que le rodean, pendientes de la narración del soldado.

Ab’Erana lo coge del brazo y se separan varios pasos de los demás.

-¿Quieres repetírmelas ahora?

-Voy a quebrantar mi juramento, pero... Eres mi rey y nada debo negarte. Verás... Pese a mis heridas, estaba lúcido. Vi caer al rey y cómo dos trolls entraron en la tienda. Momentos después oí los gritos de terror de la elfa que estaba en la tienda con el rey. Aquellos trolls se dedicaron a rematar a los heridos que se movían y pedían ayuda. Permanecí inmóvil, sin respirar siquiera, para que me creyeran muerto, como así ocurrió. Se detuvieron muy cerca del lugar donde yo estaba. Uno de ellos, dirigiéndose al que había matado al rey, dijo algo así cómo “la maniobra de Murtrolls de buscar una elfa ambiciosa dispuesta a enamorar al rey Dodet para hacerle perder el poder sobre la espada encantada, ha sido una jugada genial. La elfa lo enamoró, lo incitó a eliminar a su marido si quería estar con ella y el pobre viejo cayó en la trampa”. El otro preguntó: “¿Cómo es posible que el rey Dodet se dejara embaucar y que ella hiciera eso contra su propio rey y su esposo?”. “Murtrolls le dijo que la convertiría en su favorita y la colmaría de riquezas, y ella lo creyó”. “¿Dónde está la elfa, entonces?” Las palabras de aquel energúmeno por poco me delatan al oírle decir: “Murió junto al rey Dodet. Los maté a los dos siguiendo instrucciones del rey. A nadie interesaba que hubiese testigos”.

-¿Cómo no dijiste esas palabras antes? –pregunta Ab’Erana con extrañeza, sorprendido por la noticia que acaba de conocer.

-¿A quién se lo podría haber contado? ¿Y si lo refería a alguien y ese alguien me traicionaba? Después de la batalla, Murtrolls tomó el control del país y luego, más tarde, con Mauro en el poder habría sido muy peligroso propagar esa noticia. Me habrían cortado la cabeza.

-Si esa noticia se da a conocer ahora mucha gente cambiará el criterio que tiene sobre mi abuelo y aún estarán más de acuerdo con mi idea de invadir el Valle y expulsar a los trolls. No fue exactamente una canallada buscada por el rey. Fue una trama muy bien urdida para hacerle caer en la ignominia y el descrédito y hacerle perder el dominio sobre la espada encantada.

-Los trolls son malvados y no respetan ninguna regla. Solo buscan el fin y les da igual cuáles sean los medios. Se valieron de la elfa más hermosa que había en el país para conseguir sus fines. Aquella elfa tenía algo diabólico en la mirada. Era preciosa. Embaucó al rey Dodet que le doblaba la edad, convirtiéndolo en un pelele. Se llamaba Lumara.

-¿Qué ocurrió exactamente?

-Lumara le dijo al rey que su esposo era un traidor vendido a los trolls. Le pidió que lo registraran porque llevaba una carta del rey Murtrolls en el bolsillo, le dijo que ella la había leído y que le ordenaban matar al rey Dodet y a su hijo el príncipe Ge’Dodet. El rey ordenó registrar al marido de Lumara y le encontraron encima la carta comprometedora que la propia Lumara había introducido en su bolsillo. Aquella prueba fue suficiente para que el rey lo condenara a muerte a petición de la propia Lumara. Después de la ejecución de aquel soldado, el rey Dodet intentó extraer la espada de su vaina y no pudo hacerlo. Yo lo vi desde la puerta de su tienda y estaba como aterrorizado. Seguramente fue ella misma quien avisó a los trolls de que el rey no podría extraer la espada de su vaina y aquella misma noche se produjo el ataque. Posiblemente pensó aquella elfa que, tras la muerte del rey Dodet, los trolls la llevarían junto a Murtrolls para recibir su recompensa. Se equivocó. Murió en la misma tienda que el rey de una lanzada en la barriga.

-Da horror hasta imaginarlo –musita Ab’Erana. –Jamás pude pensar nada semejante. Mi padre ignora esos detalles y se alegrará mucho saber exactamente lo que sucedió aquel día nefasto.

-Fue un golpe mortal para los elfos. Mientras el rey Dodet tuvo en sus manos la espada encantada nadie pensó en la derrota, la euforia dominaba la tropa. En el momento en que el encantamiento se deshizo... ¡La tragedia! Alguien gritó que el rey Dodet había muerto y aquello fue una desbandada. Centenares de elfos muertos y lo peor de todo, la pérdida del Valle. Tu llegada ha sido providencial. Creo que todos los elfos del país esperábamos la aparición de alguien que pudiese usar esa espada para expulsar a los cochinos trolls a sus malditas madrigueras, aún sabiendo que habrá muchas bajas y que cualquiera de nosotros puede ser víctima de esos miserables.

Ab’Erana mira fijamente al soldado y piensa que le ha dicho la verdad.

-¿Cuál es tu nombre, soldado?

-Tori Vindoff.

-Tori Vindoff, te juro que venceremos a los trolls y los arrojaremos a sus cuevas y cavernas sin tardar mucho tiempo –promete Ab’Erana, con total convencimiento, colocando la mano sobre la empuñadura de la espada encantada que cuelga al cinto. –Esta me ayudará como tantas veces lo hizo con mis antepasados. Y tú estarás a mi lado para verlo y llevarás de nuevo el cuerno para transmitir las órdenes.

-¿Cuándo será eso, majestad?

-Cada cosa llegará en su momento.

-Estaré ansioso, esperando.

-¿Te importaría repetir la historia de esa elfa delante de mi padre?

-No me pidas que quebrante mi juramento por segunda vez. Te autorizo a que tú mismo la cuentes pero no me pidas algo que atenta a mis principios. He roto mi juramento contigo porque eres el rey. Sé que eres justo, respetarás mi silencio y no tomarás ningún tipo de represalias contra mí, por mi negativa.

-Como quieras. Será un secreto entre nosotros. ¿Cómo me dijiste que se llamaba la elfa?

-Lesa Lumara. Ella y tu abuelo murieron pocas horas después de que el marido de Lumara fuese ejecutado.

Picocorvo llega en ese momento y se detiene junto a su dueño.

Se miran intensamente a los ojos.

Se produce un momento de silencio en el que Tori Vindoff y los soldados presentes están pendientes del rey y del misterioso águila que habla con el pensamiento, como manifiesta Ab’Erana cuando le preguntan.

-Dice Picocorvo que no hay nadie en las montañas y podemos estar tranquilos, pero que ha desobedecido mis instrucciones, se ha adentrado en el Valle Fértil y ha observado un intenso movimiento de soldados trolls en los alrededores de un palacio. Dice que ha volado muy alto pero que ha podido percibir con claridad lo que ocurre.

-Seguramente se estén preparando para defenderse de un posible ataque de nuestras tropas. La llegada de Mauro y sus acompañantes y la expulsión de los trolls del país deben hacerles sospechar que algo grave puede suceder en los próximos días. Deben sentirse los verdaderos dueños del Valle y la amenaza de un ataque inminente debe ponerles muy nerviosos –comenta el rastreador que suele hablar siempre.

Ab’Erana permanece durante unos minutos observando la situación del Valle, especialmente comprobando por donde aparece y se pone el sol. En aquel momento el sol está en la vertical del valle. Al comprobar las sombras de los árboles, Ab’Erana llega a la conclusión de que el sol aparece por la parte opuesta al llamado Camino de Varich y si un día cualquiera atacan por ese camino, a primeras horas de la mañana, el sol lo tendrán de frente, lo que puede significar un obstáculo aunque quizá también una ventaja. En cambio por la tarde serán los trolls quienes se deslumbren si es día soleado.

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