miércoles, 30 de enero de 2008

EL RECONOCIMIENTO

Sé que en los tres días de vida del blog MAÑANA SERÁ OTRO DÍA, se han producido más de setenta entradas, sin contar las mías y esto me ha sorprendido gratamente porque no lo esperaba. Pero me gustaría que las personas que se asoman a él dejen constancia, aunque sea un "buenas tardes" o "buenos días", o "lo he leído y me ha gustado, o no", algo que me sirva de indicativo.
Hoy voy a incluir aquí otro relato del libro llamado RELATOS. Lo llamo

EL RECONOCIMIENTO.
Camina lentamente por la acera. Casualmente ve a una mujer de avanzada edad salir de una entidad bancaria. Sin saber por qué, se fija en ella; quizá lo haga porque le llama la atención el comportamiento de la mujer: la ve detenerse en la puerta del banco, mirar con desconfianza a un lado y otro de la acera solitaria, colocarse el bolso en bandolera y apretarlo contra el pecho, antes de abandonar el edificio. Piensa que el comportamiento de aquella mujer es una especie de provocación para los delincuentes, porque todos sus movimientos delatan a voces que lleva algo de valor en el interior del bolso. Durante unos metros caminan casi juntas, como si aquella mujer buscase la compañía de otra persona de buena apariencia, pero ella se detiene ante el escaparate de una zapatería y la mujer continúa su marcha calle adelante. Se recrea en la contemplación de unos zapatos de su agrado y se promete que si encuentra trabajo pronto y continúan allí, los comprará.
En aquella acera solo hay bancos y oficinas a excepción de la zapatería. La acera de enfrente, en cambio, es la de los comercios y en la que se aglomera la gente.
Cuando más abstraída está contemplando el par de zapatos, oye un grito desgarrador y vuelve la cabeza con rapidez.
Ve a un hombre que tira violentamente del bolso que la mujer lleva colgado en bandolera y ve también cómo ella se defiende afanosamente. Ve el rostro descompuesto, o desencajado, del ladrón, que, sin duda, no esperaba aquella resistencia tan tenaz; y ve cómo, finalmente, el delincuente arrastra a la pobre mujer por el suelo durante varios metros, mientras ella chilla y patalea hasta que su cabeza choca en un golpe seco contra la base de una farola del alumbrado público y allí acaban instantáneamente su resistencia y sus gritos desgarradores. Y se ve a sí misma corriendo por la acera solitaria en dirección a la víctima y gritando “ladrón, ladrón”.
Los hechos suceden a menos de cuarenta metros de distancia del escaparate de la zapatería. Pide ayuda mientras corre pero no puede hacer nada por la víctima. Se detiene en seco al observar cómo la cabeza de la pobre mujer sangra abundantemente. Fue un golpe seco e intenso y a sus oídos llegó el ruido de algo al romperse. Grita a la gente que camina por la otra acera y que permanecen inmóviles contemplando la escena desde lejos, sin atreverse a intervenir ni a reaccionar en ningún sentido.
Está histérica, presa de un ataque de nervios.
Todo ha sucedido en cuestión de segundos y lo ha visto perfectamente, hasta en los detalles. Y toda la escena anterior se le queda grabada en la mente. Recuerda haber visto a la mujer salir de la entidad bancaria con un bolso colgado a la bandolera, fuertemente apretado contra el pecho. Ve al agresor perfectamente. Es un hombre de mediana estatura, mal encarado, con expresión de mala persona. Sin afeitar de varios días, pelo negro y ensortijado, extraña y llamativa nariz y ojos intensamente negros y vivos. Iba a cara descubierta; vestía jersey gris, vaqueros azules y deportivas blancas; aparentaba unos treinta y cinco años, o quizás algunos menos y la barba incipiente le hiciera parecer mayor.
Permanece inmóvil a unos dos metros de la víctima, con los ojos desorbitados, sin atreverse a tocarla porque desde el primer momento tiene la sensación de que aquella mujer debe estar muerta, o malherida, dada la aparatosidad del golpe recibido en la cabeza y su inmovilidad.
Es la primera vez en su vida que presencia algo semejante. Está aterrada y temblorosa. Alguien acaba de matar, o de herir gravemente, a una persona ante sus propios ojos y ella ha visto al agresor. Quizá aquel hombre no tuviera intención de matar a su víctima y solo pretendiera arrebatarle el bolso con el dinero que llevara dentro, pero lo cierto es que la mujer parece estar muerta.
Hace mentalmente un análisis fugaz de los hechos. Tiene la conciencia tranquila frente a la sociedad y a ella misma. Cree que ha actuado correctamente; corriendo en ayuda de la mujer y gritando en solicitud de ayuda a la gente que caminaba por la acera opuesta, que contemplaban lo ocurrido como meros espectadores de una obra teatral, o quizás paralizados de horror igual que ella y sin saber cómo reaccionar. O asustados, la gente se asusta ante hechos semejantes, por temor a que el agresor pueda ir armado y les descerraje un disparo, que con individuos capaces de llegar a situaciones como aquella nunca se sabe cual pueda ser su reacción. La realidad es que nadie hizo nada en ayuda de la pobre mujer. Quizá también porque todo sucedió en unos segundos y por aquella acera solo caminaban la víctima y ella.
El hombre consigue arrebatarle el bolso a la víctima y llevárselo; pero antes de doblar la esquina, cruza la mirada con ella, una mirada intensa, canallesca y amenazadora, - se coloca el dedo índice de la mano derecha en los labios como indicándole que guarde silencio y le apunta luego con el mismo dedo índice como si se tratara de una pistola-, que ella, temblorosa, consigue mantener sin dar muestra alguna de debilidad ni miedo, y seguidamente aquel hombre se pierde corriendo por la primera calle transversal.
La mujer queda en el suelo, inmóvil, encogida, mientras una mancha de sangre se va extendiendo entre la cabeza y el soporte de la farola.
Y allí está ella, junto a la víctima, mirándola con ojos desorbitados, histérica, nerviosa y con enormes deseos de chillar.
Un hombre joven, sorteando entre los vehículos, cruza la calle corriendo; dice ser médico, se inclina sobre la mujer, le pone el dedo en el cuello, le mira los ojos, se vuelve y le dice que aquella mujer está muerta y que nadie la mueva hasta la llegada del juez. Asiente mecánicamente, sin comprender por qué le dice aquellas palabras a ella, como si fuera persona interesada, cuando en realidad es una espectadora más del grupo, alguien que ha gritado y corrido. Solo eso. Ni siquiera conoce a aquella mujer. Permanece inmóvil y paralizada. Su único signo de vida es un sudor frío que le recorre por todo el cuerpo y mantiene su frente perlada.
Algunos coches se detienen para curiosear. Al instante comienza un concierto de pitidos de los vehículos que circulan más atrás que ignoran la causa de la retención. Poco a poco la circulación se reanuda con normalidad, como si nada hubiese ocurrido. Solo observan los conductores más curiosos que hay un grupo de personas en la acera y que una mujer permanece tendida junto a una farola.
Se arremolina la gente y un hombre que debe de ser empleado de banco dice que aquella mujer acababa de salir de su oficina con dinero y que él se ha asomado al oír los gritos de alguien, pensando que pudiera ser ella.
Se le acerca una chica que le indica que es periodista, le pregunta si ha llegado a ver al agresor y si podría reconocerlo; y maquinalmente le dice que lo ha presenciado todo y que si lo viera tal vez pudiera reconocerlo “porque tiene una nariz muy extraña y llamativa”; y repite luego:
-Sí, creo que podría reconocerlo. Tiene cara de mala persona. El pelo rizado y los ojos muy brillantes e intensos.
-¿Has sentido miedo? -insiste la periodista, tuteándola.
-¿Miedo? Me apuntó con el dedo índice como si fuera una pistola. Quizá si hubiera llevado un arma de fuego me habría disparado aquí mismo, no lo sé. Sí, claro, he sentido miedo, muchísimo miedo, pero no se lo he demostrado.
Llega un coche de la policía, apartan a la periodista y comienzan a interrogar a los presentes. El hombre del banco aclara, sin que nadie le pregunte, que la víctima acababa de extraer de su cartilla seis mil euros; y luego la señala a ella como la mujer que debió ver todo lo ocurrido porque estaba en la misma acera muy cerca de la víctima cuando él salió del banco.
Fue incapaz de negarlo. Es cierto lo que dice aquel hombre; y, además, está tan traumatizada y temblorosa, tan paralizada de terror, que no se encuentra en condiciones de razonar ni de pensar en las consecuencias que aquel hecho pueda acarrearle. Lo mismo le ocurrió con la periodista. Vive con su propia tragedia a cuestas y en aquel momento, sin ningún tipo de participación activa, se ve involucrada en un hecho grave que le ha costado la vida a una persona y que pone en peligro la suya propia.
Hay un tiempo de obligada espera, pero la palidez de su rostro va aumentando con el paso de los minutos.
Alguien se le acerca con una copa de coñac y aunque jamás toma tal tipo de bebida, la ingiere de un trago en un intento de recuperarse. Le da un ataque de tos y se le saltan las lágrimas.
Llega un grupo de personas que dicen ser "el Juzgado de Guardia" a la vez que una ambulancia, y pocos minutos después unos enfermeros introducen a la mujer muerta en el vehículo.
Se siente como un maniquí, llevada de un lado a otro, sin darle tiempo a pensar. Preguntas por un lado, por otro, señalada por los demás como si fuera la protagonista de una película de terror. Frases a su alrededor. "Sí, esta mujer lo vio porque estaba justamente detrás". "Yo la oí chillar desde la otra acera, volví la cabeza y vi que estaba a pocos metros"; "yo no pude hacer nada porque me encontraba en la otra acera y había muchos coches en la calzada...” Cada cual habla a su antojo, diciendo sus propias mentiras, procurando ocultar sus miedos; quizás pensando en los problemas que crea el hecho de ser testigo de algo tan terrible y brutal como la muerte de una persona de forma traumática, por defender lo suyo, porque todos debieron ver lo ocurrido igual que ella y nadie se movió para prestar ayuda a la pobre mujer. Aquellos comportamientos fueron la reacción cobarde de toda una sociedad ante la presencia de un delincuente que ni siquiera iba armado... aparentemente.
La ambulancia se aleja haciendo sonar la sirena y en el suelo queda una mancha de sangre junto a la base de la farola.
Comisaría. Interrogatorios. Declaraciones. Fotografías... Le muestran multitud de fotografías de individuos malencarados y agresivos en dos o tres posiciones, de frente, de perfil hacia la derecha y hacia la izquierda, pero no identifica al individuo del tirón del bolso. No encuentra a nadie que tenga una nariz tan extraña como la de aquel hombre. No sabe explicar en qué consiste la rareza, solo que es una nariz extraña, anormal, de punta voluminosa, poco corriente. Así se lo dice a la policía y con los datos que facilita, alguien dibuja un rostro robot, con varios tipos de nariz, que le muestran; y en el que ella señala algunos detalles o correcciones hasta conseguir una imagen con una cierta semejanza a la del criminal.
Le dicen que puede marcharse y que ya la citarán del Juzgado para prestar nueva declaración.
En el periódico local, sección de sucesos, al relatar los hechos aparece su foto y su nombre como el de la persona que vio al asaltante y "que es capaz de reconocerlo en cuanto lo vea"; y otras aclaraciones que no recuerda haber hecho y maldice a la periodista que publicó la noticia por las graves consecuencias que pueda acarrearle aquella imprudencia. Y por más que se devana los sesos no consigue recordar el momento en que la fotografiaron.
No es que ella desee inhibirse en un caso tan grave como aquel; desde el primer momento es consciente de que su colaboración puede aportar datos que permitan la detención del delincuente, y está dispuesta a colaborar, pero hubiera deseado hacerlo sin llamar la atención, sin que nadie le dijera al criminal quien es ella y lo que sabe o puede aportar.
Ya está señalada. Y señalada especialmente, mediante una fotografía que casualmente ha salido perfecta y nítida, a pesar de ser muy poco fotogénica.
Nadie conoce al homicida, pero el homicida sí debe conocerla a ella “gracias a la intervención de dos imbéciles, la periodista y ella”. Y teme que pueda ocurrir lo mismo que en algunas películas americanas en las que el testigo presencial se ve sometido a un auténtico calvario por parte de los asesinos para impedirle declarar, con riesgo, incluso, de la propia vida. Ese es su temor.
Lleva tres noches sin poder dormir. Y si se queda dormida enseguida se despierta atemorizada y comienza a dar vueltas en la cama completamente alterada y asustada. Incluso cree advertir en sueños que grita y que sus propios gritos la despiertan.
Vive sola en un apartamento.
Durante varios días se recluye en su casa para no dejarse ver. Solo sale a primeras horas de la mañana a comprar lo necesario, poco, incluso ha perdido el apetito.
Cada vez que suena el timbre de la puerta se sobresalta y estremece. La mirilla es su observatorio.
Recibe la visita de amigas que intentan tranquilizarla y que la invitan a sus casas durante unos días, pero no acepta. Cree estar en peligro y no desea que sus amigas corran el mismo riesgo.
Las llamadas de teléfono la hacen temblar al mismo ritmo que el repiqueteo del timbre. Piensa que pueda ser el homicida o alguien en su nombre para amenazarla; cuando comprueba la identidad del comunicante, se tranquiliza.
Varios días después de los hechos llaman a la puerta y a través de la mirilla ve a un empleado de telégrafos. Le entrega un telegrama del juzgado citándola para dos días más tarde.
Nuevas preguntas y vuelta a repetir todo lo declarado en Comisaría. Insiste en que todo lo declaró ya con anterioridad a la policía y le dicen que es necesario repetirlo y que tal vez pueda recordar algún detalle que se le pasara por alto la primera vez. Lo responde todo con los más insignificantes detalles que recuerda y en total coincidencia con la versión facilitada a la Policía.
-¿Conocía usted al hombre del tirón? Quiero decir que si lo había visto antes alguna vez por aquel sector -le pregunta el juez.
-No señor. Lo vi aquel día por primera vez y preferiría no haberlo hecho, como ya puede imaginar –responde, forzando una sonrisa. -Además, aquel no es mi sector. Fue casual mi paso por aquella calle. Precisamente venía de una entrevista de trabajo.
-En estos casos todos los ciudadanos están obligados a colaborar con la justicia -advierte el juez. -¿Reconocería usted a aquel hombre si volviera a verlo?
Se encoge de hombros:
-No lo sé con seguridad. Estaba tan nerviosa que... Si lo viera igual que aquel día, vestido de la misma forma, posiblemente sí. Desde luego lo que sí recuerdo es que tiene una nariz muy difícil de olvidar.
-Dijo usted a la periodista que lo reconocería, sin duda. ¿Iba a cara descubierta?
-Mire, señor juez, no sé en realidad lo que dije entonces, ni por qué lo dije. Creo que sí lo dije, aunque comprenderá que en aquel momento estaba paralizada de terror, traumatizada, pero de todos modos creo que si lo viera como aquel día... Sí, sí, iba a cara descubierta. Le vi los ojos perfectamente y la barba de varios días. No tengo dudas en eso. No intentó ocultar el rostro en ningún momento. Antes de huir me miró intensamente a los ojos y me apuntó con el dedo, como si se tratara de una pistola, después de indicarme que guardara silencio llevándose un dedo a los labios.
-¿Le habló, entonces?
-No. Solo se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios pidiendo silencio y luego me apuntó con ese mismo dedo, como si fuera una pistola. El dedo índice apuntándome y el pulgar hacia arriba. Estábamos a unos quince o veinte metros de distancia, más o menos.
-¿Recuerda usted de donde salió aquel hombre? Quiero decir si antes de ocurrir el hecho lo vio salir del banco o caminar por la acera detrás de usted, o...
-No lo sé. Cuando la mujer salió del banco recuerdo que miró a ambos lados de la calle y no debió ver a nadie sospechoso cuando se echó a la acera. Yo no vi a nadie desde luego.
-Tal vez haya que avisarle de nuevo si ese individuo llega a ser detenido. Su reconocimiento sería muy importante. Otros testigos facilitaron ciertos datos coincidentes con los suyos, pero parece ser que la persona que estuvo más cerca de ese individuo fue usted. ¿Cree que la intención de aquel individuo fuera la de matar a la señora?
-Creo que no. Pienso que solo quería robarle el bolso y al resistirse ella... El hombre estaba demudado y pálido.
-¿Vio usted si llevaba algún tipo de arma, una pistola, una navaja, un punzón...?
-No vi nada de eso. En las manos no lo llevaba, desde luego. Pienso que no debía llevar nada. De haber llevado una pistola quizá me hubiese disparado para evitar testigos presenciales. Esto es una suposición.
-Es posible.
-Estoy muy asustada y temo que me pueda suceder algo malo.
-No se preocupe. Si tuviera que reconocerlo él no podría verla.
-Pero luego en el momento del juicio... ¿Sabe usted que mi foto apareció días pasados en el periódico como la persona que vio al individuo y que sería capaz de reconocerlo?
El juez se encoge de hombros y dice sin mucho convencimiento:
-La policía se preocupará de que a usted no le suceda nada. Pero hay diligencias que no podemos evitarlas. Los ciudadanos tienen la obligación de colaborar en este tipo de cosas. Días pasados la víctima fue aquella señora, pero otro día cualquiera puede tocarle a usted, o a mí. Las personas honorables tienen la obligación de colaborar en el descubrimiento de los hechos delictivos, si no llegará un momento en que la delincuencia lo invadirá todo y se hará la dueña de las calles. Con respecto a la aparición de su fotografía en el periódico es algo que nadie pudo prever, sin duda una periodista inexperta que debió pensar que era la noticia de su vida.
-Sí, en eso estoy de acuerdo con usted, pero el riesgo lo corro solamente yo.
El juez se encoge de hombros esta vez.
-Si es necesario daré orden para que la sometan a vigilancia. Si se siente amenazada por alguien no dude en ponerlo en conocimiento del juzgado o de la policía. Se adoptarán las medidas necesarias al caso.
Terminada la diligencia judicial, firma su declaración y abandona el local del juzgado; va nerviosa, mirando a un lado y otro, temiendo encontrarse en todas partes con aquel hombre de extraña nariz, ojos negros y pelo ensortijado, el hombre que no se aparta de su imaginación en ningún momento, ni de día ni de noche, como si se tratara de un amante.
***

Está sin trabajo, cobra el desempleo y no tiene nada que hacer durante el día. Esto es mucho peor porque dispone de toda la jornada para pensar. El trabajo le haría olvidar lo ocurrido; pero lleva ya unos meses sin hacer nada y la escena de la mujer arrastrada, la mirada intensa y agresiva de aquel hombre y el dedo apuntándole como si se tratara del cañón de una pistola, no se borran de su imaginación.
El paso de los días sin que suceda nada nuevo comienza a tranquilizarla. Reanuda su vida normal. Sus salidas por la mañana, a las compras habituales, y, algunas tardes, con las amigas. Aunque le insisten, no se atreve a ir al cine ante el temor de que en la oscuridad puedan asestarle una puñalada por la espalda.
Veinte días más tarde lee en la primera plana del periódico local que han detenido a un hombre como presunto autor del robo y muerte de la "mujer del bolso y la farola", como todos llaman al caso. Al parecer le han intervenido en su poder algunos objetos que la víctima llevaba en el bolso, especialmente dos tarjetas de crédito. Toda la tranquilidad de los días anteriores se derrumba como castillo de arena.
El mismo día en que aparece la noticia en el periódico, al regresar al apartamento, mira en el buzón de correos como cada día y encuentra un sobre sucio y con su nombre mal escrito. Lo abre. Solo hay un papel con la siguiente frase: "Cuidado con lo que declaras. Sabemos quién eres y dónde vives". Observa que el sobre no tiene sello de correos, lo que indica que alguien lo ha dejado allí personalmente, lo que demuestra que conocen su dirección y, sin duda, también a ella, como dice el papel.
Se echa a temblar.
No ve a ningún vecino para preguntarle si ha visto a alguien depositar una carta en su buzón.
Sube al apartamento. El teléfono suena insistentemente. Lo coge y una voz de mujer la insulta y amenaza de muerte si declara en el asunto de la mujer del bolso y la farola. "¡No sabes nada ni recuerdas nada!", dice aquella mujer desconocida y grosera, como despedida de su retahíla de insultos. Cuelga, respira profundamente, y llama a la policía para denunciar lo ocurrido. Le indican que comparezca de inmediato en Comisaría y se opone. No se atreve a salir sola y de noche en aquellas condiciones. Le comenta al policía el ofrecimiento que le hizo el juez de ponerle una vigilancia y le indican que no se mueva de la casa y espere la llegada de unos agentes.
Cuando llaman a la puerta comienza a temblar como un azogado y, sin contestar, observa por la mirilla, temerosa de que se trate de alguien relacionado con el criminal.
Son dos agentes de uniforme.
La acompañan a la Comisaría y formula la denuncia por el anónimo y la llamada recibida.
-Precisamente íbamos a avisarle mañana. ¿Quiere ver estas fotos de nuevo? -pregunta finalmente el comisario. -Tómese el tiempo que necesite. Mírelas con el mayor detenimiento posible.
Ve una serie de individuos de mala catadura pero todos tienen la nariz normal.
Se detiene durante unos segundos en una foto en la que aparece un hombre con el pelo ensortijado y los ojos negros aunque los rasgos de la nariz parecen perfectos. Continua el análisis y al llegar al final del álbum vuelve a la foto del hombre del pelo ensortijado y permanece contemplándola durante unos minutos.
-¿Puede ser ese, acaso? -pregunta el comisario.
-El pelo y los ojos parecen idénticos pero desde luego la nariz no se parece en absoluto. Creo que esta foto no la vi la otra vez.
-No lo sé. No estaba yo aquí el día que usted vino.
Tiene una corazonada y pregunta:
-¿Es este el hombre que han detenido, verdad?
El comisario no responde a su pregunta; cierra el álbum de fotos y se limita a decirle:
-Espere aquí un momento.
Espera más de media hora y finalmente la hacen pasar a una habitación oscura.
-Ahora, a través de ese cristal verá usted aparecer varios hombres. Mírelos bien y dígame si alguno de ellos puede ser el hombre que arrebató el bolso a la mujer y le causó la muerte. Puede hablar con absoluta tranquilidad y tomarse el tiempo que necesite. Ellos no pueden vernos ni oírnos -advierte el comisario para tranquilizarla.
Se enciende una luz y ve al otro lado de la pared de cristal un pasillo y una puerta por la que aparecen varios hombres. Cinco. Uno alto y rubio. En segundo lugar el hombre de la fotografía que acaba de ver un momento antes, según cree advertir. Luego otro hombre moreno, con bigote y cabello lacio. Los dos restantes presentan rasgos muy acusados, uno lleva melena y otro barba profusa.
Pasea la mirada por todos ellos y se detiene en el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros.
-El segundo de ellos empezando por mi izquierda, creo que es el hombre de la fotografía que acabo de ver.
-¿Es ese el hombre que robó el bolso? -pregunta el policía.
-Este tiene la nariz perfectamente trazada y aquel tenía una nariz extraña... como porruda. ¿Es posible que se haya hecho una operación de cirugía estética en estos días pasados?
-No tiene ninguna cicatriz en la nariz, ni creo posible que en tan pocos días haya podido hacerse nada así. Eso, además, vale mucho dinero.
-El pelo es parecido, diría que casi idéntico, y los ojos... son negros, pero no tienen el brillo que tenían los de aquel hombre. Tal vez porque los momentos no son iguales. Aquel fue un momento intenso, el hombre debía estar irritado por el desarrollo de los hechos y... Lleva vaqueros y deportivas, como aquel hombre, pero eso los lleva hoy cualquiera.
-¿Qué dice, entonces?
-No lo sé. Tengo serias dudas. Ya les dije que tenía la nariz extraña, no sé qué exactamente pero no era una nariz normal y la de este sí la es.
-Está bien.
Salen de la habitación y dos inspectores la acompañan a su casa. Estacionan en doble fila. Un se queda en el vehículo y el otro la acompaña hasta el piso y se cerciora de que no hay nadie en él.
-Nos quedaremos un rato ahí abajo. Estaremos en el interior del coche pero no perderemos de vista su ventana. Si observa algo anormal llámenos inmediatamente o encienda y apague la luz repetidas veces -le dice el inspector antes de salir.
Y vuelve a quedarse sola.
Aquel hombre del pelo ensortijado y los ojos negros podría ser perfectamente el agresor. Es de la misma estatura; viste vaqueros y zapatillas deportivas, el pelo y los ojos muy semejantes, pero la nariz... no es la misma.
No puede acusar a un hombre sin tener absoluta certeza de su identidad, eso lo tiene claro. Si se equivoca, su error podría ser trágico. Ha oído decir muchas veces que es preferible dejar de condenar a un culpable que condenar a un inocente y ella está de acuerdo con esa teoría.
Claro que a aquel hombre de pelo ensortijado, según el periódico, le han intervenido en su poder dos tarjetas de crédito de la víctima y otros objetos que no detallan y estos ya son unos indicios violentos de culpabilidad. Y si a ello se une el contenido del anónimo y la llamada telefónica de aquella noche... Quizá todo encaje. Sin duda, aquel individuo debe tener un cómplice, una mujer, que pudo ser la que depositara la carta en el buzón y la llamara por teléfono, quizá desde la cabina de la calle cuando la viera entrar en el edificio.
Con tales pensamientos se queda dormida.
***

Vuelven a citarla al Juzgado para realizar una nueva rueda de reconocimiento.
Aparecen siete hombres. Tres de ellos visten vaqueros y zapatillas deportivas. Todos de características diferentes. Hay dos con el cabello ensortijado y ojos negros. Los otros no presentan ningún parecido con el agresor.
-¿Puede reconocer en alguno de esos hombres al individuo que robó y mató a la señora del bolso? - pregunta el juez.
-Dije en comisaría que no. Ese del jersey verde y vaqueros azules ya lo vi allí y dije entonces que con otra nariz pudiera ser, pero... ese chico tiene una nariz completamente normal.
-Está segura de que no es.
-Segura no estoy de nada, señor juez. Presenta semejanzas en el pelo y en los ojos y puede ser de la misma estatura y quizá de la misma edad, pero este está afeitado y la nariz es completamente diferente. No puedo decir otra cosa. No quiero correr el riesgo de equivocarme. Si tuviera seguridad, a pesar de las amenazas, puede estar seguro de que lo reconocería, pero...
-Está bien. Aquí no queremos forzarla a nada. Usted diga simplemente lo que considere oportuno.
-No puedo asegurar que lo sea ni que no lo sea.
***

En realidad muchas noches ve en sueños a la pobre mujer arrastrada por el suelo y pataleando. Ve también el charco de sangre que se agranda como un globo hinchado y explota en un momento determinado, manchándola de sangre y se ve a sí misma gritar horrorizada. Ve al hombre que tira del bolso de aquella mujer y se fija en sus ojos y en su extraña nariz. Lo ve como si estuviera en la realidad. Puede ser aquel hombre de la comisaría y del juzgado. El pelo es igual al del hombre de sus sueños; los ojos son idénticos. Y se incorpora en la cama más de una noche, aterrorizada, a consecuencia de aquella visión tan indeseada.
Toda aquella situación le resulta una verdadera pesadilla. Se debate en un mar de confusiones. No sabe dónde quedarse. No sabe adónde ir. No sabe qué hacer.
No ha vuelto a recibir ningún anónimo amenazador y esto la tranquiliza. Quienquiera que sea el autor de las amenazas sabe que no se ha producido el reconocimiento y esto debe haberle tranquilizado.
***

Dos días más tarde una vecina la llama para que le ayude a vestir al niño para una fiesta de disfraces en el colegio. Su amiga saca todos los preparativos necesarios para un disfraz de payaso y en aquel preciso instante tiene una idea. Algo que no se le ha ocurrido antes a ella, ni a la policía, ni al juez, o, al menos, a ella no le han dicho nada.
-Perdona, chica -dice a su amiga- he olvidado algo y tengo que salir. No sé si podré volver a tiempo de ayudarte. Es una emergencia. No me puedo entretener. Lo siento.
-Pero, oye...
Antes de que la amiga tenga tiempo de preguntar, abandona la casa corriendo y sale a la calle como desorientada. Se detiene en seco y permanece pensativa, como recordando algo. Luego, decididamente, toma una dirección.
Se detiene ante un establecimiento anticuado que tiene sobre la puerta un rótulo que indica así: "Hijo de J. Martínez. Disfraces".
Entra y solicita ver toda la gama que tengan de narices postizas.
Le muestran numerosas narices y finalmente elige tres de ellas.
Duda entre ir a la Comisaría o al Juzgado y finalmente decide visitar al Juez, dice quien es y la hacen pasar.
-¿Me recuerda usted? -pregunta.
-Claro. Usted es la señorita del reconocimiento de presos del otro día. ¿Tiene algo nuevo que decir? ¿Ha recordado algo que no hubiera manifestado anteriormente?
-No sé si estas cosas se hacen o no así. Creo que lo he descubierto, pero no quiero que se sepa que he sido yo quien ha propiciado esta situación.
-No la entiendo.
-No quiero que conste que he venido voluntariamente a decir lo que le voy a referir. Debe constar que he comparecido porque usted me ha citado. Como si todo fuera cosa de usted o de la policía.
-No hay ningún problema en eso, puedo citarla ahora mismo para formularle ciertas preguntas. A ver, dígame.
Decide correr el riesgo.
-Creo que aquel hombre llevaba una nariz postiza como alguna de estas - y coloca sobre la mesa las tres narices que acaba de comprar en la tienda.
-¿Está segura?
-Creo que sí. ¿Podría ver otra vez a esos hombres y que tres de ellos se coloquen estas narices postizas? Ésta en concreto deberá colocársela el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros.
El juez hace una pequeña señal con un bolígrafo en la nariz indicada por la chica.
-¿Ha perdido el miedo que tenía?
-No, señor, estoy muerta de miedo, pero sé que si este asunto no llega a averiguarse no podré dormir tranquila el resto de mi vida. En realidad en todo instante tuve conciencia de que debía colaborar si no esta gentuza se hará la dueña de las calles como usted me dijo días pasados. Creo que el culpable puede ser el hombre del pelo ensortijado y ojos negros que vi el otro día, pero no podré asegurarlo hasta verlo con esa nariz. Ya le dije que tenía una nariz muy extraña y en realidad no he visto nunca a nadie que pueda tener una nariz como aquella. Esta mañana, disfrazando al niño de una vecina, al ver la nariz postiza, me vino la idea.
-Está bien. Ordenaré que traigan nuevamente a ese hombre. Venga por aquí pasado mañana a las doce. Las narices las dejaremos en este cajón bajo llave. Y en cuanto a su deseo... no se preocupe. Le enviaremos hoy mismo un telegrama citándola para que comparezca pasado mañana para nueva rueda de reconocimiento.
Vuelve dos días más tarde.
Realizan de nuevo la diligencia de reconocimiento.
Ve a siete hombres a través del cristal y tres de ellos llevan colocada una nariz postiza.
Se fija detenidamente en el hombre del pelo ensortijado y los ojos negros y no tiene dudas. Además, el hombre lleva barba de varios días, como el día del crimen, y este detalle le sirve de orientación. Aquella es la nariz extraña que tanto le llamó la atención. Y aquel día los ojos del delincuente brillan de ira, al comprender quizá que su juego ha sido descubierto. Y el delincuente, sospechando que ella lo está viendo en aquel momento, voluntaria o involuntariamente, pero en acto estúpido y absurdo, apunta hacia el cristal con el dedo índice, como si se tratara de una pistola.
-¡Es él!
-¿Cuál exactamente? -pregunta el juez.
-Justo el que está en el centro. Tiene tres a un lado y tres al otro. Es el que ha hecho el gesto de simular un disparo con el dedo. Exactamente como hizo aquel día. Es un imbécil, además, por repetir ahora ese mismo gesto.
-¿No tiene ninguna duda?
-Ninguna. Esa es la nariz que vi y hoy sus ojos brillan como aquel día. Además, la amenaza del dedo... Estoy segurísima de que es él.
-Gracias, señorita. Este reconocimiento confirma nuestras sospechas. Es él. Ese hombre escondía en su casa otros objetos del bolso de la víctima y cierta cantidad de dinero. Dice que encontró un bolso en la calle con todas las cosas en su interior, aunque asegura que no había dinero, pero esos son los argumento de que suelen valerse este tipo de personas para exculparse, algo lógico. Gracias a usted ya no tenemos duda alguna.
-Según la policía, entre las cosas encontradas en el domicilio de este individuo, había una nariz postiza, pero, en realidad, nadie la tomó en cuenta -informa un funcionario.
-Esta nariz y la otra intervenida por la policía las aportaremos como elementos de prueba -aclara el fiscal, presente en el acto de reconocimiento. -Conviene tener todas las pruebas necesarias.
-Para su tranquilidad le diré que la compañera de ese hombre ha sido detenida también. Un primer examen de la escritura del anónimo que usted recibió coincide con su letra. Hay que esperar no obstante un informe detallado de los servicios de la policía especializados en caligrafía.
-¿Quiere decir eso que pueda estar tranquila durante unos meses al menos? -pregunta sonriendo.
-Parece que ha recobrado usted el ánimo, ¿eh?
Atraviesa los pasillos del juzgado pisando fuerte, con la conciencia tranquila por haber hecho lo que debía. Y da un resoplido de satisfacción al llegar a la calle. Mira en ambas direcciones y ve mucha gente caminando de un lado a otro.
El día es hermoso.
Mientras camina calle arriba piensa en la pobre mujer muerta. Para ella todo terminó. Pero el equilibrio social exige el castigo del culpable y ella ha colaborado activamente en que aquél se produzca. Ha hecho algo más de lo puramente razonable.
-Cada cual debe estar en su sitio - murmura en voz alta.
Decide que aquella noche irá al cine con las amigas y procurará dormir a pierna suelta.
A partir de aquel instante solo debe preocuparse de encontrar trabajo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola Don Mariano!, grandes dilemas los que se plantean en su relato, primero la lucha entre el anonimato y la noticia, donde vemos que los periodistas en su afán por contar los hechos tal y como son no dudan en poner a quien sea en peligro, consciente o incoscientemente y por otro lado, el famoso refrán o dicho popular, "de valientes están los cementerios llenos", en el cual se basa la sociedad. Partiendo de que la sociedad ya de por si es cobarde, ingrata y poco solidaria, si por imperativo legal encima tienes que perder parte de tu vida para denunciar los hechos, es normal que la gente prefiera no inmiscuirse en estos casos y dar la callada o la negativa por respuesta, mi padre sin ir mas lejos, me cuenta muchos casos de gente que denuncia y cuando se le dice que tiene que personarse en el juicio, acojonarse.
Sin embargo observamos que a veces esto es totalmente superable y el saber que has hecho las cosas bien, te aporta un plus de seguridad y vitalidad que ántes no tenías.

Un saludo.